"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Once

Eleanor Bartlett fue satisfactoriamente optimista cuando Prue la telefoneó para darle las nuevas sobre la presencia de extraños en el Soto. Era una mujer envidiosa que disfrutaba con los agravios. Si hubiera sido tan rica como para permitirse unos caprichos habría llevado todos sus agravios ante los tribunales y habría sido considerada una «litigante maliciosa». Pero como no lo era, tenía que contentarse con dañar las relaciones bajo el disfraz de «hablar con sinceridad». Por lo general, eso la convertía en alguien desagradable, pero también le otorgaba cierta influencia. Pocos la querían como enemiga, en particular los que sólo acudían allí los fines de semana, cuya ausencia implicaba que no podían proteger su reputación.

Fue Eleanor la que había exhortado a su marido para que aceptara la prejubilación para mudarse al campo. Julian lo había acatado con renuencia pero sólo porque sabía que sus días en la empresa estaban contados. De todos modos tenía serias dudas sobre si sería juicioso abandonar la ciudad. Estaba contento con su estatus social: un nivel alto como ejecutivo, una cartera decente en la Bolsa que podría pagar uno o dos cruceros durante la jubilación, amigos que compartían sus ideas y disfrutaban juntos de una copa después del trabajo y de un partido de golf los fines de semana, vecinos amistosos, televisión por cable y los hijos de sus matrimonios anteriores viviendo a menos de diez kilómetros de su casa.

Como suele ser habitual, fue anulado por una mezcla de silencio y rabietas, y la venta cuatro años atrás de su modesta vivienda (según los estándares londinenses) en la periferia de Chelsea les había permitido mudarse a una buena casa en un pueblo de Dorset, donde los precios inflacionarios de la ciudad superaban con mucho los de la provincia. La casa Shenstead, una excelente edificación victoriana, otorgaba a sus propietarios tradición e historia, mientras que la de la carretera de Croydon, 12, una construcción de los años setenta, no otorgaba nada, y Eleanor siempre mentía cuando contaba dónde habían vivido antes ella y Julian -«a poca distancia de Margaret Thatcher»-, cuál había sido su puesto dentro de la empresa -«director»- y cuál era su salario -«una cifra de seis dígitos».

Irónicamente, la mudanza había sido más ventajosa para él que para ella. Mientras que el aislamiento de Shenstead y sus escasos residentes habían otorgado a Eleanor la categoría de pez grande en estanque pequeño, algo que siempre había anhelado, esos mismos factores habían convertido su victoria en algo huero. Sus intentos de congraciarse con los Lockyer-Fox habían resultado infructuosos -James la había evitado, Ailsa se había mostrado cortés pero distante-, y ella se negó a rebajarse entablando amistad con los Woodgate o, peor aún, con el jardinero de los Lockyer-Fox y su esposa.

Los predecesores de los Weldon en la granja Shenstead habían sido una compañía deprimente a causa de sus problemas monetarios, y los visitantes de fin de semana, gente con suficientes medios para tener una casa en Londres y un chalé junto al mar, no se sentían más impresionados por la nueva señora de la casa Shenstead que los Lockyer-Fox.

Si Julian hubiera compartido sus ambiciones de irrumpir en la sociedad de Dorset, o si hubiera hecho un esfuerzo por apoyarla, el resultado hubiera sido diferente, pero ahora, libre del yugo que implicaba tener que ganarse la vida y harto de las críticas de Eleanor por su holgazanería, había discurrido hasta encontrar algo que hacer. Hombre gregario por naturaleza, visitaba habitualmente un pub en un poblado vecino y copa a copa se iba adentrando en la comunidad agrícola local sin preocuparse de que sus compañeros fueran propietarios, granjeros o agricultores. Nacido y educado en Wiltshire, tenía una idea más precisa que su mujer, nacida en Londres, de la rapidez con que ocurrían las cosas en el campo. Y para disgusto de su esposa, no le suponía ningún problema compartir una jarra de cerveza con Stephen Woodgate o con Bob Dawson, el jardinero de los Lockyer-Fox.

No invitó a Eleanor a que se le uniera. Tras pasar largo tiempo junto a ella y su lengua afilada, se había dado cuenta de la razón por la que había contemplado la jubilación con tanta renuencia. Habían podido tolerarse mutuamente durante veinte años porque él se pasaba todo el día fuera de casa, así que decidió conservar ese hábito. En pocos meses retomó su amor infantil por los caballos, reconstruyó el establo en la parte trasera de la casa, cercó la mitad del jardín como una pista de equitación, adquirió un caballo y se unió a los cazadores del lugar. Mediante esas conexiones encontró buenos compañeros de golf y de billar, navegaba a vela de vez en cuando, y año y medio después se declaró totalmente satisfecho de la vida en el campo.

Como era de prever, Eleanor se enfureció y lo acusó de dilapidar el dinero con fines egoístas que sólo le beneficiaban a él. Alimentaba un resentimiento continuo por haber perdido el tren de la burbuja especulativa inmobiliaria por un año, sobre todo cuando supo que sus ex vecinos habían vendido una casa idéntica a la suya dos años después por cien mil libras más. Con el pensamiento contradictorio tan propio de ella, olvidó convenientemente el papel que había desempeñado en la mudanza y culpó a su marido por haber vendido tan pronto.

A su lengua le habían salido dientes. Hablando con sinceridad, la indemnización por jubilación de él no había sido tan generosa, y no se podían permitir gastos superfluos cada vez que les entraban deseos. ¿Cómo podía él gastar dinero en la reparación del establo cuando la casa pedía a gritos una nueva decoración y nuevas alfombras? ¿Qué impresión causarían en los visitantes la pintura apagada y las alfombras deshilachadas? Él se había unido a los cazadores de forma deliberada para echar por tierra los planes de ella relativos a los Lockyer-Fox. ¿Acaso no sabía que Ailsa apoyaba la Liga Contra los Deportes Crueles?

Julian, hastiado tanto por ella como por sus intentos de medrar socialmente, le aconsejó que no lo intentara con tanto ahínco. No tenía sentido manifestar aires de superioridad si la gente no se relacionaba como ella quería, le dijo. La idea de Ailsa de cómo pasar el tiempo era formar parte de comités de asociaciones caritativas. Para James significaba encerrarse en su biblioteca para compilar la historia de su familia. Eran personas reservadas y no tenían ni el más remoto interés en perder su tiempo en charlas triviales o vistiéndose de etiqueta para tomar un par de copas o para cenas de gala. «¿Cómo sabes todo eso?», le había preguntado Eleanor. Se lo había contado un colega en el pub.

La adquisición de la granja Shenstead por parte de los Weldon fue un salvavidas para Eleanor. Encontró en Prue una amiga del alma que podía devolverle la confianza en sí misma. Prue era el acólito que la admiraba y que contaba con un círculo de contactos adquiridos en los diez años que había pasado al otro lado de Dorchester, precisamente lo que Eleanor necesitaba. Eleanor era el sofisticado eje de acero londinense en el espinazo de Prue, que le permitía hacer públicas sus críticas hacia los hombres y el matrimonio. Se inscribieron juntas en un club de golf, aprendieron a jugar al bridge y hacían expediciones de compras a Bournemouth y Bath. Era una amistad gloriosa -o infernal, según el punto de vista- de dos mujeres con una perfecta sintonía entre ambas.

Meses antes, durante una cena especialmente horrible en la que Eleanor y Prue habían formado un equipo algo ebrio dedicado a insultar a sus maridos, Julian le había hecho a Dick el amargo comentario de que sus mujeres eran Thelma y Louise pasando la menopausia, pero sin sex-appeal. Lo único bueno es que no se hubieran conocido antes, dijo, porque, en ese caso, todos los hombres del planeta estarían muertos, sin importar que hubieran tenido o no el coraje de violarlas. Dick no había visto la película, pero a pesar de ello se rió.

Por consiguiente, no fue una sorpresa que Prue distorsionara los hechos cuando habló con Eleanor aquella mañana del Boxing Day. Lo de Julian «pasando la pelota» se convirtió en «el típico rechazo de los machos a involucrarse»; la «idiotez de llamar a la mansión Shenstead» de Dick se convirtió en «una reacción de pánico ante algo a lo que no podía enfrentarse»; y las «llamadas ofensivas» y las «calumnias» del abogado se convirtieron en «cobardes amenazas porque James estaba demasiado asustado para formular una acusación».

– ¿Cuántos nómadas hay? -preguntó Eleanor-. Espero que no sea una repetición de Barton Edge. En aquel caso, el Echo habló de cuatrocientas personas.

– No lo sé, Dick se marchó enseguida sin dar ningún detalle, pero no pueden ser muchos, o sus vehículos estarían atravesados en la calle. En Barton Edge, los atascos eran de casi diez kilómetros.

– ¿Llamó a la policía?

Prue suspiró con irritación.

– Probablemente no. Ya sabes cómo huye de cualquier confrontación.

– Está bien, déjame eso a mí -dijo Eleanor, que estaba acostumbrada a tomar las riendas-. Echaré un vistazo y después llamaré a la policía. No tiene sentido gastar dinero en abogados si no es estrictamente necesario.

– Llámame cuando sepas lo que pasa. Estaré aquí todo el día. Jack y Belinda tienen que venir esta noche… pero no antes de las seis.

– Te llamaré -dijo Eleanor, añadiendo un jovial «hasta la vista» antes de salir al portal trasero para buscar su chaqueta de rayas de colores y sus botas de diseño.

Tenía algunos años más que su amiga, a quien le quedaba poco para cumplir sesenta, pero siempre mentía con respecto a su edad. Las caderas de Prue se estaban ensanchando de manera escandalosa, pero Eleanor se esforzaba para mantener las suyas en vereda. Las terapias hormonales mantenían su piel en buen estado desde hacía ocho años, pero estaba obsesionada con la idea de mantener el peso controlado. No quería tener sesenta años y estaba más segura aún de que no quería aparentar que tenía sesenta años.

Pasó sigilosamente junto a su BMW, estacionado en el camino de acceso, y pensó cuánto habían mejorado las cosas desde la muerte de Ailsa. Ahora no había la menor duda sobre quién era la dama más importante del pueblo. Su situación económica había mejorado a pasos agigantados. En presencia de Prue hacía comentarios jactanciosos sobre mercados de ganado y la sabiduría de invertir en el extranjero, agradeciendo que su amiga fuera tan estúpida como para no entender de qué estaba hablando. No quería responder preguntas difíciles.

De camino hacia el Soto, se vio obligada a pasar junto a la mansión Shenstead y ralentizó el paso para lanzar su habitual mirada inquisitiva hacia la entrada. Le sorprendió ver un todo-terreno Discovery verde oscuro aparcado frente a la ventana del comedor y se preguntó de quién sería. Con toda certeza no era del abogado, que había llegado la víspera de Navidad en un Lexus plateado, ni el de Leo, quien la había llevado por Londres un par de meses antes en un Mercedes negro. ¿Sería de Elizabeth? Seguramente no. La hija del coronel era incapaz de hilvanar una frase, y mucho menos de conducir.


Mark levantó la mano para indicar a Nancy que se detuviera cuando dieron la vuelta a la esquina de la casa por el lado del garaje.

– Ahí está esa maldita mujer, Bartlett -dijo con enfado, al tiempo que señalaba hacia el portón de entrada-. Está tratando de adivinar a quién pertenece su vehículo.

Nancy evaluó la figura distante que llevaba una chaqueta rosa y pantalones de esquiar en tonos pastel.

– ¿Qué edad tiene?

– Ni idea. Su marido admite tener sesenta, pero ella es su segunda mujer, era su secretaria, así que probablemente será mucho más joven.

– ¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí?

– No estoy seguro… Tres, cuatro años.

– ¿Qué pensaba Ailsa de ella?

– La llamaba Fitolaca, es basta como el estiércol, mete la nariz donde no la llaman, apesta como ella sola y vive en una tembladera. -Mark vio cómo Eleanor se perdía de vista y después se volvió hacia Nancy esbozando una sonrisa burlona-. Es una planta venenosa de América. Causa dolores de cabeza y náuseas si uno es tan ignorante como para comerla. Seguro que su madre la conoce, si está interesada en la flora mundial. Ailsa la conocía. Produce unas bayas hermosas y tiene brotes comestibles, pero la raíz y el tallo son venenosos.

Nancy sonrió.

– ¿Y cómo llamaba a Prue Weldon?

– Belladona, un arbusto venenoso que afecta a las ovejas.

– ¿Y a usted?

El abogado avanzó hacia el camino de acceso.

– ¿Qué la hace pensar que me llamaba de alguna forma?

– El instinto -murmuró ella mientras lo seguía.

– Mandragora -dijo él con sequedad.

En ese momento fue Nancy quien se rió.

– ¿Eso suponía un cumplido o un insulto?

– Nunca estuve muy seguro. Una vez busqué su significado. Se dice que la raíz parece una persona y da un chillido terrible cuando la arrancan de la tierra. Los griegos la utilizaban como emético y como anestésico. En grandes dosis es venenosa, en pequeñas soporífera. Prefiero pensar que me llamaba así por mi nombre: M. Ankerton, vio «Man» y añadió «drágora».

– Lo dudo. Fitolaca y belladona son palabras muy evocadoras, así que lo más seguro es que mandragora también debiera serlo. Man. Drágora. -Los ojos de Nancy brillaron de nuevo mientras separaba deliberadamente las palabras-. Hombre dragón. Estoy segura de que lo decía como un cumplido.

– ¿Y qué hay de su aspecto venenoso?

– No está considerando sus otros atributos. Dice la fábula que atesora propiedades mágicas, en especial contra la posesión demoníaca. En la Edad Media la gente ponía las raíces sobre las repisas de las chimeneas para traer a sus casas alegría y prosperidad y protegerlas contra el mal. También la usaban como ingrediente para elaborar pociones amorosas y remedios contra la infertilidad.

Mark parecía divertido.

– Usted también tiene los genes de Ailsa -dijo-. Eso es, casi palabra por palabra, lo que ella dijo cuando le eché en cara que me había metido en el mismo saco con Fitolaca y Belladona.

– Umm… -murmuró ella sin apenas entusiasmo mientras se recostaba en su coche, indiferente aún ante su legado genético-. ¿Cómo llamaba a James?

– Cariño.

– No me refiero a cuando estaba delante. ¿Qué apodo tenía para él?

– Ninguno. Siempre se refería a él como James o como «mi marido».

Nancy cruzó los brazos y lo miró con expresión meditabunda.

– Cuando ella lo llamaba «cariño», ¿parecía que quisiera decir eso?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– La mayoría de la gente no quiere decir eso. Es una forma cariñosa de hablar que tiene muy poco significado… como: «Te amo con todo mi corazón». Si alguien me dijera eso, me metería los dedos en la garganta para vomitar.

Él recordó con cuánta frecuencia había llamado «cariño» a las mujeres sin pensar en ello.

– ¿Cómo le gusta que la llamen?

– Nancy. Pero acepto sin problemas que me llamen Smith o capitana.

– ¿Incluso sus amantes?

– Sobre todo mis amantes. Espero de un hombre que sepa quién soy cuando me mete su polla. «Cariño» podría ser cualquiera.

– ¡Por Dios! -exclamó con sentimiento-. ¿Acaso todas las mujeres piensan como usted?

– Obviamente no. De ser así, no utilizarían palabras cariñosas con sus hombres.

Mark sintió un deseo irracional de defender a Ailsa.

– Cuando Ailsa lo decía parecía querer decir eso -explicó-. Jamás usó la palabra con ninguna otra persona, ni siquiera con sus hijos.

– Entonces, dudo que James haya levantado nunca un dedo contra ella -dijo Nancy con total naturalidad-. Utilizaba nombres para definir a las personas y no reforzaba su violencia con palabras huecas. ¿Cómo llamaba a Leo?

Mark pareció interesarse, era como si el ojo objetivo de ella hubiera visto algo que él había soslayado.

– Árnica -dijo-. Es una variedad de acónito, muy venenosa.

– ¿Y a Elizabeth?

– Acónito -respondió, con una sonrisa torcida-. Más pequeña… pero no menos letal.


Eleanor sólo sintió irritación al acercarse a la barrera y ver una hoguera que crepitaba lentamente en el centro del campamento desierto. Dejar una hoguera desatendida era el colmo de la irresponsabilidad, aunque el suelo estuviera cubierto de hielo. Sin hacer caso del aviso de «No pasar», agarró la cuerda para levantarla, pero se sobresaltó cuando dos figuras cubiertas con capuchones salieron de detrás de los árboles a ambos lados del camino.

– ¿Podemos hacer algo por usted, señora Bartlett? -preguntó el que tenía a su izquierda.

Hablaba con un suave acento de Dorset, pero no había nada más que le permitiera hacerse un juicio sobre él, excepto un par de ojos pálidos que la observaban con celo por encima de la bufanda que le cubría la boca.

Eleanor se sintió más desconcertada de lo que hubiera admitido.

– ¿Cómo sabe mi nombre? -preguntó indignada.

– Por el registro electoral. -Tocó los binoculares que le colgaban sobre el pecho-. La vi salir de la casa Shenstead. ¿Qué podemos hacer por usted?

No lograba encontrar las palabras. Un nómada cortés no entraba en los estereotipos que ella conocía y de inmediato se preguntó qué tipo de campamento era ése. Sin una razón lógica para ello -excepto por el hecho de que los rostros tapados, los abrigos de los sobrantes del ejército y los binoculares le recordaban maniobras militares-, decidió que estaba hablando con un soldado.

– Es obvio que ha habido un error -dijo, preparándose de nuevo para levantar la cuerda-. Me dijeron que unos nómadas habían ocupado el Soto.

Fox se adelantó y mantuvo la cuerda donde estaba.

– Esta señal dice «No pasar» -dijo-. Le recomiendo que la obedezca. -Señaló hacia una pareja de perros alsacianos que yacían sobre el terreno, cerca de uno de los autocares-. Están atados con cadenas largas. Lo más prudente sería no molestarlos.

– Pero ¿qué es lo que ocurre? -exigió ella-. Creo que el pueblo tiene derecho a saberlo.

– No estoy de acuerdo.

La respuesta pura y simple la desorientó.

– Pero no pueden… -Hizo un gesto vacío con la mano-. ¿Tienen permiso para estar aquí?

– Déme el nombre del propietario y me pondré de acuerdo con él.

– Pertenece al pueblo -replicó ella.

El hombre dio unos golpecitos sobre el letrero que decía «No pasar».

– Me temo que no, señora Bartlett. En ningún registro consta que pertenezca a nadie. Ni siquiera está registrado como área colectiva según la ley de 1965, y la teoría de la propiedad de Locke dice que cuando una parcela no tiene propietario puede ser reclamada mediante posesión hostil por cualquiera que la cerque, construya edificaciones y defienda sus derechos. Nosotros reclamamos esta parcela como nuestra a no ser que alguien aparezca con un documento de propiedad.

– Eso es escandaloso.

– Es la ley.

– Ya lo veremos -espetó ella-. Voy a casa, a llamar a la policía.

– Vaya -dijo el hombre-, pero está perdiendo el tiempo. El señor Weldon ya ha hablado con ellos. Lo mejor que podrían hacer es buscarse un buen abogado. -Señaló con la cabeza hacia la mansión Shenstead-. Quizá debería preguntar al señor Lockyer-Fox si puede utilizar los servicios del señor Ankerton… Al menos está aquí y, probablemente, conoce algo sobre las reglas y regulaciones referentes al caso de terra nullius. ¿O ha quemado sus naves en esa dirección, señora Bartlett?

La alarma volvió a apoderarse de Eleanor. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo conocía el nombre del abogado de James? Estaba segura de que aquello no figuraba en el registro electoral de Shenstead.

– No sé de qué me habla.

– Terra nullius. Tierra sin propietario.

Sus ojos pálidos le resultaban desconcertantes, familiares incluso, y observó a la figura más pequeña de pie al lado del hombre.

– ¿Quiénes son ustedes?

– Sus nuevos vecinos, cariño -dijo una voz de mujer-. Vamos a estar una temporada por aquí, así que lo mejor es que se acostumbre a nuestra presencia.

Era una voz y una persona con la que Eleanor sentía que podía tratar, la dura pronunciación de una chica de Essex. Además, la mujer era gruesa.

– Oh, no lo creo -dijo con condescendencia-. Creo que descubriréis que Shenstead está muy por encima de vosotros.

– Por el momento no lo parece -dijo el otro-. Sólo han aparecido dos de ustedes desde que su marido pasó por aquí a las ocho y media. Teniendo en cuenta que es Boxing Day y que todo el mundo descansa, no parece que sea una puñetera estampida para echarnos. ¿Qué pasa con el resto de los vecinos? ¿Nadie les ha dicho que estamos aquí… o es que a nadie le importa?

– La noticia se sabrá enseguida, no se preocupe.

La mujer rió, como si le hubiera hecho gracia.

– Creo que sois vosotros los que debéis comenzar a preocuparos, cariño. Tenéis un pésimo sentido de la comunicación. Por ahora parece que su hombre avisó al señor Weldon, y éste la avisó a usted… o quizá su marido la avisó a usted y ha necesitado cuatro horas para maquillarse. Sea como sea, la han mandado aquí sin decirle lo que pasa. El señor Weldon estaba tan furioso que pensamos iba a mandar un batallón de abogados contra nosotros… pero lo único que vemos por aquí es un pedazo de algodón de azúcar. Entonces, ¿de qué va la cosa? ¿Acaso es el elemento más temible con que cuenta este pueblo?

La ira hizo que los labios de Eleanor se convirtieran casi en una raya.

– Sois absurdos -dijo-. Es obvio que sabéis muy pocas cosas sobre Shenstead.

– Yo no apostaría por eso -murmuró la mujer.

Y tampoco lo haría Eleanor. La precisión de la información con la que contaba la asustaba. ¿Cómo sabían que era Julian quien había pasado en su coche a las ocho y media? ¿Alguien les habría dicho cuál era su coche?

– Bueno, tenéis razón en una cosa -dijo, entrecruzando los dedos de las manos para estirarse los guantes-: vais a tener que enfrentaros a un batallón de abogados. Tanto el señor Weldon como el coronel Lockyer-Fox han sido informados, y ahora que he visto personalmente con qué tipo de personas estamos tratando se lo contaré a nuestra gente.

El hombre atrajo su atención dando unos golpecitos sobre el letrero.

– No olvide mencionar que es un asunto de propiedad y posesión hostil, señora Bartlett -le dijo-. Se ahorraría muchísimo dinero si les explica que cuando el señor Weldon intentó cercar esta parcela no apareció el propietario de estas tierras.

– No voy a oír sus consejos sobre cómo tratar con mi abogado -espetó Eleanor.

– Entonces quizá deba esperar a que su marido vuelva a casa -sugirió él-. No querrá gastar dinero en una parcela de tierra con la que no tiene nada que ver. Le dirá que la responsabilidad corresponde al señor Weldon y al señor Lockyer-Fox.

Eleanor sabía que el hombre tenía razón, pero la sugerencia de que ella necesitaba la autorización de su esposo para hacer alguna cosa hizo que le subiera la presión arterial.

– Qué mal informados estáis -dijo con desprecio-. El compromiso de mi esposo con este pueblo es del cien por cien… como descubriréis en su debido momento. Y no tiene por costumbre huir de una batalla sólo porque sus intereses no estén amenazados.

– Está muy segura de él.

– Y con razón. Él defiende los derechos de la gente… a diferencia de vosotros, que intentáis destruirlo todo.

Hubo un breve silencio que Eleanor interpretó como una victoria. Con una tensa sonrisa de triunfo dio media vuelta y comenzó a alejarse.

– Quizá debería preguntarle por su amiguita -le gritó la mujer a la espalda-, la que viene a visitarlo cada vez que usted se ausenta… rubia… de ojos azules… y menor de treinta años… a nosotros no nos parece exactamente un compromiso del cien por cien… más bien un modelo de reemplazo para un cacharro muy usado que necesita una buena capa de pintura.


Wolfie vio cómo la mujer se alejaba. Pudo ver su rostro palidecer cuando Fox susurró algo al oído de Bella y ésta le gritó mientras se alejaba. Se preguntó si sería una agente social. Quizá será una metomentodo, pensó, de otra manera no hubiera fruncido tanto el ceño cuando Fox puso la mano sobre la cuerda para evitar que entrara. Wolfie se alegraba de aquello porque el aspecto de la mujer no le había gustado. Era flaca, con la nariz puntiaguda, y en torno a los ojos no había arrugas de sonrisa.

Su madre le había dicho que no confiara nunca en personas que no tenían arrugas de sonrisa. Eso quería decir que no podían reírse, le dijo, y la gente que no puede reírse no tiene alma. «¿Qué es el alma?», le había preguntado él. «Es todas las cosas buenas que una persona ha hecho en su vida -le respondió ella-. Eso aparece en la cara cuando la gente se ríe, porque la risa es la música del alma. Si el alma no oye música nunca, entonces muere, y ésa es la razón por la que la gente que no es bondadosa no tiene arrugas de sonrisa.»

Estaba convencido de que aquello era cierto, a pesar de que su comprensión del alma se circunscribía al recuento de arrugas. Su madre tenía muchísimas. Fox ninguna. El hombre que había visto en el césped rodeaba sus ojos de arrugas cada vez que sonreía. La confusión comenzó cuando pensó en el anciano en la ventana. En su filosofía simplista, la edad conformaba el alma, pero ¿cómo podía tener alma un asesino? ¿Acaso matar a la gente no era el acto menos bondadoso de todos?


También Bella siguió con la mirada a la mujer que se alejaba. Estaba molesta consigo misma por repetir exactamente las palabras de Fox. Destrozar las vidas de otras personas no era asunto suyo. Tampoco era capaz de ver la utilidad de hacerlo.

– ¿Cómo nos va a ayudar esta actitud a llevarnos bien con los vecinos? -preguntó en voz alta.

– Si se pelean entre sí no lo harán con nosotros.

– Eres un hijoputa implacable, ¿verdad?

– Quizá… cuando quiero algo.

Bella lo miró atentamente.

– ¿Y qué es lo que quieres, Fox? Porque estoy segura de que no nos has traído aquí para que hiciéramos amigos. Soy consciente de que lo has intentado antes, pero no funcionó.

En los ojos del hombre apareció un destello de humor.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Que ya has estado aquí antes y te calaron bien, cariño. Deduzco que tu acento pijo no funcionó tan bien con esta gente -Bella señaló hacia el pueblo con el pulgar-, como lo hace con una panda de nómadas ignorantes… y tuviste que salir con el rabo entre las piernas. No es la cara lo que escondes, es tu puñetera voz… ¿vas a decirme por qué?

La mirada del hombre se endureció.

– Vigila la barrera -se limitó a decir.