"Adiós A Berlín" - читать интересную книгу автора (Isherwood Christopher)

Diario berlinés

(Otoño, 1930)


En lo hondo la calle, pesada y pomposa, bajo mi ventana. Tiendas en semisótanos donde las luces están todo el día encendidas, a la sombra de fachadas cargadas de balcones, frontis de estuco sucios, realzados con volutas y emblemas heráldicos. El barrio entero es así; calles y más calles flanqueadas de casas destartaladas y monumentales como cajas fuertes, atestadas con las deslustradas joyas y el mobiliario de segunda mano de una clase media en bancarrota.

Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en quimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel.

A las ocho en punto de la noche cerrarán tiendas y portales. Los niños cenan. En el pequeño hotel de la esquina, donde alquilan cuartos por horas, se enciende una luz sobre el timbre de la puerta. Y en seguida empiezan los silbidos de los golfos, que llaman a sus chicas. Plantados en el frío de la calle, silban a las ventanas encendidas de los cuartos tibios, en donde las camas ya están preparadas para la noche. Quieren entrar. Sus llamadas resuenan en la hundida oquedad de la calle, voluptuosas, íntimas y tristes. Por eso no me gusta quedarme aquí a esas horas: los silbidos me recuerdan que estoy en una ciudad extraña, lejos de casa, solo. A menudo me he propuesto no escucharlos, he cogido un libro y he intentado leer. Pero es seguro que muy pronto se oirá una llamada tan penetrante, tan reiterada, tan desesperanzadoramente humana, que no tendré más remedio que levantarme y atisbar, a través de la persiana, para convencerme de que no es -y estoy convencido de que no puede ser- para mí.


El olor peculiar de este cuarto, cuando está encendida la estufa y cerrada la ventana; no del todo desagradable: una mezcla de incienso y bollos rancios. La voluminosa estufa de azulejos polícromos, como un altar. El palanganero, como un sagrario gótico. El armario, gótico también, catedralicio, con ventanas en ojiva: Bismarck y el rey de Prusia se miran frente a frente en los vitrales. La mejor silla podría servir de trono episcopal. En el rincón, tres falsas alabardas medievales (¿olvidadas por alguna compañía de teatro?) forman enlazadas un perchero. Fräulein Schroeder desenrosca de vez en cuando las puntas y les saca brillo. Son pesadas y lo bastante agudas como para matar.

Todo es así en este cuarto: innecesariamente sólido, anormalmente pesado, peligrosamente puntiagudo. Aquí, sobre la mesa de escribir, me amenaza un ejército de objetos metálicos: un par de candelabros en forma de serpientes entrelazadas, un cenicero del cual emerge una cabeza de cocodrilo, una plegadera que imita una daga florentina, un delfín de bronce cuya cola sirve de pedestal a un reloj estropeado. ¿Dónde van a parar finalmente estas cosas? No puedo imaginarme que alguna vez puedan dejar de existir. Probablemente permanecerán intactas durante miles de años y la gente las contemplará en los museos. O quizá, simplemente, las fundirán un día para servir de munición en una guerra. Cada mañana, Fräulein Schroeder las dispone con todo cuidado según un orden invariable. Y aquí están: incorruptibles símbolos de sus ideas acerca del Capital y de la Sociedad, la Religión y el Sexo.

Todo el día se afana en el piso, desvencijado y grande. Informe pero vivaz, merodea por los cuartos en zapatillas de fieltro y bata de flores -meticulosamente sujeta con imperdibles, sin dejar ver un centímetro de chambra ni de enaguas-, sacude el plumero, fisga, espía y mete la nariz -corta y puntiaguda- en los armarios y las maletas de sus huéspedes. Sus ojos oscuros, inquisitivos, brillan. Su bonito pelo castaño y ondulado la enorgullece. Debe tener unos cincuenta y cinco años.

Hace ya tiempo, antes de la guerra y la inflación, tuvo algún dinero, iba a veranear al Báltico y podía pagarse una criada que hiciera las faenas de la casa. Durante treinta años ha admitido huéspedes en el piso. Empezó a hacerlo porque le gustaba tener compañía.

– «Lina», me decían mis amigas, «¿cómo puedes soportar desconocidos viviendo en tu casa, estropeándote los muebles, cuando tienes dinero para ser independiente…?» Y yo siempre contestaba igual: «Mis huéspedes no son huéspedes.» «Son mis invitados.»

»Ya ve usted, Herr Issyvoo, en aquellos tiempos yo podía permitirme el lujo de ser muy particular. Podía escoger mis huéspedes. Y sólo admitía gente de educación, bien relacionados, verdaderos caballeros (como usted, Herr Issyvoo). Aquí he tenido un Freiherr, y un Rittmeister y un Professor. Y me hacían obsequios: una botella de coñac, o una caja de bombones, o flores. Y cuando se marchaban, para sus vacaciones, siempre me enviaban alguna postal: de Londres, y de París, y de Baden-Baden. Unas postales muy lindas…

Ahora Fräulein Schroeder ni siquiera tiene habitación propia. Duerme en el cuarto de estar, detrás de un biombo, en un sofá con los muelles rotos. Como en muchos viejos pisos berlineses, nuestro cuarto de estar comunica la parte delantera de la casa con la parte posterior. Para ir al baño, los huéspedes que viven del lado de la calle tienen que pasar por allí, así que Fräulein Schroeder se despierta muy a menudo por la noche.

– Pero vuelvo a dormirme en seguida, No me importa. Estoy demasiado cansada.

Tiene que hacer sola el trabajo de la casa, y eso le toma casi todo el día.

– Hace veinte años, si alguien me llega a decir que tendría que fregarme los suelos de mi casa… Pero una se acostumbra. Una se acostumbra a todo. Vaya si me acuerdo que en aquellos tiempos me habría cortado la mano antes de vaciar este orinal… Y ahora -dice Fräulein Schroeder, uniendo la acción a la palabra-, ¡bueno!, no me importa más que si estuviese vaciando una taza de té.


Le gusta enseñarme las huellas que mis predecesores han dejado en el cuarto:

– Sí, Herr Issyvoo, cada uno me ha dejado un recuerdo… Mire aquí, en la alfombrilla (la he llevado al tinte no sé cuántas veces, y no hay forma de quitarlo), ahí es donde Herr Noeske vomitó el día de su cumpleaños. ¿Qué es lo que habría estado comiendo para dejar una mancha así? Había venido a Berlín a estudiar, sabe usted. Sus padres vivían en Brandenburgo (una familia muy conocida, ¡se lo aseguro!). Tenían montañas de dinero. Su señor papá era cirujano y, claro, quería que el chico siguiese sus pasos… ¡Un joven encantador! «Herr Noeske», le decía yo, «usted me perdone, pero debería trabajar más, ¡con ese talento que tiene! Piense en su señor papá y en su señora mamá; no está bien que malgaste usted su dinero así. Vaya si sería mejor que los tirase usted al Spree. ¡Por lo menos haría ruido!» Yo era como una madre para él. Siempre que se metía en un aprieto (era muy despreocupado) se venía derecho a mí: «Schroederschen», me decía, «por favor, no te enfades conmigo… Anoche estuvimos jugando a las cartas y he perdido toda la asignación de este mes. No me atrevo a decírselo a padre…». Y se me quedaba mirando con aquellos ojazos. ¡Ya sabía yo adónde iba, el muy pícaro! Pero no tenía corazón para negárselo. Así que le escribía una carta a su señora mamá pidiéndole que le perdonase, sólo por esa vez, y que le mandara más dinero. Y ella siempre… Claro, como mujer, yo sabía apelar al corazón de una madre, aunque nunca haya tenido hijos… ¿Se está usted sonriendo, Herr Issyvoo?¡Bueno, bueno! Todos cometemos faltas, ¡ya sabe!

»Y ahí, en el papel de la pared, es donde siempre tiraba su taza de café Herr Rittmeister. Se sentaba en el confidente, con su prometida. «Herr Rittmeister», le decía yo, «haga el favor de beberse su café en la mesa. Usted perdonará que se lo diga, pero ya tendrá tiempo después para lo otro». Pero no, tenía que sentarse en el confidente. Y entonces, ya se sabía, en cuanto empezaba a excitarse, allá iban las tazas de café… ¡Un caballero tan arrogante! Su señora mamá y su hermana venían a visitarnos. Les gustaba venir a Berlín. «Fräulein Schroeder», me decían, «usted no sabe lo feliz que es, viviendo aquí en el centro de todo. Nosotras no somos más que unos parientes de provincias: ¡la envidiamos! Y ahora cuéntenos los últimos escándalos de la Corte». Claro que lo decían en broma. Tenían la casita más linda, cerca de Halberstadt, en el Harz. Solían enseñarme fotos. ¡Un verdadero sueño!

»¿Ve usted esas manchas de tinta en la alfombra? Ahí es donde Herr Professor Koch solía sacudir su estilográfica. Cien veces se lo dije. Al final acabé por ponerle papel secante alrededor de la silla. Era tan distraído… ¡Y qué viejecito más simpático! Tan sencillo. Yo le quería muchísimo. Cada vez que le remendaba una camisa o le zurcía unos calcetines venía a darme las gracias, con lágrimas en los ojos. Y bien que le gustaba divertirse. A veces, cuando me oía venir, apagaba la luz y se escondía detrás de la puerta, y cuando yo entraba se ponía a rugir como un león, para asustarme. Igual que un niño…

Fräulein Schroeder puede seguir durante horas, sin repetirse nunca. Después de haberla escuchado un rato me siento caer en un curioso estado de depresión, que es casi como un éxtasis. Empiezo a sentirme profundamente infeliz. ¿Dónde están ahora todos esos huéspedes? Dentro de otros diez años, ¿dónde estaré yo? Aquí no, desde luego. ¿Qué mares y fronteras habré de trasponer para alcanzar esa fecha distante?¿Hasta dónde habré de desplazarme, a pie, a caballo, en coches, bicicletas, aeroplanos, barcos, trenes, ascensores, escaleras automáticas y tranvías?¿Cuánto dinero necesitaré para ese viaje inmenso?¿Cuánta comida habré de ingerir gradualmente, fatigosamente, a lo largo del camino?¿Cuántos pares de zapatos gastaré?¿Cuántos miles de cigarrillos?¿Cuántas tazas de té habré de beber, cuántas cervezas?¡Qué espantosa incolora perspectiva! Y sin embargo morir… Un vago espasmo de aprensión me sacude repentinamente los intestinos y he de excusarme y marchar al lavabo.


Le he dicho que estudié Medicina y ella me ha confiado que le preocupan mucho las dimensiones de su busto. Sufre de palpitaciones y está convencida de que se deben al excesivo peso sobre el corazón; no sabe si debiera operarse. Algunas amigas se lo aconsejan, otras no.

– ¡Demasiado peso para cargar con él todo el día! Imagínese usted, Herr Issyvoo: yo que era tan esbelta como usted…

– Estoy seguro de que ha tenido usted muchos admiradores, Fräulein Schroeder.

Los ha tenido a docenas. Pero sólo un amigo: un hombre casado, separado de su mujer, que no quería darle el divorcio.

– Estuvimos juntos once años, hasta que murió de una pulmonía. A veces, en invierno, me despierto por la noche y todavía le echo de menos en la cama. Una no acaba nunca de entrar en calor, durmiendo sola.

Viven cuatro huéspedes más en el piso. En el cuarto grande de delante, junto al mío, está Fräulein Kost. En el de enfrente, que da al patio, Fräulein Mayr. Al otro lado del cuarto de estar, en la parte trasera de la casa, está Bobby. Y detrás de la habitación de Bobby, en lo alto de una escalerilla, encima del cuarto de baño, hay un altillo diminuto -Fräulein Schroeder lo llama, no se sabe por qué secretas razones, «el pabellón sueco»-, alquilado por veinte marcos al mes a un viajante de comercio que se pasa fuera todo el día y gran parte de la noche. Los domingos por la mañana me lo encuentro algunas veces, deambulando por la cocina, mientras con aire de pedir excusas busca una caja de cerillas.

Bobby trabaja de barman en un local del distrito oeste llamado Troika. No sé su verdadero nombre -los nombres ingleses están ahora de moda entre el demi-monde de Berlín-. Es un hombre joven y pálido, de expresión preocupada, el pelo negro y lacio, elegantemente vestido. A primera hora de la tarde, cuando acaba de levantarse, se le ve por el piso en mangas de camisa y con una redecilla en la cabeza.

Fräulein Schroeder y Bobby se tratan con mucha familiaridad. Él le da azotes en el trasero y la cosquillea; ella se defiende golpeándole con la sartén o con el estropajo. La primera vez que los sorprendí en una de sus escaramuzas se azararon un tanto; ahora ya no les importa.

Fräulein Kost es una muchacha sonrosada y rubia, de ojos azules, cándidos y grandes. Cuando nos cruzamos en bata, a la puerta del cuarto de baño, los baja modestamente. Es rolliza, pero tiene un buen cuerpo.

Un día se me ocurrió preguntarle a Fräulein Schroeder que cuál era la profesión de Fräulein Kost.

– ¿Su profesión? ¡Ja, ja, muy bueno! ¡Ésa es la palabra justa! ¡Buena profesión la que tiene! Así…

Con la expresión de quien hace algo muy cómico, Fräulein Schroeder se contoneó por la cocina como un pato, mientras sostenía el plumero estudiadamente entre el pulgar y el índice. Al llegar a la puerta giró en redondo, triunfante, y tras una ondulación del plumero me envió coquetamente un beso con los dedos.

– ¡Ja, ja, Herr Issyvoo! ¡Así es como se hace!

– No acabo de entenderla, Fräulein Schroeder. ¿Quiere usted decir que es equilibrista?

– ¡Je, je, je! ¡Muy bueno, Herr Issyvoo! ¡Es eso! ¡Es eso justamente! Se gana la vida en la cuerda floja. ¡Eso es lo que hace!

Una tarde, a los pocos días, me encontré en la escalera con Fräulein Kost, acompañada de un japonés. Fräulein Schroeder me explicó luego que era uno de los mejores clientes de Fräulein Kost. Le había preguntado cómo se las arreglaban para pasar el tiempo, cuando no estaban en la cama, porque el japonés apenas habla alemán.

– Pues -dijo Fräulein Kost- ponemos el gramófono, ya sabe, y comemos bombones, y además nos reímos mucho. Le gusta mucho reírse…

Fräulein Schroeder simpatiza con Fräulein Kost y no ve nada inconveniente en su género de comercio, pero cuando se enfada porque Fräulein Kost ha roto el pitorro de la tetera, o porque se ha olvidado de marcar sus llamadas telefónicas en el pizarrín del cuarto de estar, invariablemente exclama:

– ¡Pero qué se puede esperar de una mujer de su clase, de una vulgar prostituta! ¡Si empezó de criada, Herr Issyvoo! ¿No lo sabe? Hasta que se lió con el amo y un buen día, claro, quedó embarazada… Después de suprimir ese pequeño obstáculo tuvo que ponerse a hacer la carrera…

Fräulein Mayr es artista de variedades -una de las mejores cantantes tirolesas de toda Alemania, según asegura reverentemente Fräulein Schroeder, que no simpatiza con ella pero que la respeta mucho. Y con razón. Fräulein Mayr tiene morros de bulldog, brazos enormes, y su pelo es áspero y de color de cáñamo… Habla, con énfasis particularmente agresivo, en dialecto bávaro. Cuando está en casa se instala ante la mesa del cuarto de estar como un caballo de regimiento, y ayuda a Fräulein Schroeder a echar las cartas. Las dos son consumadas echadoras de cartas, incapaces de empezar el día sin consultarlas. Lo que ahora quieren sobre todo averiguar es la fecha del próximo contrato de Fräulein Mayr. A Fräulein Schroeder le interesa tanto como a ella, porque Fräulein Mayr está atrasada en el pago.

En la esquina de la Motzstrasse, cuando el tiempo es bueno, suele estar un hombrecillo desastrado, de ojos saltones, junto a una garita de lona de cuyos costados cuelgan cartas de clientes agradecidos y mapas astrológicos. Es un personaje importante en la vida de Fräulein Schroeder, que le consulta siempre que puede. En su trato con él hay, a la vez, zalamería y amenaza. Si las profecías se cumplen le comprará un reloj de oro, le invitará a cenar, le dará un beso; si no, ya puede contar con un tirón de orejas, o la denuncia a la policía, o la estrangulación. Entre otras cosas, el astrólogo le ha prometido un premio de la lotería prusiana. Hasta ahora no ha tenido suerte, pero el día se le pasa discutiendo lo que hará con el dinero. Naturalmente, todos tendremos nuestro regalo. Yo un sombrero, porque a Fräulein Schroeder no le parece bien que una persona de mi clase salga a la calle con la cabeza descubierta.

Cuando no está echando las cartas, Fräulein Mayr toma el té y alecciona a Fräulein Schroeder con la historia de sus pasados triunfos artísticos:

– Y el empresario me dijo: «¡Fritzi, el cielo te envía! Mi primera estrella está enferma. Tienes que salir para Copenhague esta misma noche». Y no aceptaba excusas: «Fritzi», dijo (siempre me llamaba así), «Fritzi, ¿no vas a abandonar a un viejo amigo?» Así es que fui.

Fräulein Mayr bebe un sorbo de té, nostálgicamente.

– Un hombre encantador. Y tan fino -después sonríe-. Atrevido…, pero un señor.

Fräulein Schroeder, que la está gozando, asiente ansiosamente, pendiente de la historia.

– ¿Algunos de esos empresarios deben ser muy descarados?¿Un poco más de salchicha, Fräulein Mayr?

– Muchas gracias, Fräulein Schroeder: sólo una pizca. Sí, algunos… ¡usted no se imagina! Pero siempre he sabido defenderle. Cuando era una muchachita…

Por los brazos desnudos y carnosos de Fräulein Mayr repta una ondulación de bíceps, muy poco apetitosa. Y su barbilla avanza.

– Soy de Baviera, y en Baviera jamás olvidamos una ofensa.


Ayer tarde, al entrar en el cuarto de estar, encontré a Fräulein Schroeder y a Fräulein Mayr tumbadas en el suelo boca abajo, con la oreja pegada a la alfombra. De vez en cuando se sonreían la una a la otra con delicia, o se pellizcaban, pidiéndose silencio mutuamente.

– ¡Atención! -susurró Fräulein Schroeder-. Le está destrozando los muebles.

– ¡La está poniendo morada! -exclamaba Fräulein Mayr, en éxtasis.

– ¡Escuche eso!

– ¡Sss! ¡Sss!

– ¡Sss!

Fräulein Schroeder estaba fuera de sí de excitación. Cuando pregunté qué pasaba se incorporó trabajosamente, vino hacia mí contoneándose, me cogió por la cintura y empezó a dar vueltas.

– ¡Herr Issyvoo! ¡Herr Issyvoo! ¡Herr Issyvoo! -hasta quedarse sin aliento.

– ¿Pero qué es lo que pasa?

– ¡Sss! -exigió Fräulein Mayr desde el suelo-, ¡han empezado otra vez!

En el piso de abajo vive una tal Frau Glanterneck, una judía de Galitzia, y por tanto enemiga de Fräulein Mayr. Fräulein Mayr, no hace falta decirlo, es una nazi fervorosa. Aparte de eso, parece que una vez tuvieron ciertas palabras en la escalera a propósito de los gorgoritos tiroleses de Fräulein Mayr. Frau Glanterneck, quizá porque no es aria, dijo que prefería el maullido de los gatos, insultando así no sólo a Fräulein Mayr sino a todas las mujeres de Baviera, a todas las mujeres alemanas, y poniendo a Fräulein Mayr en el agradable compromiso de vengarlas.

Hace dos semanas se supo en la vecindad que Frau Glanterneck, que tiene sesenta años y es fea como un demonio, había publicado un anuncio en los periódicos buscando marido y ya tenía un pretendiente, un carnicero viudo de Halle que, a pesar de haber visto a Frau Glanterneck, estaba dispuesto a casarse con ella. Fräulein Mayr vio el cielo abierto. No se sabe por qué medios indirectos averiguó el nombre y las señas del carnicero y le envió un anónimo informándole de que Frau Glanterneck: a) tenía chinches en el piso, b) había sido procesada por fraude y absuelta por enfermedad mental, c) alquilaba su propia habitación para fines inmorales, y d) dormía después en la cama sin cambiar las sábanas. Ayer vino el carnicero, blandiendo la carta, a encararse con Frau Glanterneck. Uno distinguía las dos voces: el gruñido del prusiano furioso, y luego el falsete agudo de la judía. Y el redoble de puños sobre las mesas, y el ruido de cristales. La pelea duró más de una hora.

Esta mañana los vecinos se han quejado a la portera. Frau

Glanterneck ha aparecido con un ojo morado. La boda se ha roto.


La gente de esta calle ya me conoce de vista y en la tienda los parroquianos no vuelven la cabeza al oír mi acento inglés, pidiendo medio kilo de manteca. Después de oscurecido, hace tiempo que las tres prostitutas de la esquina no me sisean con voz ronca: «Komm, Süsser!», al pasar.

Las tres tienen más de cincuenta años y no intentan ocultarlo. No se empolvan ni se pintan. Llevan faldas largas, sombreros matroniles, viejos abrigos de pieles ya sin forma. Bobby, con quien se me ocurrió hablar de ellas, dice que hay una cierta demanda de este tipo de mujer. Muchos hombres maduros las prefieren a las jóvenes, y también algunos chicos de menos de veinte. Los chicos, según Bobby, se sienten cortados ante una chica de su misma edad, pero no con una mujer lo bastante mayor para ser su madre. Como la mayoría de los barmen, Bobby es un experto en cuestiones sexuales.

La otra noche fui a verle durante sus horas de trabajo. Era aún muy temprano, alrededor de las nueve, y el local resultó ser más grande y más lujoso de lo que yo imaginaba. Al conserje, galoneado como un archiduque, le pareció sospechosa mi falta de sombrero hasta que le hablé en inglés. La chica del guardarropa insistió en quedarse con mi abrigo, con el que cubro las peores manchas de los pantalones, y el botones, sentado junto al mostrador, no se tomó el trabajo de abrirme la puerta. Para tranquilidad mía, Bobby estaba en su puesto detrás de la barra azul y plateada y me dirigí hacia él como hacia un viejo amigo. Estuvo muy amable.

– Buenas noches, señor Isherwood. Me alegra verle por aquí.

Pedí una cerveza y me instalé en un taburete del rincón. Apoyándome contra la pared podía ver el local entero.

– ¿Cómo va el negocio?

Su rostro exangüe y empolvado de noctámbulo tomó una expresión grave. Luego se inclinó sobre la barra, con oficiosidad confidencial.

– Bastante mal, señor Isherwood. La clase de público que tenemos ahora… ¡no lo creería! Si hace un año no habrían pasado de la puerta… Piden una cerveza y se creen con derecho a estarse aquí toda la noche.

El tono de Bobby era amargo. Me sentí incómodo.

– Quiere tomar algo?

Me bebí la cerveza de un golpe, atragantándome, y para evitar confusiones añadí:

– Yo tomaré un whisky con soda.

Bobby se sirvió también uno.

El local estaba casi vacío. Miré a los escasos clientes intentando verlos con los ojos desilusionados de Bobby. Tres chicas atractivas y bien vestidas estaban en la barra. La de más cerca, muy elegante, tenía un cierto aire extranjero. En una pausa en nuestra conversación oí algunas palabras de la suya con el otro barman: hablaba en vulgar dialecto berlinés y estaba cansada y aburrida. El labio inferior le colgaba. Un hombre joven, un chico guapo y bien vestido de smoking que podría haber pasado por un estudiante inglés en vacaciones, vino a mezclarse en la conversación.

– Nee, nee -le oí decir-. Bei mir nicht!-y sonrió al hacer un gesto callejero, seco y brutal.

En el rincón, el botones vestido de chaquetilla blanca hablaba con la vieja encargada de los lavabos. El chico dijo algo, se rió y rompió de repente en un bostezo. Los tres músicos del estrado charlaban entre ellos, dispuestos a no empezar hasta que tuviesen un público que valiera la pena. En una de las mesas un hombretón con bigote me pareció un cliente auténtico; al cabo de un momento, sin embargo, cruzamos una mirada y me hizo una ligera inclinación. Era el encargado.

Se abrió la puerta y entraron dos parejas. Las mujeres, ya de edad, vestidas con trajes de noche caros, llevaban el pelo corto y tenían las piernas gruesas. Los dos hombres, probablemente holandeses, eran pálidos y parecían adormilados. Indiscutiblemente, aquí estaba el dinero: en un instante el Troika se transformó. El encargado, el chico de los cigarrillos y la mujer de los lavabos se levantaron a la vez. La mujer de los lavabos desapareció. El encargado, en voz baja y furiosa, le dijo algo al chico de los cigarrillos, que desapareció también. Se adelantó entonces hasta la mesa, todo él sonrisa y reverencias, y dio la mano a los dos hombres. El chico volvió a aparecer, con su bandeja, seguido por un camarero con la lista de bebidas. La orquesta rompió a tocar. En la barra, las tres chicas se volvieron hacia la sala con una sonrisa discretamente invitadora. Los gigolós se acercaron como si no las conocieran, se cuadraron cortésmente y con voz educada las sacaron a bailar: Sonriente, peripuesto, cimbreante como una flor, el botones cruzó la sala con su bandeja de cigarrillos:

– Zigarren! Zigaretten!

La voz era jovial e impostada como la de un actor. Yen idéntico tono, aún más alto, más alegre, más jovial, para que todos oyéramos, el camarero gritó a Bobby:

– Heidsick Monopol!

Los bailarines evolucionaban con la gravedad absurda y solícita de quien toma parte en una representación. Y el saxofonista, con su instrumento colgando del cuello, avanzó hasta el borde del tablado:


Sie werden lachen,

Ich lieb'

Meine eigene Frau…


Cantaba en tono de sobrentendido, como incluyéndonos en una conspiración, la voz velada de insinuaciones, poniendo los ojos en blanco en una especie de pantomima epiléptica de la felicidad. Bobby, afable, vivaz, cinco años más joven, alargó la botella. Los dos lacios clientes hablaban entre ellos, probablemente de negocios, sin echar un vistazo a toda aquella animación por ellos suscitada, ni tampoco a sus mujeres, sentadas en silencio, azaradas, incómodas y mortalmente aburridas.

Fräulein Hippi Bernstein, mi primera alumna, vive en el Grünewald en una casa construida casi enteramente de cristal. La mayoría de las familias ricas de Berlín viven en el Grünewald, aunque es difícil entender por qué. Sus villas, que abarcan todas las variedades conocidas de la fealdad cara, desde la excéntrica folie rococó hasta el funcionalismo del cubo de acero y cristal, se apelotonan en ese pinar deprimente y húmedo. El precio del terreno es fabulosamente caro y muy pocas pueden permitirse el lujo de un jardín grande: la mayoría no tiene otra vista que el jardinillo trasero del vecino, cerrado por una alambrada y guardado por un perro de presa. El miedo a los ladrones y a la revolución tiene reducidos a estos desdichados a un verdadero estado de sitio. Viven sin sol y sin intimidad. El barrio es un auténtico suburbio de millonarios.

Llamé a la puerta del jardín y un criado con la llave salió de la casa, seguido de un enorme perro alsaciano que empezó a gruñir.

– No le morderá si no le dejo solo -me tranquilizó el criado sonriente.

El vestíbulo de los Bernstein tiene puertas con guarnición metálica y un reloj de barco sujeto a la pared con pernos de metal. Las lámparas son modernas, imitando manómetros, termómetros y cuadros de mandos. Pero los muebles se despegan de la casa y sus instalaciones: la habitación parece una central eléctrica en donde los ingenieros han intentado acomodarse con las sillas y las mesas de una casa de huéspedes respetable y pasada de moda. De las austeras paredes metálicas cuelgan gruesos marcos dorados con paisajes decimonónicos cuidadosamente barnizados. Probablemente Herr Bernstein encargó la villa a un famoso arquitecto de vanguardia en un momento de temeridad, le horrorizó el resultado y trató de arreglarlo en lo posible con los viejos muebles familiares.

Fräulein Hippi, que anda por los diecinueve años, es bonita, gruesa, con el pelo castaño y sedoso, dientes sanos y grandes ojos de ternera. Tiene una risa perezosa, satisfecha y cordial, y un busto bien formado. Habla, bastante bien, un inglés de colegiala con ligero acento americano, y no tiene la menor intención de trabajar. Tímidamente traté de proponerle un programa para nuestras lecciones, pero a cada instante me interrumpía para ofrecerme bombones, café o cigarrillos.

– Perdone un momento, por favor, no hay fruta: -sonrió luego, descolgando el teléfono interior-. Anna, traiga unas naranjas.

Trajeron las naranjas y a pesar de mis protestas me vi obligado a hacer una verdadera comida, con plato, cuchillo y tenedor. Toda tentativa de crear una relación de profesor y alumno resultó ya imposible. Me sentía como un guardia al que una cocinera guapa sirve de comer en la mesa de la cocina. Fräulein Hippi me observaba con su sonrisa bondadosa y vaga:

– Dígame, por favor, ¿por qué viene a Alemania?

Es curiosa, un poco a la manera de una vaca que mete distraídamente la cabeza entre los postes de un cercado, sin excesivo deseo de entrar en él. Dije que el país me interesaba mucho.

– La situación política y económica en Alemania -empecé a decir, otra vez en tono de profesor- es más interesante que en los otros países europeos. Excepto Rusia, claro -aventuré.

Fräulein Hippi no reaccionó. Se limitó a sonreír vagamente otra vez.

– Creo que será aburrido para usted aquí. No tiene muchos amigos en Berlín, ¿verdad?

– No. No muchos.

Eso pareció divertirla.

– ¿No conoce chicas bonitas?

Sonó el teléfono interior. Descolgó, todavía sonriendo, sin atender a la vocecilla del auricular. Podíamos oír claramente la voz de Frau Bernstein, la madre de Hippi, hablando desde el cuarto de al lado.

– ¿Que si te has dejado aquí tu libro rojo?-repitió Fräulein Hippi, sonriéndome como si se tratase de una broma en la que yo debiera participar-. No. No lo veo. Debe estar en el despacho. Llama a papá. Sí, está trabajando -me ofreció con gestos otra naranja y yo moví la cabeza cortésmente-. Mami, ¿qué tenemos para almorzar?¿De verdad?¡Estupendo!

Colgó el teléfono y volvió a su interrogatorio:

– ¿No conoce ningunas chicas bonitas?

– Ninguna chica bonita… -corregí evasivamente. Fräulein Hippi sonreía y seguía esperando una respuesta.

– Sí, una -tuve que decir por fin, pensando en Fräulein Kost.

– ¿Sólo una?-Enarcó las cejas en un gesto de cómica sorpresa.- Y dígame, por favor, ¿encuentra usted las chicas alemanas distintas de las inglesas?

Me ruboricé.

– Encuentra usted a las chicas alemanas… -empecé a corregirla y me quedé parado al darme cuenta de que no estaba seguro de si se dice distinto a o distinto de.

– ¿Encuentra usted las chicas alemanas distintas a las inglesas?-volvió a repetir con la misma sonriente insistencia. Me ruboricé aún más.

– Sí, muy distintas -me decidí a decir.

– ¿En qué son distintas?

Afortunadamente sonó el teléfono otra vez. Era alguien de la cocina para decir que se serviría el almuerzo una hora antes, porque Herr Bernstein tenía que ir a la ciudad por la tarde.

– Lo siento -dijo Fräulein Hippi levantándose-, pero tenemos que terminar. Vendrá el viernes, ¿verdad? Hasta entonces, señor Isherwood. Y muchas gracias.

Rebuscó en su bolso y me alargó un sobre que me metí en el bolsillo, algo azarado. No lo abrí hasta después de perder de vista la casa de los Bernstein: había una moneda de cinco marcos. La tiré al aire, no alcancé a recogerla, la encontré después de cinco minutos de búsqueda, enterrada en la arena, y bajé a todo correr hasta la parada del tranvía, cantando y pegando puntapiés a las piedras del camino. Me sentía intensamente eufórico y culpable, a la vez, como si acabase de cometer una afortunada ratería.

Intentar enseñarle algo a Fräulein Hippi es perder el tiempo. Si no sabe una palabra, la dice en alemán. La corrijo, vuelve a decirla en alemán. Por supuesto no me importa que sea una zángana, pero temo que Frau Bernstein llegue a darse cuenta de los escasos progresos que hace su hija. Aunque es bastante improbable. La mayoría de los ricos, una vez que se han decidido a admitir a alguien, le admiten casi todo. El único problema, para un profesor particular, está en pasar de la puerta.

Y Hippi parece contenta con mis clases. Sospecho, por algo que dijo el otro día, que presume con sus amigas del colegio de tener un profesor inglés. Nos llevamos muy bien. Yo me dejo sobornar con fruta y no me pongo pesado; ella les dice a sus padres que soy el mejor profesor que ha tenido. Charlamos en alemán de las cosas que a ella le interesan y, cada tres o cuatro minutos, nos interrumpimos para que participe en el juego familiar de dar recados completamente innecesarios por el teléfono interior.

El porvenir no le preocupa. Como todo el mundo en Berlín, alude continuamente a la situación política, pero de pasada, con cierta convencional melancolía como cuando uno habla de religión. No acaba de tener realidad para ella. Piensa ir a la universidad, viajar, pasarlo bien y algún día, por supuesto, casarse. Tiene varios amigos y nos pasamos gran parte del tiempo hablando de ellos. Uno tiene un coche maravilloso. Otro un aeroplano. Otro ha tenido siete duelos. Otro ha descubierto un truco para apagar las farolas de la calle dándoles un golpe seco en un sitio determinado. Una noche, de vuelta de un baile, Hippi y él apagaron todas las farolas de la vecindad.

Hoy almorzaron temprano en casa de los Bernstein y, en vez de dar mi lección, me invitaron a acompañarles. Estaba toda la familia: Frau Bernstein, plácida y corpulenta; Herr Bernstein, bajo, inquieto y taimado; y la hermana pequeña, una colegiala gorda de doce años que devoraba, imperturbable a las bromas de Hippi, que le decía que iba a estallar. Todos parecen quererse mucho a su manera, un poco blanda y viscosa. Hubo un principio de discusión conyugal porque Herr Bernstein se negaba a que su mujer fuese de compras en el coche, por la tarde. Durante los últimos días los nazis han estado alborotando en las calles.

– Puedes ir en tranvía -dijo Herr Bernstein-. No estoy dispuesto a que esa gente me apedree el coche nuevo.

– ¿Y si me apedrean a mí?-preguntó Frau Bernstein, en tono bienhumorado.

– Bueno, ¿no vas a creer que es lo mismo? Te pones unos esparadrapos en la cabeza y ya está. No cuestan más de cinco groschen. Las pedradas del coche pueden costarme quinientos marcos.

Y el asunto se dio por terminado. Herr Bernstein se volvió hacia mí.

– No dirá usted que no se le trata bien, ¿eh, joven?¡Se le da una buena comida y además se le paga por comerla!

Me di cuenta por la expresión de Hippi de que, incluso para el sentido del humor de los Bernstein, su padre se había pasado un poco. Me reí.

¿Me pagará un marco extra por cada vez que repita?

A Herr Bernstein le hizo gracia; pero tuvo buen cuidado en demostrarme que sabía que yo lo decía en broma.


Durante la pasada semana se ha producido en casa una espantosa serie de peleas.

Todo empezó cuando Fräulein Kost le anunció a Fräulein Schroeder que le habían robado cincuenta marcos de su habitación. Estaba muy disgustada, sobre todo, según explicó, porque era el dinero que guardaba para pagar la pensión y el teléfono. El billete lo había dejado en el cajón de su armario, junto a la puerta.

La primera hipótesis de Fräulein Schroeder, bastante lógica, fue que el ladrón había sido uno de los clientes de Fräulein Kost. Fräulein Kost dijo que era imposible, que no había recibido ninguna visita en tres días. Además, añadió, sus amigos eran caballeros de buena posición, para quienes cincuenta miserables marcos eran una friolera. Fräulein Schroeder se molestó muchísimo.

– ¡Supongo que está insinuando que ha sido alguien de casa! ¡Vaya descaro! ¡Créame usted, Herr Issyvoo, que la habría hecho pedazos!

– Estoy seguro, Fräulein Schroeder.

Luego ha expuesto la teoría de que no ha habido tal robo, que todo era un truco de Fräulein Kost para no pagar su cuenta. Se lo insinuó, y Fräulein Kost se puso furiosa. Dijo que reuniría ese dinero en pocos días (ya lo ha reunido) y dio aviso de que dejará su cuarto libre a fin de mes.

Entretanto, por una casualidad, yo me he enterado de que Fräulein Kost se acostaba con Bobby. Una noche, al entrar, me fijé en que la luz del cuarto de Fräulein Kost estaba apagada. Siempre puede saberse porque sobre su puerta hay un montante de cristal esmerilado que deja pasar la luz al recibidor. Ya en la cama, leyendo, oí la puerta abrirse y la voz de Bobby, entre risas, hablando en un murmullo. Después de varias risas apagadas y de algún crujido de madera, Bobby salió de puntillas del piso, cerrando la puerta lo más despacio posible. Al cabo de un momento volvió a entrar ruidosamente y se fue derecho al cuarto de estar, donde le oí dar las buenas noches a Fräulein Schroeder.

Si Fräulein Schroeder no está enterada creo que por lo menos lo sospecha. Así se explicaría su furia contra Fräulein Kost. La realidad es que está terriblemente celosa, y eso da lugar a los incidentes más azarantes y grotescos que pueden imaginarse. La otra mañana, al ir al cuarto de baño, me encontré con que estaba ocupado por Fräulein Kost. Antes de que pudiera evitarlo, Fräulein Schroeder se precipitó a la puerta y le ordenó que saliera inmediatamente. Y como Fräulein Kost no hizo caso, Fräulein Schroeder, a pesar de mis protestas, empezó a chillar y a dar puñetazos en la puerta:

– ¡Salga de mi cuarto de baño! ¡Salga inmediatamente o llamo a la policía!

Rompió a llorar y el llanto le dio palpitaciones. Entre sollozos y ahogos, Bobby la llevó al sofá y todos nos quedamos alrededor, sin saber qué hacer. Fräulein Mayr apareció en el umbral y con cara de guardia y una voz terrible dijo a Fräulein Kost:

– Puede usted considerarse afortunada si no la ha asesinado.

Luego tomó el mando de la situación, nos echó a todos del cuarto y me envió a mí a la tienda por un frasco de Gotas de Baldrian. Al regreso la encontré sentada junto al sofá palmoteando la mano de Fräulein Schroeder, mientras murmuraba en su tono más trágico:

– Lina, mi pobre niña… ¿Qué te han hecho?