"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Trece

Antes de llamar a Prue, Eleanor reforzó su valor con un whisky sin agua porque sabía que su amiga no se iba a alegrar cuando supiera que no habría abogado, ni policía, y que los Bartlett no iban a involucrarse en el asunto. Eleanor no podía arriesgarse a alejar más a su marido haciéndolo responsable de los gastos legales, y no estaba preparada para explicar a Prue el porqué. Las preferencias de Julian por una treintañera ya eran lo suficientemente humillantes sin tener que llegar a ser de conocimiento público.

Su relación con Prue se sustentaba en la seguridad que ambas tenían en sus maridos, a quienes despedazaban para divertirse. Dick era lento, Julian era aburrido. Ambos dejaban que sus mujeres dirigieran el cotarro porque eran demasiado haraganes o ineptos para tomar decisiones por sí mismos, y tan indefensos que si sus mujeres decían en alguna ocasión que ya bastaba, estarían perdidos y sin rumbo como naves a la deriva. Esas declaraciones hacían gracia cuando se formulaban desde una posición de fuerza, pero eran profundamente tristes cuando una rubia amenazaba en segundo plano.

Prue respondió al primer timbrazo, como si hubiera estado esperando la llamada.

– ¿Jack? -su voz sonaba tensa.

– No, soy Ellie. Acabo de llegar. ¿Estás bien? Pareces preocupada.

– ¡Oh!, hola -Hizo un esfuerzo por inyectar algo de jovialidad en su voz-. Sí, estoy bien. ¿Qué tal fue todo?

– Temo que no muy bien. La situación es bien diferente de lo que me contaste -dijo Eleanor en un tono que contenía una leve acusación-. No se trata de nómadas que estén de paso, Prue; esa gente dice que va a quedarse ahí hasta que alguien muestre algún documento que indique quién es el dueño. Están reclamando el terreno mediante posesión hostil.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Cercar la parcela y construir en ella… lo mismo que Dick y tú quisisteis hacer cuando llegasteis aquí. Por lo que sé, la única manera de librarse de ellos es que Dick o James presenten pruebas de que el Soto es parte de su propiedad.

– Pero nosotros no tenemos ningún documento que lo acredite. Ésa es la razón por la que Dick abandonó los intentos de cercarlo.

– Lo sé.

– ¿Qué dijo tu abogado?

– Nada. No he hablado con él. -Eleanor bebió lentamente un sorbo de whisky-. No tiene sentido, Prue. Nos dirá que eso nada tiene que ver con nosotros… lo que, sinceramente, es cierto, no hay forma de que podamos reclamar el Soto como parte de nuestras tierras, por lo que nuestro letrado no podrá tomar parte en ninguna negociación o asesorarnos al respecto. Sé que es una idiotez, pero creo que Dick actuó bien al llamar al abogado de James… Dick y James son los únicos que están interesados, por lo que deberán llegar a un acuerdo sobre quién de los dos va a luchar por el terreno.

Prue no respondió.

– ¿Estás ahí?

– ¿Llamaste a la policía?

– Al parecer Dick la llamó desde el Soto. Deberías haber hablado del asunto con él. Para mí, ir a ese sitio fue una absoluta pérdida de tiempo. -Puso el acento en sus molestias para poner a Prue a la defensiva-. Además, me dio mucho miedo. Llevan la cara tapada… y están tan bien informados sobre todos los que viven en el pueblo que da miedo. Los nombres… quién es dueño de qué… ese tipo de cosas.

– ¿Has hablado con Dick? -insistió Prue.

– No.

– Y entonces ¿cómo sabes que habló con la policía?

– Me lo dijo el hombre que estaba en el Soto.

La voz de Prue era reprobadora.

– ¡Oh, vaya, Ellie! ¿Cómo puedes ser tan crédula? Me prometiste que llamarías a la policía. ¿Por qué aceptaste hacerlo si no tenías la menor intención de llegar hasta el fondo? Yo misma hubiera podido llamar hace dos horas y nos hubiéramos ahorrado muchos problemas.

Eleanor se molestó.

– Entonces, ¿por qué no lo hiciste? Si hubieras escuchado a Dick en lugar de suponer que estaba huyendo del problema, tú y él habríais podido ocuparos de todo este lío en lugar de esperar que Julian y yo nos ocupáramos del asunto. Nadie puede echarnos la culpa de que haya gente que se mude a vuestras tierras… Y, con toda seguridad, no es responsabilidad nuestra pagar a un abogado para rescataros.

Si el cambio de Eleanor había sorprendido a Prue, no dio muestras de ello. Por el contrario, habló con petulancia:

– No es nuestra tierra, al menos según los documentos, ¿por qué tendríamos que hacernos responsables?

– Entonces, es de James… y eso era exactamente lo que Dick intentaba decirte antes de que discutierais. Si quieres mi consejo, date un baño de humildad antes de volver a meterte con él… eso, o ve tú misma a hablar con los okupas. Por el momento están contentísimos porque Dick y yo somos las únicas personas que nos hemos molestado en ir por allí… Creen que al resto del pueblo no le importa.

– ¿Y qué hay del abogado de James? ¿Ha hecho algo?

Eleanor vaciló antes de mentir.

– No lo sé. Lo vi un instante fuera de la mansión, pero había alguien con él. Parecían más interesados en el estado del techo que en lo que ocurría en el Soto.

– ¿De quién se trataba?

– De alguien que conduce un Discovery verde. Está aparcado en el camino de acceso.

– ¿Hombre? ¿Mujer?

– No lo sé -volvió a decir Eleanor, quizá con más impaciencia de la debida-. No me quedé allí para averiguarlo. Mira, no puedo perder más tiempo en esto… tienes que hablar del asunto con Dick.

Hubo un silencio cargado de sospechas, como si Prue estuviera calculando el valor de la amistad de Ellie.

– Me enojaré mucho si descubro que has estado hablando con él a mis espaldas.

– ¡Eso es ridículo! No me acuses a mí si tú y él habéis reñido. Deberías haberlo escuchado.

Las sospechas de Prue calaron hondo.

– ¿Por qué estás tan rara?

– ¡Oh, por Dios! Acabo de tener un encuentro aterrador con gente muy desagradable. Si crees que puedes hacerlo mejor ve y habla con ellos. ¡Veremos cuán lejos llegas!


Todos los temores de conocer a James Lockyer-Fox que Nancy pudo haber albergado se disiparon por la manera directa en que el anciano la saludó. No hubo sentimientos forzados ni intentos de mostrar afecto. La recibió en la terraza y tomó brevemente la mano de ella entre las suyas.

– No ha podido llegar en mejor momento, Nancy.

Sus ojos estaban un poco acuosos, pero su apretón de manos era firme y Nancy aprobó el hecho de que el anciano, en una situación potencialmente difícil, intentara no incomodarla.

Para Mark, el observador, fue un momento de gran tensión. Contuvo el aliento seguro de que el porte confiado de James se derrumbaría en pocos momentos. ¿Y si sonaba el teléfono? ¿Y si Darth Vader comenzaba con un monólogo sobre el incesto? Culpable o inocente, el anciano estaba demasiado delicado y exhausto para mantenerse indiferente durante un largo rato. Mark dudaba de que hubiera un momento o método apropiado para discutir lo de la muestra de ADN, pero cuando pensaba en cómo sacar a relucir el tema en presencia de Nancy le recorrían oleadas de frío y calor.

– ¿Cómo supo que era yo? -preguntó Nancy a James con una sonrisa.

El coronel se echó a un lado para que ella entrara en el salón por las puertas de vidrio de la terraza.

– Porque se parece mucho a mi madre -dijo él simplemente, llevándola hasta una mesita en un rincón donde se veía la foto de una boda en un marco de plata. El hombre vestía de uniforme, la mujer llevaba un vestido sencillo del modelo de cintura baja de 1920, con una cola de encaje de puntillas en torno a los pies. James la cogió y la miró por un instante antes de pasársela a Nancy-. ¿Ve algún parecido?

A ella le sorprendió verlo; hasta ese momento, no había conocido a nadie con quien compararse. Tenía la misma nariz de aquella mujer, la misma línea del mentón -ambas cosas, en opinión de Nancy, no eran nada de lo que sentirse orgullosa- y la misma tez oscura. Buscó belleza en el rostro del celuloide, pero no pudo encontrar más de la que era capaz de ver en su propio rostro. La mujer tenía la frente fruncida, como si dudara de la importancia de registrar en una cámara la historia de su vida. Un fruncimiento similar arrugaba la frente de Nancy mientras examinaba la foto.

– Parece indecisa -dijo-. ¿Fue feliz su matrimonio?

– No. -El anciano sonrió ante la perspicacia de ella-. Era mucho más inteligente que mi padre. Creo que sentirse atrapada en el papel de subordinado la ahogaba. Siempre aprovechaba cualquier oportunidad para hacer algo con su vida.

– ¿Y lo logró?

– Según los estándares actuales, no… Pero de acuerdo con los del Dorset de los años treinta y cuarenta, creo que sí. Fundó unos establos de caballos de carrera, entrenó a algunos excelentes animales, la mayoría para la equitación con obstáculos, y uno de ellos llegó en segundo lugar en el Grand National. -Vio el destello de aprobación en los ojos de Nancy y se echó a reír de felicidad-. ¡Oh, sí!, aquél fue un día magnífico. Convenció a la escuela de que nos permitiera a mi hermano y a mí coger el tren de Aintree y ganamos mucho dinero con las apuestas. Por supuesto, todo el mérito recayó en mi padre. En aquellos tiempos a las mujeres no les permitían ser entrenadoras profesionales, así que era él quien tenía nominalmente la licencia a fin de que ella pudiera extender facturas y hacer que el negocio se autofinanciara.

– ¿A ella le importaba?

– ¿Que el mérito fuera para él? No. Todo el mundo sabía que ella era la entrenadora. Era sólo una estratagema para satisfacer al Jockey Club.

– ¿Qué pasó con los establos?

– La guerra acabó con ellos -dijo el coronel con pesar-. Con mi padre lejos ella no podía entrenar… y cuando él regresó, los convirtió en un garaje.

Nancy volvió a poner la fotografía sobre la mesa.

– Eso debió de fastidiarle -dijo, con un brillo burlón en los ojos-. ¿Qué hizo para vengarse?

Otra risita entre dientes.

– Ingresó en el Partido Laborista.

– ¡Vaya! ¡Era una rebelde! -Nancy se sintió impresionada-. ¿Era la única miembro en Dorset?

– En el círculo en el que se movían mis padres, sí, sin la menor duda. Ingresó tras las elecciones de 1945, cuando hicieron públicos sus planes para un Servicio Nacional de Salud. Durante la guerra, ella había trabajado como enfermera y la falta de atención médica para los pobres la hacía muy infeliz. Mi padre se sintió anonadado pues había sido conservador toda su vida. No podía creer que su esposa quisiera derrocar a Churchill a favor de Clement Attlee; decía que era algo muy ingrato, pero dio lugar a algunos debates muy inspirados.

Nancy se echó a reír.

– ¿En qué bando estaba usted?

– Oh, yo siempre tomaba partido por mi padre -respondió James-. Nunca habría ganado una discusión con mi madre sin ayuda. Ella tenía una personalidad muy fuerte.

– ¿Y su hermano? ¿Se alineaba con su madre? -Miró una foto de un hombre joven de uniforme-. ¿Es él? ¿O se trata de usted?

– No, ése es John. Por desgracia, murió en la guerra; de lo contrario, habría heredado la propiedad. Era el mayor. Me llevaba dos años. -Tocó delicadamente el brazo de Nancy y la condujo hacia el sofá-. Por supuesto, mi madre quedó deshecha, se querían mucho, pero ella no era el tipo de mujer que se amilanara ante la desgracia. Influyó en mí de una forma magnífica… me enseñó que tener una esposa de pensamiento independiente era un tesoro que valía la pena conservar.

Nancy se sentó en el borde del sofá, se giró hacia el sillón de James y separó las piernas como un hombre, con los codos en las rodillas.

– ¿Ésa es la razón por la que se casó con Ailsa? -preguntó, mirando a Mark más allá de James, sorprendida al ver la satisfacción en el rostro del abogado como si se tratara de un maestro de escuela, orgulloso de un buen alumno. ¿O serían los elogios para James? Quizá para un abuelo fuera más difícil conocer al niño que había ayudado a dar en adopción que para una nieta ofrecer la posibilidad de una segunda oportunidad.

James se dejó caer en su asiento, inclinándose hacia Nancy como si se tratara de un viejo amigo. Había una profunda intimidad en la manera en que se habían acomodado, aunque ninguno de los dos parecía haberse dado cuenta de ello. Para Mark estaba claro que Nancy no tenía idea del impacto que estaba causando. No podía saber que James casi nunca reía, que apenas una hora antes no hubiera sido capaz de levantar una foto sin que sus manos temblaran tanto que él mismo se hubiera dado cuenta, o que la chispa que ahora refulgía en aquellos ojos apagados era para ella.

– Gracias a Dios, sí -dijo James-. Ailsa era más rebelde que mi madre. La primera vez que la vi, ella y sus amigos estaban tratando de impedir la cacería de su padre en Escocia agitando pancartas. Estaba en contra de matar animales por deporte, pensaba que era cruel. Eso también funcionó. La cacería fue abandonada cuando los pájaros, asustados, desaparecieron. Imagínese -dijo, reflexionando-, los jóvenes estaban más impresionados por la manera en que las faldas de las chicas se levantaban cuando alzaban sus pancartas por encima de la cabeza que por el argumento de la crueldad hacia los animales. En los años cincuenta no era una causa que estuviera de moda. El salvajismo de la guerra parecía mucho peor.

De repente, se sumió en sus pensamientos.

Mark, temiendo que se echara a llorar, se adelantó para llamar la atención hacia su persona.

– ¿Qué tal una copa, James? ¿Hago los honores?

El anciano asintió.

– Es una magnífica idea. ¿Qué hora es?

– La una pasadas.

– ¡Dios mío! ¿Está seguro? ¿Qué podemos preparar para comer? Esta pobre niña debe de estar muerta de hambre.

Nancy negó de inmediato con la cabeza.

– Por favor, no…

– ¿Qué tal faisán frío, paté de foie y pan francés? -la interrumpió Mark-. Todo está en la cocina, no tardaré ni un minuto. -Sonrió, alentador-. La bebida se limita a lo que hay en el sótano, temo que tendrá que ser vino tinto o blanco. ¿Cuál prefieren?

– ¿Blanco? -sugirió ella-. Y no mucho. Tengo que conducir.

– ¿James?

– Lo mismo. Hay un Chablis decente en el rincón más lejano. El favorito de Ailsa. Abre un par de botellas.

– Enseguida, primero traigo el vino y después prepararé la comida.

Captó la mirada de Nancy y levantó el pulgar derecho a nivel de la cadera, fuera de la vista de James, como diciendo «bien hecho». Ella le devolvió un guiño, que él interpretó correctamente como «gracias». Si Mark hubiera sido un perro hubiera meneado la cola. Necesitaba sentir que era algo más que un observador.

James esperó hasta que la puerta se cerró a espaldas de su abogado.

– Ha sido un excelente apoyo -dijo-. Me preocupaba apartarlo de su familia en Navidad, pero él estaba decidido a venir.

– ¿Está casado?

– No. Creo que tenía una novia, pero no funcionó no sé por qué razón. Proviene de una gran familia angloirlandesa, siete hermanas y un hermano. Todos se reúnen en Navidad, al parecer es una antigua tradición familiar, por lo que venir aquí fue algo muy generoso de su parte. -Permaneció en silencio un momento-. Creo que pensó que yo haría alguna tontería si me quedaba solo.

Nancy lo miró con curiosidad.

– ¿La haría?

Lo directo de la pregunta le recordó a Ailsa, que siempre había considerado que andar de puntillas respecto a la sensibilidad de otras personas era una irritante pérdida de tiempo.

– No lo sé -dijo él con sinceridad-. Nunca he creído ser alguien que se rinde, pero tampoco había entrado nunca en batalla sin mis amigos apoyándome… ¿Y quién de nosotros sabe lo valiente que es hasta que se queda solo?

– En primer lugar, defina el valor -comentó ella-. Mi sargento le diría que es simplemente una reacción química que bombea adrenalina al corazón cuando el miedo lo paraliza. El pobre soldado, aterrorizado hasta más no poder, experimenta una violenta sacudida y se comporta como un autómata bajo la influencia de una sobredosis hormonal.

– ¿Les dice eso a los hombres?

Ella asintió.

– Les encanta. Practican descargas de adrenalina autoinducidas para mantener las glándulas en perfecto funcionamiento.

James la miró, dubitativo.

– ¿Funciona?

– Sospecho que es una cuestión más mental que física -dijo ella riendo-, pero comoquiera que uno lo mire, es psicología positiva. Si el valor es una sustancia química, entonces todos tenemos acceso a él y es más fácil enfrentarse al miedo si es una parte reconocible del proceso. En términos más sencillos, hemos de tener miedo antes de tener valor, de otra manera no habrá flujo de adrenalina… y si podemos ser valientes sin haber experimentado primero el miedo -divertida, enarcó una ceja-, entonces estamos muertos del cuello para arriba. Lo que imaginamos es peor que lo que ocurre. De ahí la creencia de mi sargento de que un civil indefenso que espera día tras día a que caigan las bombas, es más valiente que el miembro de una unidad armada.

– Parece ser todo un personaje.

– A los hombres les gusta -dijo ella con cierta sequedad.

– ¡Ah!

– Umm…

James volvió a reír entre dientes.

– ¿Cómo es en realidad?

La expresión de Nancy se torció.

– Un matón aferrado a sus opiniones que no cree que en el ejército haya lugar para las mujeres… al menos entre los Ingenieros… y menos con un título de Oxford… y tampoco como oficial al mando.

– ¡Oh, querida!

Ella se encogió levemente de hombros.

– No importaría si fuera gracioso… pero no lo es.

Parecía una mujer tan segura de sí misma que el coronel se preguntó si se trataba de un acto de bondad, si ella estaba contando una debilidad para obtener un consejo a fin de que él hiciera lo mismo.

– Por supuesto, nunca tuve que enfrentarme a ese problema en particular -le dijo a Nancy-, pero recuerdo a un sargento especialmente rudo que se acostumbró a pincharme delante de los hombres. Todo era muy sutil, a veces era el tono de voz… pero nunca nada que pudiera echarle en cara sin parecer un idiota. Uno no puede quitarle los galones a un hombre porque repita las órdenes que impartes de manera condescendiente.

– ¿Y qué hizo?

– Me tragué mi orgullo y pedí ayuda. Fue transferido a otra compañía en menos de un mes. Al parecer, yo no era el único que tenía problemas con él.

– Pues mis subalternos creen que el sol sale por su trasero. Le dejarían librarse de un asesinato porque los hombres le obedecen. Considero que debo ser capaz de manejarlo. Me han entrenado para eso y no estoy convencida de que mi oficial superior simpatice más que mi sargento con las mujeres en el ejército. Estoy casi segura de que me dirá que si no puedo aguantar el calor debo abandonar la cocina -Nancy hizo una corrección irónica-, o más bien volver a ella, pues ése es el lugar de las mujeres.

Como había adivinado James, ella había escogido un tema para hacerlo hablar pero no había tenido la intención de revelar tanto. Nancy se dijo que era porque James había estado en el ejército y sabía el poder que podía alcanzar un sargento.

– Difamación -dijo ella en un tono neutro que ocultaba las dificultades reales que aquel hombre le estaba causando-. A mis espaldas hay muchos susurros sobre solteronas y fulanas, y cada vez que aparezco hay risitas. La mitad de los hombres creen que soy una tortillera que necesita ser tratada, la otra mitad piensa que soy la bicicleta del pelotón. No parece muy terrible pero es un goteo de veneno constante que comienza a afectarme.

– Debe de sentirse muy aislada -murmuró James, preguntándose cuánto le habría contado Mark sobre su situación.

– En cierto sentido, sí.

– ¿Y el hecho de que sus subalternos le rindan pleitesía no sugiere acaso que también tienen problemas? ¿Les ha preguntado al respecto?

Nancy asintió.

– Ellos niegan ser… dicen que responde como debe hacerlo un sargento. -Se encogió de hombros-. A juzgar por las sonrisas del sargento me imagino que se enteró enseguida de la conversación.

– ¿Cuánto tiempo hace que dura esta situación?

– Cinco meses. Fue asignado a la unidad en agosto, cuando yo estaba de permiso. Antes nunca había tenido ningún problema y de repente me vi enfrentada a Jack el Destripador. Por el momento estoy comisionada por un mes a Bovington pero temo lo que pueda encontrarme cuando regrese. Será un milagro si me queda una pizca de reputación. El problema es que el tío es bueno en su trabajo, saca lo mejor de los hombres.

Ambos levantaron la vista cuando la puerta se abrió y Mark entró con una bandeja.

– Quizá Mark tenga alguna idea -sugirió James-. El ejército siempre ha tenido matones pero le confieso que no sé cómo debe enfrentarse a una situación como ésta.

– ¿Qué? -preguntó Mark mientras tendía un vaso a Nancy.

Ella no estaba segura de querer que él se enterara.

– Problemas en el trabajo -dijo, sin darle importancia.

Pero James no tenía semejantes remilgos.

– Un nuevo sargento recientemente asignado a la unidad está socavando la autoridad de Nancy ante sus hombres -dijo mientras tomaba su vaso-. Se burla de las mujeres a sus espaldas, las llama solteronas o lesbianas, presumiblemente con la intención de hacerle la vida tan incómoda a Nancy que ella no tenga otra opción que marcharse. Es bueno en su trabajo, es popular con los hombres y Nancy teme que si redacta un informe sobre él tomen represalias a pesar de que ella nunca antes ha tenido problemas en el ejercicio de su autoridad. ¿Qué debería hacer?

– Un informe -dijo Mark sin dudarlo-. Exija que le digan cuál es el promedio de tiempo que ha servido en cada unidad. Si se traslada con regularidad, entonces puede estar segura de que en el pasado lo han acusado de comportamientos parecidos. Si lo han hecho, e incluso si no lo han hecho, insista en pedir correcciones disciplinarias en lugar de pasarle el muerto a otra persona. La gente como ésa se sale con la suya porque los oficiales al mando prefieren trasladarlos en silencio que llamar la atención hacia la escasa disciplina entre sus filas. En la policía, por ejemplo, es un problema grave. Pertenezco a un comité que está elaborando líneas de acción para tratar esos problemas. La primera regla es: no haga como si no pasara nada.

James asintió.

– Me parece un buen consejo -dijo con suavidad.

Nancy sonrió levemente.

– Me imagino que sabía que Mark estaba en ese comité. -El coronel asintió-. ¿Y qué puedo poner en el informe? -preguntó-. Un tío mayor que intercambia chistes con sus hombres. ¿Ha oído el de la solterona que se alistó en Ingenieros porque buscaba que le echaran un polvo? ¿O el de la tortillera que metió el dedo en el cárter para controlar los niveles de lubricación?

James miró a Mark con expresión indefensa.

– Parece una situación sin salida -dijo Mark comprensivo-. Si manifiesta interés por un hombre es una solterona, y si no lo hace es una lesbiana.

– Exactamente.

– Entonces, informe sobre él. No importa cómo lo mire, es acoso sexual. La ley está de su parte, pero mientras no ejerza sus derechos no puede hacer nada.

Nancy intercambió con James una mirada divertida.

– Lo próximo que hará es aconsejarme que presente una acusación -dijo a la ligera.