"Adiós A Berlín" - читать интересную книгу автора (Isherwood Christopher)

Sally Bowles

Una tarde, a principios de octubre, Fritz Wendel me invitó a tomar café puro en su piso. Fritz, que estaba muy orgulloso de su café, invitaba siempre a «café puro», poniendo en lo de «puro» un especial énfasis. La gente decía que en su casa se degustaba el café más fuerte de Berlín.

Le encontré vestido a su modo habitual en esas ocasiones: jersey marinero blanco muy grueso y pantalones de franela azul pálido. Su sonrisa, al saludar, le dibujaba los labios y era empalagosa.

– ¡Hola, Chris!

– Hola, Fritz. ¿Cómo estás?

– Bien -se inclinó sobre la cafetera y el fino pelo negro se le despeinó sobre la frente en rizos espesamente perfumados-. Este maldito aparato no marcha -añadió.

– ¿Cómo van los negocios?

– Desastrosamente mal -hizo una mueca-. O cierro alguna operación este mes o me dedico a gigoló.

– Si no… me… -le corregí por deformación profesional.

– Mi inglés es desastroso estos días -salmodió Fritz, muy satisfecho de sí mismo-. Sally dice que a lo mejor me da unas clases.

– ¿Quién es Sally?

– Ah, se me olvidaba: no la conoces. Precisamente la espero esta tarde.

– ¿Está bien?

Fritz puso en blanco los pícaros ojos negros y me alargó uno de sus cigarrillos perfumados con ron.

– Maravillosa -volvió a salmodiar-. En realidad creo que estoy loco por ella.

– ¿Qué es?¿Y qué hace?

– Es una chica inglesa, una actriz. Canta en el Lady Windermere. ¡Buena pieza, de veras!

– Nada de eso suena muy inglés, me parece.

– En realidad es medio francesa. Su madre era francesa. Sally llegó a los pocos minutos.

– Fritz, guapo, ¿llego muy tarde?

– Creo que sólo media hora -Fritz sonrió con orgullo de propietario-. Te voy a presentar al señor Isherwood… la señorita Bowles. Todo el mundo le llama Chris.

– No -dije yo-, Fritz es la única persona que me ha llamado Chris en toda mi vida.

Sally se rió. Llevaba un traje de seda negra con una especie de esclavina y una gorra como de botones puesta de lado.

– ¿Puedo llamar por teléfono, mi vida?

– Claro. Ahí lo tienes -Fritz me miró-. Vamos al otro cuarto, Chris. Quiero enseñarte algo.

Se le notaba impaciente por saber qué me había parecido Sally, su última adquisición.

– ¡Por el amor de Dios, no me dejéis sola con este hombre! Es terriblemente apasionado y me seduciría por teléfono.

Al marcar el número me di cuenta de que llevaba las uñas pintadas de esmeralda, un color muy mal escogido porque hacía fijarse en sus manos, que las tenía amarillentas de nicotina y tan sucias como las de una niña pequeña. Por lo morena podía haber sido hermana de Fritz y su cara, larga y delgada, estaba empolvada con polvos blancos. Los grandes ojos castaños eran demasiado claros para hacer juego con su pelo y con el lápiz de las cejas.

– Hilloo -ronroneó, frunciendo los labios pintados de cereza lo mismo que si fuese a besar el teléfono-. Ist dass Du, mein Liebling?-La sonrisa era empalagosamente tierna. Fritz y yo la mirábamos como si estuviéramos en el teatro.- Was wollen wir machen, Morgen Abend?Oh, wie wunderbar… Nein, nein, ich werde bleiben Heute Abend zu Hause. Ja, ja, ich werde wirklich bleiben zu Hause… Auf Wiedersehen, mein Liebling…

Colgó y nos miró triunfante.

– Anoche dormí con él -anunció-. Hace el amor maravillosamente y es un genio de los negocios, fabulosamente rico -vino a sentarse en el sofá, al lado de Fritz, y se acurrucó sobre los almohadones suspirando-. Dame una taza de café, mi vida. Estoy sedienta.

Empezamos a hablar del tema favorito de Fritz, el Amor, como él decía.

– Por término medio -nos dijo-, tengo un gran Amor cada dos años.

– ¿Cuándo fue el último?-preguntó Sally.

– Hace exactamente un año y once meses.

Y Fritz le dedicó una de sus miradas superlativas.

– ¡Qué maravilla! -Sally arrugó la nariz y emitió una risita ligera y musical como si estuviera en escena.- Tienes que contarme cómo fue.

Fritz se enfrascó en una completa autobiografía. Escuchamos la historia de su seducción en París, detalles de un devaneo de vacaciones en Las Palmas, los cuatro principales idilios de Nueva York, una decepción en Chicago y una conquista en Boston; luego otra vez a París, para un poco de diversión, un episodio muy bonito en Viena, una estancia en Londres para consolarse y, por último, Berlín.

– ¿Sabes una cosa, Fritz, guapo? -dijo Sally, mirándome de soslayo-. Yo creo que lo que a ti te pasa es que nunca has encontrado una mujer que de verdad te vaya.

– Puede que sea eso -a Fritz le gustaba la idea: los ojos negros eran ahora húmedos y sentimentales-. Puede que todavía esté buscando mi ideal.

– La encontrarás un día, estoy segura.

Una mirada de Sally me invitó a participar en el juego.

– ¿Tú crees?

Fritz le dedicaba una sonrisa deslumbrante.

– ¿Tú no lo crees?-me preguntó Sally.

– No lo sé. Nunca he conseguido descubrir cuál es el ideal de Fritz.

Por algún motivo mis palabras le halagaron y se apresuró a tomarme por testigo.

– Y Chris me conoce muy bien -salmodió-. Si Chris no lo sabe, seguro que nadie lo sabe.

Sally dijo que se marchaba.

– Estaba citada con un hombre en el Adlon a las cinco. ¡Y son ya las seis! Aunque me alegro de hacer esperar a ese cerdo. Quiere que me líe con él, pero ya le he dicho que no cuente conmigo mientras no se decida a pagar mis deudas. ¿Por qué los hombres serán tan guarros?-Abrió el bolso y se repintó los labios y las cejas.- Ah, por cierto, Fritz, guapo, por qué no te portas como un ángel y me dejas diez marcos? No tengo ni un céntimo para el taxi.

– ¡Pues claro!

Fritz, como un héroe, se llevó la mano al bolsillo sin vacilar. Sally se volvió hacia mí.

– ¿Por qué no vienes a tomar el té conmigo un día de estos? Dame tu número de teléfono. Te llamaré.

Por lo visto se cree que tengo dinero, pensé. Bueno, así aprenderá. Apunté el número en su agenda y Fritz la acompañó a la puerta.

– ¡Bueno! -Volvió a entrar de un brinco y cerró la puerta jubilosamente.- ¿Qué te parece, Chris?¿No te dije que era una maravilla?

– ¡Que si me lo dijiste!

– ;Cada vez que la veo me gusta más! -Exhaló un suspiro de felicidad y cogió un cigarrillo.- ¿Más café, Chris?

– No, muchas gracias.

– ¿Sabes una cosa? Creo que le has gustado.

– ¡Qué bobada!

– ¡De verdad, seguro! -Fritz estaba feliz.- Creo que a partir de ahora vamos a verla muy a menudo.

Al llegar a casa me sentía tan mareado que tuve que tumbarme media hora. El café puro de Fritz me sentaba siempre como un veneno.

Unos días más tarde me llevó a oírla cantar.

El Lady Windermere (que según me han dicho ya no existe) era un bar bohemio y sofisticado, al lado de la Tauentzienstrasse, donde el propietario se había esforzado en crear una atmósfera de Montparnasse. Las paredes estaban adornadas con menús cubiertos de dibujos, caricaturas y fotografías dedicadas de actrices y actores («A la única y verdadera Lady Windermere». «Para Johnny de todo corazón»). Un abanico gigantesco presidía la barra y en el centro del local, sobre un estrado, había un gran piano.

Sentía curiosidad por ver actuar a Sally. No sé por qué la había imaginado nerviosa, pero no lo era en absoluto. Tenía una voz sorprendentemente baja y bronca y cantaba mal, sin la menor expresión, con los brazos pegados al cuerpo, y sin embargo resultaba impresionante a su manera, debido a lo extraño de su aspecto y a su aire de no importarle un pito lo que el público opinase. Con las manos muertas y una sonrisa de indiferencia absoluta, cantó:


Ahora sé por qué mami

me educó tan bien:

lo hizo para alguien

que fuese como usted.


Hubo muchos aplausos. El pianista, un muchacho rubio con el pelo ondulado, muy guapo, se puso en pie y le besó rendidamente la mano. Sally cantó otras dos canciones, una en francés y otra en alemán. Gustaron menos.

Al final hubo un besamanos general y un éxodo hacia la barra. Sally, que parecía conocer a todo el mundo, a todos les tuteaba y llamaba guapos a todos. Para ser una demi-mondaine parecía tener escaso tacto y sentido del negocio: perdió un largo rato insinuándose a un señor de edad que claramente habría preferido charlar con el barman. Después todos bebimos bastante, Sally tuvo que dejarnos para ir a una cita y el encargado vino a sentarse con nosotros. Él y Fritz se pusieron a hablar de la aristocracia inglesa. Fritz estaba en su elemento. Como tantas otras veces, hice el firme propósito de no volver nunca a esa clase de sitios.


Tal como había prometido, Sally me llamó para invitarme a tomar el té.

Vivía Kurfürstendamm abajo, en la zona deprimente que sube ya hacia Halensee. La patrona, una mujer gorda y sucia con una papada palpitante como un sapo, me hizo pasar a un cuarto grande y oscuro, medio amueblado con un sofá destripado en un rincón y una borrosa litografía de una batalla dieciochesca, en donde los heridos se reclinaban elegantemente sobre el codo admirando las corvetas del caballo del Gran Federico.

– ¡Hola, Chris, guapo! -gritó Sally desde la puerta-. Eres un encanto por haber venido. Me sentía horriblemente sola y he estado llorando en el regazo de Frau Karpf. Nicht wahr, Frau Kare? -Se volvió hacia la mujer sapo.- Ich habe geweint auf Dein Brust.

A Frau Karpf le palpitó el pecho en una especie de risotada de batracio.

– ¿Quieres café o té, Chris?-continuó Sally-. Puedes tomar lo que prefieras, aunque no aconsejo mucho el té. No sé cómo lo hace Frau Karpf, pero parece como si hirviera el té en el agua sucia de los cazos de la cocina.

– Tomaré café, entonces.

– Frau Karpf Liebling, willst Du sein ein Engel und bring zwei Tassen von Kaffee?-El alemán de Sally no era meramente incorrecto: era una creación particular suya. Pronunciaba cada palabra como si la deletrease y, sin oírla, uno habría adivinado que hablaba un idioma extranjero sólo por la expresión. Chris, guapo, sé un ángel y corre las cortinas.

La obedecí, aunque afuera aún había luz, y ella encendió la lámpara de mesa. Mientras volvía yo del balcón se enroscó delicadamente en el sofá, como una gata, abrió el bolso y buscó un cigarrillo. Pero apenas había compuesto su postura cuando volvió a levantarse de un salto.

– ¿Quieres criadillas?-Sacó vasos, huevos y un frasco de salsa Worcester del estante de los zapatos, debajo del destartalado palanganero.- Es lo único que como -cascó los huevos habilidosamente, los vertió en los vasos, añadió salsa y batió la mezcla con una pluma estilográfica-. El dinero no me da para más -y volvió a enroscarse elegantemente sobre el sofá.

Llevaba el mismo vestido negro del primer día pero sin la esclavina, y lo había adornado con un cuello y unos puños blancos que le daban un aire de castidad teatral, como una monja en una ópera.

– ¿De qué te ríes, Chris?

– No lo sé.

Pero no podía dejar de sonreír. Me parecía tan extraordinariamente cómico el aspecto de Sally en aquel momento… Era realmente bonita, con su cabeza pequeña y morena, con sus ojos grandes, con la nariz finamente arqueada, y tan absurdamente consciente de su atractivo, reclinada allí, tan complacidamente femenina como una tórtola, con la cabeza deliberadamente erguida y las manos elegantemente colocadas.

– Chris, cerdo, dime de qué te ríes.

– No tengo la menor idea.

Rompió a reír ella también.

– ¿Sabes que estás chiflado?

– ¿Llevas aquí mucho tiempo?-le pregunté, mientras echaba otro vistazo a aquel cuarto grande y deprimente.

– Desde que llegué a Berlín. O sea unos dos meses.

Le pregunté cómo se le había ocurrido venir a Alemania y si había venido sola. Me dijo que no, que vino con una chica amiga suya, una actriz, algo mayor que ella, que ya había estado otras veces en Berlín. Le dijo que seguramente encontrarían trabajo en la Ufa. Sally pidió prestadas diez libras a un amigo y la siguió, sin decir una palabra a sus padres hasta que estuvieron en Alemania.

– Me gustaría que hubieras conocido a Diana. No te puedes imaginar la mano tan maravillosa que tenía para sacar dinero. Y se quedaba con todos los hombres (aunque no supiese hablar su idioma). Yo la adoraba y me moría de risa con ella.

A las tres semanas de estar en Berlín sin encontrar trabajo, Diana le echó el gancho a un banquero que se la llevó con él a París.

– ¿Y te dejó sola? Eso es una canallada.

– Bueno, tampoco… Cada cual va a lo suyo. Me figuro que yo en su lugar habría hecho lo mismo.

– Estoy seguro de que no.

– De todos modos estoy muy bien. Yo me arreglo sola.

– ¿Cuántos años tienes, Sally?

– Diecinueve.

– ¡Demonio! ¡Yo creía que tenías veinticinco!

– Sí. Todo el mundo se lo cree.

Frau Karpf entró renqueando, con las dos tazas de café sobre una bandeja deslustrada.

– ¡Oh, Frau Karpf, Liebling, wie wunderbar von Dich!

– ¿Por qué sigues en esta casa?-le pregunté en cuanto salió la patrona-. Podrías encontrar una habitación mucho mejor que ésta.

– Sí. Ya lo sé.

– Entonces por qué no te mudas?

– Oh, no lo sé. Por pereza, supongo.

– ¿Qué pagas aquí?

– Ochenta marcos al mes.

– ¿Con desayuno incluido?

– No. Creo que no.

– ¿Que crees que no?-exclamé severamente-. Pero si lo tienes que saber.

Sally aceptó mansamente mi regañina.

– Sí, ya sé que es estúpido. Veras, lo que pasa es que le doy dinero a la mujer cuando lo tengo. Así que resulta difícil saber lo que pago en conjunto.

– ¡Pero por Dios, Sally! Yo pago cincuenta marcos al mes, con desayuno, y mi habitación es mucho mejor que ésta.

Sally asintió con la cabeza, pero siguió en son de excusa.

– Hay otra cosa además, Christopher, sol, y es que no sé lo que sería de Frau Karpf si yo me marchase. Estoy segura de que nunca encontraría otro huésped. Nadie sería capaz de aguantar su cara y su olor, y todo. Y debe el alquiler de tres meses. La echarían en cuanto sepan que no tiene ningún huésped, y ella dice que si le hacen eso se matará.

– De todas maneras no veo por qué te tienes tú que sacrificar.

– Si no es sacrificio, de veras: me gusta el sitio. Y Frau Karpf y yo nos entendemos muy bien. Dentro de treinta años yo seré más o menos como ella. Una patrona respetable me echaría a la calle al cabo de una semana.

– La mía no te echaría.

Sally sonrió vagamente mientras se sonaba.

– ¿Te gusta el café, Chris, mi vida?

– Lo prefiero al de Fritz -contesté evasivamente. Sally se rió.

– ¿Verdad que Fritz es una maravilla? Le adoro. Me encanta cuando dice «me importa un pito».

– Me importa un pito -intenté imitar a Fritz.

Los dos nos reímos y Sally encendió otro cigarrillo (fumaba todo el tiempo). Me fijé en lo viejas que parecían sus manos a la luz de la lámpara. Delgadas, nerviosas y con las venas muy marcadas, eran las manos de una mujer madura. Las uñas verdes parecía que no fuesen suyas, sino que estuvieran allí de casualidad, igual que un enjambre de escarabajos, feos, duros y brillantes.

– Es una cosa rara -añadió pensativamente-. Fritz y yo nunca nos hemos acostado, ¿sabes?-Hizo una pausa y me preguntó con curiosidad:- ¿Tú creías que sí?

– Pues… sí. Supongo que lo creía.

– No nos hemos acostado. Ni una vez -bostezó-. Y me figuro que ya no nos acostaremos nunca.

Fumamos en silencio durante un largo rato, luego Sally me empezó a hablar de su familia. Era hija de un fabricante textil del Lancashire y de una señorita Bowles, heredera de una finca, que al casarse unieron sus apellidos.

– Papá es un snob terrible, aunque él diga que no. Mi verdadero apellido es Jackson-Bowles, claro que artísticamente no puedo llamarme así. Se creerían que soy tonta.

– Fritz me dijo que tu madre era francesa.

– No, ¡qué tontería! -Sally estaba un poco molesta.-Fritz es un idiota. Siempre está inventando historias.

Me habló de su hermana Betty.

– Es un ángel. La adoro. Tiene diecisiete años pero es de una inocencia bautismal. Mamá la educa al estilo antiguo. Si supiese la clase de puta que soy se moría seguro. No sabe absolutamente nada de los hombres.

– ¿Y cómo es que tú no has salido al estilo antiguo, Sally?

– No lo sé. Supongo que me viene de la familia de papá. Papá te encantaría. No se toma a nadie en serio y es un hombre de negocios maravilloso. Por lo menos una vez al mes se emborracha completamente y horroriza a los amigos elegantes de mamá. Fue él quien me dio permiso para ir a Londres y estudiar teatro.

– Debiste salir muy pronto del colegio?

– Sí. No lo podía aguantar. Y me expulsaron.

– ¿Cómo lo hiciste?

– Le dije a la directora que iba a tener un crío.

– ¡Vamos, Sally!

– ¡De veras! Organizaron un escándalo tremendo. Trajeron un médico a que me examinase y avisaron a mis padres. Y cuando se enteraron de que no había nada se llevaron una desilusión espantosa. La directora dijo que a una chica capaz de pensar cosas tan asquerosas no podía permitírsele que siguiera en el colegio y pervirtiese a sus compañeras. Así que me salí con la mía. Entonces le di la lata a papá hasta que me dijo que podía marcharme a Londres.

Sally se instaló en Londres, en una residencia, con otras estudiantes, y a pesar de la vigilancia consiguió pasar una apreciable cantidad de horas nocturnas en pisos de solteros.

– El primer hombre que fue conmigo no tenía ni idea d que yo fuese virgen hasta que se lo dije después. Era maravilloso, y un verdadero genio haciendo papeles de comedia. Estoy segura que algún día será muy famoso.

Al cabo de un tiempo consiguió trabajo de extra en las películas y luego entró de actriz secundaria en una compañía ambulante. Después conoció a Diana.

– ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Berlín?-le pregunté.

– Ni idea. El contrato en el Lady Windermere sólo me dura otra semana. Me lo dieron gracias a un tipo que conocí en el Eden Bar y que ahora está en Viena. Me figuro que tendré que telefonear a la Ufa. Y además hay un judío, un viejo asqueroso, que me saca algunas veces. Siempre dice que me va a conseguir un contrato, pero lo único que quiere, el muy cerdo, es acostarse conmigo. Los hombres en este país son horribles. No tienen un céntimo y todos quieren llevarte a la cama por una caja de bombones.

– ¿Cómo demonios te las vas a arreglar cuando se te acabe este trabajo?

– Bueno, sabes que de casa me mandan algo de dinero. Aunque no va a durar mucho: mamá ya ha amenazado con dejarme en seco si no vuelvo en seguida a Inglaterra… Claro que ellos piensan que estoy aquí con una amiga. Si mamá supiese que estoy sola terminaba inmediatamente conmigo. De todas maneras pronto encontraré algún modo de ganar dinero. Y además no me gusta pedirles. El negocio de papá está muy mal ahora, con la depresión.

– Mira, Sally. Si alguna vez te encuentras en un lío me gustaría que me lo dijeses.

Se echó a reír.

– Eres un encanto, Chris. Pero no doy sablazos a los amigos.

– ¿Es que Fritz no es amigo tuyo?-Se me escapó sin querer, pero a Sally no pareció importarle.

– Sí, claro, le quiero un horror. Pero tiene montones de dinero. Y no sé por qué, pero cuando la gente tiene dinero una les ve de otra manera.

– ¿Y cómo sabes que yo no tengo también montones de dinero?

– ¿Tú?-Sally soltó una carcajada.- ¡Pero si desde el momento que te vi me di cuenta de que no tienes un céntimo!


La tarde en que Sally vino a tomar el té conmigo Fräulein Schroeder estaba fuera de sí de excitación. Se había puesto su mejor vestido y se había ondulado el pelo. Sonó el timbre y abrió la puerta ceremoniosamente:

– Herr Issyvoo -anunció en tono estentóreo mientras me guiñaba un ojo-, ¡una señora desea verle!

Con la misma ceremonia presenté yo la una a la otra. Fräulein Schroeder era toda cortesía y se dirigió repetidamente a Sally llamándola «Gnädiges Fräulein». Sally, con su gorro de botones inclinado sobre una oreja, le dedicó una risita argentina y se sentó elegantemente en el sofá, mientras Fräulein Schroeder, que nunca había conocido a nadie como Sally, asombrada, admirada, se afanaba a su alrededor. En lugar de las habituales, descoloridas y poco apetitosas rebanadas de bizcocho, nos trajo con el té una bandeja de pasteles con mermelada dispuestos en forma de estrella. Me fijé también en que nos había puesto dos diminutas servilletas de papel con los bordes calados imitando encaje. (Después, al felicitarla por esos detalles, me contó que siempre ponía esas servilletas cuando Herr Rittmeister invitaba a su prometida a tomar el té. «Sí, Herr Issyvoo. ¡Puede usted confiar en mí: sé muy bien cómo agradar a una señorita!»)

– ¿Te molesta que me eche en el sofá, mi vida?-preguntó Sally en cuanto nos quedamos solos.

– Claro que no.

Se quitó la gorra, colocó sus zapatitos de terciopelo sobre la tapicería del sofá, abrió el bolso y empezó a empolvarse.

– Estoy rendida: anoche no pegué un ojo. Tengo un nuevo amante que es una maravilla.

Serví el té. Sally me miraba con el rabillo del ojo.

– ¿Te molesta que hable así, Christopher, mi vida?

– Nada de eso.

– ¿Pero no te gusta?

Le alargué el vaso de té.

– No es asunto mío.

– ¡Por el amor de Dios! -gritó Sally-. ¡No empieces a hacerte el inglés! ¡Claro que tu opinión es asunto tuyo!

– Bueno, si quieres que te lo diga, más bien me aburre.

La ofendí más de lo que pensaba. Cambió de tono y dijo fríamente:

– Creí que lo comprenderías -luego suspiró-. Me olvidaba de que eres hombre.

– Lo siento, Sally. Lo de ser hombre no puedo remediarlo, por supuesto… Pero no te enfades. Quería decir que cuando hablas así es en realidad una cosa nerviosa. Creo que por temperamento eres bastante tímida con los desconocidos, y en vista de eso has descubierto el truco de imponerte violentamente, obligándoles a aprobar o reprobar tu conducta. Lo sé, porque a veces yo también lo hago… Sólo te pido que no lo hagas conmigo porque no sirve, y no consigues más que ponerme incómodo. Puedes acostarte con todos los hombres de Berlín, uno detrás de otro, y venir cada vez a contármelo, y no me convencerás de que eres La Dame aux Camélias. Porque la verdad, lo sabes muy bien, es que no lo eres.

– No…, supongo que no.

Su voz era deliberadamente impersonal. El tema la divertía: de alguna manera había conseguido halagarla.

– ¿Entonces qué es lo que soy exactamente, Christopher, mi vida?

– Eres la hija de los señores Jackson-Bowies.

Tomó un sorbo de té.

– Sí…, ya sé lo que quieres decir… Puede que tengas razón… Entonces tú crees que debería dejar de acostarme con hombres?

– De ningún modo. Lo único que digo es que tienes que estar segura de que de verdad te gusta.

– Claro -dijo Sally gravemente, después de una pausa-que nunca he dejado que el amor se interfiera en mi trabajo. El trabajo es lo primero. Pero no creo que se pueda ser una gran actriz si no se tiene experiencia amorosa… -se interrumpió-. Chris, ¿de qué te estás riendo?

– Si no me río.

– Siempre estás riéndote de mí. ¿Piensas que soy una imbécil?

– No, Sally. No lo pienso en absoluto. Es verdad que me estaba riendo. No sé por qué, pero con las personas que me son simpáticas me entran a veces ganas de reírme de ellas.

– ¿Entonces yo te soy simpática, Christopher?

– Claro que sí, Sally. ¿No lo sabías?

– Pero no estás enamorado de mí, ¿verdad?

– No. No estoy enamorado de ti.

– Me alegro muchísimo. Desde que nos vimos la primera vez quise serte simpática, pero me alegro que no te hayas enamorado de mí. Porque creo que no podría enamorarme de ti, así que si tú te enamoras, se hubiese estropeado todo.

– Hemos tenido mucha suerte, ¿no te parece?

– Sí, mucha… -Sally vaciló.- Hay algo que te quiero decir, Chris, mi vida… No sé si lo comprenderás.

– Recuerda que no soy más que un hombre.

Sally se rió.

– Es una tontería, pero me molestaría que te enterases sin decírtelo yo… ¿Sabes, el otro día, cuando dijiste que Fritz te había dicho que mi madre era francesa?

– Sí, ya me acuerdo.

– ¿Y yo dije que se lo había inventado él? Bueno, pues no… Fui yo quien se lo dijo a él.

– ¿Pero por qué demonios le contaste eso?

Los dos rompimos a reír.

– No lo sé -dijo Sally-, supongo que porque quería impresionarle.

– Pero qué hay de impresionante en tener una madre francesa?

– Yo soy un poco así a veces, Chris. Tienes que tener paciencia conmigo.

– De acuerdo. Tendré paciencia.

– ¿Me das tu palabra de honor que no se lo contarás a Fritz?

– Palabra de honor.

– ¡Si se lo cuentas, cerdo! -gritó Sally riéndose y empuñando la daga-plegadera que estaba sobre mi mesa-, ¡te corto el cuello!

Después de marcharse Sally le pregunté a Fräulein Schroeder qué le había parecido. Estaba en éxtasis.

– ¡Como un cromo, Herr Issyvoo! ¡Y tan elegante! ¡Unas manos y unos pies tan finos! Se ve que pertenece a la mejor sociedad… Sabe usted, Herr Issyvoo, nunca hubiera imaginado que tuviera una amistad así. ¡Usted, tan callado!

– Ya sabe usted, Fräulein Schroeder, que a veces el agua mansa…

Dio un chillido de risa mientras se balanceaba sobre sus cortas piernas:

– ¡Tiene razón, Herr Issyvoo! ¡Tiene razón!


El día de nochevieja Sally se mudó a la pensión de Fräulein Schroeder.

Lo arreglamos todo a última hora. Sally, a quien mis repetidas advertencias habían hecho sospechar, sorprendió a Frau Karpf en una pillería demasiado evidente que la decidió a endurecer el corazón y marcharse. Ocuparía la antigua habitación de Fräulein Kost. Fräulein Schroeder estaba encantada.

Tuvimos cena de san Silvestre en casa: Fräulein Schroeder, Fräulein Mayr, Sally, Bobby, otro barman del Troika y yo. Fue un gran éxito. Bobby, reintegrado a su posición de favorito, coqueteó descaradamente con Fräulein Schroeder. Fräulein Mayr y Sally, de artista a artista, discutieron las posibilidades del teatro de variedades en Inglaterra y Sally soltó varias mentiras gordas, que por el momento casi creía ella misma, contando sus actuaciones en el Palladium y en el London Coliseum. Fräulein Mayr correspondió con la historia de un paseo suyo por las calles de Munich, en un coche tirado por un grupo de estudiantes entusiasmados. Llegadas a ese punto, Sally no tardó mucho en convencer a Fräulein Mayr para que cantase Sennerin Abschied von der Alm, que, después de unos vasos de clarete y de una botella de coñac barato, armonizaba tan bien con mi estado de ánimo que se me saltaron unas cuantas lágrimas. Todos coreamos el estribillo y el agudísimo Juch-he! del final. Luego Sally cantó I've got those Little Boy Blues con tanto sentimiento que el colega de Bobby lo tomó personalmente y le echó los brazos a la cintura. Tuvo que sujetarle Bobby, que le recordó que era hora de ir al trabajo.

Sally y yo fuimos con ellos al Troika. Allí estaba Fritz con Klaus Linke, el joven pianista que acompañaba las canciones de Sally en el Lady Windermere. Luego Fritz y yo nos fuimos a otro sitio. Fritz parecía deprimido pero no quería decirme por qué. Unas muchachas hacían cuadros vivos detrás de un tul y había una inmensa sala de baile con teléfonos en las mesas. Tuvimos las habituales conversaciones: «Perdón, señora, pero su voz me hace sospechar que es usted una rubita fascinadora con largas pestañas oscuras (justamente mi tipo). ¿Que cómo lo sé? ¡Ajajá, ese es mi secreto! Sí. Exacto. Soy alto, moreno, ancho de hombros, con aspecto militar y una sombra de bigote… ¿Que no se lo cree? ¡Venga a verlo usted misma!» Las parejas bailaban abrazadas, hablándose a gritos, chorreando sudor. La orquesta, en traje tirolés, jaleaba, bebía y sudaba cerveza. El local apestaba como un parque zoológico. A la salida me despisté y durante horas y horas vagué por un bosque de banderitas de papel. A la mañana siguiente, al despertarme, la cama estaba cubierta de ellas.

Hacía tiempo que estaba levantado y vestido cuando Sally volvió a casa. Vino directamente a mi cuarto, cansada pero contenta.

– ¡Hola, mi amor! ¿Qué hora es?

– Casi la de almorzar.

– ¿De veras?¡Qué maravilla! Estoy muerta de hambre: no he desayunado más que una taza de café…

Se quedó callada, como si esperase mi próxima pregunta.

– ¿Dónde has estado?

– Pero mi vida -Sally abrió mucho los ojos afectando sorpresa-. ¡Si creí que lo sabías!

– No tengo la menor idea.

– ¡Tonterías!

– De verdad que no lo sé, Sally.

– ¡Pero Christopher, mi amor, cómo puedes ser tan mentiroso! ¡Si se veía que lo habías planeado todo! La forma en que te llevaste a Fritz: ¡estaba tan enfadado! Klaus y yo nos moríamos de risa.

Sin embargo se sentía insegura. Por primera vez la vi ruborizarse.

– ¿Tienes un cigarrillo, Chris?

Le di uno y encendí una cerilla. Echó una bocanada de humo y se fue despacio hasta la ventana.

– Estoy locamente enamorada.

Se volvió hacia mí, frunciendo el ceño. Cruzó la habitación y se reclinó en el sofá, colocando manos y piernas cuidadosamente.

– Por lo menos, creo que lo estoy.

Dejé que hubiera una pausa respetuosa antes de preguntarle:

– ¿Y Klaus está enamorado de ti?

– Me adora -Sally hablaba completamente en serio. Fumó en silencio un rato-. Dice que se enamoró de mí el día que nos conocimos, en el Lady Windermere, pero que como trabajábamos juntos no se atrevió a decirme nada. Tenía miedo de perjudicar mi trabajo… Dice que antes de conocerme no tenía idea de lo maravillosamente hermoso que es un cuerpo de mujer. Sólo ha conocido a tres mujeres antes de mí, en toda su vida…

Encendí un cigarrillo.

– Ya lo sé, Chris, que no puedes acabar de entenderlo. Es horriblemente difícil de explicar…

– Ya me lo figuro.

– Hemos quedado en vernos otra vez a las cuatro -el tono era ligeramente retador.

– Lo mejor entonces es que te vayas a dormir. Le diré a Fräulein Schroeder que te haga unos huevos revueltos; o los haré yo mismo, si ella está aún demasiado borracha. Vete a la cama. Te los llevaré allí.

– Gracias, Chris, guapo. Eres un ángel -Sally bostezó-. No sé lo que haría sin ti.

A partir de entonces Sally y Klaus se vieron a diario. Generalmente se reunían en casa, y una vez Klaus se quedó toda la noche. Fräulein Schroeder no me dijo gran cosa, pero me di cuenta de que estaba un tanto desconcertada. No es que Klaus le pareciese mal: le encontraba muy atractivo. Pero consideraba a Sally propiedad mía, y le chocaba ver que yo me hacía a un lado tan dócilmente. Estoy seguro, sin embargo, de que si yo no hubiese estado enterado de la historia, y Sally hubiese estado de verdad engañándome, Fräulein Schroeder hubiera participado en la conspiración con muchísimo gusto.

Mientras tanto, Klaus y yo nos sentíamos un tanto incómodos el uno frente al otro. Cuando nos encontrábamos en la escalera nos saludábamos fríamente, como enemigos.


A mediados de enero Klaus se marchó a Inglaterra. Le habían ofrecido inesperadamente un empleo muy bueno, de sincronización de música para películas. La tarde en que vino a despedirse, el ambiente en la casa era verdaderamente quirúrgico, como si Sally estuviera sometida a una peligrosa operación. Fräulein Schroeder y Fräulein Mayr se sentaron en el cuarto de estar a echar las cartas. Según me aseguró después Fräulein Schroeder, los resultados no podían haber sido mejores. El ocho de bastos salió tres veces en una conjunción favorable.


Sally pasó todo el día siguiente enroscada sobre el sofá de su cuarto, con un lápiz y unas cuartillas sobre el regazo. Escribía poemas, que no me quiso enseñar, y fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Se negó a comer más que unos bocados de la tortilla que le preparó Fräulein Schroeder y se alimentaba de criadillas.

– ¿Puedo traerte algo, Sally?

– No, gracias, Chris, mi vida. No quiero comer nada. Me siento maravillosamente etérea, como si fuese una santa o algo así. No te puedes imaginar qué maravilla sentirse así. ¿Quieres un bombón, mi vida? Klaus me ha regalado tres cajas y si como más me voy a indigestar.

– Muchas gracias.

Creo que nunca nos casaremos. Arruinaría nuestras carreras. Sabes, Chris, me quiere tanto que no sería bueno para él tenerme siempre a su lado.

– Podéis casaros cuando los dos seáis famosos.

Sally lo pensó.

– No… Eso lo estropearía todo. Nos pasaríamos la vida intentando que todo fuese como antes, no sé si entenderás lo que quiero decir. Y los dos seríamos diferentes. Era tan maravillosamente primitivo. Igual que un fauno. Y me hacía sentir como si yo fuese una ninfa maravillosa, o algo así, lejos de todo, en medio de un bosque.

Llegó la primera carta de Klaus, que todos esperábamos ansiosamente. Por la mañana, Fräulein Schroeder me despertó para anunciármelo. Es posible que se temiese que no tendría ocasión de leerla y esperaba que yo se la contase. En todo caso, sus temores eran infundados. Sally no sólo nos enseñó la carta a Fräulein Schroeder, a Fräulein Mayr, a Bobby y a mí, sino que leyó en alta voz varios fragmentos escogidos delante de la mujer del portero, que había subido a cobrar el alquiler.

La carta me dejó, desde el principio, un mal sabor de boca. El tono era petulante y un poco protector. Decía que no le gustaba Londres. Se sentía solo y la comida le sentaba mal. La gente en los estudios le trataba sin la menor consideración. Le habría gustado que Sally estuviese con él, para ayudarle. Sin embargo, ya que estaba en Inglaterra se esforzaría en sacar el mejor partido posible. Trabajaría mucho y ganaría dinero. Y Sally también tenía que trabajar: el trabajo le evitaría las depresiones y la animaría. Al final de la carta venían unas cuantas expresiones de cariño, más bien empalagosas. Leyéndolas, se daba uno cuenta de que las había escrito muchas veces.

Pero Sally estaba encantada. Las recomendaciones de Klaus le hicieron tanta impresión que llamó inmediatamente a varias compañías cinematográficas, a una agencia teatral y a media docena de sus amistades «de negocios». Es verdad que los resultados fueron nulos, pero durante veinticuatro horas se sintió muy optimista: me contó que había soñado con contratos y con cheques de cuatro cifras.

– Es una sensación maravillosa, Chris. Estoy segura de que ahora todo irá bien y me convertiré en una de las actrices más famosas del mundo.

Una semana después entré en el cuarto de Sally por la mañana y la encontré con una carta en la mano. En seguida reconocí la letra de Klaus.

– Buenos días, Chris, mi sol.

– Buenos días, Sally.

– ¿Has dormido bien?-El tono era innecesariamente optimista y cordial.

– Muy bien. ¿Y tú?

– Bastante bien. Qué asco de tiempo, ¿verdad?

– Sí -fui a mirar a la ventana: el tiempo era efectivamente muy malo.

Sally sonreía convencionalmente.

– ¿A que no sabes lo que ha hecho este cerdo?

– ¿Qué cerdo?-No estaba dispuesto a que me cogiese desprevenido.

– ¡Chris, por el amor de Dios, no seas tan burro!

– Lo siento, pero esta mañana estoy un poco espeso.

– No me siento con ganas de explicártelo -Sally me alargó la carta-. Léela, ¿quieres?¡Qué carota! Léela en alta voz. Quiero oírla.

– «Mein liebes, armes Kind» -empezaba la carta.

Klaus llamaba a Sally su pobre niña querida, según decía, porque temía que lo que iba a decirle la hiciese muy desgraciada. Pero no tenía más remedio: tenía que decirle que había tomado una decisión. No debía creer que había sido fácil: había sido largo y penoso. Pero de todas maneras, sabía que estaba en lo cierto. En fin, que tenían que terminar.

– «Ahora comprendo -escribía Klaus- que he sido muy egoísta y que sólo he pensado en mi propio gusto. Ahora me doy cuenta de que he sido una mala influencia para ti. Mi pobre pequeña, la verdad es que me adorabas y si siguiésemos juntos acabarías por abandonarlo todo -de ahí pasaba a aconsejar a Sally que viviese para su trabajo-. El trabajo es lo único que importa; yo mismo me he dado cuenta-le preocupaba mucho que Sally se entristeciese excesivamente-: Tienes que ser valiente, Sally, mi niña querida.»

Al final de la carta se explicaba todo.

– «Hace unas noches me invitaron a una fiesta en casa de lady Klein, una figura de la aristocracia inglesa. Allí conocí a la señorita Gore-Eckersley, una muchacha muy guapa y muy inteligente, emparentada con un lord cuyo nombre no pude oír (seguramente tú sabes de quién se trata). Nos hemos visto dos veces y hemos hablado de muchísimas cosas. Creo que nunca había encontrado una chica que entendiese mis ideas como ella.»

– Eso sí que es nuevo -interrumpió Sally amargamente con una risita-. No sospechaba que el muchacho tuviese ideas.

En ese momento nos interrumpió Fräulein Schroeder, que husmeaba algo y venía a preguntar a Sally si quería bañarse. Las dejé solas para que pudiesen sacar el mayor partido posible de la situación.

– El caso es que no puedo estar enfadada con ese idiota -decía Sally unas horas más tarde, paseándose por el cuarto y fumando furiosamente-. La verdad es que casi siento pena por él de un modo maternal. Lo que no sé es lo que va a ser de su trabajo si le da por echarse en los brazos de esas mujeres.

Dio otra vuelta a la habitación.

– Si hubiese tenido un asunto con otra mujer y sólo me lo hubiese confesado al cabo de mucho tiempo, me habría importado más. ¡Pero con esa chica! Si me figuro que ni siquiera se han acostado…

– Desde luego que no. ¿Qué te parece si tomáramos unas criadillas?

– ¡Eres una maravilla, Chris! Siempre se te ocurre la cosa justa. Me gustaría enamorarme de ti. Klaus no vale ni la mínima parte.

– Ya lo sé.

– El muy carota -exclamó Sally, sorbiendo salsa Worcester y relamiéndose-, ¡decir que yo le adoraba! ¡Y lo malo es que es verdad!

Al anochecer fui a su cuarto y la encontré sentada con pluma y papel.

– He empezado no sé cuántas cartas y las he roto todas.

– No vale la pena, Sally. Vámonos al cine.

– Tienes razón, mi vida -Sally se enjugó los ojos con una punta de su pañuelillo-. No sirve de nada, ¿verdad?

– Absolutamente de nada.

– Ahora seré una gran actriz, ¡para que vea!

– ¡Así me gusta!

Fuimos a un cine pequeño de la Bülowstrasse, donde ponían una película de la historia de una muchacha que sacrificaba su carrera teatral para salvar su amor, su hogar y sus niños. Nos reímos tanto que tuvimos que salir antes del final.

– Me siento mucho mejor -dijo Sally a la salida.

– Me alegro.

– Después de todo, puede que no haya estado verdaderamente enamorada de él… ¿Tú qué crees?

– Es difícil decirlo.

– Muchas veces me he creído que estaba enamorada de un hombre y luego me he dado cuenta de que no. Pero esta vez… -su voz era melancólica- estaba segura de que sí… Y, sin embargo, ahora todo empieza a parecerme un poco confuso.

– Puede que sea de la impresión -sugerí.

A Sally le gustó la idea.

– ¡Sí, creo que sí…! Sabes, Chris, entiendes a las mujeres maravillosamente: mejor que todos los hombres que he conocido… Estoy segura de que un día escribirás una novela maravillosa y venderás millones de ejemplares.

– ¡Gracias por creer en mí, Sally!

– ¿Y tú crees en mí, Chris?

– Claro que creo.

– No, de verdad.

– Bueno… Estoy seguro de que serás un gran éxito en algo, aunque no sé bien en qué… Quiero decir que hay muchas cosas que puedes hacer si te empeñas, ¿no crees?

– Supongo que sí -Sally se quedó pensativa-. Por lo menos, a veces lo pienso… Y otras veces me da la sensación de que no sirvo para nada. Fíjate, si ni siquiera soy capaz de que un hombre me sea fiel un mes…

– ¡Sally, por favor, no empecemos otra vez!

– De acuerdo, Chris. No empezaremos. Vamos a tomar una copa.


Durante las semanas siguientes pasamos casi todo el tiempo juntos. Enroscada en el sofá de su cuarto, fumaba, comía criadillas y hablaba interminablemente del futuro. Cuando hacía buen tiempo y yo no tenía lecciones nos íbamos de paseo hasta la Wittenbergplatz y nos sentábamos en un banco al sol, a hablar de la gente que pasaba. Todos miraban a Sally, vestida con una boina amarillo canario y un abrigo de pieles traspillado como el pellejo de un perro sarnoso.

– Sabes una cosa -le gustaba decir-, qué diría toda esta gente si supiesen que estos dos vagos van a ser el novelista más maravilloso y la actriz más grande del mundo.

– Seguramente les sorprendería.

Cuando vayamos en nuestro Mercedes y recordemos esta época, creo que pensaremos que después de todo no lo pasábamos tan mal.

– Tampoco lo pasaríamos mal ahora si tuviésemos el Mercedes.

Hablábamos continuamente de dinero, de celebridad, de contratos fabulosos para Sally y de la increíble venta de las novelas que yo escribiría.

– Me parece -decía Sally- que debe ser maravilloso ser novelista. Uno es soñador, y poco práctico, y no entiende nada de negocios, y la gente piensa que le pueden engañar como les dé la gana, y un buen día va y escribe un libro diciéndoles lo cerdos que son todos y tiene un gran éxito y gana montones de dinero.

– Lo malo es que yo no soy lo bastante soñador.

– … y si yo encontrase un amigo verdaderamente rico. Mira… No quiero más que tres mil marcos al año, un piso y un coche decente. Haría cualquier cosa, ahora mismo, para ser rica. Si eres rica puedes esperar a que se te presente un contrato verdaderamente bueno, en vez de tener que conformarte con lo primero que te ofrecen… Por supuesto, que sería absolutamente fiel a mi protector.

Sally decía todo eso muy seriamente y además se lo creía. Se encontraba en un estado de ánimo curioso, enervada e inquieta. A menudo se ponía furiosa sin motivo. Hablaba todo el tiempo de encontrar trabajo, pero no lo buscaba. Su familia no le había suprimido aún la asignación, sin embargo, y vivíamos con muy poco gasto, puesto que Sally no quería ver gente ni salir por las noches. Una vez vino Fritz a tomar el té. Los dejé luego solos y me fui a mi cuarto a escribir una carta. Cuando volví, Fritz se había marchado y Sally lloraba.

– ¡Me aburre tanto! -sollozó-. ¡Le odio! ¡Me gustaría matarle!

A los pocos minutos se había calmado. Empecé a preparar las inevitables criadillas. Sally, enroscada en el sofá, fumaba pensativamente.

– No sé si voy a tener un crío -dijo de repente.

– ¡Dios mío! -Por poco dejo caer el vaso.- ¿De verdad?

– No lo sé. Conmigo es muy difícil saber: soy muy irregular… Es que a veces me siento mareada. Debe ser algo que he comido…

– ¿No sería mejor que fueses a ver a un médico?

– Sí. Me figuro que sí -Sally bostezó nerviosamente-. Pero no corre prisa.

– ¡Claro que corre! ¡Mañana mismo te vas a ver a un médico!

– Oye, Chris, ¿quién te has creído que eres para dar órdenes? ¡Me gustaría no haberte dicho nada!

Estaba a punto de romper a llorar otra vez.

– ¡Bueno, de acuerdo! ¡De acuerdo! -me apresuré a calmarla-. Haz lo que te parezca. No es asunto mío.

– Lo siento, Chris. No quería ser tan antipática. Ya veremos cómo me siento mañana. Puede que vaya al médico, después de todo.

No fue, claro. Y la verdad es que al día siguiente estaba mucho más alegre.

– Salgamos esta noche, Chris. Estoy harta de este cuarto. ¡Vamos a ver gente!

– Estupendo, Sally. ¿Dónde te gustaría ir?

– Vamos al Troika a darle conversación a ese idiota de Bobby. A lo mejor nos invita a una copa. ¡Nunca se sabe!

Bobby no nos invitó, pero Sally había tenido una buena idea. Porque fue en la barra del Troika donde conocimos a Clive y le hablamos por primera vez.


A partir de aquella tarde estuvimos con él constantemente, juntos o por separado. Y jamás le vi sereno. Nos contó -y no hay razón para no creerle- que se bebía media botella de whisky antes del desayuno. A menudo intentaba explicarnos por qué bebía tanto. Era muy desgraciado. Pero nunca conseguí averiguar por qué era tan desgraciado, porque Sally interrumpía siempre para decir que era hora de marcharse, o de ir a otro sitio, o de fumar un cigarrillo, o de tomar otra copa. Bebía casi tanto whisky como Clive y nunca parecía estar del todo borracha, aunque a veces sus ojos tenían un aspecto horrible, como si se los hubiesen hervido. La capa de maquillaje en su cara era cada día más gruesa.

Clive era un hombre muy alto, con un tipo un poco pesado de hermosura romana, y empezaba a engordar. Tenía ese aire de triste vaguedad tan norteamericano que siempre resulta atractivo, especialmente cuando se tiene mucho dinero. Indeciso, impaciente, un poco despistado, con el ansia confusa de pasarlo bien y la incertidumbre acerca de cómo conseguirlo, nunca estaba por completo seguro de que se divertía, de que lo que estábamos haciendo en aquel momento fuese de verdad divertido, y había que tranquilizarle constantemente. «¿Os parece animado este sitio?¿Creéis que realmente lo estamos pasando bien?¿De verdad?» «¡Sí, sí, claro: maravilloso! ¡Estupendo!» Y prorrumpía en una resonante risotada de colegial que se prolongaba hasta resultar forzada, para luego apagarse abruptamente en el mismo tono de desconcertada interrogación. No daba un paso sin asistencia nuestra. Y, sin embargo, en los momentos en que recurría a nosotros, me pareció a veces adivinar en él ciertos raros destellos de ironía. ¿Qué pensaría en el fondo de Sally y de mí?

Cada mañana enviaba un coche alquilado para recogernos y llevarnos al hotel. El chófer subía siempre con un ramo de flores espléndido, encargado en la floristería más cara del Linden. Un día que tenía que dar una clase, quedé con Sally en reunirme con ellos después. Al llegar al hotel me encontré con que Sally y él habían salido para Dresde, en avión. Clive había dejado una esquela en la que se excusaba profusamente y me invitaba a quedarme a almorzar en el restaurante del hotel, como huésped suyo. No lo hice. Las miradas del maître me azaraban. Volvieron por la noche y Clive me traía un regalo: media docena de camisas de seda.

– Quería comprarte una petaca de oro -me susurró Sally-, pero yo le dije que las camisas te vendrían mejor. Las tuyas están muy mal… Además, tenemos que ir despacio. No quiero que se crea que somos unos gorrones…

Las acepté agradecido. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Clive nos había corrompido completamente. Se daba por supuesto que iba a financiar la carrera artística de Sally y a menudo hablaba de ello, muy gentilmente, como si se tratase de un asunto trivial que se arregla entre amigos, sin necesidad de discutir. Pero apenas acababa de aludir a ello ya sus ideas habían tomado otra dirección: su conversación era tan inconsecuente como la de un chiquillo. A veces Sally tenía que hacer esfuerzos para disimular su impaciencia.

– Déjanos un ratito solos, mi vida -cuchicheaba-. Clive y yo tenemos que hablar de negocios.

Pero por mucho tacto que pusiese Sally en plantear la cuestión, nunca lo conseguía del todo. Al volver, al cabo de media hora, me encontraba a Clive bebiendo whisky, sonriente, y a Sally sonriendo también para ocultar su irritación.

– Le adoro -me repetía Sally solemnemente cada vez que nos quedábamos solos.

En creerlo ponía una intensa seriedad. Era como el dogma de una religión a la cual acabara de convertirse: Sally adora a Clive. Adorar a un millonario es suscribir un solemne compromiso. Cada vez con mayor frecuencia, el rostro de Sally empezó a reflejar la expresión estática de una monja de teatro. Y es verdad que cuando Clive, con su vaguedad encantadora, le soltaba un billete de veinte marcos a cualquier descarado profesional de la mendicidad, ella y yo nos sorprendíamos mirándole con verdadera reverencia. El despilfarro de tanto dinero contante y sonante nos sobrecogía como un signo inspirado, como una especie de milagro.


Una tarde en que parecía un poco más sereno que de costumbre, Clive empezó a hacer planes. Dentro de pocos días los tres nos marcharíamos de Berlín. El Oriente Express nos llevaría a Atenas. De allí volaríamos a Egipto. De Egipto iríamos a Marsella. De Marsella, en barco, a Sudamérica. Luego a Tahití, a Singapur, al Japón. Clive decía esos nombres como si fuesen los de las estaciones del ferrocarril de Wannsee: había estado ya en esos sitios. Lo conocía todo. Y su experimentada displicencia gradualmente infundía realidad a aquella conversación absurda. Después de todo, podía llevarnos con él, así que empecé a pensar seriamente que había decidido hacerlo. Con lo que para su fortuna era un mero capricho, podía alterar el curso entero de nuestras vidas.

Qué sería de nosotros? Una vez en camino no podríamos volver atrás. Nunca podríamos abandonarle. Se casaría con Sally, por supuesto. Y yo desempeñaría un empleo indefinido: sería una especie de secretario particular sin obligaciones de ninguna clase. Durante unos segundos me vi a mí mismo diez años después, en pantalones de franela y con unos zapatos blancos y negros, redondeada la barbilla, un poco congestionado, sirviéndome una copa en la terraza de un hotel de California.

– Venid a ver el entierro -decía Clive en aquel momento.

– ¿Qué entierro, mi amor?-preguntó Sally pacientemente. Aquella forma de interrupción era nueva.

– ¿Pero no os habéis fijado?-Clive se rió.- Es un entierro importantísimo. Llevan una hora pasando.

Los tres nos asomamos al balcón del cuarto: abajo la calle estaba llena de gente. Era el entierro de Hermann Müller. Filas de pálidos y disciplinados oficinistas, funcionarios del gobierno, secretarios de sindicatos -toda la deslucida y fatigada pompa de la socialdemocracia prusiana- desfilaban arrastrando los pies, bajo los estandartes, hacia los arcos de la Brandenburger Tor silueteados en la distancia, donde la brisa del atardecer hacía ondear lentamente los largos gallardetes negros.

– ¿Sabéis quién era ese tipo?-preguntó Clive, mirando hacia abajo-. Supongo que debía ser un jefazo.

– Vete a saber -bostezó Sally-. Mira, Clive, amor mío, verdad que la puesta de sol es una maravilla?

Tenía razón. Nada teníamos que ver nosotros con aquellos alemanes que pasaban a pie, allá abajo, con el muerto en su ataúd, ni con los lemas escritos en sus estandartes. Dentro de pocos días, pensé, habremos perdido toda afinidad con el noventa y nueve por ciento de la población mundial, con los hombres y las mujeres que se ganan el pan, que aseguran sus vidas y se preocupan por el porvenir de sus hijos. Es posible que en la Edad Media las gentes sintiesen algo así cuando creían haber vendido su alma al diablo. Era una curiosa sensación estimulante, y no desagradable, pero al mismo tiempo me sentía ligeramente asustado. Sí, me dije, ya está hecho. Me he perdido.

A la mañana siguiente fuimos al hotel a la hora de costumbre. Me pareció que el portero nos miraba de un modo un tanto extraño.

– ¿A quién desea usted ver, señora?

La pregunta resultaba tan extraordinaria que los dos nos echamos a reír.

– Al número 365, claro está -contestó Sally-. ¿A quién se creía usted?¿Es que todavía no nos conoce?

– Mucho me temo que no será posible, señora. El caballero del 365 se marchó esta mañana temprano.

– ¿Que se marchó? ¿Quiere usted decir que se ha ido a pasar el día fuera? ¡Tiene gracia! ¿A qué hora volverá?

– No habló para nada de volver, señora. Ha salido para Budapest.

Mientras le mirábamos con la boca abierta un camarero vino corriendo con una nota.

«Queridos Sally y Chris -decía-, no puedo aguantar más esta maldita ciudad, así que me marcho. Espero que nos volvamos a ver alguna vez. Clive.

»(Por si acaso he olvidado algo os dejo esto).»

El sobre contenía trescientos marcos en billetes. Junto con las flores marchitas, los cuatro pares de zapatos y los dos sombreros de Sally (comprados en Dresde) y las seis camisas mías eran todo el botín que nos había dejado la visita de Clive. Al principio Sally se puso furiosa. Luego empezamos a reír.

– Bueno, Chris, me temo que no servimos para el oficio. ¿No te parece, mi vida?

Nos pasamos la mayor parte del día discutiendo si la huida de Clive era una astucia premeditada. Yo me inclinaba a creer que no. Me lo imaginaba dejando cada ciudad y cada grupo de nuevos amigos de un modo similar. Y le comprendía muy bien.

Después discutimos qué hacer con el dinero. Sally decidió que lo mejor era guardar doscientos cincuenta marcos para comprarse ropa nueva y dar aire aquella tarde a los otros cincuenta.

Dar aire a los cincuenta marcos no resultó tan divertido como pensábamos. Sally se sentía mal y no pudo comer nada de la estupenda cena que pedimos. Los dos estábamos deprimidos.

– Sabes, Chris, estoy empezando a pensar que los hombres me dejarán siempre. Cuanto más lo pienso me acuerdo de más hombres que lo han hecho. Es realmente horrible.

– Yo no te dejaré nunca, Sally.

– ¿De verdad, mi vida?… En serio, creo que soy algo así como la mujer soñada, si entiendes lo que quiero decir. Soy el tipo de mujer que quita los maridos a sus mujeres pero que nunca retiene a ninguno por mucho tiempo. Y es que soy el tipo que todos los hombres se creen que les gusta, hasta que me consiguen; y entonces se dan cuenta que en realidad no.

– Bueno, supongo que prefieres eso a ser el patito feo con un corazón de oro, ¿no crees?

– … Me daría de golpes por haberme portado así con Clive. No tendría que haberle dado nunca la lata con el dinero, como lo hice. Me figuro que se creyó que no era más que una putilla como todas. Y en realidad le adoraba en cierto modo. Si me hubiera casado con él le habría hecho un hombre. Le habría obligado a dejar la bebida.

– Le dabas tan buen ejemplo…

Los dos nos reímos.

– Por lo menos el muy cerdo podía haberme dejado con un cheque decente.

– No te preocupes, mi vida. Hay muchos más en la tienda.

– No me importa -dijo Sally-. Estoy harta de hacer de puta. No pienso volver a mirar a la cara a un hombre con dinero.


A la mañana siguiente se sentía muy mal, pero creímos que era resaca. Se quedó en la cama toda la mañana y al levantarse se desmayó. Quise que fuese a ver a un médico inmediatamente, pero se negó. A la hora del té volvió a desmayarse y después tenía tan mala cara que Fräulein Schroeder y yo llamamos a un médico sin consultarla.

La visita del médico duró largo rato. Sentados en el cuarto de estar, Fräulein Schroeder y yo aguardamos a que saliese para oír su diagnóstico. Con gran sorpresa nuestra, salió de pronto y dejó el piso apresuradamente, sin mirarnos ni decirnos buenas tardes. Fui al cuarto de Sally y la encontré sentada en la cama, con una sonrisa estereotipada en el rostro.

– Bueno, Christopher, mi vida. Me han dado la inocentada.

– ¿Cómo?

Sally intentó reírse.

– Dice que voy a tener un crío.

– ¡Oh, Dios mío!

– ¡No pongas esa cara de susto, mi vida! Más o menos, me lo esperaba, sabes.

– ¿Supongo que es de Klaus?

– Sí.

– ¿Y qué vas a hacer?

– No tenerlo, por supuesto.

Sally cogió un cigarrillo. Yo estaba sentado y me miraba estúpidamente las puntas de los zapatos.

– ¿Y el doctor…?

– No; no lo hará. Se lo pregunté a las claras y se ofendió terriblemente. Yo le dije: «Muy señor mío, ¿se imagina usted lo que va a ser de ese pobre niño si nace?¿Es que tengo yo cara de ser una buena madre?»

– ¿Y qué contestó?

– Me parece que pensaba que ése era otro asunto. Lo único que le importaba era su reputación profesional.

– Bueno, pues tendremos que buscar a alguien sin reputación profesional. Eso es todo.

– Creo -dijo Sally- que lo mejor sería preguntarle a Fräulein Schroeder.

Así que consultamos a Fräulein Schroeder, que lo tomó muy bien y, aunque alarmada, se mostró muy práctica. Sí, sabía de alguien. Una amiga de una amiga de una amiga, que había tenido una vez dificultades. Y el doctor era un hombre muy competente, muy listo. Lo único malo es que debía de ser muy caro.

– ¡Menos mal -exclamó Sally- que no nos hemos gastado todo el dinero de ese cerdo de Clive!

– Si quieres que te lo diga, creo que Klaus…

– Oye, Chris. Te lo digo de una vez por todas: ¡si te cojo escribiendo a Klaus a propósito de esto, no te lo perdonaré nunca y no te volveré a hablar!

– Bueno, muy bien… Claro que no lo haré. Era una idea, nada más.

El médico no me gustó. Se pasó todo el tiempo palmoteando y pellizcándole el brazo a Sally y acariciándole la mano. Pero parecía el hombre más indicado. Sally iría a su clínica particular en cuanto hubiese una vacante. Todo era perfectamente normal y legal. En unas cuantas frases pulidas, el peripuesto galeno disipó cualquier posible sombra de clandestinidad siniestra: el estado de salud de Sally, nos explicó, hacía por completo desaconsejable el parto; se extendería una certificación haciéndolo constar. Por supuesto, la certificación costaría bastante dinero. Y lo mismo la clínica, y la operación. Pidió un pago inmediato de doscientos cincuenta marcos antes de tomar ninguna disposición, pero finalmente le rebajamos a doscientos. Sally necesitaba los restantes cincuenta, según me explicó más tarde, para comprarse unos camisones.

La primavera por fin había llegado. Los cafés instalaban veladores en las aceras y los puestos de helados, con sus ruedas de colores, empezaban a abrirse. Fuimos a la clínica en un taxi abierto. Gracias al buen tiempo, Sally estaba mucho más animada de lo que la había visto en varias semanas. A Fräulein Schroeder, aunque valientemente intentaba sonreír, estaban a punto de saltarle las lágrimas.

– Espero que el médico no será judío -me preguntó severamente Fräulein Mayr-. No permita usted que la toque ninguno de esos sucios judíos. ¡Siempre buscan esta clase de operaciones, los muy guarros!

Le dieron un bonito cuarto, limpio y alegre, con un balcón. Volví a verla por la tarde. Metida en la cama, sin maquillaje, parecía años más joven, casi una niña pequeña.

– Hola, mi vida… Todavía no me han matado, ya ves. Aunque han estado haciendo todo lo posible… ¿Verdad que éste es un sitio divertido?… Me gustaría que el cerdo de Klaus pudiera verme… Esto es lo que me pasa por no comprender sus ideas…

Estaba un poco febril y se reía mucho. Una de las enfermeras se asomó un momento, como si buscase algo, y volvió a salir casi inmediatamente.

– Se moría de ganas de echarte un vistazo -me explicó Sally-. Sabes, le dije que tú eras el padre. No te importará, verdad, mi vida…

– Ni lo más mínimo. Es un cumplido.

– Así es mucho más sencillo. Si no, si no hubiera nadie, les parecería muy raro. Y no quiero que me miren protectoramente, como si fuese la pobre muchachita engañada, abandonada por el novio. No resulta muy halagador, ¿verdad? Así que le conté que estábamos locamente enamorados pero que no teníamos un céntimo, así que no podíamos casarnos, y que siempre soñábamos con llegar a ser ricos y famosos y tener diez hijos, para compensar éste. La pobre se emocionó mucho. De verdad, lloró. Esta noche, cuando esté de turno, va a venir a enseñarme fotos de su novio. ¿Verdad que es un encanto?


Al día siguiente, Fräulein Schroeder y yo fuimos juntos a la clínica. La encontramos en la cama, boca arriba, con las sábanas subidas hasta la barbilla.

– ¡Hola, cómo estáis! ¿Queréis sentaron?¿Qué hora es?-Se revolvió trabajosamente en la cama y se restregó los ojos.- ¿De dónde han salido todas esas flores?

– Las hemos traído nosotros.

– ¡Sois un encanto! -Sally sonrió vagamente.- Siento estar hoy tan atontada… Es el maldito cloroformo… Tengo la cabeza perdida.

Estuvimos sólo unos minutos. A la vuelta, Fräulein Schroeder estaba enormemente impresionada.

– Créame, Herr Issyvoo, hubiese sido mi propia hija y no lo habría tomado más a pecho. ¡Ver a esa pobre criatura sufrir así! Habría preferido estar yo en su lugar, ¡se lo aseguro!

Al día siguiente se encontraba mucho mejor. Fuimos todos a visitarla: Fräulein Schroeder, Fräulein Mayr, Bobby y Fritz. Fritz, claro está, no tenía idea de la verdadera historia. Le habíamos dicho que a Sally la habían operado de una pequeña úlcera. Como siempre ocurre cuando alguien no está en el secreto, hizo toda clase de alusiones involuntarias y embarazosamente oportunas a París, a la cigüeña, a los cochecitos de niño y a los críos en general. Incluso nos contó un escándalo nuevo y muy confidencial, a propósito de una señora de la sociedad de Berlín, muy conocida, de la que se murmuraba que recientemente se había sometido a una operación ilegal. Sally y yo procuramos no mirarnos.


A la otra tarde fui a verla por última vez en la clínica. Se marchaba a la mañana siguiente. Estaba sola y fuimos a sentarnos al balcón. Parecía encontrarse bastante bien y podía pasearse por el cuarto.

– Le he dicho a la enfermera que no quería ver a nadie más que a ti -Sally bostezó lánguidamente-. La gente me cansa mucho.

– ¿Quieres que yo me vaya también?

– Oh, no -dijo sin demasiado entusiasmo-. Si te marchas vendrá alguna de las enfermeras a darme conversación; y si no estoy animada y divertida con ella dirán que me tengo que quedar un par de días más en este horror de sitio. Y no podría soportarlo.

Sally miraba melancólicamente la calle apacible.

– Sabes, Chris, en cierto modo me gustaría haber tenido el crío… Habría sido maravilloso tenerlo. Estos dos últimos días he pensado mucho en cómo se debe una sentir cuando es madre. Sabes, ayer noche estuve aquí sentada mucho tiempo con este almohadón en los brazos, pensando que era mi niño. Y me sentía como maravillosamente aislada del resto del mundo. Estuve pensando en cómo crecería y en cómo yo trabajaría para él, y después de acostarle por las noches saldría a la calle para hacer el amor con algún viejo guarro y sacarle dinero para su comida y sus vestidos… No me importa que te sonrías así, Chris… ¡De verdad lo pensaba!

– Bien, ¿por qué no te casas entonces, y tienes uno?

– No lo sé… Creo que he perdido la fe en los hombres. No los quiero para nada… Incluso tú, Christopher…, si salieses ahora a la calle y te atropellase un taxi lo sentiría, claro, pero en realidad no me importaría absolutamente nada.

– Gracias, Sally.

Los dos nos reímos.

– Claro que no quería decir eso, mi vida, no es nada personal. No te enfades por lo que diga mientras esté así. Me pasan por la cabeza toda clase de ideas fantásticas. Tener niños le hace sentirse a una espantosamente primitiva, como un animal salvaje que defiende sus crías, o algo parecido. Lo malo es que yo no tengo ninguna cría que defender… Creo que es eso lo que me pone de tan mal humor con todo el mundo.


En parte como consecuencia de esa conversación, aquella tarde decidí suspender todas mis clases, marcharme de Berlín lo antes posible, a algún sitio en el Báltico, y ponerme a trabajar. Casi no había escrito nada desde Navidades.

Creo que cuando le comuniqué mi idea sintió un cierto alivio. Los dos necesitábamos cambiar de aires.

Vagamente hablamos de que ella vendría después a reunirse conmigo, pero sospeché que no lo haría. Sus planes eran bastante indefinidos. Dijo que si encontraba el dinero quizá se fuera a París, a los Alpes, o al sur de Francia.

– Pero seguramente -añadió- me quedaré aquí. Lo pasaré bien. Creo que me he acostumbrado a este sitio.

Volví a Berlín a mediados de julio.

En todo aquel tiempo no había sabido nada de Sally, aparte de media docena de postales que nos enviamos el uno a la otra durante el primer mes de mi ausencia. Al enterarme de que había dejado nuestra pensión no me sorprendí demasiado.

– Por supuesto que lo comprendo muy bien. Aquí no podía ofrecerle todas las comodidades a que ella está acostumbrada -la pobre Fräulein Schroeder tenía los ojos llenos de lágrimas-. Pero de todos modos, para mí ha sido un disgusto terrible… Fräulein Bowles se portó muy elegantemente, no me puedo quejar. Se empeñó en pagar la habitación hasta fin de julio. Claro que yo tenía derecho, porque no me dio aviso hasta el día veintiuno, pero nunca se lo hubiera dicho… Una señorita tan simpática…

– ¿Tiene usted sus señas?

– Sí, y el número de teléfono. La llamará, claro. Ella estará encantada de verle… Los otros caballeros vienen y se van, pero usted es su verdadero amigo, Herr Issyvoo. Sabe usted, siempre pensaba que acabarían casándose. Harían ustedes una pareja ideal. Usted era siempre una influencia buena, y ella le alegraba un poco cuando usted se metía demasiado en sus libros y sus estudios… ¡Sí, sí, Herr Issyvoo, ríase usted: nunca se puede decir! ¡A lo mejor todavía está a tiempo!


A la mañana siguiente, Fräulein Schroeder me despertó muy excitada:

– ¡Herr Issyvoo, qué le parece a usted! ¡El Darmstädter und National ha cerrado! ¡No me extrañaría que hubiera miles de personas arruinadas! ¡El lechero dice que habrá guerra civil dentro de quince días! ¿Qué opina usted?

Me vestí y salí a la calle. Efectivamente, a la puerta de la sucursal, en la esquina de la Nollendorfplatz, había una multitud de gentes: hombres con sacos de cuero y mujeres con bolsas de malla, que podían haber sido la misma Fräulein Schroeder. Las ventanas del banco tenían las rejas bajadas. La mayoría de la gente contemplaba la puerta cerrada con una intensidad casi estúpida: en mitad de ella habían colgado un pequeño aviso, elegantemente impreso en letras góticas, como si fuese una página de un clásico. El aviso decía que el presidente del Reich había garantizado los depósitos. Que todo estaba en orden. Únicamente, el banco no abriría.

Un chiquillo jugaba al aro entre la multitud. El aro fue a dar contra las piernas de una mujer que arremetió inmediatamente contra él: «Du, sei bloss nicht so frech. ¡Mocoso descarado! ¡Qué haces aquí!» Otra mujer se sumó al ataque contra el crío asustado: «¡Fuera de aquí! ¡Tú no entiendes nada!» Y una tercera le preguntó, con furioso sarcasmo: «¿Es que tú también tienes tu dinero en el banco?» Ante aquella rabia reprimida y a punto de estallar, el chiquillo salió huyendo.

Por la tarde hizo mucho calor. Los primeros periódicos de la noche traían el texto de los decretos de emergencia, redactados en terso estilo ministerial. Un titular alarmista se destacaba tajante, subrayado en tinta roja: «¡Colapso General!» Un articulista nazi recordaba a sus lectores que el día siguiente, catorce de julio, era fiesta nacional en Francia. Sin duda, agregaba, este año los franceses la celebrarían con especial entusiasmo, ante la perspectiva del derrumbamiento de Alemania. Entré en una tienda de confección y me compré unos pantalones de franela por doce marcos cincuenta (un gesto de confianza en Inglaterra). Luego me metí en el metro y fui a visitar a Sally.

Vivía en un bloque de viviendas de tres habitaciones, construido para colonia de artistas, no lejos de la Breitenbachplatz. Llamé al timbre y me abrió ella misma la puerta:

– ¡Hola, Chris, cerdo!

– ¡Hola, Sally, mi vida!

– ¿Cómo estás…?Ten cuidado, amor mío, no me manches. Tengo que salir dentro de un momento.

Nunca la había visto de blanco: la favorecía. Pero tenía la cara más delgada y había envejecido. Llevaba el pelo cortado de una manera nueva y cuidadosamente ondulado.

– Estás muy elegante.

– ¿De verdad?

Sally me dedicó una de sus sonrisas de satisfacción, soñadora y deliberada. La seguí al saloncito. Una gran ventana ocupaba toda una pared. El mobiliario de madera estaba pintado de color cereza y había un diván muy bajo con almohadones de colores vivos. Un perrillo enano y peludo dio un brinco y empezó a ladrar. Sally lo cogió en brazos y empezó a darle besos, sin rozarle con los labios:

– Freddi, mein Liebling, Du bist soo süss.

– ¿Es tuyo?-le pregunté-. Su acento alemán había mejorado.

– No. Es de Gerda, la chica que vive conmigo.

– ¿Hace mucho tiempo que la conoces?

– Sólo una semana o dos.

– ¿Qué tal es?

– No está mal. Más agarrada que un puño. Tengo que pagarlo yo todo.

– Está muy bien este sitio.

– ¿Te gusta? Sí, me parece que está muy bien. Por lo menos mejor que el agujero aquel en la Nollendorfstrasse.

– ¿Por qué te marchaste?¿Tuviste una pelea con Fräulein Schroeder?

– No, no fue eso exactamente. Pero me harté de oírla hablar. Era para volverse loca. La verdad es que es una pelma espantosa.

– Te quiere mucho.

Sally se encogió de hombros, con un leve movimiento de indiferencia impaciente. Me di cuenta de que durante todo el tiempo de nuestra conversación había estado evitando mirarme a los ojos. Hubo una larga pausa. Me sentía desconcertado y vagamente incómodo. Empecé a esperar el momento de inventar una excusa y marcharme.

Sonó el teléfono. Sally bostezó, cogió el aparato y lo puso en su regazo.

– Al habla, ¿quién es? Sí, soy yo… No… No… No tengo ni idea… ¿Que si de verdad no la tengo?¿Que lo adivine?-Arrugó la nariz:- ¿Eres Erwin? ¿No? ¿Paul? ¿No? Espera un minuto… Déjame ver…

– Tengo que salir ahora mismo corriendo, mi vida -gritó Sally, cuando por fin colgó el teléfono-. ¡Llevo ya casi dos horas de retraso!

– ¿Tienes un nuevo amigo?

Sally ignoró mi sonrisa. Encendió un cigarrillo con una ligera expresión de desagrado.

– Tengo que ver a un individuo para un asunto de negocios -dijo escuetamente.

– ¿Cuándo nos volvemos a ver?

– No lo sé, vida mía… Tengo una porción de cosas estos días. Mañana estaré todo el día en el campo, y puede que el otro también… Ya te lo diré… A lo mejor me marcho a Frankfurt dentro de poco.

– ¿Te han ofrecido trabajo allí?

– No, no es eso -hablaba con cierta impaciencia, como si quisiera terminar con aquel tema-. De todos modos, he decidido no hacer ninguna película hasta este otoño. Quiero tomarme un descanso completo.

– Por lo visto has hecho cantidad de amigos nuevos.

Sally adoptó otra vez una actitud vaga, cuidadosamente casual.

– Sí, me figuro que sí. Probablemente es una reacción después de todos esos meses sin ver un alma, en la pensión de Fräulein Schroeder.

– Bueno -no pude evitar una sonrisa maliciosa-, espero por tu bien que ninguno de tus amigos tuviese el dinero en el Darmstädter und National.

– ¿Por qué?-Se interesó inmediatamente.- ¿Qué ocurre?

– ¿De verdad no estás enterada?

Claro que no. Nunca leo los periódicos y hoy no he salido de casa todavía.

Le conté las noticias de la crisis. Cuando terminé, estaba bastante asustada.

– ¿Pero por qué demonios -exclamó impaciente- no me lo has dicho antes? Puede ser serio.

– Lo siento, Sally. Creí que ya lo sabrías…, sobre todo como ahora parece que te mueves en los círculos financieras…

Pero no hizo caso de mi broma. Tenía el ceño fruncido, como absorta en sus pensamientos.

– Si fuese verdaderamente serio, Leo habría llamado para decirlo.

La idea pareció tranquilizarla.

Bajamos juntos hasta la esquina y allí Sally cogió un taxi.

– Es un incordio vivir tan lejos -dijo-. Probablemente un día de éstos me compraré un coche. Por cierto -añadió en el momento de despedirnos-, qué tal lo has pasado en Ruegen?

– Me he bañado mucho.

– Bueno, mi vida, adiós. Ya nos veremos.

– Adiós, Sally. Que te diviertas.


Una semana después me llamó por teléfono.

– ¿Podrías venir a verme en seguida, Chris? Es muy importante. Quiero que me hagas un favor.

Lo mismo que la otra vez, encontré a Sally sola en el piso.

– ¿Quieres ganar algo de dinero, mi vida?-me dijo nada más saludarme.

– Claro.

– ¡Estupendo! Verás, se trata de lo siguiente… -Llevaba una vaporosa bata encarnada y tenía una tendencia a quedarse sin aliento.- Un individuo que conozco va a lanzar una revista. Algo terriblemente intelectual y artístico, con cantidades de fotografías modernas maravillosas, tinteros y muchachas cabeza abajo, ya conoces el estilo… La cuestión es que cada número piensan dedicarlo a un país, con artículos acerca de las costumbres, y todo eso… Bueno, el primer país va a ser Inglaterra y quieren que yo escriba un artículo sobre la muchacha inglesa… Claro, como yo no tengo la mínima idea de lo que hay que decir, pensé que tú podrías escribir el artículo en nombre mío y quedarte con el dinero; lo único que quiero es quedar bien con el tipo que dirige la revista: me puede ser enormemente útil en otras ocasiones, en el futuro…

– De acuerdo. Lo intentaré.

– ¡Eres una maravilla!

– Cuándo quieres tenerlo?

– Verás, mi vida, ése es el problema. Tiene que ser ahora mismo… Si no, no sirve de nada, porque se lo prometí hace cuatro días y no tengo más remedio que dárselo esta tarde… No hace falta que sea muy largo. Unas quinientas palabras.

– Bien, haré lo que pueda.

– Estupendo… Siéntate donde quieras. Aquí hay papel. ¿Llevas pluma? Oh, y aquí tienes un diccionario, por si quieres mirar alguna palabra… Yo me voy a bañar.

Cuando volvió ya vestida, tres cuartos de hora más tarde, el artículo estaba terminado. Francamente, me sentía bastante satisfecho de mi trabajo.

Lo leyó con toda atención, frunciendo las cejas cuidadosamente dibujadas. Al terminar, lo dejó a un lado con un suspiro. -Lo siento, Chris, pero no sirve.

– ¿Que no sirve?

Me quedé sinceramente sorprendido.

– Claro, me figuro que es muy bueno desde el punto de vista literario, y todo eso…

– ¿Qué es lo que está mal entonces?

– No es lo bastante brillante -su tono era inapelable-. No es en absoluto lo que ellos quieren.

Me encogí de hombros.

– Lo siento, Sally. Lo hice lo mejor que pude, pero ya sabes que el periodismo no es lo mío.

Hubo una pausa enfadada. Mi vanidad estaba herida.

– Dios mío, ya sé quién me lo hará si se lo pido -gritó Sally de pronto, y se levantó de un salto-. ¿Cómo demonio no se me ocurrió antes?-Cogió el teléfono y marcó un número.- ¿Eres tú, Kurt, mi vida…?

En tres minutos explicó la historia del artículo. Cogió el teléfono y me anunció triunfante:

– ¡Es una maravilla! Lo va a hacer ahora mismo… -Y después de un silencio deliberado añadió:

– Era Kurt Rosenthal.

– ¿Quién es ése?

– ¿No sabes quién es?-Molesta, aparentó una profunda sorpresa.- Creí que el cine te interesaba. Es el mejor guionista que hay, con gran diferencia. Gana cantidades de dinero. Me lo hace como un favor, claro. Dice que se lo dictará a su secretaria mientras se afeita y que él mismo se ocupará de enviarlo… ¡Es maravilloso!

– ¿Estás segura de que esta vez saldrá como tu revista lo quiere?

– ¡Claro que sí! Kurt es un verdadero genio. Sabe hacerlo todo. Ahora está escribiendo una novela en sus horas libres. Está siempre tan espantosamente ocupado que la tiene que dictar mientras desayuna. El otro día me enseñó los primeros capítulos. Es la mejor novela que he leído en mi vida, de veras.

– ¿De veras?

– Es la clase de escritor que admiro -prosiguió Sally sin mirarme-. Terriblemente ambicioso. Trabaja todo el tiempo. Y puede escribir de todo: guiones, novelas, teatro, poesías, anuncios… Y no presume. No es como esa gente joven que porque han escrito un libro se pasan la vida hablando de arte y se creen que son los escritores más maravillosos del mundo… No los puedo aguantar…

A pesar de que estaba irritado, me reí.

– ¿Desde cuándo tienes tan mala opinión de mí, Sally?-No es mala opinión de ti -pero seguía sin mirarme-. No es eso exactamente.

– Pero no me puedes aguantar.

– No sé lo que es… Creo que has cambiado…

– ¿En qué he cambiado?

– Es difícil de explicar… No pareces tener ninguna energía ni ganas de llegar a nada. Eres tan dilettante… Me molesta. -Lo siento.

El tono irónico de mi voz sonaba un tanto forzado. Sally fruncía las cejas y se miraba sus diminutos zapatos negros.

– Tienes que pensar que soy una mujer, Christopher. A las mujeres les gusta que los hombres sean fuertes y decididos y que quieran hacer carrera. A una mujer le gusta ser maternal con un hombre y proteger su lado débil, pero tiene que tener también un lado fuerte, para poderle respetar… Te aconsejo que si alguna vez te enamoras de una mujer no la dejes darse cuenta de que no tienes ambiciones. Acabaría despreciándote.

– Sí, ya lo veo… Y según ese criterio escoges tus amigos, tus nuevos amigos.

Se puso furiosa.

– Te es muy fácil burlarte de mis amigos porque tienen talento para los negocios. Si tienen dinero es porque han trabajado para tenerlo… ¿Me figuro que te crees mucho mejor que ellos?

– Sí, Sally, ya que me lo preguntas. Y si son como me los imagino, creo que lo soy.

– ¡Ya lo veo, Christopher! Eso es típico tuyo. Y es lo que me molesta en ti: eres un perezoso y un pretencioso. Si dices una cosa así tendrías que demostrar que es verdad.

– ¿Cómo va uno a demostrar que es mejor que otra persona? Además, yo no he dicho eso. Dije que creía que yo era mejor: es una cuestión de gustos.

No contestó. Encendió un cigarrillo y frunció el entrecejo.

– Dices que yo he cambiado -proseguí-. Para ser franco, yo estaba pensando lo mismo de ti.

No pareció sorprenderse.

– ¿Ah, sí, Christopher? Puede que tengas razón. No lo sé… O quizá ninguno de los dos hemos cambiado, y ahora nos vemos tal como somos. Muy diferentes en muchas cosas, sabes.

– Sí, ya me he dado cuenta.

– Creo -dijo Sally, fumando pensativamente mientras se miraba los zapatos-, que a lo mejor nuestra amistad era una fase y los dos la hemos superado un poco.

– Puede que sí… -sonreí. Lo que Sally estaba pensando era demasiado evidente-. De todas maneras, no necesitamos pelearnos por eso, ¿no crees?

– Claro que no, mi vida.

Hubo un silencio. Yo dije que tenía que marcharme. Los dos estábamos violentos y excesivamente corteses.

– ¿Estás seguro de que no quieres una taza de café?

– No, un millón de gracias.

– ¿Y un poco de té? Es muy bueno. Me lo han regalado.

– No, Sally, de verdad, muchas gracias. Realmente tengo que marcharme.

– ¿De veras?-Aquello pareció aliviarla bastante.- No dejes de llamarme un día de estos, por favor.

– Sí, seguro.


Hasta que no estuve en la calle no me di cuenta de lo rabioso y quemado que estaba. Es una completa zorra, pensé. Y después de todo, siempre lo he sabido, desde el principio. Pero no era verdad: no lo sabía. Me halagaba la idea, ¿por qué no confesarlo?, de que me tenía afecto. Bien, me había equivocado, por lo visto, y no tenía por qué echarle la culpa a ella. Y le echaba la culpa, no obstante. Estaba furioso. En aquel momento me habría gustado verla dar de latigazos. La verdad es que estaba tan trastornado que acabé por preguntarme si, a mi manera, no habría estado enamorado de Sally durante todo aquel tiempo.

Pero no era que estuviese enamorado. Era la más barata y más infantil reacción de vanidad herida. No es que me importase en absoluto su opinión sobre mi artículo -un poco sí, pero muy poco-, mis pretensiones literarias estaban por encima de todo lo que ella pudiera decir. Era su opinión sobre mí.

¡Ese temible instinto de las mujeres para calar por bajo de la comedia masculina! De nada servía decirme que la mentalidad y el vocabulario de Sally eran los de una colegiala de doce años, que a fin de cuentas no era más que un personaje cómico y disparatado. De nada servía -de algún modo me daba cuenta de que yo había quedado como un boceras-. ¿Y no era yo en realidad un poco boceras -aunque no en el sentido ridículo en que ella creía- con mi flamante socialismo de salón y mis conversaciones literarias con mis alumnas? Sí, lo era. Pero ella nada sabía de aquello. Y lo más humillante de todo es que podía haberla impresionado fácilmente. Me había equivocado de actitud desde el principio de nuestra conversación. En lugar de mostrarme maravilloso, convincente, superior, paternal, maduro, me había ruborizado y había discutido. Había intentado competir con aquella bestezuela de Kurt en su propio terreno; ¡precisamente, claro está, lo que Sally deseaba y esperaba que hiciese! Al cabo de tantos meses había venido a cometer la equivocación más imperdonable: me había mostrado incompetente y, además, celoso. Sí, vulgarmente celoso. Me habría dado de bofetadas. Sólo de pensar en ello me sentía escocido de vergüenza.

Bien, el mal ya estaba hecho. No quedaba otra cosa que hacer sino olvidar el asunto. Y, desde luego, ni pensar en ver a Sally otra vez.

Una mañana, alrededor de diez días después, recibí la visita de un hombre joven, tez pálida y pelo negro, que hablaba corrientemente en americano, con un ligero acento extranjero. Se llamaba, según dijo, George P. Sandars, y había visto mi anuncio de clases de inglés en el B. Z. am Mittag.

– Cuándo desea usted empezar?-le pregunté.

El joven meneó la cabeza apresuradamente y dijo que no, que no venía a eso. Un tanto decepcionado, me dispuse a escuchar cortésmente el motivo de su visita, pero no parecía tener prisa en explicármelo. En lugar de ello aceptó un cigarrillo, se instaló en una silla y empezó a hablarme calmosamente de Estados Unidos. Me preguntó si conocía Chicago. Le dije que no. ¿Pero conocería de oídas a James L. Schraube? ¿Tampoco? Mi joven visitante exhaló un apagado suspiro. Daba la impresión de ser muy paciente conmigo y con el mundo en general. Seguramente había sostenido ya aquella conversación con muchas otras personas. James L. Schraube, según explicó, era un tipo muy importante en Chicago, propietario de una cadena de restaurantes y de varios cines, de dos casas de campo y de un yate en el lago Michigan. Y además tenía nada menos que cuatro automóviles. Al llegar a este punto empecé a tamborilear con los dedos en el tablero de la mesa. El rostro de mi visitante adquirió una expresión apenada. Se excusó por robar mi valioso tiempo. Me había hablado de Mr. Schraube, según dijo, porque había pensado que me podía interesar -su tono era de cortés reproche- y porque Mr. Schraube, de conocerle yo, con toda certeza me habría garantizado la honorabilidad de su amigo Sandars. Bien, de todas maneras…, ¿no podría yo prestarle doscientos marcos? Necesitaba el dinero para montar un negocio: una oportunidad única, que se perdería si no encontraba ese dinero antes de mañana por la mañana. Si le daba el dinero volvería aquella misma tarde con documentos para demostrarme que se trataba de un proyecto serio. Y me lo pagaría al cabo de tres días.

¿No? Bueno… No pareció sorprenderse en exceso. Se levantó inmediatamente, como un comerciante que ha malgastado veinte valiosos minutos con un posible cliente: quien salía perdiendo era yo y no él, parecía insinuarme cortésmente. En la puerta ya, se detuvo todavía un momento: Por casualidad no conocería yo a alguna actriz de cine? Me dijo que para ayudarse viajaba con una nueva crema facial, especialmente preparada para combatir la sequedad del cutis producida por los focos de los estudios. La utilizaban ya todas las estrellas de Hollywood, pero en Europa era desconocida. Si pudiese encontrar media docena de actrices que la recomendaran, se les haría un suministro permanente con un cincuenta por ciento de bonificación.

Vacilé un momento y luego le di las señas de Sally. No sé bien por qué lo hice. En parte, claro está, para quitármelo de encima, pues parecía deseoso de sentarse otra vez y seguir con la conversación. Quizá, también, por malicia. A Sally no le sentaría mal tener que aguantar una o dos horas de charla: ¿no me había dicho que le gustaban los hombres con ambición? Puede que incluso le regalase unos tarros de crema facial -si es que existían-. Y si le pedía los doscientos marcos, tampoco importaba mucho. El tipo era incapaz de engañar a un niño.

– De todos modos -le advertí-, no diga que va de mi parte.

Asintió inmediatamente con una leve sonrisa. Sin duda tenía alguna explicación particular suya para mi petición, porque no pareció extrañarle en lo más mínimo. Se despidió con un cortés sombrerazo desde la escalera. A la mañana siguiente me había olvidado por completo de su visita.

Unos pocos días más tarde me llamó Sally. Tuve que interrumpir la clase que estaba dando para acudir al teléfono y estuve muy poco amable.

– ¿Eres tú, Christopher, mi vida?

– Sí.

– ¿Puedes venir a verme ahora mismo?

– No.

– Oh… -mi negativa la había desconcertado. Hubo una pausa antes de que prosiguiera, con forzada humildad-. ¿Supongo que estarás muy ocupado?

– Sí. Mucho.

– Bueno… ¿Te importaría que fuese a verte ahora?

– ¿Para qué?

– Chris -la voz de Sally era desesperada-, no puedo explicártelo por teléfono… Es una cosa muy seria, de verdad.

– Ah, ya comprendo -me esforcé en decirlo con todo el retintín posible-, otro artículo para una revista, me figuro.

Pero en cuanto lo hube dicho los dos rompimos a reír.

– ¡Chris, eres un canalla! -La voz de Sally tintineó alegremente en el receptor; pero en seguida se reprimió.- No, mi vida, te lo prometo. Esta vez es algo terriblemente serio, muy serio de verdad -y al cabo de un momento añadió dramáticamente-: Y tú eres la única persona que puede ayudarme.

– Bueno. Está bien… -Me di por vencido.- Ven dentro de una hora.


– Verás, mi vida, empezaré por el principio, ¿no crees?… Ayer por la mañana me llamó un tipo para preguntar si podía venir a verme. Dijo que era para un negocio muy importante, y como sabía mi nombre, y todo, le contesté que sí, que viniera en seguida… Así que vino. Dijo que se llamaba Rakowski, Paul Rakowski, que era agente en Europa de Metro-Goldwin-Mayer y que venía a hacerme una oferta. Me contó que estaban buscando una actriz inglesa que hablara alemán, para trabajar en una comedia que iban a empezar a rodar en la Riviera italiana. Todo parecía completamente verdad, porque me dijo quiénes eran el director y el cameraman, y el director artístico y quién había escrito el guión. Claro que era la primera vez que yo oía sus nombres. Pero eso no es tan raro; en realidad, así sonaba mucho más verdadero, porque la mayoría de la gente habría dicho algún nombre de los que salen en los periódicos… Bueno, me dijo que después de verme estaba convencido de que yo era el tipo justo para ese papel, y que de hecho me lo daba ya si las pruebas salían bien… Así que yo estaba encantada y le pregunté que cuándo podríamos hacerlas y él me dijo que dentro de un día o dos, porque tenía que ponerse de acuerdo con la gente de Ufa… Entonces empezamos a hablar de Hollywood y me contó muchísimas historias (supongo que podían ser cosas que había leído en revistas de cine, pero estoy segura de que no) y me explicó cómo hacen la sonorización y los efectos especiales. En realidad fue de lo más interesante y tiene que haber estado en muchísimos estudios. Y cuando terminamos con Hollywood empezó a contarme cosas del resto de América, y de la gente que conocía, y de los gángsters y de Nueva York. Me dijo que acababa de llegar de allí y que su equipaje estaba todavía en Hamburgo, en la aduana. La verdad es que yo había estado pensando que era un poco raro que fuese tan mal arreglado, pero cuando me dijo eso, claro, me pareció lo más natural… Bueno, me tienes que prometer que no te vas a reír, Chris, porque si no no podré contarte lo que viene ahora. Verás, luego empezó a hacerme el amor de un modo apasionadísimo. Al principio me incomodé con él, por mezclar los negocios con la vida privada. Pero al cabo de un rato ya no me importó: era bastante atractivo, un poco al estilo eslavo… Acabó por invitarme a cenar con él, así que fuimos a Horcher donde nos dieron maravillosamente de cenar (ese es el único consuelo). Y cuando nos traen la cuenta va y dice: «Por cierto, amor mío, ¿podrías dejarme trescientos marcos hasta mañana? Sólo llevo dólares y tengo que cambiarlos en el banco». Y claro, se los dejé: para colino de mala pata yo llevaba aquella noche mucho dinero… Y entonces dijo: «Vamos a pedir una botella de champaña para celebrar tu contrato». Dije que bueno, y me figuro que en aquel momento ya debía de estar bastante colocada, porque cuando me pidió que pasara la noche con él le dije que sí. Fuimos a uno de los hotelitos de la Augsburgerstrasse…, he olvidado el nombre, pero es muy fácil saber cuál era… Un sitio de lo más sórdido… De todos modos, casi no recuerdo lo que pasó después. Fue esta mañana temprano cuando empecé a darme cuenta de las cosas, mientras él seguía durmiendo, y a pensar si todo aquello no era un poco raro… No me había fijado antes en su ropa interior, pero era de lo más chocante. Una se figura que un hombre de cine importante lleva calzoncillos de seda, ¿no te parece? Bueno, los suyos eran la cosa más extraordinaria, como de pelo de camello o así; podían haber sido los de san Juan Bautista. Y llevaba un alfiler de corbata de esos de Woolworth. No es que sus cosas fuesen viejas: se veía que de nuevas tampoco habían valido mucho… Estaba pensando en saltar de la cama y echarle un vistazo a los bolsillos, pero se despertó y ya no pude. Pedimos el desayuno… No sé si se creía que yo estaba locamente enamorada de él después de aquella noche, o si ya no tenía ganas de molestarse en disimular, pero por la mañana era una persona completamente distinta, un golfo de lo más vulgar. Tomaba la mermelada con cuchillo, y naturalmente la mayor parte se le fue a las sábanas. Y al sorber los huevos hacía un ruido tan terrorífico que me eché a reír, y él se enfadó… Luego dijo que quería cerveza. Bueno, le dije yo, llama abajo y pídela. La verdad es que empezaba a estar un poco asustada, porque se había puesto a dar unos berridos completamente primitivos. Estaba segura de que era un loco. Así que pensé que lo mejor era seguirle la corriente… El caso es que le pareció una buena idea y descolgó el teléfono y estuvo hablando no sé cuánto tiempo y se puso hecho una fiera, y me dijo que se negaban a subir cerveza a las habitaciones. Ahora me doy cuenta que seguramente todo aquello era teatro y que tenía bajada la palanca. Pero lo hizo muy bien, y además yo estaba demasiado asustada para darme mucha cuenta. Estaba viendo que igual me asesinaba si no le daban su cerveza. Por fin se calmó y dijo que iba a vestirse para bajar a buscarla. Le dije que muy bien… Así que estuve esperando, esperando, pero no volvía. Hasta que al final llamé al timbre y pregunté a la camarera si le había visto salir. «Oh, sí, el señor pagó la cuenta y se marchó hace una hora… Dijo que no la molestáramos.» Me cogió tan de sorpresa que no pude decir más que muy bien, que muchas gracias… Lo más gracioso es que estaba tan convencida ya de que estaba loco que no se me había vuelto a pasar por la cabeza que se trataba de un timo. A lo mejor eso es lo que él quería… En fin, de loco no tenía un pelo, porque miré en el bolso y me encontré que se había llevado todos los billetes, y además el cambio de los trescientos marcos que le presté la noche anterior… Lo que me pone más furiosa de toda la historia es que él haya pensado que no le denunciaría, por vergüenza. Le voy a demostrar que se equivoca.

– Oye, Sally, ¿qué aspecto tenía ese tipo?

– Más o menos tu estatura. Pálido. Moreno. Se veía que no había nacido en América porque hablaba con acento extranjero.

– ¿Te acuerdas si te habló de un tal Schraube, que vive en Chicago?

– Espera… ¡Sí, claro que me habló! Me contó una porción de cosas… ¿Pero cómo demonios lo sabes?

– Verás, es que… Mira, Sally, tengo que confesarte algo horrible… No sé si podrás perdonarme…


Aquella misma tarde fuimos a la Alexanderplatz.

La entrevista resultó aún más embarazosa de lo que yo pensara. Para mí, al menos. Si Sally se sentía incómoda no lo demostró en lo más mínimo. Frente a los dos funcionarios de la policía -ambos con lentes- hizo historia de las circunstancias del caso con la misma vivaz impersonalidad con que hubiera podido denunciar un perro perdido o un paraguas extraviado en el autobús. Los funcionarios, que eran evidentemente dos padres de familia, parecían más bien desconcertados. Cada vez que tenían que escribir mojaban y remojaban las plumas en la tinta morada, hacían nerviosos movimientos circulares con los codos y su actitud era seca y ceñuda.

– En lo que respecta al hotel -dijo muy seriamente el de más edad-, ¿supongo que usted sabía, antes de entrar, la clase de hotel de que se trataba?

– No íbamos a ir al Bristol, ¿no le parece?-El tono de Sally era comedido y razonable.- Además, no nos habrían dejado entrar sin equipaje.

– Ah, ¿conque no llevaban ustedes equipaje?-el más joven preguntó con un énfasis triunfal, como si el detalle fuese de decisiva importancia.

La bocamanga con insignias policiales comenzó a deslizarse regularmente sobre el pliego de papel de barba. Urgido por la inspiración, no prestó oído a la respuesta de Sally.

– No acostumbro a llevar maleta cuando un hombre me invita a cenar.

Pero el más viejo se hizo cargo inmediatamente.

– ¿De modo que fue en el restaurante donde ese individuo la invitó a… ejem… a ir al hotel?

– No me lo propuso hasta después de cenar.

– Jovencita -el policía de más edad se retrepó en la silla, paternal y sarcástico-, ¿puedo preguntarle si tiene usted por costumbre aceptar invitaciones de esa especie hechas por desconocidos?

Sally sonrió dulcemente. Era el candor y la inocencia mismos.

– Verá usted, Herr Kommissar, no era un desconocido. Era mi novio.

Aquello les hizo a los dos botar sobre sus asientos. El más joven incluso dejó caer un manchón de tinta sobre la página virgen, posiblemente el único manchón que pueda jamás encontrarse en los inmaculados expedientes del Polizeipräsidium.

– No va usted a decirme, Fräulein Bowles -a despecho de lo seco del tono, los ojos del viejo chispeaban-, ¿no irá usted a decirme que se puso usted en relaciones con un hombre al que había conocido aquella misma tarde?

– Exactamente.

– ¿No le parece… ejem… un tanto insólito?

– Supongo que sí -asintió Sally seriamente-. Pero sabe usted, hoy en día una chica no puede permitirse el lujo de tener a un hombre esperando. Si se le declara y ella dice que no, igual prueba con otra. Con este exceso de mujeres…

Al llegar aquí, el viejo estalló en una carcajada. Echó la silla hacia atrás y se rió hasta ponerse al borde de la congestión. Tardó un minuto en poder hablar. El joven se comportó mucho más decorosamente, sacó un pañuelo y pretendió sonarse; pero los resoplidos pronto se cambiaron en algo parecido a un estornudo que resultó ser una risotada, y muy pronto renunció él también a todo intento de tomar a Sally en serio. El resto de la entrevista se desarrolló con una informalidad de ópera cómica, acompañada de aparatosas demostraciones de galantería. El viejo, sobre todo, estuvo bastante atrevido. Creo que a los dos les molestaba mi presencia. La querían para ellos.

– Y no se preocupe, Fräulein Bowles -le dijeron al despedirnos-, nosotros se lo encontraremos, aunque tengamos que remover Berlín de arriba abajo.


– ¡Bueno -exclamé admirativamente en cuanto estuvimos a solas-, la verdad es que sabes manejarlos!

Sally se sentía muy satisfecha de sí misma y sonrió soñadoramente.

– ¿Por qué lo dices, mi vida?

– Lo sabes tan bien como yo… ¡conseguir que soltasen la carcajada: contarles que era tu novio! ¡Fue una idea genial!

Sally no se rió, sino que se puso un poco colorada y bajó los ojos. Su rostro adquirió una expresión infantil, cómicamente culpable.

– Sabes, Chris, en realidad era verdad.

– ¡Que era verdad!

– Sí, amor mío.

Ahora, por primera vez Sally estaba de veras azarada y empezó a hablar muy de prisa.

– Es que no podía contártelo esta mañana después de todo lo que había pasado, habría parecido tan idiota… Cuando estábamos en el restaurante me pidió que me casase con él y yo le dije que sí… Sabes, como trabajaba en el cine, pensé que estaba acostumbrado a los noviazgos rápidos: después de todo, en Hollywood lo hacen así… Y como era americano nos habríamos podido divorciar fácilmente, en cuanto quisiéramos… Y habría sido muy bueno para mi carrera (si hubiese sido verdad, claro), ¿no te parece?… Teníamos que casarnos hoy, si podíamos arreglarlo… Parece tan absurdo al pensarlo ahora…

– ¡Pero, Sally! -Me paré y me quedé mirándola. Y no tuve más remedio que reír.- Bueno, verdaderamente… ¡Eres el ser más extraordinario que he conocido en mi vida!

Sally se rió como un niño travieso que descubre que ha hecho gracia a los mayores.

– ¿Verdad que siempre te había dicho que estaba un poco chiflada? Me figuro que ahora te convencerás.


Pasó más de una semana antes de que tuviésemos noticias de la policía. Por fin, una mañana vinieron dos detectives a verme. Habían localizado y tenían bajo vigilancia a un hombre joven que respondía a nuestra descripción. Conocían sus señas pero deseaban que lo identificase yo antes de detenerle. ¿Querría hacerles el favor de acompañarles a una cafetería de la Kleiststrasse? Solía ir allí casi todos los días a esta hora. Yo se lo señalaría y me marcharía inmediatamente, sin ningún escándalo ni molestia.

La idea no me gustaba, pero no había modo de escapar. Fuimos al sitio, que estaba lleno, porque era la hora del almuerzo, y le descubrí casi inmediatamente: estaba en la barra, junto a la bandeja del té, con una taza en la mano. Visto así, solo y desprevenido, me pareció patético, peor vestido y más joven, casi un muchacho. A punto estuve de decir que no estaba, ¿pero de qué habría servido? Le cogerían de todas maneras.

– Sí, es aquél -dije a los detectives-. Allí.

Asintieron. Di la vuelta y salí corriendo a la calle, lleno de vergüenza y diciéndome que nunca en mi vida volvería a colaborar con la policía.

Sally vino a verme pocos días después y me contó el resto de la historia:

– Tuve que ir a verle, claro… Tenía el aspecto de un desgraciado y me hizo pensar que yo era una bestia. Lo único que me dijo fue: «Creí que éramos amigos». Le habría dicho que se quedase con el dinero, pero se lo había gastado todo. La policía dice que no ha estado nunca en Estados Unidos y que no es americano, que es polaco… Menos mal que no le procesarán. Le ha reconocido el médico y le van a enviar al psiquiátrico. Espero que allí le traten bien…

– ¿Así que estaba loco, después de todo?

– Supongo que sí. Una especie de loco tranquilo… -Sally sonrió.- No resulta muy halagador para mí, ¿verdad?¡Oh, Chris! ¿Y sabes qué edad tenía? ¡No te lo puedes figurar!

– Unos veinte años, supongo.

– ¡Dieciséis!

– ¡Qué tontería!

– Sí, de veras… El caso habría tenido que ir al tribunal de menores.

Los dos nos reímos.

– Sabes, Sally -dije yo-, lo que en el fondo me gusta de ti es que siempre es tan fácil darte el timo. Las gentes que nunca se dejan engañar son deprimentes.

– ¿Entonces me sigues queriendo, Chris?

– Sí, Sally. Te sigo queriendo.

– Tenía miedo que estuvieses molesto conmigo, por lo del otro día.

– Y lo estaba. Mucho.

– ¿Pero ya no lo estás?

– No… Creo que no.

– Buscar excusas, o explicártelo, o pedirte perdón, no serviría de mucho… A veces me pongo así… Tú lo comprendes, ¿verdad, Chris?

– Sí -dije-. Creo que sí.

No nos volvimos a ver. Quince días más tarde, cuando estaba pensando en telefonearla, me llegó una postal de París: «Llegué anoche. Escribiré mañana. Muchos besos». La carta no fino. Un mes después recibí otra postal de Roma, sin remite: «Te escribiré dentro de uno o dos días», ponía. Eso fue hace seis años.

Ahora le escribo yo a ella.

Cuando leas esto, Sally -si alguna vez lo lees-, piensa que es un homenaje, mi más sincero homenaje, a ti y a nuestra amistad. Y mándame otra postal.