"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Ocho Wolfie estaba acurrucado bajo una colcha en un rincón del autocar, con una cola de zorro junto a la boca. Era suave como la piel de un osito de peluche y se chupaba el pulgar a escondidas detrás de la cola. Tenía hambre. Siempre soñaba con comida. Fox no le había prestado ninguna atención después de que su madre y su hermano desaparecieran. Eso había ocurrido mucho tiempo atrás, quizá semanas, y Wolfie aún no sabía dónde estaban o por qué se habían ido. A menudo, un terror persistente en lo más recóndito de su cerebro le decía que lo sabía, pero evitaba pensar en ello. Tenía algo que ver con Fox y el afeitado de sus mechones, pensó. Había llorado durante días, suplicándole a Fox que lo dejara irse a él también, hasta que el hombre lo amenazó con la navaja. Después de eso, se escondió bajo la colcha y mantuvo la boca cerrada mientras fantaseaba haciendo planes de fuga. Pero todavía no había hecho acopio de coraje; su miedo a Fox, a la policía y a los agentes sociales, su miedo a todo, estaba demasiado arraigado, pero se prometió a sí mismo que un día se marcharía. La mayoría de las veces a su padre se le olvidaba que él estaba allí. Como ahora. Fox había traído al autocar a varios de los miembros del campamento y organizaban turnos de veinticuatro horas para custodiar la entrada al lugar. Wolfie, callado como un ratón aterrorizado, pensó que su padre parecía un general organizando sus tropas. Haz esto. Haz aquello. Yo soy el jefe. Pero Wolfie estaba preocupado porque la gente lo contradecía constantemente. Entonces se preguntó si sabrían lo de la navaja. – No importa cómo se mire, tenemos siete días antes de que alguien emprenda alguna acción -dijo Fox-, y para entonces habremos convertido este lugar en una fortaleza. – Bien, sí, sería mejor que no te equivocaras en eso del vacío de propiedad -dijo una voz de mujer-, porque no tengo ganas de deslomarme construyendo una empalizada para que vengan las excavadoras a destruirla un día después de que la terminemos. Además, en caso de que no te hayas dado cuenta, hace un frío insoportable ahí fuera. – No me equivoco, Bella, conozco este lugar. Dick Weldon intentó cercarlo hace tres años, pero desistió porque no estaba dispuesto a pagar una fortuna en gastos legales sin garantías de que fuera a ganar. Eso mismo es lo que va a pasar ahora. Incluso si el resto del pueblo acuerda dejar que él reclame estas tierras, tendrá que pagar a un abogado para obligarnos a marcharnos y él no es tan altruista. – ¿Y si todos deciden unirse? – No lo harán. Al menos, no a corto plazo. Hay demasiados intereses en conflicto. – ¿Cómo lo sabes? – Simplemente lo sé. Hubo un breve silencio. – Vamos, Fox, cuenta algo -dijo un hombre-. ¿Qué relación tienes con Shenstead? ¿Has vivido aquí? ¿Qué es lo que sabes y que nosotros ignoramos? – No es asunto tuyo. – Claro que es asunto nuestro -dijo el otro hombre, levantando la voz con ira-. Estamos confiando demasiado en este asunto. ¿Quién dice que los maderos no vendrán a detenernos por allanamiento? Primero quisiste que cerráramos el paso con una cuerda. Ahora quieres que lo convirtamos en una fortaleza… Y todo eso, ¿para qué? ¿Una apuesta de un millón a uno de que todo lo que construyamos aquí será nuestro en doce años? Las posibilidades son una mierda. Cuando nos lo contaste en agosto dijiste que se trataba de campo abierto… tierra para establecerse. No hubo mención alguna de un puñetero pueblo al otro lado del camino. – Cállate, Ivo -dijo otra mujer-. Es un gales con malas pulgas -añadió en beneficio de los demás-. Siempre anda buscando pelea. – Y tendré una contigo si no eres más cuidadosa, Zadie -dijo Ivo con furia. – Basta. Tenemos posibilidades. -La voz de Fox tenía un filo acerado que hizo temblar a Wolfie. Si el otro cabrón no se callaba, su padre sacaría la navaja-. En este pueblo sólo hay cuatro casas permanentemente ocupadas: la mansión, la casa Shenstead, la casa del guarda y Paddock View. Lo demás son viviendas de fin de semana o para alquilar… y no nos molestarán hasta que las mujeres vengan en verano y se quejen a sus maridos de que los niños juegan con la escoria del Soto. – ¿Y qué pasa con las granjas? -preguntó Bella. – La única que importa es la de Dick Weldon. Su tierra colinda con gran parte del Soto, pero sé de buena tinta que no existen documentos probatorios de que la granja Shenstead lo incluyera alguna vez en su propiedad. – ¿Cómo lo sabes? – No es asunto tuyo. Simplemente acepta lo que te digo. – ¿Y qué hay de esa casa que se ve entre los árboles? – La mansión. Allí vive un anciano solo. No nos causará ningún problema. – ¿Cómo lo sabes? -De nuevo, era la voz de Ivo. – Lo sé y basta. – ¡Por Dios! -Se oyó el sonido de un puño golpeando la mesa-. ¿No puedes decir otra cosa? -Ivo empezó a imitar el habla más educada de Fox-: «Simplemente lo sé… no es asunto tuyo… acéptalo». ¿De qué va esto, hombre? Que lo sepas, no voy a quedarme a oír la basura que cuentas sin una puñetera explicación. Para empezar, ¿por qué ese viejo no nos va a causar problemas? Si yo viviera en una mansión y un montón de tíos New Age se mudaran a mi barrio, seguro que les armaría un escándalo. Fox no respondió de inmediato y Wolfie cerró los ojos asustado, imaginando cómo su padre le daba un tajo al otro hombre en la cara. Pero los gritos no llegaron. – Sabe que esta tierra no le pertenece -explicó Fox con serenidad-. Cuando Weldon intentó quedársela hizo que sus abogados lo estudiaran e investigaran, pero tampoco existen documentos que apoyen su pretensión. La razón por la que estamos aquí ahora es porque él es la única persona con suficiente dinero para pagar los gastos de los demás… y no lo va a hacer. Hace un año, quizá. Pero ahora, no. – ¿Por qué no? Otro breve silencio. – Supongo que os enteraréis pronto. Los demás creen que él asesinó a su esposa e intentan que lo arresten. El viejo es un recluso, no va a ninguna parte, no ve a nadie… le sirven la comida a domicilio. No nos va a molestar… Con esos líos que tiene, no va a hacerlo. – ¡Mierda! -dijo Bella, asombrada-. ¿Y de verdad lo hizo? – ¿A quién le importa? -repuso Fox con indiferencia. – Quizás a mí. Tal vez sea peligroso. ¿Qué hay respecto a los niños? – Si eso te preocupa, diles que permanezcan lejos de ese extremo del bosque. Él sólo sale de noche. – ¡Mierda! -volvió a decir la mujer-. Parece un tipo raro. ¿Por qué no está en un manicomio? – Ya no hay manicomios -dijo Fox con aire desdeñoso. – ¿Cuántos años tiene? – Ochenta y tantos. – ¿Cómo se llama? – ¿Qué puñetera importancia tiene saber su nombre? -soltó Fox-. No vas a hablar con él. – ¿Y qué? Quizá yo quiera saber quién es cuando hablen de él. No es un secreto, ¿verdad? -Hizo una pausa-. Bueno, bueno… quizás ésa sea la cuestión. Lo conocías de antes, ¿no es verdad, Fox? ¿Fue él quien te dio toda la información? – Nunca en mi vida he hablado con él… sé muchísimas cosas de su vida. Y por qué lo sé, no es asunto tuyo. – Seguro. Entonces, ¿cómo se llama? – Lockyer mis cojones Fox. ¿Estás satisfecha? Hubo un estallido de risas. – Te preocupa la competencia, ¿no es cierto? -dijo la mujer-. ¿Calculas que quizá no haya espacio suficiente para dos zorros en este lugar? ¿Es eso [10]? – Cállate, Bella -dijo Fox, al tiempo que recuperaba el filo acerado de voz. – Sí… sí. Era una broma, cariño. Tienes que aprender a relajarte… fúmate un porro… tómate unas pastillas de la alegría. Estamos contigo, cariño… hasta el final. Sólo tienes que confiar en nosotros. – Obedeced las reglas y confiaré. Infringidlas y no lo haré. Primera regla: todo el mundo cumplirá la rotación y nadie eludirá su turno. Segunda: nadie folla con la gente de aquí. Tercera: nadie abandona este campamento después de la puesta del sol… Wolfie se arrastró fuera de su escondite cuando oyó cerrarse la puerta del autocar y fue de puntillas hasta una de las ventanas que daba a la entrada al Soto. Tenía colas de zorro a guisa de cortina, y las echó a un lado para observar cómo su padre tomaba posición tras la barrera de cuerda. Había muchas cosas que no comprendía. ¿Quiénes eran todos esos de los demás autocares? ¿Dónde los había encontrado Fox? ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Por qué su madre y su hermano no estaban con ellos? ¿Por qué iban a construir una fortaleza? Pegó la frente al vidrio e intentó encontrar un sentido a lo que había escuchado. Sabía que el nombre completo de Fox era Fox Evil. Una vez le había preguntado a su madre si eso quería decir que Evil era también su apellido, pero ella se echó a reír y le dijo que no, que era solamente Wolfie. Sólo Fox era Evil. De ahí en adelante, Wolfie cambió de sitio las palabras y pensó que su padre se llamaba Evil Fox. Para la mente del niño, que siempre buscaba equilibrio y respuestas, eso tenía más sentido que Fox Evil [11], y de inmediato Fox asumió las virtudes de un apellido. Pero ¿quién era ese anciano llamado Lucky Fox [12]? ¿Y cómo era posible que su padre no lo conociera si tenían el mismo apellido? El miedo y la excitación pugnaban en el corazón del niño. Excitación porque Lucky Fox podía ser pariente suyo… quizás hasta supiera dónde estaba su madre; miedo, a un asesino… Mark retrocedió, cerrando con tranquilidad la puerta del salón a sus espaldas. Se volvió hacia la visitante con una sonrisa de disculpa. – ¿Le importaría que la anuncie dentro de un rato? James está… eh… -se interrumpió-. Mire, sé que va estar encantado de verla, pero en este momento está durmiendo. Nancy había visto más de lo que Mark hubiera pretendido y asintió de inmediato. – ¿No sería mejor que volviera después de comer? Tengo que presentarme en el Campamento Militar de Bovington a las cinco de la tarde… pero no hay nada que me impida presentarme ahora. Puedo regresar más tarde. -Esto era mucho más embarazoso de lo que ella había imaginado. No se le había ocurrido que Mark Ankerton pudiera estar allí-. Debí haber telefoneado -concluyó, sin mucha convicción. Mark se preguntó por qué no lo había hecho. El número figuraba en la guía. – De eso nada -dijo, y se interpuso entre ella y la puerta principal, como si temiera que Nancy saliera corriendo-. No se marche, por favor. James se sentiría desconsolado. -Hizo un gesto hacia un pasillo a la derecha, y habló con rapidez para que se sintiera bienvenida-. Vamos a la cocina. Allí hace calor. Puedo prepararle una taza de café mientras aguardamos a que despierte. No tendrá que esperar más de diez minutos. Ella dejó que la guiaran. – Me acobardé en el último minuto -admitió Nancy, en respuesta a la pregunta que él aún no había formulado-. Fue un impulso y no creí que a él le hubiera gustado recibir una llamada a las tantas de la noche o a primera hora de esta mañana. Imaginé un montón de inconvenientes si él no se daba cuenta enseguida de quién llamaba. Pensé que sería más fácil si venía personalmente. – No es ningún problema -le aseguró Mark, abriendo la puerta de la cocina-. Es el mejor regalo de Navidad que podían hacerle. ¿Lo era de verdad? Mark esperaba que su ansiedad no se trasluciera porque no tenía la menor idea de cómo reaccionaría James. ¿Se sentiría complacido? ¿Sentiría miedo? ¿Qué mostraría una prueba de ADN? La situación era complicada. Podía coger un cabello del hombro de Nancy y ella ni se daría cuenta. La sonrisa se congeló en su rostro cuando la miró a los ojos. ¡Dios, se parecían tanto a los de James! Incómoda ante su mirada, Nancy se quitó su gorro de lana y se ahuecó el cabello oscuro con la punta de los dedos. Era un gesto femenino que traicionaba la ropa masculina que vestía: gruesa chaqueta de vellón sobre un pichi con cuello de polo, pantalones de trabajo remetidos en unas botas pesadas, todo de color negro. Era una elección interesante, sobre todo porque visitaba a un anciano cuyos gustos y opiniones sobre la ropa tenderían a ser conservadores. Mark pensaba que era un reto deliberado a la disposición de James a aceptarla, como si dijera que no había compromisos. Acéptame como soy o no lo hagas. Si una mujer de aspecto hombruno no se acomodaba a los moldes de los Lockyer-Fox, entonces a la mierda. Si esperabas que te cautivara con mi encanto femenino es mejor que te lo pienses. Si esperabas una nieta manipulable, olvídalo. La ironía era que ella se presentaba, de modo inconsciente, como la antítesis de su madre. – He sido asignada temporalmente a Bovington como instructor de operaciones de campo en Kosovo -dijo al abogado-, y cuando busqué en el mapa… bueno… pensé que si salía al alba podía aprovechar el día… -calló y, desconcertada, se encogió de hombros-. No se me ocurrió que tuviera invitados. Si hubiera visto algún coche en el camino de acceso, no hubiera llamado al timbre, pero como no había… Mark trató de agarrarse a la frase. – Mi coche está al fondo, y las únicas personas que hay aquí somos él y yo. Realmente, capitana Smith, esto es… -buscó una palabra que pudiera tranquilizarla-, brillante. En realidad, no tiene idea de cuán brillante es. Desde la muerte de Ailsa es su primera Navidad. Finge no darle importancia, pero invitar para las fiestas a un abogado no ayuda a reemplazar a una esposa. -Sacó una silla para ella-. Por favor. ¿Cómo le gusta el café? La habitación estaba caldeada por una cocina Aga, y Nancy se dio cuenta que el calor la hacía ruborizarse. Su incomodidad aumentó. No hubiera podido elegir un momento peor para aparecer sin anunciarse antes. Se imaginó la vergüenza del coronel si entraba allí buscando a Mark, todavía con lágrimas en los ojos, y la encontraba sentada a la mesa. – En realidad, no creo que esto sea una buena idea -dijo de repente-. Lo vi por encima de su hombro y no está durmiendo. Suponga que lo está buscando. Se sentirá acongojado si me ve aquí. -Miró hacia una puerta en una esquina-. Si se puede salir por ahí, podría marcharme en silencio y él nunca sabría que he estado aquí. Quizá también Mark se lo estaba pensando mejor, porque miró indeciso hacia el pasillo. – Está pasando por un mal momento -dijo-. No creo que duerma mucho. Ella volvió a ponerse el gorro. – Volveré dentro de dos horas, pero antes llamaré para darle tiempo a que se serene. Eso es lo que debí haber hecho. Por un momento, Mark la buscó con la mirada. – No -dijo, tomándola con suavidad por el brazo y haciéndola volverse hacia el pasillo-. No estoy seguro de que no cambie de idea. Mi abrigo y mis botas impermeables están en la trascocina, y allí hay una puerta que nos llevará al lado contrario del dormitorio de James. Podemos dar un paseo y sacudirnos las telarañas después de su largo viaje. Podemos echar una mirada discreta dentro de media hora por las ventanas del salón para ver qué tal le va a James. ¿Qué le parece? Ella se relajó de inmediato. – Bien -dijo-. Soy mejor paseando que enfrentándome a situaciones sociales incómodas. Él se echó a reír. – Yo también. Acompáñeme por aquí. Giró a la derecha y la condujo a una habitación que tenía a un lado un viejo fregadero de piedra y al otro un montón de botas, mantas para caballos, impermeables y capotes de lana. El suelo estaba cubierto por pedazos de fango que se habían desprendido de las suelas de goma, y el polvo y el tizne se habían acumulado en el fregadero, en el escurridor y en los antepechos de las ventanas. – Todo está bastante sucio -se disculpó, mientras cambiaba sus mocasines Gucci por unas viejas botas de goma, y encogió los hombros para meterse en un chubasquero Dryzabone-. A veces creo que todo el que ha vivido aquí ha abandonado una parte de sí mismo como prueba de su presencia. -Cogió un viejo capote de lana marrón que colgaba de una estaca-. Esto perteneció al tatarabuelo de James. Lleva colgado aquí desde que James tiene uso de razón, pero dice que le gusta verlo todos los días… le da una sensación de continuidad. Abrió la puerta exterior que daba a un patio amurallado y empujó levemente a Nancy para que saliera. – Ailsa llamaba a esto su jardín italiano -dijo, señalando con la cabeza los grandes tiestos de terracota dispuestos por toda la zona-. Es como un lugar soleado en una tarde de verano y ella solía cultivar aquí flores de aroma nocturno. Siempre decía que era una lástima que estuviera en el rincón más feo de la mansión porque era el mejor sitio para sentarse. Eso es la parte trasera del garaje. -Señaló con la cabeza un edificio de una sola planta, a su derecha-. Y esto… -levantó el gancho que mantenía cerrada una puerta arqueada de madera en una pared delante de ellos-, lleva al jardín de la cocina. El patio parecía abandonado, como si nadie hubiera entrado allí tras la muerte de su dueña. Entre los guijarros crecían profusamente las malas hierbas y en las tinas de terracota sólo se veían los frágiles restos de plantas muertas desde hacía mucho tiempo. Mark parecía estar seguro de que Nancy sabía quién era Ailsa aunque él no se lo hubiera dicho, y Nancy se preguntaba si él tenía conocimiento de la existencia de las cartas del coronel. – ¿Alguien ayuda a James? -preguntó, siguiéndolo hasta el huerto. – Sólo una pareja de ancianos del poblado… Bob y Vera Dawson. Él se ocupa de la jardinería y ella de la limpieza. El problema es que son casi de la edad de James, así que no es mucho lo que pueden hacer. Como puede ver. -Hizo un gesto hacia el huerto, en el que se veían plantas muy crecidas-. Creo que lo único que hace Bob es podar el césped, y Vera está senil, por lo que se limita a mover el polvo de un lado a otro. Es mejor que nada, supongo, pero a él le vendría bien contar con un poco de energía. Echaron a andar por los restos de un camino de grava entre los surcos, mientras Nancy admiraba la pared de casi tres metros que circundaba el jardín. – Debe de haber sido una maravilla cuando tenían personal para ocuparse de todo esto -dijo ella-. Parece que cultivaban una espaldera de frutales a lo largo de la pared sur. Aún se pueden ver los alambres. -Señaló hacia una pequeña meseta de tierra en el centro-. ¿Eso es un cantero de espárragos? Mark le siguió la mirada. – Quién sabe. En cuanto a horticultura, soy un completo ignorante. ¿Cómo crecen los espárragos? ¿Qué aspecto tienen antes de ser un manojo atado en un supermercado? Ella sonrió. – Más o menos el mismo. La yema sobresale del terreno, y abajo tiene un sistema radicular enorme. Si se amontona la tierra, como hacen los franceses, las yemas siguen siendo blancas y tiernas. Así es como lo hace mi madre. Tiene un cantero en la granja que produce varios kilos. – De su familia, ¿es ella la que se ocupa del huerto? -preguntó Mark, llevándola hacia un portón de hierro forjado en la pared de poniente. Nancy asintió. – Es su profesión. Tiene unos grandes invernaderos en Coomb Croft. Obtiene muy buenas ganancias. Mark recordó haber visto la señal cuando se dirigía a Lower Croft. – ¿Se preparó para ese trabajo? – Oh, sí. Estuvo en la casa Sowerbury como ayudante de horticultor cuando apenas tenía diecisiete años. Permaneció allí diez años y llegó a ser la horticultora principal; después se casó con mi padre y se mudó a Coomb Croft. Vivieron allí hasta la muerte de mi abuelo, lo que le dio tiempo para desarrollar los invernaderos. Comenzó en solitario, pero ahora tiene una plantilla de treinta personas… aquello funciona prácticamente solo. – Una dama con talento -dijo él con afecto mientras abría la puerta y retrocedía un paso para que Nancy pudiera pasar. Pensó que ojalá ella no conociera nunca a su verdadera madre. La comparación sería demasiado cruel. Entraron en otro jardín vallado en el que los flancos de la casa, en ángulo recto, formaban dos lados del cuadrado, con un seto de tupidos arbustos perennes, que iban desde la pared de la cocina hasta una piedra angular a la izquierda. Nancy advirtió que todas las ventanas que daban a aquel sitio tenían las cortinas echadas por dentro, lo que daba un aspecto de blanca ceguera a la madera pintada tras los vidrios. – ¿Esta ala ya no se utiliza? -preguntó. Mark siguió su mirada. Si se orientaba bien, una de las ventanas del segundo piso era la de Elizabeth, donde había nacido Nancy, y debajo estaban las oficinas de la propiedad, donde habían firmado sus papeles de adopción. – Hace muchos años que no -respondió-. Ailsa cerró las persianas para proteger los muebles. – Es muy triste cuando las casas sobreviven a sus ocupantes -fue todo lo que dijo ella antes de que su atención retornara al jardín. En el centro había un estanque para peces congelado, con enredaderas y tallos muertos de plantas acuáticas sobresaliendo de la superficie. Un banco verde de moho se escondía entre azaleas y rododendros enanos, y un senderillo de losas irregulares dañado por las malas hierbas se prolongaba entre arces enanos, delicados bambúes y hierbas ornamentales hasta otra puerta en la pared más lejana. – ¿El jardín japonés? -adivinó Nancy, de pie junto al estanque. Mark sonrió mientras asentía. – A Ailsa le encantaba crear entornos, y todos tenían un nombre. – Debe de ser encantador en primavera cuando florecen las azaleas. Imagínese estar aquí sentado con ese aroma impregnando el aire. ¿Hay peces ahí? Mark negó con la cabeza. – Los había cuando Ailsa vivía, pero James olvidó alimentarlos después de su muerte y dice que la última vez que vino por aquí no vio a ninguno. – No morirían por falta de alimentación -repuso Nancy-. El estanque es lo bastante grande para que vivan los insectos y puedan alimentarse docenas de peces. -Se agachó para ver a través de la lámina de hielo-. Probablemente se escondían en las plantas acuáticas. Debería pedir al jardinero que arranque unas cuantas cuando mejore el tiempo. Eso parece una jungla. – James ha abandonado el jardín -dijo Mark-. Era territorio de Ailsa, y desde su muerte parece haber perdido todo interés. El único sitio que visita es la terraza, y sólo de noche. -Se encogió de hombros con tristeza-. Para ser sincero, me preocupa. Pone su silla a la derecha del sitio donde la encontró y permanece sentado allí durante horas. Nancy no se molestó en fingir que no sabía de qué hablaba el abogado. – ¿Incluso con este tiempo? -preguntó, levantando la vista. – Lo ha hecho las últimas dos noches. Ella se incorporó y echó a andar junto a él por el sendero. – ¿Ha hablado con él sobre eso? Otro gesto de negación con la cabeza. – Se supone que no sé que él lo hace. Cada noche se va a la cama a las diez y después sale en cuanto apago la luz de mi dormitorio. Anoche no volvió a entrar hasta las cuatro de la madrugada. – ¿Y qué hace? – Nada. Se acurruca en su silla y observa la oscuridad. Puedo verlo desde mi ventana. Estuve a punto de salir en Nochebuena para regañarlo por semejante estupidez. El cielo estaba tan limpio que pensé que podía morir de hipotermia, hasta me pregunté si ésa era su intención, porque es probable que fuera eso lo que matara a Ailsa, pero como encendía la pipa constantemente, podía ver que no estaba inconsciente. Ayer por la mañana no hizo mención alguna al respecto… tampoco lo ha hecho esta mañana… y cuando le pregunté cómo había dormido respondió que bien. -Hizo girar el picaporte del siguiente portón y lo empujó con el hombro para abrirlo-. Supongo que puede haber sido una Nochebuena dedicada a Ailsa -concluyó, sin mucha convicción. Salieron a un espacio semejante a un parque; la casa les quedaba a la derecha. Había hielo entre los arbustos y los árboles que formaban una avenida mirando al sur, pero el brillante sol invernal lo había calentado hasta formar un rocío brillante en la extensión de hierba que se perdía en la lejanía y ofrecía una vista de todo el valle de Shenstead y más allá del mar. – ¡Guau! -se limitó a exclamar Nancy. – Es asombroso, ¿verdad? Esa bahía de ahí es Barrowlees. Sólo se puede llegar a ella a través del sendero que va a las granjas… y ésa es la razón por la que vivir en este pueblo resulta tan caro. Todas las casas tienen derecho de paso, lo que les permite ir en sus coches hasta la playa. Un auténtico desastre. – ¿Por qué? – Sus precios están más allá de las posibilidades de los lugareños. Eso ha convertido a Shenstead en un pueblo fantasma. La única razón por la que Bob y Vera aún están aquí es porque su chalé es propiedad de la mansión y Ailsa les prometió que podrían vivir en él de por vida. De hecho, yo hubiera preferido que no lo hiciera. Es el único chalé que aún pertenece a James, pero él insiste en respetar la palabra de Ailsa, aunque necesita ayuda desesperadamente. Tenía otro chalé hasta hace cuatro años pero lo vendió porque tenía problemas con los okupas. Yo le habría aconsejado alquilarlo en lugar de venderlo, precisamente por si surgía una eventualidad como ésta, pero por aquel entonces yo no era su abogado. – ¿Por qué no comparte la casa con alguien? Es lo bastante grande. – Una buena pregunta -dijo Mark con sequedad-. Quizás usted pueda persuadirlo. Lo único que me dice es… -imitó una trémula voz de barítono-: «No voy a tener a ningún entrometido husmeando en cosas que no le importan». Nancy se echó a reír. – No lo culpo. ¿Usted lo querría? – No, pero no me estoy abandonando de la forma en que lo hace James. Ella asintió, dándole la razón. – Tuvimos el mismo problema con una de mis abuelas. Al final, mi padre tuvo que asumir el papel de albacea. ¿También es ése el caso de James? – Sí. – ¿Quién es su albacea? – Yo -respondió con renuencia. – Mi padre tampoco quería serlo -dijo ella con simpatía-. Al final se vio obligado a ello cuando amenazaron a mi abuela con cortarle la electricidad. Pensó que las facturas rojas eran más bonitas que las otras y las alineó sobre la repisa de la chimenea para decorar la habitación. No se le ocurrió pagarlas. -Sonrió, respondiendo a la sonrisa de él-. Pero eso no la hizo menos adorable -añadió-. ¿Quién más vive en Shenstead? – De modo permanente, casi nadie. Ése es el problema. Los Bartlett, de la casa Shenstead, se jubilaron anticipadamente y consiguieron amasar una pequeña fortuna al vender su casa de Londres; los Woodgate, de Paddock View, pagan un alquiler nominal a la empresa propietaria de la mayoría de los chalés de fin de semana y a cambio los administran; y los Weldon, de la granja Shenstead… -Señaló una línea de bosque que colindaba con el parque al oeste-: Son dueños de esas tierras, por lo que, estrictamente hablando, están fuera de los límites del pueblo. Igual que los Squire y los Drew, al sur. – ¿Son los arrendatarios de que me habló? Mark asintió. – James es dueño de todo lo que se ve desde aquí a la orilla. – ¡Uau! -exclamó-. Es una gran extensión de terreno. ¿Y por qué el pueblo tiene derecho de paso a través de sus tierras? – El tatarabuelo de James, el hombre cuyo capote ha visto, dio permiso a los pescadores para transportar botes y capturas hacia y desde la costa, a fin de organizar la industria de la langosta en Shenstead. Irónicamente, se enfrentaba al mismo problema que tienen hoy: un pueblo moribundo y una mano de obra escasa. Era la época de la Revolución industrial y los jóvenes se marchaban para buscar trabajos mejor remunerados en las ciudades. Tenía la esperanza de establecer contactos con negocios tan exitosos como los de Weymouth y Lyme Regis. – ¿Y funcionó? Mark asintió. – Durante cincuenta años. Todo el pueblo participaba en la producción de langosta. Había transportistas, procesadores, preparadores, empaquetadores… Traían toneladas de hielo que guardaban en depósitos por todo el pueblo. – ¿Existen todavía los depósitos? – Por lo que sé, ya no. Se volvieron obsoletos en cuanto se inventó la nevera y se instaló el cableado eléctrico. -Señaló el jardín japonés-. El estanque que acabamos de ver era un antiguo depósito. James posee una colección de teteras de cobre en uno de los depósitos de las afueras, pero eso es todo lo que ha sobrevivido. – ¿Y qué acabó con la actividad? – La Primera Guerra Mundial. Padres e hijos fueron llamados a filas y no regresaron. Por supuesto, es la misma historia en todas partes, pero en un lugar tan pequeño como éste, que dependía de sus hombres para arrastrar los botes hasta el agua, los efectos fueron devastadores. -Mark la condujo hacia el centro del césped-. Puede ver la línea de la costa. No es un buen fondeadero, por lo que tenían que dejar los botes sobre terreno seco. En uno de los dormitorios hay fotografías de aquella época. Ella se protegió los ojos del sol. – Si necesitaba tanta mano de obra, entonces el pueblo estaba condenado sin remedio -dijo Nancy-. Los precios nunca hubieran compensado los costes de producción y la industria habría muerto de todos modos. Papá siempre dice que el mayor destructor de las comunidades rurales fue la mecanización del trabajo agrícola. Un hombre sobre una cosechadora puede hacer el trabajo de cincuenta, y lo hace más rápido, mejor y con mucho menos residuos. -Señaló hacia los campos que se veían delante-. Presumo que esas dos granjas contratan a temporeros para que realicen las labores de arado y recolección. Mark quedó impresionado. – ¿Cómo puede saberlo con un simple vistazo? – No puedo -replicó ella riéndose-, pero usted no dijo que en el poblado viviera ningún trabajador agrícola. ¿También el granjero que vive al oeste contrata ese tipo de servicios? – Se refiere a Dick Weldon. No, él es el contratista. Levantó un negocio al otro lado de Dorchester y después compró la granja Shenstead hace tres años, una ganga, cuando el anterior propietario se arruinó. No es tonto. Dejó a su hijo encargado del negocio principal al oeste y ahora se está expandiendo aquí. Nancy lo miró con curiosidad. – No le cae bien -dijo. – ¿Qué le hace pensar eso? – Su tono de voz. Ella era más perspicaz que él, pensó Mark. A pesar de sus sonrisas y sus carcajadas, él todavía no había aprendido a leer su rostro o las inflexiones de su voz. Sus modales no eran tan secos como los de James pero, sin duda, era una mujer independiente. En cualquier otro sitio y con una mujer diferente, él habría considerado la posibilidad de seducirla, para su fascinación o desencanto, pero era renuente a hacer cualquier cosa que jorobara a James. – ¿A qué se debe el cambio de opinión? Ella se volvió y miró hacia la casa. – ¿Quiere decir que por qué estoy aquí? – Sí. Nancy se encogió de hombros. – ¿Le dijo que me había escrito? – Hasta ayer, no. – ¿Ha leído las cartas? – Sí. – Entonces, debe ser capaz de responder por sí mismo a su pregunta… pero le daré una pista. -Le lanzó una mirada rápida y divertida-. No estoy aquí por su dinero. |
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