"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)

Dos

Barton Edge. Bank Holiday de agosto, 2001

Wolfie, de diez años, hizo acopio de todo su coraje para enfrentarse a su padre. Su madre había visto que otros se marchaban y tenía miedo de atraer una atención indeseada.

– Si nos quedamos demasiado tiempo -dijo al niño, abrazándolo por los hombros con sus brazos flacos y pegando su mejilla a la de él-, los metomentodo vendrán a ver si te han hecho daño, y cuando encuentren los moretones te apartarán de mi lado.

Años atrás, le habían quitado la custodia de su primogénito, y había inculcado en los dos hijos menores un terror cerval a la policía y los agentes sociales. En comparación, los moretones eran un mal menor.

Wolfie trepó al parachoques delantero de la caravana y miró a través del parabrisas. Si Fox dormía, él no entraría por nada del mundo. El hombre se enfurecía cuando lo despertaban. En una ocasión en que Wolfie le había tocado el hombro sin querer, le había hecho un corte en la mano con la afilada navaja que escondía bajo la almohada. La mayor parte del tiempo él y el Cachorro, su hermano pequeño, permanecían sentados debajo de la caravana mientras su padre dormía y su madre lloraba. Aun cuando hacía frío y llovía, ninguno de los dos se atrevía a entrar hasta que Fox no salía.

Wolfie pensó que Fox [2] era un nombre adecuado para su padre. Cazaba de noche, protegido por la oscuridad, deslizándose sin ser visto de una sombra a otra. A veces, la madre mandaba a Wolfie a buscar a Fox, para saber qué estaba haciendo, pero el niño tenía demasiado miedo a la navaja y no se atrevía a alejarse mucho. Había visto a Fox utilizarla con animales, había escuchado el balido trémulo de un venado mientras el hombre le seccionaba lentamente la garganta, y el gemido gorgoteante de un conejo. Fox nunca mataba con celeridad. Wolfie no sabía por qué, pero el instinto le decía que Fox disfrutaba con el miedo.

El instinto le decía muchísimas cosas sobre su padre, pero él lo mantenía todo a buen recaudo dentro de su cabeza junto con extraños recuerdos vagos de otros hombres y otras épocas en las que Fox no había estado. Ninguno de ellos tenía la suficiente consistencia para persuadirlo de que eran verdaderos. Para Wolfie, la verdad era la horripilante realidad de Fox y los dolorosos retortijones de hambre permanente que sólo se calmaban durante el sueño. No importa cuáles fueran los pensamientos que pudiera tener en su cabeza, él había aprendido a mantener la lengua quieta. Si rompías alguna de las reglas de Fox probabas la navaja, y la regla más rígida de todas era «nunca hables a nadie sobre la familia».

Su padre no estaba en la cama, por lo que Wolfie, con el corazón latiéndole salvajemente, hizo acopio de fuerzas y subió al autocar por la puerta de delante, que estaba abierta. A lo largo del tiempo había aprendido que la mejor manera de aproximarse a aquel hombre era actuando como un igual -«nunca muestres cuánto miedo tienes», le decía siempre su madre-, por lo que asumió una postura propia de John Wayne y avanzó a paso lento por lo que alguna vez fuera el pasillo entre las filas de asientos. Podía oír cómo salpicaba el agua y supuso que su padre estaba tras la cortina que proporcionaba cierta intimidad al área de aseo.

– Hey, Fox, socio, ¿qué estás haciendo? -dijo, de pie al otro lado de la cortina.

El sonido del agua cesó de inmediato.

– ¿Por qué lo preguntas?

– No tiene impotancia.

La cortina se desplazó a un lado, mostrando a su padre desnudo de cintura para arriba. Las gotas de agua se deslizaban por los velludos brazos que acababa de sacar de la vieja palangana de hojalata, que hacía las veces de bañera y lavabo.

– ¡Importancia! -dijo, con brusquedad-. No tiene importancia. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

El niño retrocedió pero se mantuvo en su sitio. La mayor parte de su confusión con respecto a la vida provenía de la ilógica disparidad entre el comportamiento de su padre y su manera de hablar. Para el oído de Wolfie, Fox hablaba como un actor que sabía cosas que los demás desconocían, pero la ira que lo movía era algo que el niño nunca había visto en el cine. Excepto, quizá, en Cómodo en Gladiator, o el sacerdote de los ojos húmedos en Indiana Jones y el templo maldito, que le arrancaba el corazón a la gente. En los sueños de Wolfie, Fox siempre era uno o el otro, y por esa razón su apellido era Evil [3].

– No tiene importancia -repetía con solemnidad.

Fox echó mano a su navaja.

– Entonces, ¿por qué preguntas qué estoy haciendo si no te interesa la respuesta?

– Es sólo una manera de decir hola. Como en el cine. Hey, socio, ¿qué pasa, qué haces? -Levantó la mano para que se reflejara en el espejo junto al hombro de Fox, mostrando la palma y los dedos separados-. Entonces, se chocan los cinco.

– Ves demasiadas películas de mierda. Comienzas a hablar como un yanqui. ¿Dónde las ves?

Wolfie eligió la explicación menos alarmante.

– Ese chico del que el Cachorro y yo nos hicimos amigos, en el último sitio. Vivía en una casa… Nos dejaba ver el vídeo de su madre cuando ella estaba en el trabajo.

Aquello era verdad… hasta cierto punto. El niño los llevó a su casa hasta que la madre se enteró y los echó de allí. La mayor parte del tiempo, Wolfie hurtaba dinero de la caja de hojalata escondida bajo la cama de sus padres cuando Fox salía, y lo usaba para comprar entradas de cine cuando se hallaban cerca de una ciudad. Wolfie no sabía de dónde salía ese dinero o por qué había tanto, pero Fox nunca pareció notar que faltaba algo.

Fox soltó un gruñido de desaprobación mientras usaba la punta de la navaja para rascarse las zonas afeitadas de su tupida cabellera.

– ¿Qué hacía entonces la perra? ¿También iba allí?

Wolfie estaba acostumbrado a que llamaran «perra» a su madre. A veces, también él la llamaba así.

– Eso fue cuando ella estaba enferma.

Nunca había entendido por qué su padre no se cortaba con la navaja. No era natural pasarse una punta afilada por el cuero cabelludo sin hacerse sangre ni una sola vez. Ni siquiera usaba jabón para facilitar la tarea. A veces, Wolfie se preguntaba por qué Fox no se limitaba a afeitarse la cabeza en lugar de convertir las zonas del cuero cabelludo donde había perdido el pelo en senderos irregulares y dejar que los mechones traseros y laterales colgaran hasta llegar por debajo de sus hombros, en trenzas que se hacían más y más irregulares a medida que se le caía el pelo. Pensaba que a Fox le preocupaba quedarse calvo, aunque no podía asegurarlo. Los tipos duros de las películas muchas veces se afeitaban la cabeza. Bruce Willis lo hacía.

Se tropezó con los ojos de Fox en el espejo.

– ¿Qué miras? -gruñó el hombre-. ¿Qué es lo que quieres?

– Si sigues así vas a quedarte calvo como una bola de billar -dijo el niño, señalando las hebras de pelo negro que flotaban sobre la superficie del agua-. Deberías ir al médico. No es normal que se te caiga el pelo cada vez que sacudes la cabeza.

– ¿Y tú, cómo lo sabes? Quizás esté en mis genes. Quizá te pase a ti.

Wolfie contempló su propio reflejo rubio.

– De eso, nada -dijo, envalentonado por la disposición del hombre a hablar-. No parezco un indio como tú. Supongo que soy como mamá, y ella no va a quedarse calva.

No debió haber dicho eso. Se dio cuenta de que había sido un error en el preciso instante en que las palabras brotaron de sus labios y vio cómo se entrecerraban los ojos de su padre.

Intentó escapar, pero Fox dejó caer una manaza alrededor de su cuello y le acarició con la navaja la suave piel bajo el mentón.

– ¿Quién es tu padre?

– Tú es -gimió el niño, con lágrimas que hacían brillar sus ojos-. Tú es, Fox.

– ¡Por Dios! -Echó al niño a un lado-. No puedes recordar ni una puñetera cosa, ¿no es verdad? Eres… tú eres… ¿Cómo se llama eso que no sabes, Wolfie? Dime cómo se llama -inquirió, mientras seguía rascándose el cuero cabelludo.

– ¿Gra-gramática?

– Conjugación, pedazo de mierda ignorante. Se trata de un verbo.

El niño dio un paso atrás, haciendo gestos defensivos con las manos.

– No es para que te pongas así, Fox -dijo, desesperado por demostrar que no era tan estúpido como su padre lo consideraba-. Mamá y yo estuvimos averiguando sobre esa cosa del pelo en la red la última vez que fuimos a la biblioteca. Creo que se llama -había intentado memorizar la palabra-, ah-lo-pe-sa. Hay mucha información… y cosas que puedes hacer.

Los ojos del hombre volvieron a entrecerrarse.

– Alopecia, idiota. Es una palabra griega que quiere decir sarna del zorro. Eres tan puñeteramente ignorante. ¿Acaso la perra no te enseña nada? ¿Por qué crees tú que me llaman Fox Evil [4]?

Wolfie tenía algunas ideas propias. En su mente infantil, Fox denotaba astucia y Evil crueldad. Era un nombre que le venía de perlas a aquel hombre. Los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas.

– Sólo intentaba ayudar. Hay muchos tíos que se están quedando calvos. No tiene mucha importancia. La mayor parte de las veces -decidió apostar por el sonido que acababa de oír-, la aipesia desaparece y el pelo vuelve a crecer. Quizá sea eso lo que te pase. No querrás ponerte nervioso, dicen que el pelo también se cae por las preocupaciones.

– ¿Y las otras veces?

El niño se agarró al respaldo de una silla porque le temblaban las rodillas de miedo. No había querido llegar tan lejos, con palabras que no podía pronunciar e ideas que cabreaban a Fox.

– Decían algo sobre el cáncer -respiró profundamente-, la dibete y la artrite, que también podían causar eso. -Se apresuró a seguir hablando antes de que su padre volviera a molestarse-. Mamá y yo creemos que debes ver a un médico, porque si estás enfermo no vas a mejorar por creer que no lo estás. No es difícil ir a una consulta. La ley dice que los nómadas tienen los mismos derechos a que los atiendan que los demás.

– ¿Te dijo la perra que yo estaba enfermo?

La alarma de Wolfie se reflejó en su rostro.

– N-n-no. Ella nunca habla de ti.

Fox clavó la navaja en la madera del mueble de baño.

– Estás mintiendo -dijo con una mueca mientras se volvía-. Dime qué te dijo o te sacaré las puñeteras tripas.

«Tu padre está mal de la cabeza… Tu padre es malo…»

– Nada -logró decir Wolfie-. Ella nunca dice nada.

Fox examinó los ojos aterrorizados de su hijo.

– Es mejor que me digas la verdad, Wolfie, o encontrarás las tripas de tu madre esparcidas por el suelo. Inténtalo de nuevo. ¿Qué dijo ella de mí?

Los nervios del niño no aguantaron más y echó a correr hacia la salida trasera, se metió debajo del autocar y escondió el rostro entre las manos. No podía hacer nada bien. Su padre mataría a su madre, y los metomentodo descubrirían sus moretones. De saber cómo hacerlo le habría implorado a Dios, pero Dios era un ente nebuloso al que no comprendía. Una vez su madre había dicho que si Dios fuera una mujer, ella los ayudaría. En otra ocasión dijo que Dios era un policía: si sigues las reglas, es bueno, pero si no, te manda al infierno.

La única verdad absoluta que Wolfie comprendía era que no había forma de huir de su miserable vida.


Fox fascinaba a Bella Preston de una manera que pocos hombres lo habían logrado. Era mayor de lo que aparentaba, pensó ella, asumiendo que tenía más de cuarenta años y un rostro particularmente inexpresivo que indicaba un control absoluto de sus emociones. Hablaba poco, prefería envolverse en un manto de silencio, pero cuando lo hacía su habla delataba su clase y su educación.

No se trataba de que fuera algo inaudito que un pijo se echara al camino, eso había ocurrido a lo largo de los siglos cada vez que una buena familia expulsaba de una patada a una oveja negra, pero ella había esperado que Fox tuviera algún hábito caro. Los adictos al crack eran las ovejas negras del siglo xxi, y daba lo mismo en qué clase social hubieran nacido. Pero ese tipo ni siquiera fumaba porros y eso era muy extraño.

Una mujer menos segura de sí misma se hubiera podido preguntar por qué Fox seguía escogiéndola como centro de su atención. Grande y gorda, con una espesa cabellera teñida con agua oxigenada, Bella no era la opción más adecuada para aquel hombre delgado, carismático, de ojos pálidos y caminitos afeitados en el cuero cabelludo. Él nunca respondía a ninguna pregunta. Quién era, de dónde venía y por qué nadie lo había visto en el circuito antes: aquello no le interesaba a nadie, sólo a él. Bella, que había sido testigo de sus reacciones, aceptaba que tenía todo el derecho a mantener oculto su pasado -¿acaso ellos no tenían secretos?- y le permitía frecuentar su autocar con la misma libertad que al resto de la gente.

Bella no había recorrido el país con tres hijas pequeñas y un marido adicto a la heroína, ahora muerto, sin aprender a mantener los ojos abiertos. Sabía que en la caravana de Fox había una mujer y dos niños pero él nunca lo reconocía. Parecían gente abandonada, tirada al camino y recogida en un momento de debilidad compasiva. Bella había visto a los dos niños esconderse tras las faldas de su madre cada vez que Fox se les acercaba. Eso le decía algo con respecto al hombre: no importa cuan atractivo pudiera ser para los extraños -y lo era en sumo grado-: Bella se hubiera jugado sus últimos peniques a que mostraba un carácter diferente tras las puertas de su casa.

Eso no la sorprendía. ¿Qué hombre no se sentiría hastiado de una zombi drogada y sus cachorros bastardos? Pero sí le preocupaba. Los niños eran pequeños clones tímidos de su madre, rubios y de ojos azules, que se sentaban en el fango bajo el autocar de Fox y la contemplaban vagabundear sin sentido, de vehículo en vehículo, con la mano extendida en busca de cualquier cosa que la hiciera dormir. Bella se preguntaba con cuánta frecuencia les daría aquellas pildoras a sus hijos para que se quedaran quietos. Con frecuencia, sospechaba. El letargo de los niños no era normal.

Por supuesto, sentía lástima de ellos. Se consideraba una «trabajadora social», porque ella y sus hijas atraían a personas abandonadas cada vez que acampaban. Su televisor de baterías tenía algo que ver con ello, así como el carácter generoso de Bella, que la convertía en una persona con la que uno podía sentirse cómodo. Pero cuando ella mandó a sus hijas para que se hicieran amigas de los dos chicos, éstos se deslizaron bajo el autocar de Fox y huyeron.

Ella hizo un intento de entablar conversación con la mujer, ofreciéndole compartir un cigarrillo, pero resultó infructuoso. Todas las preguntas fueron recibidas con silencio e incomprensión, excepto por un ansioso gesto de asentimiento cuando Bella dijo que lo más duro de estar en la carretera era la educación de los niños.

– A Wolfie le gustan las bibliotecas -dijo aquella criatura escuálida, como si Bella supiera de quién estaba hablando.

– ¿Cuál de los dos es Wolfie? -preguntó Bella.

– El que siempre anda tras el padre… el más inteligente de los dos -dijo, antes de marcharse en busca de más limosnas.

El tema de la educación surgió de nuevo el lunes por la mañana, cuando el terreno donde se hallaba el autocar lila y rosado de Bella apareció cubierto de cuerpos postrados.

– Mañana lo mando todo al diablo -dijo, soñadora, mirando el cielo estrellado y los reflejos de la luna en el agua-. Lo único que necesito es que alguien me dé una casa con un jardín que no esté en el medio de una puñetera urbanización en el centro de una puñetera ciudad llena de puñeteros delincuentes. Algo por aquí me serviría… Un sitio decente, donde mis niñas pudieran ir a la escuela para que ninguna carne de presidio les joda el cerebro… Eso es todo lo que pido.

– Son unas niñas muy guapas, Bella -dijo una voz soñolienta-. En cuanto vuelvas la espalda les joderán otra cosa además del cerebro.

– Como si no lo supiera. Le cortaré la polla al primero que lo intente.

De la esquina del autocar donde Fox estaba de pie en la sombra le llegó una risa queda.

– Entonces será demasiado tarde -murmuró-. Tienes que actuar ahora. Prevenir es mejor que curar.

– ¿Hacer qué?

El hombre se apartó de las sombras y se inclinó sobre Bella, con las piernas abiertas en tijera y su figura tapando la luna.

– Reclama un terreno libre mediante posesión hostil y construye tu propia casa.

Ella lo miró de reojo.

– ¿De qué rayos estás hablando?

Una sonrisa mostró el brillo de los dientes del hombre.

– De ganar la lotería -respondió.