"Las fuerzas del mal" - читать интересную книгу автора (Walters Minette)Tres Aunque era poco habitual veintiocho años atrás, Nancy Smith había nacido en el dormitorio de su madre, pero no porque ella tuviera puntos de vista avanzados sobre el derecho de una mujer a parir en casa. Elizabeth Lockyer-Fox, una adolescente alocada y perturbada, se había sometido a un ayuno riguroso durante los primeros seis meses de su embarazo, y cuando con tales artes no logró matar al íncubo que llevaba dentro, huyó del internado y pidió a su madre que la salvara de aquello. ¿Quién estaría dispuesto a casarse con una madre soltera? En aquel momento el asunto pareció importante, Elizabeth tenía apenas diecisiete años y la familia cerró filas para proteger su reputación. Los Lockyer-Fox eran una antigua familia de militares que había prestado servicios distinguidos desde la guerra de Crimea hasta el armisticio de Corea en el paralelo 38. El aborto quedaba fuera de toda consideración porque Elizabeth había esperado demasiado y se decidió que la adopción era la única opción si querían evitarle los estigmas de ser madre soltera y tener un hijo bastardo. Quizá de manera ingenua, y sobre todo porque en 1973 el movimiento feminista estaba en pleno apogeo, la única solución que encontraron los Lockyer-Fox, para el inaceptable comportamiento de su hija fue un «buen» matrimonio. La historia que acordaron fue que Elizabeth sufría de fiebre glandular, y hubo una muda simpatía entre los amigos y conocidos de sus padres -ninguno de los cuales sentía mucho afecto por los hijos de los Lockyer-Fox- cuando quedó claro que la fiebre era extenuante y lo bastante contagiosa como para tenerla en cuarentena durante tres meses. Para los demás, los granjeros arrendatarios y los trabajadores de la finca de los Lockyer-Fox, Elizabeth seguía siendo la misma persona montaraz que se zafaba de las riendas de su madre por la noche para beber y follar hasta perder el sentido, sin preocuparse por el daño que podría causar al feto. Si no iba a ser suyo, ¿por qué preocuparse? Todo lo que quería era librarse de él, y mientras más violento fuera el sexo, más probabilidades habría de que aquello ocurriera. El médico y la comadrona mantuvieron la boca cerrada, y en la fecha fijada vino al mundo un bebé asombrosamente saludable. Al final de aquella experiencia, con una fragilidad y una palidez que la hacían interesante, Elizabeth fue enviada a una escuela para señoritas en Londres donde conoció al hijo de un barón que encontraba muy tiernas aquella fragilidad y su propensión al llanto. Se casó con él. Y en lo que respecta a Nancy, su estancia en la mansión Shenstead fue bastante breve. Pocas horas después de su nacimiento la entregaron a través una agencia de adopción a una pareja sin hijos que vivía en una granja de Herefordshire, quienes no conocían los orígenes de la recién nacida ni le daban importancia. Los Smith eran personas bondadosas que adoraban a la niña que les entregaron y nunca ocultaron que fuera adoptada, atribuyendo siempre sus mejores cualidades -sobre todo la inteligencia que la llevó luego a Oxford- a sus padres biológicos. Nancy, por contraste, lo atribuía todo a su condición de hija única, a la generosa crianza que le dieron sus padres, a su insistencia de que tuviera una buena educación y al incansable apoyo que prestaban a sus ambiciones. Casi nunca pensaba en su herencia biológica. Segura del amor de dos buenas personas, Nancy no le veía sentido a fantasear sobre la mujer que la había abandonado. Quienquiera que fuera, su historia había sido contada mil veces con anterioridad y sería contada mil veces más. Mujer sola. Embarazo accidental. Niño no deseado. La madre no tenía un sitio en la historia de su hija… … O no lo hubiera tenido a no ser por un persistente abogado que rastreó a Nancy a través de los registros de la agencia hasta encontrarla en la casa de los Smith, en Hereford. Después de varias cartas sin respuesta, llamó a la puerta de la casa principal y, gracias a un golpe de suerte, encontró a Nancy en casa, de permiso. Fue su madre quien la persuadió de que hablara con él. Encontró a Nancy en las caballerizas, donde cepillaba los flancos de Red Dragon para quitarle el fango tras una larga cabalgata. La reacción del caballo ante la presencia de un abogado en el lugar -un resoplido desdeñoso- fue tan parecida a la de Nancy que la chica depositó un beso de aprobación en el morro del caballo. «Aquí tienes a alguien con sentido común», le dijo a su madre. Sus cartas eran verdaderas obras maestras de destreza legal. Una lectura superficial parecía sugerir la existencia de un legado: «Nancy Smith, nacida el 23 de mayo de 1973… algo conveniente para usted…». Pero entre líneas se leía otro mensaje: «Por instrucciones de la familia Lockyer-Fox… asuntos relativos… confirme, por favor, fecha de nacimiento…», lo que sugería una cautelosa aproximación por parte de su madre biológica, algo ajeno a las reglas que regulaban la adopción. Nancy no había querido nada de aquello -«Yo soy una Smith»-, pero su madre adoptiva le había rogado encarecidamente que se mostrara amable. Mary Smith no podía soportar la idea de rechazar a alguien, sobre todo a una mujer que nunca había conocido a su hija. «Ella te dio la vida», dijo, como si ésa fuera una razón suficiente para entablar relación con una desconocida. Nancy, que era bastante realista, quiso prevenir a Mary sobre lo que significaba abrir la caja de Pandora pero, como siempre, no podía obligarse a ir en contra de los deseos de su madre, una mujer de buen corazón. El mayor talento de Mary era poner de manifiesto lo mejor de las personas, porque su rechazo a ver los defectos significaba que no existían -al menos, ante sus ojos-, aunque eso la dejara expuesta al desengaño. Nancy temía que ésta fuera otra de esas ocasiones. Pensando cínicamente, sólo podía imaginar dos caminos para la «reconciliación», y ésa era la razón por la que había rechazado las cartas del abogado. Podría llevarse bien con su madre biológica o no, y lo único que ofrecían ambas alternativas era sentimientos de culpa. Consideraba que, en la vida de una persona, sólo había espacio para una madre y añadir la carga emocional de una segunda era una complicación innecesaria. Mary, que insistía en ponerse en el lugar de la otra mujer, no podía ver el dilema. «Nadie te pide que elijas -argumentaba-, como nadie te pide que optes por mí o por tu padre. Todos queremos a muchas personas a lo largo de la vida. ¿Por qué tiene que ser diferente ahora?» Era una pregunta que sólo podía responderse a posteriori, pensó Nancy, y en ese momento sería demasiado tarde. Una vez establecido, el contacto no podría deshacerse. Una parte de ella se preguntaba si la insistencia de Mary no obedecería a su orgullo. ¿Quería impresionar a aquella desconocida? Y si ése era su deseo, ¿había algo malo en ello? Nancy no era inmune al sentimiento de satisfacción que eso le daría. «Míreme. Soy la niña que usted no quiso. Esto es lo que he hecho de mí misma sin su ayuda.» Si su padre hubiera estado allí para apoyarla, ella se hubiera resistido con firmeza. Él entendía mejor que su esposa cuál era la dinámica de los celos porque había crecido entre una madre luchadora y una madrastra, pero era agosto y él se encontraba recogiendo la cosecha; en su ausencia, ella se rindió. Se dijo que no era un asunto importante. Nada en la vida era tan malo como lo describía la imaginación. Mark Ankerton, a quien habían dejado encerrado en un salón que daba al pasillo central, comenzaba a sentirse incómodo. El apellido Smith, sumado a la dirección -Lower Croft, granja Coomb-, lo había llevado a considerar que se trataba de una familia de trabajadores agrícolas que vivía en una casa perteneciente a la finca. Ahora, en esa habitación llena de libros y muebles antiguos de piel, no estaba seguro de que el peso que había asignado en sus cartas a la relación con los Lockyer-Fox tuviera importancia para la hija adoptada. Un mapa del siglo xix en la pared, sobre la chimenea, mostraba Lower Croft y Coomb Croft como dos entidades separadas, mientras que un mapa más reciente, a un lado del anterior, los incluía en un límite común, que ahora llevaba el nombre de granja Coomb. Como la casa rural de Coomb Croft tenía enfrente una carretera principal, era obvio que la familia hubiera elegido como residencia Lower Croft, que estaba más apartado, y Mark se maldijo por su tendecia a sacar conclusiones precipitadas. El mundo siempre se movía hacia delante. Debería haberse dado cuenta de que carecía de elementos para considerar trabajadores agrícolas a una pareja cuyos nombres eran Mary y John Smith. Los ojos se le iban constantemente hacia la repisa, cuyo centro estaba ocupado por la foto de una joven con toga y birrete que reía y en cuya parte inferior una inscripción rezaba: «st. hilda, oxford, 1995». Pensó que se trataría de la hija. La edad era la correcta, a pesar de que no se pareciera en nada a su tonta madre con aspecto de muñeca. Todo aquello era una pesadilla. Se había imaginado a la chica como una presa fácil, una versión de Elizabeth más grosera y menos educada. En lugar de ello, se enfrentaba a una graduada de Oxford, de una familia tan próspera al menos como la que él representaba. Cuando la puerta se abrió se levantó del sillón y dio un paso adelante para estrechar la mano tendida de Nancy en un sólido apretón. – Gracias por recibirme, señorita Smith. Me llamo Mark Ankerton y represento a la familia Lockyer-Fox. Soy consciente de que ésta es una intromisión imperdonable, pero mi cliente me ha presionado para que la encuentre. Tenía treinta y pocos años, era alto y moreno, y se parecía mucho a lo que Nancy había imaginado a partir del tono de sus cartas: arrogante, agresivo y con una fina capa de encanto profesional. Se trataba del tipo de persona a cuyo trato ella estaba acostumbrada y con el que trataba diariamente en su trabajo. Si no podía persuadirla de modo placentero, apelaría al acoso. Seguramente era un abogado de éxito. Si su traje había costado menos de mil libras era porque había encontrado un chollo, pero a ella le divirtió descubrir lodo en sus zapatos y los bajos de los pantalones, señal inequívoca de que había atravesado el lodazal del patio de la granja. También ella era alta, y tenía un aspecto más atlético de lo que sugería la foto, con cabello negro espeso y ojos pardos. En persona, vestida con una sudadera ancha y vaqueros, era tan diferente de su madre, rubia y de ojos azules, que Mark se preguntó si no habría un error en los registros de la agencia, hasta que ella sonrió levemente y, con un gesto, lo invitó a sentarse de nuevo. La sonrisa, una cortesía momentánea que no se reflejó en sus ojos, era una reproducción tan exacta de la de James Lockyer-Fox que causaba asombro. – ¡Dios mío! -exclamó. Ella lo miró y frunció el entrecejo antes de ocupar el otro asiento. – Llámeme capitana Smith -lo corrigió con suavidad-. Soy oficial de los Ingenieros Reales. – ¡Dios mío! -volvió a decir Mark sin poder evitarlo. Ella no le prestó atención. – Ha tenido suerte de encontrarme en casa. Estoy aquí porque disfruto de un permiso de dos semanas, de Kosovo, pues de lo contrario estaría en mi base. -Ella vio cómo la boca de él comenzaba a abrirse-. Por favor, no vuelva a decir «Dios mío», hace que me sienta como un mono de feria. «Dios, es igual que James.» – Lo siento. Nancy asintió con la cabeza. – ¿Qué es lo que quiere de mí, señor Ankerton? La pregunta era demasiado directa y él vaciló. – ¿Ha recibido mis cartas? – Sí. – Entonces sabe que represento a la familia Lock… – Eso es lo único que dice -lo interrumpió con impaciencia-. ¿Son famosos? ¿Se supone que debo saber quiénes son? – Son de Dorset. – ¿De veras? -Se mostró divertida-. Entonces, está hablando con la Nancy Smith que no es, señor Ankerton. No conozco Dorset. Aunque me devane los sesos, no recuerdo haber conocido a nadie que viva en Dorset. Y estoy segura de que no conozco a ninguna familia Lockyer-Fox… de Dorset o del lugar que sea. Él se reclinó en el asiento y levantó los dedos hasta colocarlos delante de su boca. – Elizabeth Lockyer-Fox es su madre biológica. Si esperaba sorprenderla, sufrió una decepción, Nancy mostró tan poca emoción que hubiera dado lo mismo que le dijera que su madre pertenecía a la realeza. – Entonces, lo que está haciendo es ilegal -dijo con serenidad-. Las reglas relativas a la adopción de niños son muy precisas. Un padre biológico puede manifestar públicamente su deseo de establecer contacto, pero el hijo no está obligado a responder. El hecho de que no respondiera a sus cartas era la indicación más clara que pude darle de que no tenía el menor interés por conocer a su cliente. Hablaba con la suave cadencia de sus padres de Herefordshire, pero su tono era tan vigoroso como el de Mark y eso lo ponía en desventaja. Había confiado en cambiar el enfoque y apelar a su lástima, pero la inexpresividad de la chica sugería que no sentía ninguna. Era difícil que pudiera contarle la verdad. Se sentiría todavía más molesta al oír que él se había esforzado al máximo para evitar aquella búsqueda a ciegas. Nadie sabía dónde estaba el bebé o cómo había sido educado, y Mark había aconsejado abstenerse de inmiscuir a la familia en un problema mayor si se trataba de una buscavidas de poca importancia. «¿Y acaso podríamos estar peor?», había sido la seca respuesta de James. Nancy hizo que la incomodidad del abogado aumentara al mirar el reloj de forma intencionada. – No tengo todo el día, señor Ankerton. El viernes me reincorporo a mi unidad y me encantaría aprovechar el tiempo que me queda. Como nunca he manifestado el menor interés en conocer a mis padres biológicos, ¿podría explicarme por qué está usted aquí? – No estaba seguro de que hubiera recibido mis cartas. – En ese caso debió comprobarlo en la oficina de correos. Todas fueron enviadas por correo certificado. Incluso dos de ellas me siguieron hasta Kosovo, cortesía de mi madre que firmó por mí. – Esperaba que hubiera firmado los avisos de entrega en las tarjetas prepagadas que adjunté. Pero como nunca lo hizo, supuse que no la habían encontrado. Ella negó, sacudiendo la cabeza. «¡Cabrón mentiroso!» – Si ésa es toda la sinceridad de la que puede hacer gala, entonces podríamos poner punto final a esta conversación ahora mismo. Nadie tiene la obligación de responder una correspondencia no solicitada. El hecho de que usted hiciera los envíos por correo certificado -ella lo miró fijamente-, y yo no respondiera era prueba suficiente de que no tenía ninguna intención de mantener correspondencia con usted. – Lo siento -volvió a decir él-, pero los únicos detalles que tenía eran el nombre y la dirección registrados en el momento de su adopción. Por lo que yo sabía era posible que usted y su familia se hubieran mudado… o que quizá la adopción no hubiera funcionado… o que usted se hubiera cambiado el nombre. En cualquiera de esas circunstancias, era del todo imposible que mis cartas hubiesen llegado a sus manos. Por supuesto, hubiera podido enviar a un detective privado para que preguntara a sus vecinos, pero creí que eso sería una intromisión peor que presentarme en persona. Era demasiado locuaz al excusarse y a Nancy le recordaba a un enamorado que la dejó plantada dos veces y del que después se deshizo. «No fue culpa mía… tenía un trabajo importante… las cosas salieron así…» Pero a Nancy no le gustaba tanto como para creerle. – ¿Qué intromisión puede ser peor que una mujer desconocida quiera establecer un parentesco conmigo? – No se trata de que quiera establecer un parentesco. – Entonces, ¿por qué me ha mencionado su apellido? La presunción que estaba implícita era la de que una Smith común y corriente daría saltos de alegría por reconocer su vínculo con una Lockyer-Fox. «¡Dios mío!» – Si ésa es la impresión que ha recibido, entonces ha leído en mis palabras más de lo que había en ellas. -Se echó hacia delante con ardor-. Lejos de pretender establecer un parentesco, mi cliente se encuentra en la situación de quien hace una súplica. Si acepta sostener un encuentro, estaría haciendo un acto de bondad. «¡Rufián odioso!» – Se trata de un asunto legal, señor Ankerton. Mi situación como hija adoptada está protegida por la ley. No debió proporcionarme una información que nunca solicité. ¿Se le ha ocurrido que pudiera desconocer que era adoptada? Mark se refugió en una formulación jurídica. – En ninguna de mis cartas hice mención alguna sobre la adopción. Cualquier diversión que Nancy hubiera podido encontrar pinchando las defensas que el abogado había preparado se estaba convirtiendo a toda velocidad en ira. Si aquel individuo representaba de alguna manera los puntos de vista de su madre biológica, entonces ella no tenía la menor intención de «hacer un acto de bondad». – ¡Oh, por favor! ¿Qué se supone que debía inferir? -Era una pregunta retórica, y ella miró hacia la ventana para calmar su irritación-. Usted no tenía derecho a hacerme saber el apellido de mi familia biológica ni a decirme dónde viven. Es una información que nunca he deseado ni he solicitado. ¿Debo ahora evitar ir a Dorset, no sea que me tropiece con un Lockyer-Fox? ¿Debo preocuparme cada vez que me presentan a una persona, sobre todo si es mujer y se llama Elizabeth? – Me he limitado a seguir instrucciones -repuso Ankerton, algo incómodo. – Por supuesto. -La chica se volvió de espaldas a él-. Es su salvoconducto para no ir a la cárcel. La verdad es tan ajena para los abogados como para los periodistas y los agentes inmobiliarios. Debería probar a hacer mi trabajo. Cuando se tiene el poder de decidir quién vive y quién muere, únicamente se piensa en la verdad. – ¿Y no sigue instrucciones, como yo? – Rara vez. -Hizo un gesto de rechazo-. Mis órdenes protegen la libertad… Las suyas apenas reflejan los intentos de un individuo de aprovecharse de otro. Mark se atrevió a formular una leve protesta. – Y en su filosofía, ¿los individuos no cuentan? Si los números avalan la legitimidad, entonces un puñado de sufragistas nunca hubiera podido conquistar el derecho al voto de las mujeres… y usted no estaría ahora en el ejército, capitana Smith. El rostro de ella reflejó una expresión divertida. – Dudo que en las actuales circunstancias hablar de los derechos de las mujeres sea la mejor analogía posible. ¿Quién tiene preferencia en este caso? ¿La mujer a la que representa o la hija que ella abandonó? – Usted, por supuesto. – Gracias. -Nancy se echó hacia delante en su silla-. Puede decirle a su cliente que soy feliz y estoy bien de salud, que no lamento mi adopción y que los Smith son los únicos padres que reconozco y deseo tener. Si mis palabras le parecen poco caritativas lo siento, pero al menos son sinceras. Mark se desplazó hasta el borde de su asiento, obligándola a seguir sentada. – No es Elizabeth la que me ha dado instrucciones, capitana Smith. Es su abuelo, el coronel James Lockyer-Fox. Él supuso que usted sería más proclive a responder si creía que su madre la buscaba -hizo una pausa-, aunque, por lo que acaba de decir, considero que esa suposición era errónea. Pasaron uno o dos segundos antes de que ella respondiera. Como en el caso de James, Mark observó que la expresión de la joven era de difícil lectura y su desprecio sólo logró manifestarse a través de las palabras. – ¡Dios mío! Usted es un ejemplar único, señor Ankerton. Suponiendo que yo hubiera respondido… suponiendo que estuviera desesperada por hallar a mi madre biológica… ¿Cuándo pensaba decirme que lo mejor que podía esperar era un encuentro con un anciano coronel? – En realidad lo que se pretendía era que usted conociera a su madre. La voz de Nancy rebosaba sarcasmo. – ¿Se tomó la molestia de informar de esto a Elizabeth? Mark sabía que estaba manejando mal la situación, pero no veía cómo arreglarla sin meterse en un callejón sin salida. Volvió a desviar la atención hacia el abuelo. – James tiene ochenta años, pero se encuentra en plena forma -explicó-, y creo sinceramente que usted y él harían buenas migas. Mira a la gente a los ojos cuando les habla y no soporta a los tontos… igual que usted. Le pido perdón por haber enfocado esto… -buscó la palabra adecuada- con tan poco tacto, pero James dudaba de que un abuelo pudiera resultar más atractivo que una madre. – Tiene razón. Aquello podía haber sido dicho por el coronel. Una réplica desdeñosa, que dejaba temblando a su interlocutor. Mark comenzó a desear que la buscadora de oro de su imaginación se hiciera realidad. Hubiera podido enfrentarse a una compensación económica. El desprecio absoluto por la relación con los Lockyer-Fox lo desconcertaba. En cualquier momento, ella le preguntaría por qué su abuelo la buscaba y él no podría responder libremente a esa pregunta. – Su familia es muy antigua, capitana. En Dorset han vivido cinco generaciones de Lockyer-Fox. – Los Smith han estado en Herefordshire desde hace dos siglos -replicó ella-. Hemos cultivado estas tierras ininterrumpidamente desde 1799. Cuando mi padre se retire me tocará a mí. Por lo tanto, tiene usted razón, señor Ankerton, provengo de una familia muy antigua. – La mayor parte de las tierras de los Lockyer-Fox ha sido arrendada a granjeros. Son muy extensas. Ella le clavó una mirada furiosa. – Mi bisabuelo era el dueño de Lower Croft, y su hermano poseía Coomb. Mi abuelo heredó las dos granjas y las unió en una sola. Mi padre ha cultivado el valle durante los últimos treinta años. Si me caso y tengo hijos, ellos heredarán ochocientas hectáreas. Y como tengo la intención de hacer ambas cosas y de añadir el apellido Smith al de mis hijos, entonces hay muchas posibilidades de que estos campos sean cultivados por los Smith durante dos siglos más. ¿Puedo decir que eso le aclara mi posición? Él suspiró, resignado. – ¿No siente usted curiosidad? – Ninguna, en absoluto. – ¿Puedo preguntarle por qué? – ¿Qué necesidad hay de reparar algo que no se ha roto? -Ella aguardó a que él respondiera; como no lo hizo, prosiguió-: Puedo estar equivocada, señor Ankerton, pero creo que lo que necesita arreglo es la vida de su cliente… Y, por mucho que me esfuerce, no puedo encontrar una razón para que esa carga vaya a parar a mis hombros. Él se preguntó qué habría dicho para que hubiese llegado a una conclusión tan exacta. Quizá su insistencia había sugerido desesperación. – Sólo quiere conocerla. Antes de morir, su esposa le pidió con insistencia que tratara de averiguar qué había sido de usted. Creo que considera su deber cumplir los deseos de la difunta. ¿Puede usted respetar eso? – ¿Participaron ellos en mi adopción? -El abogado asintió-. Entonces, asegúrele a su cliente que el proceso fue un éxito y que no tiene nada de lo que sentirse culpable. Ankerton sacudió la cabeza, confuso. Tenía en la punta de la lengua frases como «ira no resuelta» y «miedo al rechazo», pero tuvo el tino de no pronunciarlas. Incluso en el caso de que fuera verdad que la adopción había dejado en ella un resentimiento prolongado, cosa que dudaba, cualquier charlatanería psicológica la enervaría aún más. – ¿Y si le repitiera que estaría haciendo un acto de bondad si aceptara reunirse con el coronel? ¿Eso la persuadiría? – No. -Nancy lo observó un instante y después, excusándose, levantó una mano-. Mire, lo siento, es obvio que lo he decepcionado. Comprenderá mi rechazo si me acompaña y le presento a Tom Figgis. Es un anciano excelente y ha trabajado muchos años para mi padre. – ¿Y en qué me ayudará eso? Nancy se encogió de hombros. – Tom se sabe la historia del valle de Coomb mejor que nadie. Es un legado sorprendente. Quizás usted y su cliente quieran conocerla. Ankerton se dio cuenta de que cada vez que ella pronunciaba la palabra «cliente», lo hacía con cierto énfasis, como si quisiera distanciarse de los Lockyer-Fox. – No es necesario, capitana Smith. Ya me ha convencido de que se siente vinculada a ese lugar. Ella prosiguió, como si no lo hubiera oído. – Hace dos mil años hubo aquí un asentamiento romano. Tom es un experto en la materia. Divaga un poco, pero siempre está deseoso de transmitir sus conocimientos. Él declinó la oferta con delicadeza. – Gracias, pero el camino de vuelta a Londres es largo y tengo un montón de papeleo esperándome en la oficina. Ella lo miró con simpatía. – Es usted un hombre ocupado… no tiene tiempo para quedarse y echar un vistazo. Tom se sentirá decepcionado. Le encanta disertar sobre ese tema, en particular con la gente de Londres que desconoce las antiguas tradiciones de Herefordshire. Aquí nos tomamos muy en serio ese tipo de cosas. Es el vínculo con nuestro pasado. Ankerton suspiró. «¿Acaso cree que aún no he recibido el mensaje?» – Bueno, con la mejor voluntad del mundo, capitana Smith, conversar con un desconocido sobre un sitio del que nada sé no es una prioridad para mí en este momento. – No -aceptó ella con frialdad, poniéndose de pie-, ni para mí tampoco. Los dos tenemos cosas mejores en qué emplear el tiempo que oír a ancianos desconocidos hablar de gente y lugares que no tienen importancia para nosotros. Si explica a su cliente mi negativa en estos términos estoy segura de que comprenderá que su sugerencia es una pesada imposición que no tengo por qué aceptar. Se había involucrado en todo aquello sin querer, pensó Mark con tristeza mientras se ponía de pie. – Satisfaga mi curiosidad -le pidió-. ¿Hubiera sido diferente si desde el principio le hubiera dicho que quien la buscaba era su abuelo? Nancy sacudió la cabeza. – No. – Es un alivio. Quiere decir que no lo he echado todo a perder. Ella se relajó lo suficiente para ofrecerle una cálida sonrisa. – No me considero una excepción. Hay muchos hijos adoptados que están satisfechos con su destino, y hay muchos otros que necesitan buscar las piezas perdidas del rompecabezas. Quizá guarde relación con las expectativas de cada cual. Si uno está satisfecho con lo que tiene, ¿por qué va a juguetear con los problemas? Esa idea no le servía a Mark, pero él no compartía la seguridad de Nancy en sí misma. – Probablemente no debiera decirle esto -le confesó, mientras alargaba la mano en busca de su portafolios-, pero tiene usted una deuda con los Smith. Si hubiera crecido siendo una Lockyer-Fox sería una persona muy diferente. Ella se mostró satisfecha. – ¿Debo tomarlo como un cumplido? – Sí. – Le dará una gran alegría a mi madre. -Lo acompañó hasta la puerta de entrada y le tendió la mano-. Adiós, señor Ankerton. Si es usted una persona con sentido común, y supongo que así es, dígale al coronel que le ha salido barato. Eso debería frenar su interés. – Puedo intentarlo -dijo el abogado, dándole la mano-, pero me temo que no me va a creer… sobre todo, si se la describo detalladamente. Ella liberó su mano y dio un paso hacia atrás para entrar en la casa. – Me refería a las acciones legales, señor Ankerton. Presentaré una demanda si usted o él vuelven a acercarse a mí de nuevo. Por favor, ¿podría dejárselo bien claro? – Sí. Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, cerró la puerta y Mark se dispuso a caminar a través del lodo, menos preocupado por el fracaso que por la oportunidad perdida. BBC Noticias Online. 18 de diciembre de 2001, 7.20, hora de Greenwich Cazadores de zorros y saboteadores reanudan hostilidades El Boxing Day [5] será testigo de la reanudación de la caza del zorro tras el levantamiento de las limitaciones debidas a la fiebre aftosa que tuvo lugar ayer. El deporte fue suspendido voluntariamente en febrero después de que las partidas de caza de todo el país acordaron apoyar la prohibición de desplazamiento de animales durante la epidemia. Han sido los diez meses más pacíficos desde que comenzara la cruzada contra la caza del zorro hace treinta años, pero la cacería del Boxing Day volverá a reavivar el antagonismo entre los grupos a favor y en contra de la caza, que se ha mantenido en suspenso durante la mayor parte de 2001. «Esperamos que vengan muchos cazadores -dijo un portavoz de la Campaña de la Alianza Rural para la Caza -. Cientos de personas reconocen que la caza es parte esencial de la vida rural. El número de zorros se ha duplicado en los diez meses de moratoria, y los criadores de ovejas están preocupados por los corderos que pierden.» Los saboteadores de las cacerías han jurado presentarse con todas sus fuerzas. «La gente tiene sentimientos muy definidos con respecto a este tema -dijo un activista del oeste de Londres-. Los saboteadores estamos unidos en el deseo de proteger a los zorros de personas que quieren matarlos por diversión. En el siglo xxi no hay sitio para este deporte sangriento y salvaje. Decir que la cantidad de zorros se ha duplicado es una falacia. El verano siempre ha sido una temporada en que la caza ha estado prohibida; por lo tanto, ¿cómo es posible que la ampliación de la veda a tres meses más haya dado lugar a una "plaga"? Esas declaraciones son mera propaganda.» Según una reciente encuesta de Mori, el 83 % de las personas preguntadas considera que la caza con perros es cruel, innecesaria, inaceptable u obsoleta. Pero incluso si el primer ministro hace honor a sus recientes declaraciones de que prohibirá la caza del zorro antes de las próximas elecciones, el debate continuará. Los que están a favor de la caza argumentan que el zorro es una alimaña y tiene que ser controlado, con o sin prohibición de la caza. «Ningún gobierno puede legislar contra los instintos depredadores del zorro. En cuanto entra en un corral mata a todos los pollos que encuentra, no porque tenga hambre sino porque disfruta haciéndolo. Anualmente se eliminan 250.000 zorros para que su número se mantenga en un nivel aceptable. Sin la caza, la población de zorros crecerá hasta quedar fuera de control y la actitud de la gente cambiará.» Los que están en contra discrepan. «Como cualquier otro animal, el zorro se adapta al medio circundante. Si un granjero no es capaz de proteger sus animales, entonces puede esperar que sean atacados. Así es la naturaleza. Los gatos matan por diversión, pero nadie sugiere que lancemos una jauría de sabuesos contra el minino de la familia. ¿Qué sentido tiene culpar al zorro cuando el debate debe centrarse en la economía pecuaria?» Los que están a favor: «Los sabuesos matan con rapidez y limpieza, mientras que las trampas, los cepos y los disparos no son métodos seguros de control, con frecuencia sólo causan heridas graves sin garantizar que el animal capturado sea un zorro. Los animales heridos tienen una muerte lenta y dolorosa. Cuando la gente sea consciente de ello, su opinión variará». Los que están en contra: «Si el zorro es tan peligroso como pretenden los cazadores, ¿por qué utilizan tierra artificial para alentar su multiplicación? Un guardabosque admitió recientemente que lleva treinta años criando zorros y faisanes para la caza. Si uno es guardabosque en regiones de cacería, es obligatorio facilitar animales que sirvan de presa, o pierde el trabajo». Las acusaciones y recriminaciones son encarnizadas. La pretensión de la Alianza Rural de que se trata de un problema entre el campo y la ciudad es absurda, así como el alegato de la Liga contra Deportes Crueles de que no se perderá ni un puesto de trabajo si los cazadores de zorros «se pasan masivamente al drag hunting» [6]. El disgusto ante la muerte por diversión de un animal autóctono se percibe en las zonas rurales con la misma fuerza que en las ciudades, y el Woodland Trust [7], por ejemplo, se niega a permitir que los cazadores atraviesen sus tierras. Por contraste, el drag hunting sólo preservaría los puestos de trabajo si se logra convencer a los cazadores, muchos de los cuales son granjeros, de que apuntarse a una actividad en grupo que no ofrece ningún beneficio o utilidad a la comunidad vale su tiempo y su dinero. A cada bando le encantaría describir al otro como destructor de un modo de vida o de un animal vulnerable, pero el veredicto sobre si la caza debe ser prohibida o no se fundamenta en la forma en que el público percibe al zorro. No es una buena noticia para quienes están a favor de la caza. Otra encuesta reciente planteaba esta opción: clasifique los siguientes elementos según el daño que causan a las zonas rurales: 1) zorros; 2) turistas; 3) nómadas New Age. El 98 % de los encuestados puso a los nómadas en primer lugar. El 2 % (presumiblemente cazadores que sospechaban una trampa) puso a los zorros; el 100 % consideró que los turistas eran los que causaban menor daño, debido al dinero que aportan a las economías rurales. El Hermano Zorro, con su pelambre roja y sus patas blancas, nos resulta simpático. Un hombre que cobra el subsidio de desempleo y viaja en un vehículo sin matrícula no lo es. El gobierno debe tomar nota. Mas ¿desde cuándo el poder tuvo la razón? Anne Cattrell |
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