"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Doce

Nancy retrocedió hacia el portón entrecerrando los ojos para mirar la fachada de la mansión mientras Mark arrastraba los pies un par de metros detrás de ella. Apercibido de que Eleanor Bartlett podía regresar en cualquier momento, quería mantener a Nancy apartada de la carretera, pero ella estaba más interesada en una frondosa glicina que había removido varias tejas de la azotea.

– ¿El edificio está catalogado? -preguntó a Mark.

– Grado dos -asintió el hombre-. Es del siglo dieciocho.

– ¿Qué tal funciona el concejo local? ¿Vigila los daños estructurales?

– No tengo ni idea. ¿Por qué lo pregunta?

Ella señaló los guardamalletas bajo los aleros, que mostraban signos de podredumbre en la madera despedazada. En la parte trasera de la casa había daños semejantes en el sitio donde las hermosas paredes de piedra mostraban manchas de líquenes a causa del agua que se filtraba de los canalones en ese lado.

– Hay que hacer muchas reparaciones -dijo-. Los canalones se están cayendo porque la madera que los soporta está podrida. Detrás es igual. Hay que sustituir todos los guardamalletas.

Él se detuvo a su lado y echó una mirada a la carretera.

– ¿Cómo sabe tanto de casas?

– Pertenezco a los Ingenieros Reales.

– Pensé que construía puentes y reparaba tanques.

Ella sonrió.

– Es obvio que nuestras relaciones públicas no son tan buenas como deberían. Somos unos manitas. ¿Quién cree usted que levanta alojamientos para personas desplazadas en zonas de guerra? Por supuesto, la caballería no.

– James es de la caballería.

– Lo sé. Lo busqué en la lista del ejército. Debe persuadirlo para que lleve a cabo las reparaciones -dijo ella con seriedad-. La madera húmeda es un caldo de cultivo para los hongos que causan la podredumbre seca cuando la temperatura sube… y acabar con ellos es una pesadilla. ¿Sabe si la madera ha sido tratada?

Mark negó con la cabeza, recurriendo a sus conocimientos sobre traspasos inmobiliarios.

– No lo creo. Es una exigencia en caso de hipotecas, por lo que suele hacerse cuando una casa cambia de propietario… pero ésta pertenece a la familia desde antes de que inventaran los protectores para la madera.

Nancy hizo visera poniendo ambas manos sobre la frente.

– Si se abandona, puede terminar pagando una factura enorme. La azotea parece haber cedido en algunos puntos… hay un buen hundimiento bajo la chimenea del centro.

– ¿Qué significa eso?

– No lo sé sin examinar antes las vigas. Depende del tiempo que lleve así. Primero tendría que ver algunas fotos viejas de la casa. Simplemente puede ser que utilizaran madera verde en esa parte de la construcción y se haya combado bajo el peso de las tejas. En caso contrario… -ella bajó las manos-, la madera del ático puede estar tan podrida como los guardamalletas. Habitualmente puede olerse. Es bastante desagradable.

Mark recordó el olor a podredumbre cuando llegó en Nochebuena.

– Eso es lo único que le faltaba -señaló con aire lúgubre-, que el puñetero techo también se hunda. ¿Ha leído alguna vez La caída de la Casa Usher, de Poe? ¿Sabe cuál es el simbolismo de la historia?

– No… y no.

– La corrupción. Una familia corrupta infecta la urdimbre de su casa y hace que la mampostería les caiga en la cabeza. ¿Le recuerda algo?

– Pintoresco, pero totalmente improbable -dijo ella sonriendo.

Se oyó una voz nerviosa a espaldas de ambos.

– ¿Es usted, señor Ankerton?

Mark soltó un taco en voz apenas audible mientras Nancy, sorprendida, dio un respingo y se volvió para ver a Eleanor Bartlett, mostrando su verdadera edad, al otro lado del portón. La reacción inmediata de Nancy fue de simpatía, pues la mujer parecía asustada, pero Mark se mostró tan gélido que su actitud rayaba la grosería.

– Esta conversación es privada, señora Bartlett.

Puso una mano sobre el brazo de Nancy para apartarla de allí.

– Pero es muy importante -dijo Eleanor con precipitación-. ¿Dick le ha hablado de la gente que está en el Soto?

– Le aconsejo que se lo pregunte a él -le dijo con brusquedad-. No tengo por costumbre comunicar lo que las personas pueden haberme dicho o no. -Pegó los labios al oído de Nancy-: Aléjese -le rogó-. ¡Ahora!

Ella asintió con un breve movimiento de cabeza y echó a andar por el camino de acceso y él dio gracias a Dios por conocer a una mujer que no hacía preguntas. Se volvió hacia Eleanor.

– No tengo nada que decirle, señora Bartlett. Buenos días.

Pero ella no iba a permitir que la rechazaran con tanta facilidad.

– Conocen su nombre -dijo, histérica-. Conocen los nombres de todo el mundo… qué tipo de coches tienen… todo. Creo que nos han estado espiando.

Mark frunció el ceño.

– ¿Quiénes son «ellos»?

– No lo sé. Sólo vi a dos de ellos. Se cubren la boca con bufandas. -Estiró una mano para agarrarlo de la manga, pero él retrocedió visiblemente como si se tratara de una leprosa-. Ellos saben que usted es el abogado de James.

– Presumiblemente por cortesía suya -dijo Mark con expresión de disgusto-. Usted ha alborotado a la mitad de la región para que crean que yo represento a un asesino. No hay ninguna ley que prohiba revelar mi nombre, señora Bartlett, pero hay leyes contra el libelo y la calumnia y con respecto a mi cliente usted las ha infringido todas. Espero que tenga medios para defenderse… y pagar los daños cuando el coronel Lockyer-Fox gane -señaló con la cabeza hacia la casa Shenstead- o, en caso contrario, su propiedad será confiscada.

La mente de Eleanor carecía de agilidad. Lo que le preocupaba en ese momento eran los nómadas en el Soto y ése era el tema del que quería hablar.

– No lo hice -protestó-. ¿Cómo hubiera podido hacerlo? No los había visto en mi vida. Dijeron que la tierra era terra nullius… creo que ésa fue la expresión… algo que tiene que ver con la teoría de Locke… y la van a reclamar mediante posesión hostil. ¿Es eso legal?

– ¿Me está pidiendo mi opinión profesional?

– ¡Oh, por Dios! -replicó ella con impaciencia; la ansiedad hacía que el color regresara intermitente a sus mejillas-. Claro que sí. A quien van a molestar es a James. Están hablando de edificar en el Soto. -Movió una mano hacia la carretera-. Vaya a verlo por sí mismo si no me cree.

– Mi tarifa es de trescientas libras la hora, señora Bartlett. Estoy dispuesto a negociar una tarifa plana por asesoramiento sobre la legislación relativa a la posesión hostil pero, en vista de la complejidad del asunto, con toda seguridad tendría que consultar a un asesor. Su tarifa se sumaría a la cantidad acordada y eso podría poner la cifra final por encima de cinco mil libras. ¿Todavía quiere contratarme?

Eleanor, cuyo sentido del humor excluía la ironía, interpretó aquella respuesta como un intento deliberado de obstrucción. ¿De qué lado estaba aquel hombre?, se preguntó mientras seguía con la vista la figura vestida de negro de Nancy. ¿Sería una de ellos? ¿Estaría James conspirando con aquella gente?

– ¿Es usted responsable de esto? -preguntó enojada-. ¿Así es como han averiguado tanto sobre el pueblo? Fue usted quien les dijo que la tierra no tenía propietario. Dijeron que usted estaba aquí y que sabía algo sobre esa absurda tontería de terra nullius.

Mark sintió la misma repulsión que Wolfie. Ailsa siempre decía que Eleanor era más vieja de lo que aparentaba, y vista de cerca Mark pudo darse cuenta de que tenía razón. Las raíces del cabello necesitaban un tinte, y en torno a la boca había arrugas a causa de los gestos de rabia cuando no se salía con la suya. Mark pensó, sorprendido, que ni siquiera era guapa, a pesar de que se hubiera estirado la piel y tuviera un talle de avispa. Puso las manos en el portón y se inclinó hacia delante mientras el disgusto le obligaba a entrecerrar los ojos.

– ¿Le importaría explicar la lógica retorcida que ha generado esas preguntas? -dijo con una voz tan llena de desprecio que chirriaba-, ¿o es que las falsas acusaciones son los síntomas de alguna enfermedad? Ese comportamiento no es normal, señora Bartlett. La gente normal no se inmiscuye en conversaciones privadas ni se niega a marcharse cuando se lo piden… y tampoco hacen acusaciones estúpidas sin prueba alguna.

Eleanor tembló levemente.

– Entonces, ¿por qué trata todo esto como si fuera una broma?

– ¿Qué es lo que trato como una broma? ¿La afirmación de una mujer perturbada de que hay gente cubierta con bufandas hablando de mí? ¿Eso le parece sensato? -Sonrió al ver la expresión de la mujer-. Estoy intentando ser amable, señora Bartlett. Creo que usted padece una enfermedad mental… y ese diagnóstico se basa en las grabaciones de sus llamadas a James, que he escuchado. Podría interesarle saber que su amiga, Prue Weldon, ha sido más inteligente. Ella nunca dice una sola palabra, sólo deja el registro de su número telefónico. Eso no impedirá que se la acuse de efectuar llamadas amenazantes, pero las de usted… -hizo un aro con el pulgar y el índice- van a ser una fiesta para nosotros. Le aconsejo que vea a un médico antes de consultar con un abogado. Si sus problemas son tan serios como pienso, podrá alegar atenuantes cuando presentemos las cintas en el tribunal.

– Eso es ridículo -siseó la mujer-. Dígame una sola cosa que yo haya dicho que no sea verdad.

– Todo lo que dice es mentira -replicó él de inmediato-, y me gustaría saber de dónde lo ha sacado. Leo no hablaría con usted. Es más esnob de lo que James y Ailsa han sido nunca, y una trepa como usted no le haría la menor gracia… -recorrió el conjunto de tonos pastel que llevaba Eleanor con una mirada devastadora-, sobre todo una vieja vestida de jovencita. Y si cree cualquier cosa que diga Elizabeth, es que es una idiota. Ella le dirá todo lo que quiera oír… mientras sigan sirviéndole ginebra.

Eleanor sonrió con maldad.

– Si todo eso es mentira, ¿por qué James no ha informado a la policía de las llamadas?

– ¿Las llamadas de quién? -le espetó Mark, agresivo.

Eleanor vaciló.

– Las mías y las de Prue.

Mark hizo un intento encomiable por parecer divertido.

– Porque es un caballero… y está avergonzado en nombre de sus maridos. Debería oírse a sí misma de vez en cuando. -Hundió el cuchillo en donde pensó que haría más daño-. La más delicada interpretación de sus diatribas contra los hombres y dónde meten sus penes indica que es usted una lesbiana vergonzante que nunca ha tenido valor para salir del armario. Una interpretación más realista diría que es usted una matona frustrada, obsesionada por acostarse con extraños. Sea lo que sea, no habla muy bien de la relación que mantiene con su esposo. ¿Ya ha dejado de interesarse por usted, señora Bartlett?

Era una pregunta sin fundamento, destinada a golpear su presunción, pero le sorprendió la vigorosa reacción de la mujer. Lo miró con ojos enloquecidos y salió corriendo carretera abajo en dirección a su casa. Vaya, vaya, pensó con satisfacción. Eso sí era dar en el blanco.


Encontró a Nancy recostada en un roble a la derecha de la terraza, con el rostro vuelto hacia el sol y los ojos cerrados. Detrás de ella, el largo paisaje del césped salpicado de árboles y arbustos descendía hacia las tierras de labranza y el mar distante. No era el condado ni la estación, pero podría haber sido un cuadro de Constable: Paisaje campestre con chico de negro. Ella hubiera podido ser un chico, pensó Mark, mirándola detalladamente mientras se aproximaba. ¡Era muy masculina! Musculosa, de mentón firme, sin maquillaje, demasiado alta. Se dijo con firmeza que no era su tipo. Le gustaban delicadas, de ojos azules y rubias.

¿Como Elizabeth…?

¿Como Eleanor Bartlett…? ¡Mierda!

Incluso relajada y con los ojos cerrados, la impronta de los genes de James era evidente. No había nada de la belleza pálida de Ailsa, de huesos finos, que había heredado Elizabeth, sólo la imagen morena y esculpida que había heredado Leo. No debería ocurrir de esa manera. No era natural. Tanta fuerza en un rostro de mujer debería de haberlo disuadido. Por el contrario, Mark se sentía fascinado.

– ¿Qué tal? -murmuró ella aún con los ojos cerrados-. ¿Le echó la bronca?

– ¿Cómo supo que era yo?

– ¿Y quién más podría ser?

– Su abuelo.

Ella abrió los ojos.

– Sus botas no le resultan cómodas -le dijo-. Cada diez pasos desliza las suelas por la hierba para tener mejor agarre con los dedos de los pies.

– ¡Dios mío! ¿Eso forma parte de su entrenamiento?

Nancy hizo una mueca burlona.

– No debería ser tan crédulo, señor Ankerton. La razón por la que supe que no se trataba de James es porque él está en el salón… suponiendo que me haya orientado bien. Me inspeccionó con sus binoculares y después abrió las puertas de la terraza. Creo que quiere que entremos.

– Soy Mark -dijo él, tendiéndole la mano-, y tiene razón, las botas no me quedan bien. Las encontré en la trascocina porque no tengo botas de este tipo. En Londres no hay mucha demanda de botas de goma.

– Nancy -dijo ella con solemnidad, dándole un apretón de manos-. Me di cuenta. Desde que salimos de la casa camina como si llevara aletas de natación.

Él le sostuvo la mirada por un instante.

– ¿Está preparada?

Nancy no estaba segura. Su confianza se debilitó en cuanto detectó los binoculares y pudo distinguir la figura que los sostenía. ¿Estaría preparada alguna vez? En cuanto Mark Ankerton abriera la puerta su plan había fracasado. Su esperanza era mantener una conversación a solas con el coronel que seguiría una agenda dictada por ella, pero eso había sido antes de que hubiera visto su aflicción o se diera cuenta de cuán aislado estaba. En su ingenuidad había creído poder mantenerse distanciada emocionalmente, al menos en un primer encuentro, pero la vacilación de Mark le había instado a defender la causa de aquel anciano sin siquiera conocerlo o saber si esa causa valía la pena. De repente sintió miedo de que no le gustara.

Quizá Mark lo había leído en sus ojos porque sacó su gorro del bolsillo y se lo devolvió.

– La casa Usher cayó porque no había por allí alguien como usted -dijo.

– Es usted un romántico ingenuo.

– Lo sé. Es asqueroso.

Nancy sonrió.

– Creo que ya ha adivinado quién soy, probablemente por el adhesivo sobre ganado Herefordshire en mi parabrisas; en caso contrario no habría abierto las puertas de la terraza. A no ser que me parezca a Elizabeth y me haya confundido con ella.

– Nada de eso -dijo Mark, manteniendo el brazo detrás de su espalda para alentarla a seguir adelante-. Créame… nadie la confundiría con Elizabeth ni en un millón de años.


Eleanor comenzó por el vestidor de Julian, buscando en los bolsillos de sus chaquetas y removiendo sus cajones. De allí fue a su estudio, revolvió todos sus archivadores y revisó su escritorio. Antes incluso de que encendiera su ordenador y revisara su correo electrónico -Julian era demasiado displicente para utilizar una contraseña-, las pruebas de una traición eran abrumadoras. Ni siquiera se había molestado en pretender mantenerlo en secreto. Había un número de teléfono móvil en un pedazo de papel metido en una de sus chaquetas, una bufanda de seda en el fondo del cajón donde guardaba sus pañuelos, facturas de hoteles y restaurantes en el escritorio y docenas de correos electrónicos firmados con las iniciales GS.


Querido J. ¿Qué hay del martes? Estoy libre desde las 6.00…


¿Puedes hacer un seguimiento del Newton durante todo el recorrido? Yo monto a Monkey Business a las 3.30…


No te olvides de que me prometiste uno de los grandes para pagar las facturas del veterinario de MB…


¿Vienes a la reunión anual de cazadores…?


¿Es verdad lo que me dijiste del remolque nuevo para el caballo? TE AMO hasta la locura…


Reúnete conmigo en el caminito detrás de la granja. Estaré allí en torno a las diez…


Siento lo de la pata de Bouncer. Dale un beso para que se ponga bien, de su dama favorita…


Con el corazón en un puño, Eleanor revisó los «mensajes enviados», buscando los que Julian había dirigido a GS.


Thelma se lleva a Louise de compras el viernes. ¿En el lugar de siempre, a la hora de siempre…?


T y L están jugando al golf, 19 de septiembre…


T se va a Londres la próxima semana, de martes a viernes. ¡Tres días enteros de libertad! ¿Hay alguna posibilidad…?


T es una imbécil. Creerá cualquier cosa…


¿Crees que T puede haber encontrado un amante joven? Sigue intentando encontrarla por teléfono. Ella cuelga de inmediato…


Sin duda, T está metida en algo. Se las pasa susurrando con L en la cocina…


¿Qué probabilidades hay de que a Dick y a mí nos den la patada al mismo tiempo? ¿Crees que ha ocurrido algún milagro y que las dos han encontrado amantes jóvenes?


El súbito timbrazo del teléfono sobre el escritorio hizo que Eleanor diera un respingo de culpabilidad. El sonido estridente, un recordatorio de que había vida más allá de los asquerosos secretos en pantalla, le puso los nervios de punta en el silencio de la habitación. Se hundió de nuevo en el asiento con el corazón latiendo como un martillo de vapor, mientras en sus entrañas la ira y el miedo pugnaban entre sí produciéndole náuseas. ¿Quién era esa mujer? ¿Quién lo sabía? La gente se reiría de ella. Se jactarían de saberlo. Dirían que se lo merecía.

Cuatro segundos después, la línea se conectó con el contestador y la voz irritada de Prue se escuchó a través del altavoz.

– ¿Estás ahí, Ellie? Prometiste llamarme después de hablar con el abogado. No sé por qué tardas tanto… además, Dick se niega a coger el móvil, así que no sé dónde está ni si querrá comer. -Suspiró con enojo-. Tiene un comportamiento tan infantil… Me hubiera gustado que me echara una mano antes de que lleguen Jack y Belinda… y ahora estropeará la velada con su mal humor. No tardes en llamar. Hubiera querido saber qué está pasando antes de que regrese o tendremos otra puñetera discusión sobre el maldito abogado de James.

Eleanor esperó a que Prue colgara y después pulsó el botón «borrar» para eliminar el mensaje. Sacó del bolsillo de la blusa el trozo de papel donde había anotado un número de móvil, levantó el teléfono y marcó. Lo que hacía no tenía base alguna. Quizás el hábito de acusar a James y las tímidas reacciones del coronel a las llamadas le había enseñado que ésa era la manera de tratar a los transgresores. De todos modos tuvo que intentarlo dos veces antes de lograr escuchar la señal de llamada, pues los dedos le temblaban tanto que erraban al buscar las teclas. No hubo respuesta alguna, sólo unos segundos de silencio antes de que la llamada fuera desviada al buzón de voz. Eleanor escuchó las peticiones de que dejara un mensaje y después colgó, dándose cuenta demasiado tarde de que ése podía no ser el teléfono de GS.

De todas maneras, ¿qué hubiera dicho? ¿Gritar, chillar y exigir que le devolvieran a su marido? ¿Llamar puta a la mujer? Ante ella se abrió el horrible abismo del divorcio. No podía volver a quedarse sola, con sesenta años no. La gente la evitaría, de la misma manera que cuando su primer marido la había abandonado por la mujer que había dejado embarazada. En aquel entonces había mostrado su desesperación de manera ostensible, pero al menos era joven y aún tenía posibilidades de conseguir trabajo. Julian había sido su última carta, un romance de oficina que finalmente acabó en boda. No podía pasar por todo aquello una segunda vez. Perdería la casa, su situación, se vería obligada a comenzar de nuevo en alguna otra parte…

Con cuidado, para que Julian no se enterara de que había descubierto los correos electrónicos, salió de Windows y apagó el ordenador antes de cerrar los cajones del escritorio y volver a colocar la silla en su sitio. Eso estaba mejor. Comenzaba a pensar correctamente. Como había dicho Scarlett O'Hara: «Mañana será otro día». Mientras GS siguiera siendo un secreto, no se había perdido nada. Julian odiaba comprometerse. La única razón por la que Eleanor había podido manejarlo veinte años atrás era porque se había asegurado de que su primera mujer se enterara de su existencia.

Sería una estúpida si dejaba que GS le hiciera lo mismo a ella.

Con renovada confianza volvió a subir las escaleras y lo acomodó todo con cuidado en el vestidor de Julian; después se sentó ante el espejo y se dedicó a trabajar su rostro. Para una mujer con una mente tan superficial el hecho de que no le gustara su marido y de que ella no le gustara a él no tenía la menor importancia. Se trataba, como el asunto de la posesión hostil en el Soto, de un problema de propiedad.

Lo que Eleanor había pasado por alto por carecer de teléfono móvil propio era que había puesto en funcionamiento una bomba de relojería que estaba a punto de estallar. En la pantalla del teléfono apareció la señal de «llamada perdida», junto al número de quien había llamado, y Gemma Squires, que cabalgaba a Monkey Business al lado de Bouncer después de abandonada la cacería, estaba a punto de mostrar a Julian que su teléfono fijo aparecía en la pantalla del móvil señalando una llamada efectuada diez minutos antes.


Los cimientos del mundo de Prue Weldon también comenzaron a tambalearse cuando su nuera le telefoneó para decirle que ella y Jack no iban a quedarse a pasar la noche. Aún arrastraban la resaca de Navidad, le dijo Belinda, lo que quería decir que esa tarde no iban a beber y podrían regresar seguros a casa después de la velada.

– No quería que hicieras las camas si no había necesidad -concluyó.

– Ya las he hecho -respondió Prue con irritación-. ¿Por qué no llamaste antes?

– Lo siento -dijo la chica entre bostezos-. Hace media hora que nos hemos levantado. Es uno de los pocos días del año en que podemos dormir a gusto.

– Sí, pero es una desconsideración por tu parte. ¿Sabes?, tengo otras cosas que hacer.

– Lo siento -repitió Belinda-, pero no regresamos de casa de mis padres hasta después de las dos. Dejamos el coche allí y atravesamos la campiña a pie. Nos lo traerán dentro de media hora. Jack les está preparando la comida.

La irritación de Prue iba en aumento. Eleanor no había llamado, ella no sabía dónde estaba Dick y en un rincón de su mente crecían preocupaciones relativas a calumnias y llamadas ofensivas. Además, la relación de su hijo con sus suegros era mucho más fluida que la de ella con Belinda.

– Es frustrante -dijo, tensa-. Apenas os vemos… y cuando venís siempre estáis impacientes por iros.

Al otro extremo hubo un suspiro de exasperación.

– Oh, por favor, Prue, eso no es verdad. Vemos a Dick casi todos los días. Siempre aparece por aquí para controlar cómo van las cosas a este lado del negocio. Estoy segura de que te mantiene informada.

El suspiro alimentó la ira de Prue.

– Claro que no es lo mismo -espetó-. Jack no era así antes de casarse. Le encantaba venir a casa, sobre todo por Navidad. ¿Sería mucho pedir que le dieras permiso a mi hijo para pasar la noche en casa de su madre?

Hubo un breve silencio.

– ¿Es eso lo que crees que pasa? ¿Una pugna para ver quién tiene más control sobre Jack?

Prue no podía reconocer una trampa ni aunque saltara ante sus narices y la atrapara.

– Sí -dijo con sequedad-. Dile que se ponga, quiero hablar con él. Tengo la impresión de que has tomado la decisión por los dos.

Belinda soltó una leve carcajada.

– Jack no quiere ir, Prue, y si hablas con él eso es lo que te va a decir.

– No te creo.

– Entonces, pregúntale tú misma esta tarde -dijo su nuera con frialdad-, porque he tenido que convencerle de que debemos ir, al menos por Dick, asegurándole que no estaremos mucho rato y que no pasaremos la noche en vuestra casa.

Aquel «al menos por Dick» fue la gota que colmó el vaso.

– Has puesto a mi hijo en mi contra. Sé cuánto te molesta el tiempo que paso con Jenny. Estás celosa porque ella tiene hijos y tú no… pero ella es mi hija y los niños son mis únicos nietos.

– ¡Oh, por favor! -dijo Belinda con el mismo énfasis mordaz-, no todos compartimos tus míseros valores. Los niños de Jenny pasan más tiempo aquí que contigo… lo sabrías si te molestaras en venir a vernos de vez en cuando en lugar de deshacerte de nosotros porque prefieres estar en el club de golf.

– No tendría que ir al club de golf si hicieras que me sintiera cómoda -dijo Prue con rencor.

Escuchó la respiración nasal al otro lado del teléfono mientras la chica intentaba serenarse. Cuando Belinda volvió a hablar, el tono de su voz era de crispación.

– Ésa es la sartén diciéndole al cazo: «Apártate que me tiznas», ¿eso es lo que dirías, verdad? ¿Desde cuándo has hecho que nos sintamos bienvenidos en tu casa? Vamos a vuestra casa una vez al mes para celebrar el mismo ritual ridículo. Pollo guisado en aguachirle porque tu tiempo es demasiado valioso para cocinar como se debe… hablar horrores del padre de Jack… insultos contra el hombre que vive en la mansión Shenstead… -tomó aire de manera bronca-. Jack está más harto de todo eso que yo, sobre todo porque él adora a su padre y los dos tenemos que levantarnos a las seis de la mañana para mantener el negocio a flote. El pobre Dick está que se cae de cansancio a las nueve de la noche porque hace lo mismo… mientras tú estás ahí sentada, poniéndote cremas en la cara y difamando a la gente… y los demás estamos hechos polvo, ganando el dinero para pagar tu puñetero club de golf, y no tenemos tiempo para decirte la clase de zorra que eres.

El ataque fue tan inesperado que Prue guardó silencio. Sus ojos se movieron hacia el guiso de pollo sobre la mesa de la cocina mientras oía al fondo la voz de su hijo diciendo a Belinda que su padre acababa de entrar por la puerta de la cocina y que no parecía muy contento.

– Jack te llamará más tarde -dijo Belinda con brusquedad antes de colgar.