"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Nueve La cacería fue el desbarajuste que Julian Bartlett había predicho. Los saboteadores se mantuvieron sorprendentemente tranquilos al principio, pero en cuanto levantaron un zorro en el bosque de Blantyre los coches se adelantaron para crear vías seguras mediante el uso de cuernos de caza para distraer a los perros hacia rastros falsos. Desentrenados tras la larga veda, los perros se confundieron y tanto los cazadores como los monteros perdieron el control. Los jinetes dieron vueltas con impaciencia hasta que el orden fue restaurado, pero el retorno al bosque de Blantyre para levantar un segundo zorro tampoco tuvo éxito. Los que seguían la caza en coche intentaron bloquear a los saboteadores y gritaban a los cazadores el rumbo que había tomado el zorro, pero la grabación amplificada de los feroces ladridos de una jauría que se escuchaba a través de los altavoces de una furgoneta desorientaron a los sabuesos. La irritación de los jinetes se convirtió en furia cuando los saboteadores invadieron los campos y agitaron los brazos ante los caballos en un intento peligroso y criminal de desmontar a los cazadores. Julian apartó de un golpe de fusta a un chico que intentó agarrar las riendas de Bouncer y a continuación soltó una retahila de improperios al ver que una mujer le estaba haciendo fotos. Trazó un círculo y se detuvo junto a la mujer mientras intentaba tranquilizar a – Si hace públicas esas fotos la demandaré -masculló entre dientes-. Ese chico estaba asustando a mi caballo y yo tenía la obligación de protegerme a mí y a mi cabalgadura. – ¿Puedo citar esas palabras? -preguntó ella, apuntando el objetivo hacia la cara del hombre y disparando varias veces-. ¿Cómo se llama? – Eso a usted no le importa. La mujer bajó la cámara, la dejó colgar de la correa que llevaba al cuello y la acarició con una sonrisa antes de sacar una libreta del bolsillo de su chaqueta. – No me costará mucho averiguarlo… con estas fotos, no. Debbie Fowler, del El rostro de Julian dibujó una mueca feroz. – Tiene ya su propia teoría, ¿verdad? – Hable conmigo entonces -lo invitó-. Estoy aquí… dispuesta a escuchar. Explíqueme el punto de vista de los cazadores. – ¿Y qué sentido tiene? Me presentará como el agresor y a aquel idiota de ahí -apuntó con la barbilla hacia el saboteador flacucho que retrocedía frotándose el brazo en el sitio donde lo había alcanzado el fustazo-, como el héroe, sin importarle que intentara deliberadamente romperme la crisma al tratar de desmontarme. – ¿No exagera un poco? Usted no es un jinete novato, por lo que debe de haber pasado antes por una situación como ésta. -La mujer recorrió el campo con la mirada-. Sabía que en algún momento se tropezaría con los saboteadores, por lo que enfrentarse a ellos es parte de la diversión. – Eso es una estupidez -espetó mientras se inclinaba para soltarse del estribo izquierdo, que se le había trabado en el tacón durante el altercado con el saboteador-. Puede decir lo mismo sobre estos puñeteros maleantes con sus cuernos de caza. – Seguro que lo haré -dijo ella, animada-. Es una pugna entre pandillas. Los Tiburones contra los Jets. Los pijos contra los proletarios. Desde el lugar donde me encuentro el zorro parece no tener importancia. Es sólo un pretexto para entablar una disputa. Julian no tenía por costumbre eludir una discusión. – Si publica eso se van a reír de usted -le advirtió, irguiéndose y tomando las riendas en las manos-. No importa lo que piense usted sobre el zorro, al menos reconozca que lo que hacemos, tanto cazadores como saboteadores, es por amor a la campiña. De quien debería hablar es de los que quieren destrozarla. – Sin duda -aceptó ella de manera poco sincera-. Dígame quiénes son y escribiré sobre ellos. – Gitanos… nómadas… llámelos como quiera -gruñó-. Anoche llegaron a Shenstead en varios autocares. Destrozan el medio ambiente y roban a los lugareños. Señora Fowler, ¿por qué no escribe acerca de eso? Son una auténtica plaga. Céntrese en ellos y nos hará un favor a todos. – ¿Les echaría los perros? – Con mucho gusto -dijo, haciendo girar a Bouncer para regresar a la cacería. Wolfie estaba agachado en el bosquecillo, vigilando a los que paseaban por el césped. Creyó que se trataba de dos hombres hasta que una de las dos personas se rió; la voz le pareció la de una mujer. No podía oír lo que decían porque estaban demasiado lejos, pero no tenían aspecto de asesinos. Nada parecido al viejo asesino del que Fox había hablado. Podía ver mejor al hombre que vestía un largo abrigo marrón que a la otra persona, cuyo gorro le ocultaba parte del rostro, y pensó que la cara del hombre parecía bondadosa. Sonreía con frecuencia, en una o dos ocasiones puso su mano en la espalda de la otra persona para guiarla en una dirección diferente. La nostalgia se apoderó del corazón de Wolfie: quería huir de su escondite y pedir ayuda a ese hombre, pero sabía que no era una buena idea. Los extraños le volvían la espalda cuando les pedía dinero… y el dinero carecía de importancia. ¿Qué haría un extraño si le rogaba que lo rescatara? Supuso que lo entregaría a la policía o a Fox. Volvió su rostro congelado hacia la casa y se maravilló de nuevo de sus dimensiones. Allí cabían todos los nómadas del mundo, pensó; entonces, ¿por qué dejaban que un asesino viviera allí solo? Ojo avizor, detectó un movimiento en la habitación de la parte inferior de la casa, situada en una esquina del edificio y, tras varios segundos de observación concentrada, distinguió una figura de pie tras la ventana. Sintió un aguijonazo de pánico cuando un rostro blanco se volvió hacia él y la luz del sol brilló sobre sus cabellos grises. ¡El viejo! ¡Y miraba directamente a Wolfie! Con el corazón desbocado, el niño retrocedió arrastrándose hasta desaparecer de su campo de visión y, entonces, corrió como el viento, en busca de la seguridad del autocar. Mark se metió las manos en los bolsillos para mantenerlas calientes. – Creo que lo que la incitó a venir hasta aquí fue el hecho de James cambiara de opinión respecto a lo que pretendía obtener de usted -dijo a Nancy-, aunque no entiendo por qué. – Me sorprendió lo inesperado de su decisión -repuso ella, poniendo en orden sus ideas-. La primera carta que me envió indicaba que se sentía tan desesperado por conocerme que estaba dispuesto a pagar una fortuna sólo por recibir una simple respuesta. En la segunda carta sugería exactamente lo contrario. «Manténgase lejos… nadie sabrá quién es usted.» De inmediato, supe que había cometido un error al responderle. Quizás el plan consistía en provocarme para que lo demandara y así poder desviar la fortuna de la familia con la finalidad de que no fuera a caer en manos de sus hijos… -Se interrumpió, convirtiendo el final de la frase en una pregunta. Mark negó con la cabeza. – No lo creo. No es tan retorcido. «O no lo era», pensó. – No -aceptó ella-. Si lo fuera, se habría descrito a sí mismo y a su hijo en términos muy distintos. -Hizo de nuevo una pausa, recordando la impresión que le habían causado las cartas-. Esa fabulita que me envió era muy extraña. Daba a entender que Leo había matado a su madre, rabioso porque ella se negaba a seguir manteniéndolo. ¿Es eso cierto? – ¿Que Leo matara a Ailsa? – Sí. Mark negó con la cabeza. – No pudo hacerlo. Esa noche estaba en Londres. Tenía una coartada muy sólida. La policía la investigó minuciosamente. – Pero James no lo cree así, ¿verdad? – La dio por buena en su momento -dijo Mark, incómodo-, o al menos creo que lo hizo. -Guardó silencio durante unos instantes-. ¿No le parece que está llegando a demasiadas conclusiones de una simple fábula, capitana Smith? Si la memoria no me falla, James se disculpó en su segunda carta por haberse mostrado demasiado emotivo. Con toda seguridad, su lenguaje era más simbólico que literal. Suponga que hubiera escrito «le echó un sermón» en lugar de «devoró»… Eso hubiera sido menos subido de tono… pero más cercano a la verdad. Leo era proclive a gritar a su madre, pero no la mató. Nadie lo hizo. Su corazón dejó de latir. Nancy asintió distraída, como si le escuchara a medias. – ¿Ailsa se negó a darle dinero? – Rectificó su testamento a principios de año para excluir a sus dos hijos. -Sacudió la cabeza de un lado a otro-. De hecho, siempre he considerado esta circunstancia como una razón para que Leo no matara a su madre. Tanto él como su hermana fueron informados de los cambios, por lo que no tenían nada que ganar con la muerte de ella… O, al menos, no obtendrían el medio millón de libras que esperaban. Si la mantenían viva tenían más oportunidades de obtener mayores beneficios. Nancy volvió su mirada hacia el mar, pensativa y con el entrecejo fruncido. – ¿Y eso sería ese «corregir sus maneras» al que James se refirió en la fábula? – Sí, efectivamente. -Sacó las manos de los bolsillos y les echó el aliento-. Como ya le dijo él, sus hijos le han decepcionado, por lo que no le revelo nada nuevo si subrayo que Ailsa intentaba modificar el comportamiento de ambos, y el cambio efectuado en su testamento era una manera de ejercer presión para que cambiaran. – Y he ahí la razón de que estuviera tan interesado en encontrarme -dijo Nancy sin hostilidad-. Sería otra forma de ejercer presión. – No se trata de nada de eso -dijo Mark, como pidiendo disculpas-. Más bien se pretendía encontrar la próxima generación. Ni Leo, ni tampoco Elizabeth, tienen hijos… y eso la convierte a usted en el único vínculo genético con el futuro. Ella se volvió para mirarlo. – Nunca pensé en mis genes hasta que usted apareció -dijo con una media sonrisa-. Ahora, eso me aterra. ¿Los Lockyer-Fox toman en consideración alguna vez a alguien que no sean ellos mismos? ¿Mi único legado son el egoísmo y la codicia? Mark pensó en lo que había en las cintas de la biblioteca. ¿Hasta qué grado se sentiría ella peor si las escuchaba? – Tiene que hablar con James -dijo-. No soy más que un puñetero abogado que recibe instrucciones, aunque por lo que sé no utilizaría la palabra egoísta para describir a ninguno de sus abuelos. Creo que James cometió un gran error al escribirle y así se lo hice saber, pero cuando lo hizo estaba deprimido. No es una excusa, pero puede explicar parte de su confusión. Ella le sostuvo la mirada. – La fábula también sugería que Leo sería capaz de matar si él entregaba parte del dinero a otros. ¿Es eso cierto? – No lo sé -dijo con sinceridad-. Ayer leí por primera vez la maldita carta y no tengo la menor idea de qué se trata. En este momento es difícil hablar con James, como se dará cuenta dentro de poco, y por eso no estoy seguro de lo que ronda por su cabeza. Nancy no respondió de inmediato. Tenía una idea, pero primero debía analizarla para comprobar si valía la pena compartirla. – Sólo en aras del debate -murmuró a continuación-, digamos que James escribió exactamente lo que cree: que Leo mató a su madre rabioso porque no quería darle dinero y amenaza a su padre con correr la misma suerte si se atreve a ofrecer el dinero a otros. ¿Por qué, entre su primera y su segunda carta, cambió de opinión acerca de implicarme en el asunto? ¿Qué fue lo que ocurrió entre octubre y noviembre? – Usted le escribió diciendo de modo muy convincente que no quería su dinero y que tampoco quería enfrentarse a Leo por esa causa. Puedo suponer que él se lo tomó a pecho. – Pero ése no es el problema, ¿verdad? Mark parecía perplejo. – ¿Cuál es entonces? Nancy se encogió de hombros. – Si su hijo es tan peligroso como se desprende de la fábula, ¿por qué no le preocupó siempre implicarme en el asunto? Ailsa había muerto varios meses antes de que James lo enviara a usted a buscarme. Cuando escribió la primera carta él creía que Leo estaba implicado en su muerte, pero eso no le impidió escribirme. Mark siguió su lógica paso a paso. – Pero ¿eso no prueba acaso que usted está llegando a demasiadas conclusiones a partir de lo que él escribió? Si James pensaba que usted podía correr peligro no me habría pedido que la encontrara… y si yo hubiera tenido alguna duda, no lo habría hecho. Otro encogimiento de hombros. – Entonces, ¿por qué el giro tan abrupto de su segunda carta, llena de garantías de anonimato y en la que afirma que yo no me veré involucrada? Esperaba una respuesta airada diciendo que estaba equivocada de medio a medio; por el contrario, lo que recibí fue unas disculpas confusas por haberme escrito. -Por la expresión preocupada de Mark, ella infirió que no se explicaba con claridad-. Eso me hace pensar que, entre las dos cartas, alguien le metió el miedo en el cuerpo, y creo que debió de ser Leo, porque por lo que parece es a él a quien James teme. Nancy escrutaba el rostro del abogado y vio la mirada cautelosa que apareció en sus ojos. – Sentémonos en ese banco para intercambiar información -dijo ella bruscamente, y se dirigió hacia un asiento desde donde se divisaba todo el valle-. La descripción que hace James de Leo, ¿es exacta? – Muy exacta -dijo Mark, siguiendo los razonamientos de ella-. Es un tipo encantador hasta que uno se cruza en su camino… y entonces se convierte en un hijo de puta. – ¿Se ha cruzado en su camino alguna vez? – James y Ailsa son clientes míos desde hace dos años. – ¿Y cuál es el problema? -preguntó ella, rodeando el banco y mirando los listones de madera empapada. – El mejor amigo de Leo se ocupaba de los asuntos de la familia hasta que yo aparecí en escena. – Qué interesante. -Ella señaló el banco con la cabeza-. ¿Me presta un faldón de su chubasquero para mantener mi trasero seco? – Por supuesto. -El abogado comenzó a desabrocharse los cierres metálicos-. A su disposición. Los ojos de Nancy brillaron con una chispa de picardía. – ¿Es siempre tan cortés, señor Ankerton, o se trata de que las nietas de los clientes reciben un tratamiento especial? Con un movimiento de hombros se quitó el chubasquero y lo tiró sobre el asiento, como sir Walter Raleigh domeñando un charco ante la reina Isabel. – Las nietas de los clientes reciben tratamiento especial, capitana Smith. Nunca sé cuándo… o si… voy a heredar de ellas. – Entonces morirá congelado por una causa perdida -le previno ella-, porque, en este caso, esta nieta no dejará herencia a nadie. ¿Eso no hace que su gesto sea un poco exagerado? Lo único que necesito es un triángulo de tela… Si abre el faldón, puede seguir con el chubasquero puesto. Mark se sentó en el centro del banco. – Le tengo demasiado miedo -murmuró, extendiendo las piernas ante sí-. ¿Dónde pongo mi brazo? – No pensaba que estaríamos tan pegados -dijo ella, posándose con incomodidad junto a él, en el estrecho espacio restante. – Es inevitable cuando se sienta en el faldón del abrigo de un hombre… y él lo lleva puesto. Mark tenía unos ojos pardos profundos, casi negros, y en ellos había demasiada aceptación. – Debería hacer un curso de supervivencia -dijo ella con cinismo-. Así descubriría que mantenerse caliente es más importante que preocuparse por quién le toca. – No estamos en un curso de supervivencia, capitana -respondió él sin muchas ganas-. Estamos sentados a la vista de mi cliente, a quien no le divertiría ver que su abogado rodea con el brazo a su nieta. Nancy miró a sus espaldas. – ¡Oh, Dios mío, tiene razón! -exclamó, levantándose de un salto-. Viene hacia nosotros. Mark también se puso de pie y se volvió bruscamente. – ¿Dónde? ¡Oh! Ja, ja, ja -dijo, sarcástico-. Me imagino que se cree muy graciosa. – Tronchante -dijo ella, mientras se volvía a sentar-. Los asuntos de la familia, ¿estaban en orden? Mark volvió a ocupar su asiento, poniendo distancia entre ambos. – Sí, en la medida en que mi predecesor seguía las instrucciones de James -explicó-. Yo lo reemplacé cuando James quiso cambiar las instrucciones sin que Leo fuera informado de ello. – ¿Y cómo reaccionó Leo? El abogado miró pensativo al horizonte. – Ésa es la pregunta del millón de dólares -respondió con lentitud. Ella lo miró, curiosa. – Quiero decir, ¿cómo reaccionó con usted? – Oh, me invitó a beber y a comer hasta que se dio cuenta de que yo no iba a traicionar la confianza de sus padres, y entonces se vengó. – ¿Cómo? Mark negó con la cabeza. – Nada importante. Algo puramente personal. Cuando quiere, puede ser muy carismático. La gente se enamora de él. En su voz había un dejo de amargura y Nancy sospechó que aquello «puramente personal» había sido muy importante. Se echó hacia delante para apoyar los codos en las rodillas. Tradujo «la gente» como «las mujeres», y «él» por «Leo». Las mujeres se enamoran de Leo… ¿Una mujer? ¿Qué mujer? ¿La mujer de Mark? – ¿A qué se dedica Leo? ¿Dónde vive? Para ser una persona que no había querido saber nada de su familia biológica, se sintió extremadamente curiosa con respecto a ellos. – Es un playboy ludópata, y vive en un chalé en Knightsbridge que pertenece a su padre. -La expresión de desaprobación que apareció en el rostro de Nancy lo divirtió-. Más exactamente, es un parado que no puede hallar empleo porque robó en el banco donde trabajaba, y si pudo evitar la cárcel y la bancarrota fue porque su padre cubrió la deuda. Tampoco se trataba de la primera vez. Ailsa lo había librado un par de veces antes, porque él no podía dejar de jugar. – ¡Dios mío! -Nancy estaba verdaderamente horrorizada-. ¿Cuántos años tiene? – Cuarenta y ocho. Pasa todas las noches en los casinos, lleva haciéndolo muchos años… incluso cuando trabajaba. Es un artista del timo, pura y simplemente. La gente cae siempre en sus redes porque sabe venderse muy bien a sí mismo. No sé cuál es su situación en este momento, hace meses que no hablo con él, pero desde que se hizo público el testamento de Ailsa no debe de irle muy bien. Utilizaba su futura herencia como garantía de préstamos privados. Nancy pensó que eso explicaba muchas cosas. – No me sorprende que sus padres cambiaran el testamento -dijo con brusquedad-. Si hereda este lugar, lo más seguro es que lo venda o lo pierda jugando a la ruleta. – Umm… – ¡Menudo gilipollas! -exclamó ella con desprecio. – Si se lo presentaran probablemente le encantaría -le avisó Mark-. A todo el mundo le ocurre lo mismo. – Ni por asomo -dijo Nancy con firmeza-. Conocí a un hombre así y no voy a permitir que ningún otro me engañe de nuevo. Trabajaba como temporero en la granja cuando yo tenía trece años. Todo el mundo pensaba que el sol salía por su trasero, incluyéndome a mí, hasta que me tiró sobre la paja en una de las caballerizas y se sacó la polla. No llegó muy lejos. Me imagino que pensó que era mucho más fuerte que yo y que no iba a resistirme, así que en el momento en que aflojó las manos me escabullí y lo ataqué con una horca. Quizá debí huir, pero pensé en lo farsante que era… Fingiendo ser lo que no era. Siempre he odiado a la gente como ésa. – ¿Qué le ocurrió a él? – Cuatro años por agredir sexualmente a una menor -dijo Nancy, mirando la hierba-. Era un mierdecilla… Dijo que yo lo había atacado por orinar contra la pared de la caballeriza, pero grité tanto que otros dos trabajadores llegaron corriendo y lo encontraron hecho un ovillo en el suelo con los pantalones por los tobillos. De no ser por eso creo que habría ganado el juicio. Era su palabra contra la mía y mi madre decía que resultaba muy convincente en el estrado. Al final, el jurado aceptó que un hombre no tiene que bajarse los pantalones para orinar contra una pared, sobre todo cuando la letrina estaba a quince metros. – ¿Tuvo usted que ir a juicio? – No. Dijeron que era demasiado joven para ser interrogada. Mi declaración fue presentada por escrito. – ¿Qué alegó él en su defensa? Nancy miró al abogado. – Que yo lo había agredido sin provocación y él no se había defendido porque temía hacerme daño. Su abogado argumentó eso porque había salido peor parado que yo y porque una niña de trece años no podía haber infligido esas heridas a un hombre adulto a no ser que él se lo permitiera, por lo que yo debía ser la agresora. Cuando leí las actas del proceso me puse furiosa. Él me describía como una niña rica y malcriada con mal carácter, que no se lo pensaba dos veces a la hora de maltratar al personal contratado. Cuando pasan cosas como ésa uno termina sintiéndose como en el banquillo de los acusados. – ¿Le hizo mucho daño? – No el suficiente. Diez puntos en un tajo en el trasero y visión borrosa por una herida en el borde del ojo. Fue un golpe de suerte… no podía ver bien y por esa razón no se defendió. Si hubiera sido capaz de ver la horca, me la habría quitado y hubiera sido yo la que habría terminado en el hospital. -Su expresión se endureció-. O muerta, como Ailsa. |
||
|