"Adiós A Berlín" - читать интересную книгу автора (Isherwood Christopher)

En la isla de Ruegen

Me despierto temprano y salgo en pijama a sentarme en la baranda. Los árboles del bosque proyectan largas sombras sobre el suelo. Los pájaros pían con una súbita y misteriosa violencia, como despertadores. Las ramas de los abedules penden vencidas sobre el arenoso camino campesino, surcado de rodaduras. Una nube suave y alargada va ascendiendo sobre la hilera de árboles que bordean el lago. Un hombre con una bicicleta mira pacer su caballo en un pradillo junto al camino y va a desenredar la soga que se le ha enrollado en un casco. Empuja al animal con ambas manos, pero éste no se mueve. Y ahora pasa una vieja envuelta en un chal a cuyo lado camina un chiquillo. El chiquillo viste una marinera oscura, está muy pálido y lleva el cuello vendado. Pronto pasan de vuelta. Llega un hombre en bicicleta y grita algo al del caballo. En la quietud de la mañana la voz tintinea, distinta e inteligible. Canta un gallo. Se aleja el chirrido de la bicicleta. El rocío tiembla sobre las sillas y la mesa blanca, en la arboleda del jardín, y las lilas gotean pesadamente. Suena el canto de otro gallo, mucho más fuerte y más próximo. Y me parece oír el mar, o unas campanas muy distantes.

Arriba, a mano izquierda, el pueblo queda oculto en el bosque. Se compone casi exclusivamente de pensiones y hoteles, en los varios estilos de arquitectura veraniega -morisco, bávaro, Taj Mahal, y casitas rococó con historiados balcones pintados de blanco-. Detrás del bosque está el mar. Se puede ir sin atravesar el pueblo, por un sendero en zigzag que desemboca bruscamente al borde de unas escarpaduras arenosas, con la playa abajo y el Báltico tibio y poco profundo tendido casi a los pies de uno. Este extremo de la playa está bastante desierto: los baños están del otro lado del promontorio. Las cúpulas de cebolla del Strand Restaurant de Baabe ondean en la calina, a un kilómetro de distancia.

El bosque pulula de conejos, culebras y ciervos. Ayer por la mañana vi a un borzoi persiguiendo a un corzo por los campos y luego entre los árboles. El perro no consiguió alcanzarlo, aunque parecía avanzar mucho más de prisa, en largos brincos elegantes, mientras el corzo corría dando botes rígidos y montaraces que hacían retemblar el suelo, lo mismo que un piano de cola embrujado.

En la casa hay dos huéspedes más. Uno es un inglés, Peter Wilkinson, de mi edad más o menos. El otro es un chico obrero alemán, de Berlín, y se llama Otto Nowak. Tiene dieciséis o diecisiete años.

Peter -le llamo ya por su nombre de pila: la primera noche nos emborrachamos juntos y pronto fuimos amigos- es flaco, moreno y nervioso. Lleva gafas con montura de concha. Cuando se excita mete las manos entre las rodillas y aprieta una contra otra y se le marcan las venas en las sienes. Todo él tirita de risa nerviosa contenida, hasta que Otto exclama, irritado: «Mensch, reg'Dich bloss nicht so auf.»

La cara de Otto es como un melocotón muy maduro. Tiene el pelo rubio y espeso, que le nace muy abajo, unos ojillos chispeantes de malicia y una gran sonrisa encantadora, demasiado inocente para ser verdad. Cuando sonríe se le marcan dos grandes hoyuelos en el melocotón de los carrillos. Estos días me ha cortejado asiduamente, halagándome, riéndome los chistes, y no pierde ocasión de dedicarme un guiño de cazurra complicidad. Creo que me considera como un posible aliado en sus tratos con Peter.

Esta mañana fuimos los tres a la playa juntos. Mientras Peter y Otto se entretenían en construir un castillo de arena, yo estaba tumbado y miraba a Peter trabajar furiosamente, borracho de sol, arrojando la arena afanosamente con su palita de niño, igual que si estuviera en una brigada de trabajos forzados, bajo la vigilancia de un capataz armado. En toda la mañana larga y calurosa no ha parado un momento. Otto y él han nadado, han cavado, han luchado, han hecho carreras y han jugado con un balón de goma de un lado al otro de la playa. Peter es escuálido pero tiene nervio. En sus juegos con Otto parece que sólo le sostuviera un inmenso y furioso esfuerzo de la voluntad. La voluntad de Peter contra el cuerpo de Otto. Otto es su cuerpo entero; Peter es nada más que una cabeza. Los movimientos de Otto son fáciles, fluidos, sus gestos tienen la inconsciente gracia salvaje de un animal elegante y rapaz. Peter va uncido a sí mismo y hostiga su cuerpo rígido y sin gracia con el látigo de su despiadada voluntad.


Otto es descaradamente presumido. Peter le ha comprado un extensor y se ejercita solemnemente a todas horas. Al entrar en su cuarto después del almuerzo, en busca de Peter, me he encontrado a Otto solo, delante del espejo, debatiéndose con el extensor, como una especie de Laocoonte:

– ¡Fíjate, Christoph! -me ha gritado jadeante-. ¡Fíjate, ya puedo! ¡Con los cinco cables!

Es verdad que las espaldas y el tórax de Otto son soberbios para un chico de sus años, pero su cuerpo resulta sin embargo un poco grotesco. Las bellas y firmes líneas del torso se adelgazan demasiado súbitamente en unas nalgas desproporcionadamente pequeñas y en unas piernas delgadas e inmaduras. Y sus ejercicios con el extensor le hacen de día en día más chaparro.

Otto tenía esta tarde un principio de insolación y se fue temprano a la cama, con dolor de cabeza. Peter y yo hemos subido al pueblo, los dos solos. En el café Baviera, entre el estrépito infernal de la orquesta, me ha contado al oído, a voces, la historia de su vida.

Peter es el menor de cuatro hijos. Tiene dos hermanas, las dos casadas. Una de ellas vive en el campo y le gusta cazar. La otra es lo que los periódicos llaman «una conocida figura de nuestra sociedad». Su hermano mayor es hombre de ciencia y explorador, ha participado en expediciones al Congo, a las Nuevas Hébridas, y a la Gran Barrera de Coral. Juega al ajedrez, habla como un hombre de sesenta años y Peter está convencido de que es virgen. El único miembro de la familia con quien Peter se trata en la actualidad es su hermana la cazadora, pero se ven poco, porque Peter detesta a su cuñado.

Peter fue un niño delicado y se educó en casa. A los trece años su padre le mandó al colegio. Padre y madre estuvieron peleados por ello, hasta que Peter, con el concurso de su madre, consiguió estar mal del corazón y tuvo que volver a casa al final del segundo trimestre. Una vez libre, Peter empezó a odiar a su madre, que con sus mimos le había convertido en un débil. Ella comprendió que nunca se lo perdonaría y, como Peter era el único hijo a quien quería, acabó por enfermar y murió al poco tiempo.

Era demasiado tarde para enviar otra vez a Peter al colegio, así que el señor Wilkinson le tomó un preceptor, un joven y fervoroso anglicano que quería ser sacerdote, se bañaba en invierno en agua fría y tenía el pelo crespo y las facciones helénicas. Como a su padre le fue antipático desde el primer momento y su hermano mayor se reía de él, Peter tomó apasionadamente el partido del preceptor. Los dos juntos fueron a la región de los lagos y, en el austero escenario de los páramos, discutían durante sus caminatas el significado de los sacramentos. Inevitablemente, esa clase de conversaciones dio lugar a una complicada amistad sentimental que terminó bruscamente, un atardecer, con una espantosa bronca en un pajar. El preceptor marchó a la mañana siguiente, dejando tras sí una carta de diez páginas, y Peter pensó en suicidarse. Más tarde supo que se había dejado el bigote y había emigrado a Australia… Peter tuvo otro preceptor y luego fue a Oxford.

Su padre le había hecho detestar los negocios y su hermano la ciencia; la música y la literatura fueron para él una especie de religión. Oxford le gustó mucho el primer año. Iba a parties y se atrevía a hablar. Descubrió, con sorpresa y agrado, que la gente le escuchaba, y sólo más tarde se dio cuenta del aire azarado con que lo hacían.

– De una manera o de otra -comentó Peter-, siempre tenía que meter la pata.

Mientras tanto, en la gran casa de Mayfair, con sus cuatro cuartos de baño y su garaje para tres automóviles, con sus comidas de interminable abundancia, la familia Wilkinson se deshacía poco a poco, igual que algo podrido. El viejo, con sus riñones enfermos, su whisky y su experiencia en el «manejo de los hombres», se sentía malhumorado y confuso y resultaba ligeramente patético. Cuando sus hijos estaban cerca, gruñía y se removía lo mismo que un mastín envejecido. Nadie hablaba en la mesa. Cada cual esquivaba los ojos de los demás y corría luego al piso de arriba, a escribir cartas exasperadas y sarcásticas a sus íntimos amigos. Sólo Peter no tenía amigo a quien escribir. Encerrado en su cuarto lujoso y vulgar, pasaba las horas leyendo.

Después en Oxford fue lo mismo. Ya no iba a parties. Trabajaba todo el día y, justamente antes de los exámenes, tuvo una depresión nerviosa. El médico aconsejó un cambio de aires y de trabajo. Su padre le dejó jugar a granjero durante seis meses en Devonshire y luego empezó a hablarle del negocio. El señor Wilkinson había sido incapaz de conseguir que sus otros hijos demostrasen un mínimo interés por el origen de sus rentas. Encastillados en sus mundos respectivos, todos eran inabordables. Una de sus hijas iba a casarse con un título, la otra cazaba con el príncipe de Gales. El hijo mayor enviaba comunicaciones a la Real Sociedad Geográfica.

Únicamente Peter parecía carecer de justificación. Los otros hijos eran egoístas pero sabían lo que querían. Peter, egoísta también, no lo sabía.

En ese crítico momento murió un tío de Peter, hermano de su madre, que vivía en Canadá. Había visto una vez a Peter de chiquillo, se había encaprichado con él, y le dejó todo su dinero. No mucho, pero lo bastante para poder vivir agradablemente.

Peter se fue a París, a estudiar música. Su profesor le dijo que no pasaría nunca de ser un competente aficionado, pero eso no le sirvió más que para esforzarse aún con más ahínco. Estudiaba para no pensar y enseguida tuvo otra depresión nerviosa, menos grave que la primera. Por aquel entonces estaba convencido de que pronto se iba a volver loco. Volvió a Londres y encontró a su padre solo en la casa. La primera noche tuvieron una bronca y dejaron de hablarse. Al cabo de una semana de mutismo y suntuosas comidas, Peter sufrió un ligero ataque de obsesión homicida. Durante el desayuno no pudo apartar los ojos de un grano que tenía su padre en la garganta. Continuamente manoseaba el cuchillo. De repente, empezó a crispársele el lado izquierdo de la cara. Una crispación tan irreprimible que le obligó a taparse la mejilla con la mano. Estaba seguro de que su padre lo había notado y de que deliberadamente se negaba a darse por enterado -para torturarle-. Al fin, Peter no pudo aguantar más. Se levantó de un salto, huyó del cuarto, y de la casa, al jardín, donde se tiró boca abajo sobre la hierba húmeda. Allí se estuvo, demasiado aterrorizado para moverse. Al cuarto de hora, la crispación cesó.

Aquella noche Peter paró a una puta en Regent Street. Fueron a la habitación de la chica y hablaron durante horas. Le contó la historia de su vida en casa, le dio diez libras y se marchó sin haberla tocado. A la mañana siguiente se vio en el muslo izquierdo un misterioso sarpullido. El médico no supo explicarle de qué era y le recetó una pomada. El sarpullido se hizo menos visible, pero no desapareció hasta hace un mes. Poco después del episodio en Regent Street, Peter empezó a tener molestias en el ojo izquierdo.

Llevaba ya algún tiempo dándole vueltas a la idea de consultar a un psicoanalista. Finalmente se decidió por un freudiano ortodoxo, con una voz soñolienta y malhumorada y unos pies inmensos. A Peter le fue inmediatamente antipático, y se lo dijo. El freudiano tomó notas en una cuartilla y no pareció ofenderse. Más tarde, Peter descubrió que, fuera del arte chino, no le interesaba nada. Iba a verle tres veces por semana y cada visita le costaba dos guineas.

A los seis meses Peter abandonó al discípulo de Freud para pasarse a otro analista, una doctora finlandesa con el pelo blanco y una jovial disposición conversadora. A Peter le resultaba fácil hablar con ella. Le contó, lo mejor que pudo, su vida, sus pensamientos y sus sueños. A veces, en los momentos de desánimo, le contaba historias por completo falsas, o anécdotas leídas en manuales clínicos. Luego le confesaba que había mentido y discutían los motivos que le impulsaron a ello y llegaban a la conclusión de que eran muy interesantes. Algunas noches capitales, Peter tenía un sueño y eso les daba terna de conversación para las siguientes semanas. El análisis duró dos años y no terminaba nunca.

Este año Peter se hartó de la finlandesa. Había oído hablar de un tipo en Berlín. ¿Por qué no? Sería un cambio, por lo menos. Y un ahorro también. El tipo de Berlín sólo cobraba quince marcos por visita.

– ¿Y todavía estás con él?-pregunté.

– No… -dijo Peter sonriendo-. Ahora me resulta demasiado caro, sabes.

El mes pasado, a los dos días de llegar, Peter fue a bañarse a Wansee. El agua aún estaba fría y había poca gente. Se fijó en un chico que estaba dando volteretas en la arena. Luego el chico se acercó y empezaron a hablar. Era Otto Nowak.

– Otto se horrorizó cuando le hablé del analista.

– ¡Qué! ¡Que le das a un tipo quince marcos al día para que te deje hablar con él! ¡Dame diez a mí y yo te hablaré todo el día, y toda la noche si hace falta!

Peter empezó a reír convulsivamente, se puso rojo y se restregaba las manos.


Lo curioso es que la propuesta de Otto de sustituir al analista no era demasiado absurda. Como todos los seres intensamente animales, tiene, cuando quiere usarlo, un instintivo poder saludador. En esos momentos, su manera de tratar a Peter es infaliblemente la justa. Peter puede estar sentado a la mesa, encorvado, con los labios curvados hacia abajo y todavía crispados por terrores infantiles. Entra Otto, todo sonrisa y hoyuelos, tira una silla, le da una palmada a Peter en la espalda, se frota las manos y exclama satisfecho: «Ja, ja… so ist die Sache!» Y Peter cambia inmediatamente. La tensión se relaja, su actitud se hace natural, desaparece la crispación de los labios y los ojos pierden su expresión acosada. Mientras dura el efecto, es una persona como todas.

Peter me ha contado que antes de conocer a Otto le aterrorizaban tanto las infecciones que se lavaba las manos con fenol después de haber tocado a un gato. Ahora bebe a menudo en el vaso de Otto, come de su plato y usa su esponja.

En el Kurhaus y en el café del lago ha empezado el baile. Vimos los anuncios hace dos días, durante nuestro paseo al anochecer, cuando íbamos por la calle mayor del pueblo. Vi que Otto miraba interesado el cartel y que Peter se daba cuenta, pero ninguno de los dos dijo nada.

Ayer hizo un día húmedo y frío. Otto propuso que alquilásemos una barca en el lago y saliéramos a pescar. A Peter le gustó la idea y a mí también. Pero a los tres cuartos de hora de plantón bajo la llovizna, sin que nada picase, empezó a impacientarse. Bogamos en dirección a la orilla y Otto hacía chapotear sus remos -al principio porque no sabía remar, después para fastidiar a Peter-. Peter se molestó y le dio un gritó a Otto, que se puso de morros.

Después de la cena, Otto nos participó que se iba a bailar al Kurhaus. Peter escuchó esto sin decir palabra, en ominoso silencio, mientras las comisuras de los labios empezaban a curvársele hacia abajo, y Otto, sin darse cuenta de su disgusto o sin querer darse cuenta, dio el asunto por sentado.

Después que se hubo ido, Peter y yo subimos arriba y nos instalamos en mi cuarto. Hacia frío y la lluvia tamborileaba en la ventana.

– Sabía que no podía durar -dijo Peter sombríamente-. Esto es el principio. Ya verás.

– Tonterías, Peter. ¿El principio de qué?'Es natural que a Otto le apetezca ir a bailar de vez en cuando. No tienes que ser tan absorbente.

– Sí, ya lo sé, ya lo sé. No soy razonable. Como siempre… De todas maneras, esto es el principio…

Con gran sorpresa mía, los hechos me dieron la razón. Antes de las diez, Otto estaba de vuelta del Kurhaus. Se había aburrido. Había muy poca gente y la orquesta era mala.

– No pienso ir más -añadió, sonriéndome lánguidamente-. Desde ahora me quedaré todas las noches contigo y con Christoph. Es mucho más divertido cuando estamos los tres juntos, ¿verdad?


Ayer por la mañana, en la playa, mientras tomábamos el sol en nuestro castillo de arena, un hombrecillo rubio con ojos azules e inquisitivos y con un bigotito se acercó a proponernos que jugásemos con él. Otto, a quien los desconocidos siempre entusiasman, aceptó inmediatamente; así que Peter y yo no tuvimos más remedio que seguirle para no parecer descorteses.

El hombrecillo nos participó que era cirujano en un hospital de Berlín y tomó en seguida el mando, colocándonos a cada uno en un sitio. Era inflexible. Cuando intenté ganar un poco de terreno, para no tener que tirar el balón desde tanta distancia, inmediatamente me llamó al orden. Luego resultó que Peter tiraba mal: el hombrecillo paró el juego para demostrárselo. A Peter le hizo gracia al principio, luego se molestó. Replicó con una impertinencia punzante, pero la epidermis del doctor era impenetrable.

– Se mantiene usted demasiado rígido -explicó sonriente-. Es un error. Pruebe otra vez y yo le pondré la mano en la paletilla, para ver si relaja los músculos… No. ¡Lo ha hecho mal otra vez!

Parecía feliz, como si la torpeza de Peter ofreciera una especial oportunidad a sus métodos de enseñanza. Sus ojos se encontraron con los de Otto, que sonrió comprensivamente.

El encuentro dejó a Peter de mal humor por todo el resto del día. Para pincharle, Otto pretendió que el doctor le había sido simpático.

– Es la clase de tipo que me gustaría que fuese mi amigo -dijo con una sonrisa maligna-. ¡Un auténtico deportista! ¡Deberías hacer deporte, Peter! ¡Entonces tendrías un cuerpo como el suyo!

Si Peter hubiese estado de otro humor, la observación le hubiera hecho sonreír. En aquel momento se puso furioso. -¡Vete con tu doctor, si tanto te gusta!

Otto sonrió exasperantemente.

– No me lo ha pedido, todavía…

Ayer por la noche fue a bailar al Kurhaus y volvió tarde.


En el pueblo hay ya muchos veraneantes. La playa de los baños, junto al malecón, con su despliegue de gallardetes, empieza a tener el aspecto de un campamento medieval. Cada familia posee una de esas enormes sillas playeras de mimbre que parecen garitas y cada silla despliega un gallardete. Están las banderas de las ciudades alemanas -Hamburgo, Hannover, Dresde, Rostock y Berlín- y también los colores nacionales, los republicanos y los nazis. Cada silla se rodea de un parapeto de arena, sobre el cual los ocupantes dibujan inscripciones con piñas: Waldesruh. Familie Walter. Stahlhelm. Heil Hitler! La cruz gamada decora también muchos fuertes. La otra mañana vi a un niño de cinco años, desnudo, desfilando por la playa con una banderita nazi sobre el hombro mientras cantaba Deutschland über alles.

Allí nuestro doctor se encuentra en su elemento. Cada mañana viene a nuestro fuerte, igual que un misionero.

– Deberían venirse a la otra playa -nos dice-. Aquello es mucho más divertido. Les presentaría a unas cuantas chicas bonitas. ¡La gente joven de aquí son tipos magníficos! Yo soy doctor y puedo apreciarlo. El otro día estuve en Hiddensee y no había más que judíos. ¡Da gusto volver aquí y ver verdaderos tipos nórdicos!

– Vamos a la otra playa -propuso en seguida Otto-. Ésta es aburridísima. No hay nadie.

– Vete tú si quieres -replicó Peter furiosamente sarcástico-. Me temo que yo me sentiría un tanto fuera de lugar. Una de mis abuelas era medio española.

Pero el doctor no está dispuesto a abandonarnos. Nuestra oposición más o menos velada y nuestro desagrado parecen en realidad fascinarle. Y Otto nos pone siempre en sus manos.

Una de las veces, el doctor estaba hablándonos entusiásticamente de Hitler y Otto le dijo:

– No sirve de nada que le diga esas cosas a Christoph, Herr Doktor. ¡Es comunista!

Aquello hizo feliz al doctor. Sus inquisitivos ojos azules brillaron triunfalmente y posó una mano afectuosa en mi espalda.

– ¡Pero si no es posible que sea comunista! ¡No es posible!

– ¿Por qué no es posible?-le pregunté fríamente, retirándome-. Detesto que me toquen.

– Porque el comunismo no existe. Es una alucinación. Una enfermedad mental. Las gentes piensan que son comunistas. Pero en realidad no lo son.

– ¿Qué es lo que son, entonces?

Pero no me hizo caso. Clavó en mí su sonrisa inquisitiva y triunfante.

– Hace cinco años yo pensaba como usted. Pero mi trabajo en la clínica me ha convencido de que el comunismo es una mera alucinación. Lo que la gente necesita es disciplina, autocontrol. Se lo digo como médico. Lo sé por experiencia.

Esta mañana estábamos los tres en mi cuarto, a punto de salir para la playa. La atmósfera estaba cargada, porque Otto y Peter seguían enzarzados en alguna oscura pelea iniciada en su cuarto, antes del desayuno. Yo hojeaba un libro sin fijarme mucho en ellos. De repente Peter abofeteó a Otto en ambas mejillas. Inmediatamente se echaron el uno encima del otro y empezaron a dar tumbos por el cuarto, derribando las sillas. Les miré, mientras procuraba apartarme y no estorbarles. Era divertido y a la vez desagradable, porque la ira les afeaba las caras, las hacía desconocidas. Finalmente Otto logró tumbar a Peter en el suelo y empezó a retorcerle el brazo.

– ¿Tienes ya bastante?-le preguntaba a cada momento.

Se reía. La malignidad le deformaba y en aquel instante resultaba verdaderamente repulsivo. Yo sabía que se alegraba de tenerme allí: mi presencia aumentaba la humillación de Peter. Me reí, como si se tratara de una broma, y salí del cuarto. Anduve por los bosques hasta Baabe y me bañé en la playa del otro lado. No tenía ganas de volver a verles en varias horas.

Si Otto pretende humillar a Peter, Peter, a su modo, también pretende humillar a Otto, forzarle a una sumisión a la que éste por instinto se rehúsa. Otto es naturalmente y saludablemente egoísta, como un animal. Si hay dos sillas en el cuarto se sentará sin vacilar en la más cómoda, porque nunca se le ocurre pensar en la comodidad del otro. El egoísmo de Peter es mucho menos honrado, más civilizado, más perverso. Si se le sabe llevar, hará cualquier sacrificio por disparatado e innecesario que sea. Pero si Otto, de entrada, se sienta en la silla mejor, Peter inmediatamente lo interpreta como un desafío que no está dispuesto a consentir. Supongo que para dos temperamentos como los suyos la situación no tiene salida. Peter no tiene más remedio que seguir forcejeando para conseguir la sumisión de Otto. Cuando deje de hacerlo será sencillamente porque Otto ha dejado de interesarle.

Lo que de verdaderamente destructivo hay en su relación es el aburrimiento inherente a ella. Resulta bastante lógico que Peter se aburra a menudo con Otto -apenas tienen un interés común-, pero Peter, por razones sentimentales, no lo admitirá jamás. Cuando Otto, que no tiene esos motivos para fingir, exclama: «¡Esto es tan aburrido!», Peter invariablemente da un respingo y su expresión es dolorosa. Y la verdad es que Otto se aburre mucho menos que Peter: la compañía de Peter le divierte y le gusta pasar con él la mayor parte del día. A veces, cuando Otto se pasa una hora hablando de bobadas, sin parar, me doy cuenta de que Peter daría algo para que se callara y se marchase. Pero admitirlo sería para Peter una derrota total, así que se limita a reír y a restregarse las manos, como si tácitamente apelase a mí para que le convenza de que, en efecto, Otto es inagotablemente encantador y divertido.

De regreso en el bosque, después del baño, vi al doctor, que me había visto y se dirigía hacia mí, rubio, diminuto e inquisitivo. Era demasiado tarde para escapar. Le di los buenos días con la mayor cortesía y frialdad posibles. Iba vestido con pantalones de deporte y un jersey y me explicó que venía de darse un Waldlauf.

– Pero creo que voy a volverme -añadió-. ¿No quiere usted correr conmigo un poco?

– Lo siento pero no puedo -dije imprudentemente-. Ayer me torcí un tobillo.

Vi encenderse en sus ojos el brillo del triunfo y me hubiera mordido la lengua.

– Ah, ¿se ha torcido el tobillo? Déjeme que se lo mire, por favor -con un respingo de desagrado, tuve que someterme a la presión de sus dedos-. Pero si no es nada, se lo aseguro. No tiene por qué alarmarse.

Mientras caminábamos empezó a interrogarme acerca de Peter y Otto, ladeando la cabeza, agudo y diminuto, para mirarme en la cara a cada tentativa que hacía por sonsacarme. Le consumía la curiosidad.

– Mi trabajo en la clínica me ha enseñado que es por completo inútil tratar de ayudar a esa clase de chicos. Su amigo es muy generoso y sus intenciones son excelentes, pero comete un gran error. Esa clase de chico reincide siempre en sus inclinaciones. Desde el punto de vista científico le considero extraordinariamente interesante.

Como si fuese a hacer una declaración trascendental, el doctor de pronto se detuvo en mitad del sendero, hizo una pausa para exigirme atención, y me anunció sonriente:

– ¡Tiene cabeza de criminal!

– ¿Y usted cree que a las personas con cabeza de criminal hay que dejarlas que se conviertan en criminales?

– Por supuesto que no. Soy partidario de la disciplina. A esos chicos habría que enviarlos a un campo de trabajo.

– ¿Y qué va a hacer usted con ellos cuando los tenga allí? Usted mismo dice que es imposible cambiarles, y supongo que no va a tenerlos encerrados para toda la vida.

El doctor rió de buena gana, como un hombre capaz de apreciar una broma, aunque sea a costa suya. Posó en mi brazo una mano acariciadora.

– ¡Es usted un idealista! No crea que no entiendo su punto de vista. Pero es anticientífico, por completo anticientífico. Usted y su amigo no entienden a los muchachos como Otto. Yo sí. Cada semana vienen uno o dos a mi clínica, a que les opere de vegetaciones o de mastoiditis, o a que les extirpe las amígdalas. Ya lo ve usted, ¡les conozco a fondo!

– Yo más bien diría que les conoce usted la garganta y los oídos.

Quizá mi alemán no es lo bastante bueno y el sentido de mi respuesta no quedó del todo claro. En cualquier caso, el doctor la ignoró absolutamente.

– Conozco muy bien ese tipo de muchachos -repitió-. Un tipo malo y degenerado. Invariablemente tienen las amígdalas infectadas.


Peter y Otto están siempre enzarzados en alguna escaramuza, pero no puedo decir que me resulte desagradable vivir con ellos. Precisamente ahora estoy muy metido en mi nueva novela y salgo a menudo solo a dar largos paseos, para pensar en ella. La verdad es que, cada vez con mayor frecuencia, me sorprendo a mí mismo buscando excusas para dejarles, y eso es egoísta, porque cuando estoy con ellos muchas veces consigo evitar una pelea con un chiste, o cambiando el tema de la conversación. Me doy cuenta de que a Peter le molestan mis escapadas.

– Eres un asceta -me dijo con retintín el otro día-, siempre retirándote a tus meditaciones.

Una vez que estaba sentado en el café cerca del malecón, escuchando la música, pasaron Peter y Otto.

– ¿De modo que es aquí donde te escondes?-exclamó Peter.

Comprendí que en aquel momento sentía por mí verdadera antipatía.

Un anochecer íbamos por la calle mayor, atestada de veraneantes, y Otto le dijo a Peter, con su sonrisa más belicosa:

– ¿Se puede saber por qué tienes que mirar siempre adonde yo miro?

Aquello era de una perspicacia inesperada, porque cada vez que Otto volvía la cabeza para echar un vistazo a una chica inevitablemente los ojos de Peter le seguían la mirada, con instintivos celos. Llegamos al escaparate del fotógrafo, donde se exhiben cada día las últimas instantáneas hechas en la playa, y Otto se paró a mirar una con mucha atención, como si le pareciera especialmente atractiva. Vi crisparse los labios de Peter. Intentaba contenerse, pero su celosa curiosidad fue más fuerte: se detuvo él también. Era la foto de un viejo gordo y barbudo enarbolando una bandera de Berlín. Otto vio que Peter había caído en la trampa y rompió a reír maliciosamente.

Todos los días, después de la cena, Otto va a bailar al Kurhaus o al café del lago. Ya no se molesta en pedir permiso a Peter: da por sentado que sus veladas le pertenecen. Peter y yo solemos salir también, y vamos al pueblo. Acodados al pretil del malecón, nos pasamos el rato sin hablar, mirando las luces del Kurhaus centellear como bisutería en el agua negra, cada cual absorto en sus pensamientos. Algunas veces vamos al café Baviera y Peter se emborracha metódicamente -sus duros labios de puritano se contraen en una mueca de asco cada vez que levanta el vaso-. Yo estoy callado. Hay demasiadas cosas que decir. Sé que Peter está esperando que yo haga alguna provocativa alusión a Otto para poderse dar el gusto y el desahogo de perder los estribos. Yo me guardo de hacerla y los dos bebemos, mientras hablamos intermitentemente de libros, de conciertos y de playas. Después, camino de casa, Peter va acelerando gradualmente el paso hasta que, al entrar, me deja y corre escaleras arriba a su cuarto. Muchas veces no volvemos hasta las doce y media o la una menos cuarto, pero casi nunca nos encontramos con que Otto ha regresado ya.

Abajo, junto a la estación del ferrocarril, hay una residencia de verano para niños de los suburbios de Hamburgo. Otto se ha hecho amigo de una de las profesoras y van juntos a bailar casi todas las noches. Algunos días la chica, con su regimiento de chiquillos, desfila por delante de nuestra casa. Los niños miran hacia las ventanas y cuando se asoma Otto hacen bromas precoces y dan codazos a la profesora o le tiran de la mano, para que mire ella también.

La chica sonríe tímidamente y le echa un vistazo a Otto por debajo de las pestañas, mientras que Peter, plantado detrás de las cortinas, musita con los dientes apretados: «Zorra… zorra… zorra». La persecución le molesta más que la relación misma. Parece como si tuviéramos que encontrarnos con los niños cada vez que salimos de paseo por el bosque. Los niños van cantando canciones patrióticas acerca de la gran Alemania con agudas voces de pájaros. Les oímos acercarse desde lejos y tenemos que dar la vuelta a toda prisa. Peter dice, y es verdad, que es como la historia del Capitán Hook y el cocodrilo.

Peter ha hecho una escena y Otto le ha dicho a la chica que no vuelva a traer a los niños cerca de casa. Pero han empezado a bañarse en la misma playa, no muy lejos de nuestro fuerte. El primer día Otto miraba todo el tiempo hacia aquel lado. Peter se dio cuenta, naturalmente, y se encerró en un silencio tétrico.

– ¿Qué es lo que te pasa hoy, Peter?-dijo Otto-. ¿Por qué estás tan odioso conmigo?

– ¿Odioso contigo?-Peter se rió sarcásticamente.

– Bueno, está bien -Otto se levantó de un salto-. Ya veo que no quieres nada conmigo.

Salvó de un brinco el parapeto de nuestro fuerte y empezó a correr por la playa, hacia la profesora y sus chiquillos. Corría con mucha gracia, moviendo deliberadamente el cuerpo del modo más favorecedor.

Anoche era baile de gala en el Kurhaus. Con insólita generosidad, Otto le había prometido a Peter no volver más tarde de la una menos cuarto, así que Peter se sentó con un libro a esperarle. Como yo no estaba cansado y quería terminar un capítulo, le propuse que viniera a esperar a mi habitación.

Yo trabajaba y Peter leía. El tiempo pasaba despacio. De pronto miré el reloj y vi que eran las dos y cuarto. Peter se había quedado adormilado en la silla. Dudaba si despertarle cuando oí a Otto subir la escalera. Por sus pasos me figuré que venía bebido. Vio su cuarto vacío y abrió de un golpe mi puerta. Peter se irguió en su silla, sobresaltado.

Otto se recostaba sonriente contra el marco de la puerta. Me hizo una cortesía de borracho.

– ¿Has estado leyendo todo este tiempo?-le preguntó a Peter.

– Sí -dijo Peter muy calmosamente.

– ¿Por qué?-Otto sonreía con fatua complacencia.

– Porque no podía dormirme.

– ¿Y por qué no podías dormirte?

– Lo sabes perfectamente -rezongó Peter.

Otto bostezó ofensivamente.

– Ni lo sé ni me importa… Y no empieces a armar jaleos. Peter se incorporó, gritó:

– ¡Cerdo de mierda! -y le atizó con toda el alma una bofetada de revés.

Otto no intentó defenderse. Relucía en sus ojillos una expresión extraordinariamente vengativa.

– ¡Bien! -Hablaba con la lengua gorda.- Mañana me vuelvo a Berlín.

Y dio media vuelta vacilante.

– Otto, ven aquí -dijo Peter. Vi que de un momento a otro iba a llorar de rabia. Salió al descansillo detrás de Otto-. Ven aquí -repitió en tono de mando.

– Déjame ya -contestó Otto-. Estoy harto de ti y quiero acostarme. Mañana me vuelvo a Berlín.

Sin embargo, esta mañana reinaba otra vez la paz -pero no sin condiciones-. El arrepentimiento de Otto se ha expresado en forma de acceso sentimental a propósito de su familia.

– Aquí estoy yo pasándolo bien sin acordarme de ellos… Y madre, la pobre, tiene que trabajar como una negra, cuando está tan mal del pecho… Vamos a mandarle algo de dinero, ¿no te parece, Peter? Mandémosle cincuenta marcos…

Su generosidad le ha hecho pensar en sus propias necesidades. Además del dinero para Frau Nowak, Peter ha accedido a encargar un traje nuevo para Otto, que costará ciento ochenta marcos, un par de zapatos, una bata y un sombrero.

En pago de esos desembolsos, Otto ha prometido romper con la profesora (que de todas maneras se marcha mañana, según hemos descubierto luego). Después de la cena ha venido a esperarle y ha empezado a pasearse delante de la casa.

– Ya se cansará -decía Otto-. No pienso bajar a verla.

Finalmente la chica -la impaciencia la hacía decidida-empezó a silbar. Eso ha suscitado en Otto un frenético regocijo. Ha abierto la ventana de par en par y se ha puesto a bailar, moviendo los brazos y haciendo muecas a la profesora, que se ha quedado parada de asombro ante la insólita exhibición.

– ¡Fuera de aquí! -aullaba Otto-. ¡Márchate!

La chica ha dado media vuelta y la hemos visto irse despacio -una figura algo patética- entre la creciente oscuridad.

– Debías de haberle dicho adiós -ha dicho Peter, que podía permitirse el lujo de ser generoso después de haber visto derrotada a su enemiga.

Pero Otto no quería ni oírlo.

– ¿Para qué quiero esas mierdas de chicas? Todas las noches vienen a darme la lata para que vaya a bailar con ellas… Y tú ya sabes cómo soy, Peter. Me dejo convencer en seguida… La verdad es que me he portado mal contigo, dejándote solo, ¿pero qué iba a hacer? La culpa la tienen ellas…


Nuestra vida aquí ha entrado en una nueva fase. A Otto le duraron poco sus buenos propósitos y Peter y yo nos pasamos solos la mayor parte del día. La profesora se ha marchado, y con ella el último aliciente que Otto podía encontrar en nuestro lado de la playa. Ahora se va todas las mañanas a los baños del malecón, a jugar a la pelota y a flirtear con sus parejas de por la noche. El pequeño doctor ha desaparecido, así que Peter y yo hemos quedado en libertad para bañarnos y tumbarnos al sol de manera menos atlética posible.

Después de cenar, los preparativos de Otto para el baile empiezan siempre según el mismo rito. Sentado en mi cuarto oigo los pasos de Peter cruzar ligeros el descansillo, como si le hubieran aliviado de algún peso -porque ha llegado el único momento del día en que Peter se siente con derecho a desinteresarse por completo de las actividades de Otto-. Llama a mi puerta y yo cierro el libro. Antes he bajado al pueblo a comprar media libra de pastillas de menta. Peter le dice adiós a Otto, con la última y vana esperanza de que, después de todo, quizá esta noche sea puntual.

– Entonces, hasta las doce y media…

– Hasta la una -regatea Otto.

– Bueno -se conforma Peter-. Hasta la una. Pero no vengas más tarde.

Abrimos la puerta del jardín y atravesamos el camino para entrar en el bosque. Otto nos dice adiós desde el balcón. Yo llevo escondidas las pastillas de menta debajo de la americana, no sea que las vea. Riendo como chicos traviesos y mascando pastillas tomamos el sendero que lleva a Baabe. Ahora pasamos todas las veladas en Baabe, que nos gusta más que nuestro pueblo. Con su calle sin pavimentar y sus casas de tejados bajos entre los pinos tiene un aire romántico y colonial. Es como una destartalada factoría perdida en la espesura, adonde la gente llega en busca de una mina de oro inexistente y donde se quedan varados para el resto de sus días.

En el pequeño restaurante pedimos fresas con nata y hablamos con el joven camarero. El camarero detesta Alemania y sueña con marcharse a América. «Hier ist nichts los.» Durante la temporada no tiene ni un momento libre y en invierno no gana un céntimo. Casi todos los chicos de Baabe son nazis. Dos de ellos vienen a veces al restaurante y discuten jovialmente de política con nosotros. También nos cuentan cómo hacen instrucción militar y ejercicios en orden abierto.

– Se están preparando ustedes para la guerra -dice Peter indignado. Aunque en realidad la política no le interesa en absoluto, en esas ocasiones acaba siempre acalorándose.

– Dispense usted -le contradice uno de los chicos-, pero se equivoca. El Führer no quiere la guerra. Estamos por la paz con honor. De todos modos… -añade pensativamente, y se le ilumina la cara- la guerra puede ser hermosa, sabe usted. ¡Piense en los antiguos griegos!

– Los antiguos griegos -replico yo- no empleaban gases asfixiantes.

Los chicos desdeñan esas sutilezas. Uno de ellos responde altaneramente:

– Eso es una cuestión puramente técnica.

A las diez y media, como la mayoría de los habitantes del pueblo, bajamos a la estación a ver llegar el último tren. Generalmente viene vacío. Luego le vemos alejarse retumbando entre la oscuridad del bosque, pitando roncamente. Y por fin es lo bastante tarde y podemos emprender la vuelta. Esta vez cogemos por el camino. Al otro lado de los prados se ve la entrada luminosa del café de junto al lago, adonde Otto va a bailar.

– Las luces del infierno brillan más esta noche -dice siempre Peter.

Los celos le dan insomnio. Ha empezado a tomar pastillas para dormir pero dice que casi nunca le hacen efecto. Lo único que consigue es sentirse adormilado a la mañana siguiente, después del desayuno. A menudo se tumba a dormir en la playa una hora o dos.

Esta mañana hizo un día frío y desabrido y el mar estaba gris. Peter y yo alquilamos un bote, remamos hasta dejar atrás el muelle y luego nos dejamos llevar por la corriente, que nos alejaba de tierra poco a poco. Peter encendió un cigarrillo y dijo bruscamente:

– Me gustaría saber hasta cuándo puede durar esto… -Lo que tú quieras que dure, me figuro.

– Sí… No parece que nuestra relación pueda llegar más allá, ¿no crees? Supongo que no hay ninguna razón especial para que Otto y yo dejemos de comportarnos el uno con el otro exactamente igual que ahora…

Hizo una pausa y luego añadió:

– A no ser, claro, que yo deje de darle dinero.

– ¿Qué crees que haría entonces?

Peter removía distraídamente el agua con los dedos. -Me dejaría.

El bote seguía a la deriva y yo pregunté:

– ¿Crees que no le gustas nada?

– Al principio, puede que sí… Ahora no. Lo único que hay entre nosotros es mi dinero.

– ¿A ti te gusta aún?

– No… No lo sé. Es posible que sí… A veces le odio… si es que eso es señal de que me importa todavía.

– Puede ser.

Hubo una larga pausa. Peter se secaba los dedos con el pañuelo. Tenía la boca torcida.

– Bien -dijo al final-, ¿qué te parece que haga?

– ¿Qué es lo que quieres hacer?

Peter torció otra vez la boca.

– Supongo que dejarle, en realidad.

– Entonces, déjale.

– ¿Ahora?

– Cuanto antes mejor. Hazle un buen regalo y mándale a Berlín esta misma tarde.

Peter meneó la cabeza y sonrió tristemente.

– No puede ser.

Hubo otra pausa larga. Luego Peter dijo:

– Lo siento, Christopher… Tienes toda la razón, ya lo sé. Si yo estuviera en tu lugar diría lo mismo… Pero no puede ser. La cosa seguirá lo mismo…, hasta que pase algo. No puede durar mucho, de todos modos… Sí, ya sé que soy un débil…

– No necesitas disculparte -le dije sonriendo, ligeramente irritado-. Yo no soy tu analista.

Empuñé los remos y bogué hacia la orilla. Cuando llegábamos al muelle, Peter dijo:

– Resulta tan absurdo pensarlo ahora. Cuando conocí a Otto pensé que viviríamos juntos toda la vida.

– ¡Dios Santo!

La perspectiva de lo que sería una vida entera con Otto me vino a la imaginación. Una especie de infierno grotesco. Me reí a carcajadas. Peter se rió también, mientras hundía las manos engarabitadas entre las rodillas. Se le subió el color y se puso rojo y luego morado. Las venas se le marcaban. Al saltar fuera del bote todavía nos reíamos.


En el jardín nos esperaba el dueño.

– ¡Qué lástima! -exclamó-. Los señores llegan demasiado tarde.

Y apuntó con el dedo hacia los prados, en dirección al lago. Vimos el humo subir por encima de la hilera de álamos, mientras el trenecillo abandonaba la estación.

– Su amigo tuvo que salir de repente para Berlín, para algo urgente. Esperaba que los señores llegasen a tiempo de despedirlo. ¡Qué lástima!

Corrimos escaleras arriba. El cuarto de Peter estaba revuelto todo, con los cajones y los armarios abiertos. Puesta en medio de la mesa había una carta escrita con la caligrafía rígida y forzada de Otto:


Querido Peter: Perdóname por favor no podía aguantar más esto así que me vuelvo a casa.

Te quiere


Otto

No te enfades.


(Me fijé en que Otto, para escribirla, había arrancado la solapa de uno de los libros de psicología de Peter: Más allá del principio de placer).


– ¡Bueno…! -Los labios de Peter empezaron a crisparse. Le miré con aprensión, esperando el estallido de un momento a otro, pero parecía completamente tranquilo. Al cabo de un momento fue al armario y empezó a registrar los cajones-. No se ha llevado mucho -anunció al fin de su búsqueda-. Sólo un par de corbatas, tres camisas (¡suerte que mis zapatos no le van!) y… vamos a ver… Unos doscientos marcos… -Peter empezó a reírse histéricamente.- ¡Pues se ha conformado con poco, en realidad!

– ¿Crees que la idea de marcharse se le ocurrió de repente?-pregunté por decir algo.

– Es probable. Eso le pega mucho… Ahora que lo pienso, esta mañana le dije que íbamos a salir en barca. Y me preguntó que si tardaríamos mucho en volver.

– Ya veo…

Me senté en la cama de Peter y por primera vez pensé en Otto con cierto respeto.

La euforia histérica de Peter le sostuvo durante el resto de la mañana. A la hora del almuerzo estaba deprimido y no dijo una palabra.

– Tengo que hacer las maletas -me dijo al terminar. -¿Te vas también?

Claro.

– ¿A Berlín?

Peter sonrió.

– No, Christopher. No te asustes. A Inglaterra nada más.

– Oh…

– Hay un tren que llega a Hamburgo a última hora de la noche. Lo más probable es que siga viaje… Creo que no pararé hasta haber salido de esta mierda de país…

No había más que decir. Le ayudé a hacer las maletas en silencio. Iba a guardar su espejillo de afeitarse cuando me preguntó:

– ¿Te acuerdas cuando Otto lo rompió, haciendo una vertical?

– Sí, claro que me acuerdo.

Cuando hubimos terminado Peter se asomó al balcón.

– Esta noche vas a tener muchos silbidos ahí fuera -dijo. Sonreí.

– Tendré que bajar a consolarlas.

Peter se rió.

– ¡Sí, seguro que lo harás!

Le acompañé a la estación. Por suerte, el maquinista tenía prisa. El tren sólo paró dos minutos.

– ¿Qué piensas hacer en Londres?-pregunté.

Los labios se le curvaron hacia abajo, en una especie de sonrisa al revés.

– Supongo que buscarme otro analista.

– ¡Bájale un poco los precios esta vez!

– Sí.

El tren arrancó y Peter agitó la mano.

– Bueno, Christopher, adiós. ¡Y gracias por todo!

Se ha guardado muy bien de decirme que le escriba, o que le vaya a ver cuando vuelva yo a Inglaterra. Me figuro que quiere olvidar este sitio y todo lo que tiene que ver con él. La verdad es que me lo explico.


Esta noche, al volver las páginas de un libro que estoy leyendo, he encontrado metida entre ellas otra carta de Otto.


Querido Christopher por favor no te enfades tú no eres un idiota como Peter. Cuando vuelvas a Berlín iré a verte porque sé donde vives. Lo vi en las señas de una carta tuya ya verás que pasamos un buen rato charlando.

Tu amigo que te quiere


Otto.


Pienso que no va a ser tan fácil quitárselo de encima.

Me marcho a Berlín dentro de dos o tres días. Pensaba quedarme aquí hasta fines de agosto y probar a terminar mi novela, pero de pronto me he encontrado demasiado solo. Echo de menos a Peter y a Otto y sus peleas, mucho más de lo que hubiera imaginado. Hasta las chicas de Otto han dejado de esperar tristemente al anochecer, bajo mi ventana.