"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Diez

Bella subió los escalones de su autocar, se quitó el pasamontañas y se metió los gruesos dedos entre el cabello, donde la piel comenzaba a picarle. El día antes en la reunión, Fox había repartido los abrigos, pasamontañas y bufandas provenientes de los sobrantes del ejército, con instrucciones de utilizarlos cada vez que salieran fuera. En aquel momento no hubiera valido la pena discutir, el frío imperante bastaba para que todos se sintieran agradecidos por la ropa de abrigo, aunque Bella sentía curiosidad por saber para qué necesitaban ocultar sus identidades. Creía que Fox conocía demasiado bien aquel lugar.

Un sonido proveniente de la cocina, separada del resto por cortinas, le llamó la atención. Supuso que se trataba de una de sus hijas, así que estiró la mano para apartar las cortinas.

– ¿Qué ocurre, cariño? Creía que estabas con los chicos de Zadie…

Pero no se trataba de una de sus hijas. Era un niñito flacucho con el cabello rubio hasta los hombros, y ella lo reconoció de inmediato como uno de los «sobrantes» que estaban en el autocar de Fox en Barton Edge.

– ¿Qué coño estás haciendo? -preguntó, sorprendida.

– No fui yo -susurró Wolfie, encogiéndose temeroso de recibir un bofetón.

Bella lo miró por un instante antes de dejarse caer en la banqueta junto a la mesa y sacar una lata de tabaco del bolsillo de su chaqueta.

– ¿Que no fuiste tú? -preguntó mientras abría la lata y sacaba un paquete de papel de fumar Rizla.

– No he cogido nada.

De reojo vio cómo apretaba un trozo de pan en el puño.

– Entonces, ¿quién ha sido?

– No lo sé -dijo, imitando la forma culta de hablar de Fox-, pero no fui yo.

Bella lo miró con curiosidad, preguntándose dónde estaba su madre y por qué el niño no estaba con ella.

– Entonces, ¿qué haces aquí?

– Nada.

Bella colocó el papel de fumar sobre la mesa y extendió el tabaco en el centro en una fina línea.

– ¿Tienes hambre, niño?

– No.

– Pues lo parece. ¿Tu madre no te alimenta bien?

El niño no respondió.

– El pan es gratis -le anunció ella-. Puedes coger todo el que quieras. Lo único que tienes que hacer es decir por favor. -Enrolló el papel de fumar y le pasó la lengua por el borde-. ¿Quieres comer conmigo y con mis niñas? ¿Quieres que le pregunte a Fox si está de acuerdo?

El niño la miró como si fuera una arpía, después salió corriendo y saltó del autocar.


Mark bajó la cabeza hasta esconderla entre las manos y se dio un masaje en los ojos cansados. Apenas había dormido en las dos noches anteriores y sus reservas de energía estaban agotadas.

– Sin duda, James es el sospechoso en este caso -dijo a Nancy-, aunque sólo Dios sabe por qué. En lo que respecta a la policía y al juez de instrucción, no hay caso por el que deba responder. Parece cosa de locos. Le pido constantemente que ponga en entredicho los rumores que circulan por todas partes, pero él dice que no tiene sentido… que se acallarán por sí solos.

– Quizá tiene razón.

– Yo también lo creí al principio, pero ahora ya no. -Se pasó una mano por el cabello en un gesto de preocupación-. Ha recibido llamadas amenazadoras y algunas son malévolas. Las ha grabado todas en un contestador; lo acusan de matar a Ailsa. Eso lo está destruyendo física y mentalmente.

Nancy arrancó una hoja de hierba que crecía entre sus pies.

– ¿Por qué no se aceptan las causas naturales? ¿Por qué aún hay sospechas?

Mark no respondió de inmediato y ella volvió la cabeza para ver cómo se frotaba los ojos con los nudillos de una manera que sugería falta de sueño. Se preguntó cuántas veces había sonado el teléfono la noche anterior.

– Porque, en su momento, todas las pruebas indicaban una muerte no debida a causas naturales -dijo con cansancio-. Hasta James aceptó que la habían asesinado. El hecho de que Ailsa saliera de la casa en plena noche… la sangre en el suelo… su salud, habitualmente buena. Fue él quien azuzó a la policía para que buscara pruebas relativas a un robo y, cuando no pudieron encontrar nada, lo convirtieron en el centro de atención. Es el procedimiento habitual: los maridos son siempre los primeros en la línea de fuego, pero eso lo enojó muchísimo. Cuando llegué, estaba acusando a Leo de haberla matado… lo que no ayudó en nada.

Guardó silencio.

– ¿Por qué no?

– Demasiadas acusaciones absurdas. Primero un ladrón, después su hijo. Rezumaba desesperación, pues él era el único que estaba aquí. Sólo se necesitaban pruebas de un altercado para que él pareciera doblemente culpable. Lo exprimieron para que aclarara la naturaleza de su relación con Ailsa. ¿Se llevaban bien? ¿Tenía él por costumbre golpearla? La policía lo acusó de dejarla a la intemperie tras mantener una discusión, hasta que él les preguntó por qué no había roto el vidrio de una ventana, o no había ido al chalé de Vera y Bob en busca de ayuda. Cuando todo acabó estaba horrorizado.

– Pero todo eso tuvo lugar, supuestamente, en la comisaría… ¿Cómo se explica entonces la sospecha continuada?

– Todo el mundo sabía que lo estaban interrogando. Se lo llevaron en un coche policial, estuvo dos días fuera y es imposible mantener en secreto cosas como ésa. La policía se retractó cuando las investigaciones post mortem dieron resultados negativos y la sangre del suelo resultó ser la de un animal, pero eso no detuvo a los que propagan los rumores. -Mark suspiró-. Si los patólogos hubieran especificado la causa de la muerte con más detalle… Si sus hijos no se hubieran mostrado distanciados en el funeral… Si él y Ailsa hubieran sido más sinceros sobre los problemas de la familia en lugar de hacer como si no existieran… Si la señora Weldon no estuviese tan ofendida por su arrogancia… -Se interrumpió-. Sigo comparándolo con la teoría del caos. Una leve inseguridad provoca una cadena de eventos que termina en el caos.

– ¿Quién es la señora Weldon?

Él señaló al poniente con un dedo.

– Es la mujer del granjero de allí. La que asegura que oyó a James y Ailsa discutir. Ésa es la acusación que le hace más daño. Dijo que Ailsa lo había acusado de destruir su vida, por lo que él la había llamado zorra y la había golpeado. Ahora se le tilda de maltratador de mujeres, y de cualquier otra cosa.

– ¿Y la señora Weldon los vio discutir?

– No, y ésa es la razón por la que la policía y el juez de instrucción rechazaron su declaración… pero ella se mantiene en sus trece en que eso fue lo que oyó.

Nancy frunció el ceño.

– Esa mujer ha visto demasiadas películas. No se puede identificar un golpe por el sonido… al menos, cuando golpean a una persona. Cuero sobre cuero, una palmada… pudo haber sido cualquier cosa.

– James niega que esa discusión tuviera lugar.

– ¿Por qué mentiría la señora Weldon?

Mark se encogió de hombros.

– Nunca he hablado con ella, pero sin duda parece el tipo de persona que inventa o exagera una historia para ganar prestigio. James dice que Ailsa estaba muy enojada por culpa de sus chismes. Al parecer se pasaba la vida alertando a James para que cuidara sus palabras cuando ella estuviera presente, porque lo usaría contra él a la primera oportunidad. -Se acarició la barbilla con preocupación-. Y eso es exactamente lo que ha hecho. Mientras más distancia hay entre ella y el suceso, más segura se muestra con respecto a quién y qué oyó.

– ¿Qué cree usted que ocurrió?

Reflexionó sobre la pregunta e hilvanó lo que parecía una respuesta previamente ensayada.

– James tiene artritis y no durmió bien esa semana. El médico pudo confirmar que él había extendido una receta de somníferos el día de la muerte de Ailsa, y que faltaban dos comprimidos del frasco. En su sangre aún había restos del medicamento cuando insistió en que la policía tomara una muestra para probar que estaba inconsciente a la hora en que supuestamente tuvo lugar la riña. Por supuesto, eso no satisfizo a sus difamadores, quienes insisten en que tomó los comprimidos después de que Ailsa estuviera muerta, pero sí satisfizo al juez de instrucción. -Hizo una breve pausa que Nancy no se atrevió a romper-. No hubiera resultado así en caso de que hubieran hallado pruebas de que la habían asesinado, pero como no se encontraron…

No se molestó en terminar.

– Su teoría del caos parece más o menos correcta -dijo ella, comprensiva.

Mark soltó una risa ahogada.

– Francamente, es un absoluto embrollo. Hasta el hecho de que tomara somníferos se considera sospechoso. ¿Por qué ese día? ¿Por qué dos comprimidos? ¿Por qué insistir en que la policía le tomara una muestra de sangre? Aún dicen que necesitaba una coartada.

– ¿Ése es el contenido de las llamadas telefónicas de las que me habló?

– Umm. He revisado las grabaciones… y en lugar de mejorar son cada vez peores. Usted pregunta si ocurrió algo entre octubre y noviembre… bueno, esas llamadas, por ejemplo. Recibió la primera en verano, nada desagradable, sólo largos silencios, pero después hubo un cambio abrupto en noviembre cuando la frecuencia aumentó hasta dos o tres por semana. -Se detuvo sopesando claramente cuánto podría contarle-. Es insoportable -dijo con brusquedad-. Ahora son cinco cada noche y no creo que él haya dormido durante semanas… y ésa es probablemente la causa por la que permanece sentado en la terraza. Le sugerí que cambiara el número, pero dice que de ninguna manera dejará que lo consideren un cobarde. Dice que las llamadas maliciosas son un tipo de terrorismo y él se niega a rendirse a ellas.

Nancy simpatizaba con ese punto de vista.

– ¿Quién las realiza?

Otro encogimiento de hombros.

– No lo sabemos. La mayoría proceden de uno o varios números de identificación oculta… probablemente porque quien llama marca el 141 para eludir el reconocimiento del número. James ha logrado rastrear algunas marcando el 1471, devolución de llamada, pero no son muchas. Tiene una lista, pero el principal infractor -hizo una pausa-, o infractores, es difícil saber si se trata siempre de la misma persona, no es tan estúpido para darse a conocer.

– ¿Habla? ¿No reconocen la voz?

– ¡Oh, sí! Habla -dijo Mark con amargura-. La llamada más larga dura media hora. Creo que es un hombre, casi con toda seguridad Leo, porque sabe muchas cosas sobre la familia, pero utiliza un distorsionador de voz que hace que parezca Darth Vader.

– He visto esos aparatos. Funcionan igual de bien con las mujeres.

– Lo sé… lo que constituye la mayor parte del problema. Sería más sencillo si pudiéramos decir que se trata de Leo… pero podría tratarse de cualquiera.

– ¿No es ilegal? ¿No pueden pedirle a British Telephone que haga algo al respecto?

– No pueden actuar sin la autoridad de la policía y James no quiere involucrarla.

– ¿Por qué?

Mark volvió a frotarse los ojos y Nancy se preguntó qué resultaba tan difícil en aquel asunto.

– Creo que tiene miedo de que las cosas empeoren si la policía oye lo que dice la voz de Darth Vader -aclaró finalmente-. Hay detalles de algunos hechos… -Una larga pausa-. James los niega, por supuesto, pero cuando uno los oye, una y otra vez…

Prefirió guardar silencio.

– Suenan convincentes -terminó ella la frase por él.

– Umm… Algo de eso es cierto, sin duda. Eso hace que uno se pregunte por el resto.

Nancy recordó cómo el coronel se había referido a Mark Ankerton como una «honorable excepción» entre las filas de todos los que se apresuraban a condenarlo y se preguntó si sabía que su abogado comenzaba a vacilar.

– ¿Puedo oír esas cintas? -preguntó.

Mark parecía consternado.

– De ninguna manera. Si James averigua que usted las ha escuchado le daría un ataque. Son horribles. Si las hubiera recibido yo, habría cambiado mi número de teléfono de inmediato y lo mantendría fuera de la guía. La puñetera señora Weldon ni siquiera tiene agallas para hablar… simplemente llama a medianoche para despertarlo… Después se sienta y jadea durante cinco minutos.

– ¿Por qué responde?

– No lo hace… pero el teléfono sigue sonando, él se despierta de todos modos y la cinta graba el silencio de la mujer.

– ¿Por qué no lo desconecta por las noches?

– Está reuniendo pruebas… pero no las va a utilizar.

– ¿A qué distancia está la casa de los Weldon?

– A unos ochocientos metros, carretera arriba en dirección a Dorchester.

– Entonces, ¿por qué no va y le lee la cartilla? Me da la sensación de que se echaría a temblar como un montón de gelatina. Si ni siquiera tiene el coraje de hablar, lo más probable es que se desmaye si el abogado de James le hace una visita.

– No es tan fácil. -Echó el aliento en sus manos para recuperar algo de calor-. Esta mañana he discutido por teléfono con el marido, le dije que pondríamos una acusación contra su esposa por calumnias. James llegó en medio de la conversación y me reprendió por haber sugerido semejante cosa. Se niega a considerar una acusación… dice que sería una bandera blanca… y que suena a rendición. Para ser honesto, no entiendo sus razonamientos. Utiliza constantemente metáforas de asedio como si estuviera contento de intervenir en una guerra de desgaste en lugar de hacer lo que quiero que haga, o sea, llevar la lucha a terreno enemigo. Sé que le preocupa que la acción legal pueda volver a poner la historia en las páginas de los periódicos, algo que no desea, pero también creo que tiene miedo de que la policía tome de nuevo cartas en el asunto por la muerte de Ailsa.

Nancy se quitó el gorro y se lo pasó de una mano a la otra.

– Eso no lo convierte en culpable -dijo-. Me imagino que da más miedo ser inocente de un crimen pero ser incapaz de probarlo que ser culpable y ocultar las huellas. Lo primero es un estado pasivo, el otro es activo, y él es un hombre acostumbrado a la acción.

– Entonces, ¿por qué no sigue mi consejo y comienza a atacar a esos bastardos?

Ella se puso de pie.

– Por las razones que acaba de dar. Oiga, puedo oír cómo le castañetean los dientes. Póngase el abrigo y paseemos. -Esperó a que se pusiera el chubasquero y, a continuación, emprendieron resueltamente el regreso al jardín japonés-. No tiene sentido asomar la cabeza por el parapeto si se la van a volar -señaló-. Quizá debería sugerirle guerra de guerrillas en lugar del despliegue organizado de tropas en forma de acusaciones o de involucrar a la policía. Enviar a un francotirador para que aniquile a un enemigo en su trinchera es un acto totalmente honorable.

– ¡Dios mío! -dijo él con un gruñido, metiendo subrepticiamente el gorro de ella en su bolsillo, consciente de que se trataba de una mina de ADN.

Si ella lo olvidaba, el problema podía solucionarse.

– Es usted tan perversa como él. ¿Quiere explicarme eso en cristiano?

– Separe a la gente que pueda identificar, como la señora Weldon, y después concéntrese en Darth Vader. En cuanto lo haya aislado será fácil de neutralizar. Es la táctica estándar.

– Estoy seguro de que lo es -dijo él con amargura-. Ahora, explíqueme cómo hacerlo sin presentar acusaciones.

– Divide y vencerás. Ya ha comenzado con el marido de la señora Weldon. ¿Cómo reaccionó?

– Con ira. No sabía que ella había estado llamando.

– Eso está bien. ¿A quién más ha identificado el 1471?

– A Eleanor Bartlett… vive en la casa Shenstead, que está a unos cuarenta metros carretera abajo. Ella y Prue Weldon son muy amigas.

– Entonces, ése debe de ser el eje principal contra James. Tiene que hacer que se separen.

Mark sonrió con sarcasmo, enseñando los dientes.

– ¿Y cómo lo hago?

– Comience por creer en la causa por la que lucha -dijo Nancy, desapasionadamente-. La falta de entusiasmo no sirve para nada. Si la versión de los hechos que ofrece la señora Weldon es cierta, entonces James miente. Si James dice la verdad, entonces la que miente es la señora Weldon. No hay zonas grises. Incluso aunque la señora Weldon crea que está diciendo la verdad, pero no es la verdad, entonces se trata de una mentira. -Ahora era ella la que le enseñaba los dientes-. Elija un bando.

Para Mark, a quien todo aquel asunto le parecía una confusión de grises, aquello era una argumentación extraordinariamente simple y se preguntó qué había estudiado en Oxford. Algo con parámetros bien definidos; supuso que ingeniería, donde el torque y el impulso tenían límites definidos y las ecuaciones matemáticas daban resultados concluyentes. Para ser justos, ella no había oído las cintas, sin embargo, de todos modos…

– La realidad nunca es tan blanca o tan negra -protestó él-. ¿Y si ambas partes mienten? ¿Y si son sinceros sobre un aspecto y mienten sobre el otro? ¿Y si el hecho sobre el que discuten no guarda relación con el supuesto crimen? -La señaló con un dedo-. ¿Qué haría usted entonces… suponiendo que tiene conciencia y no quiere disparar a la persona equivocada?

– Dimitir -repuso Nancy con brusquedad-. Volverse pacifista. Desertar. Lo único que consigue al prestar atención a la propaganda enemiga es comprometer su estado de ánimo y el de sus tropas. Es la táctica estándar. -Ella apuntó un dedo hacia él para subrayar las palabras-. La propaganda es un arma poderosa. Todos los tiranos de la historia así lo han demostrado.