"Adiós A Berlín" - читать интересную книгу автора (Isherwood Christopher)Los NowakA la Wassertorstrasse se entraba por un gran arco de piedra, resto del antiguo Berlín, pintarrajeado de hoces y martillos y cruces gamadas y empastado con desgarrados carteles anunciadores de subastas o de crímenes. Era una calle empedrada, destartalada y honda en la que se revolcaba un ejército de chiquillos llorones. Muchachos con jerseys de lana circulaban en bicicleta, haciendo eses y jaleando a las chicas que pasaban con sus cántaras de leche. El pavimento estaba marcado con tiza para jugar al aeroplano. Al final de la calle, como una herramienta oxidada, larga y peligrosamente aguda, se levantaba una iglesia. Me abrió la puerta Frau Nowak. Tenía ojeras y mucha peor cara que la última vez que la vi. Llevaba el mismo sombrero y el mismo abrigo negro y traspillado. Al principio no me reconoció. – Buenas tardes, Frau Nowak. La expresión de inquiridora sospecha dio paso poco a poco a una tímida y casi infantil sonrisa de bienvenida. – Pero si es Herr Christoph. ¡Pase, Herr Christoph! Pase y siéntese. – Me temo que iba usted a salir, ¿no? – No, no, Herr Christoph. Acabo de llegar, ahora mismo -se restregó apresuradamente la mano en el abrigo antes de dármela-. Hoy era mi día de faena y no termino hasta las dos y media, así que comemos muy tarde. Se apartó para dejarme pasar. Al empujar la puerta di con ella en el mango de la sartén, que estaba justamente detrás, sobre el hornillo. La cocina era diminuta y apenas cabíamos los dos. El piso apestaba a patatas fritas con margarina. – Pase y siéntese, Herr Christoph -repitió aturullándose para hacerme los honores-. Y usted dispense la poca limpieza. Salgo tan temprano y mi Grete es un pedazo de zángana, y eso que ya cumplió los doce. No hay forma de que haga nada si una no está encima todo el tiempo. El techo inclinado del cuarto de estar estaba manchado de humedad. Había una mesa grande, seis sillas, un aparador y dos camas de matrimonio. La habitación estaba tan atestada de muebles que uno tenía que andar de costadillo. – ¡Grete! -chilló Frau Nowak-. ¿Dónde estás?¡Ven inmediatamente! – Ha salido. Era la voz de Otto desde el otro cuarto. – Otto. ¡Ven a ver quién está aquí! – Déjame en paz. Estoy arreglando el gramófono. -Arreglando, ¿eh?¡Para lo que sirves! ¡Bonita manera de contestar a tu madre! Sal de ahí, ¿me oyes? Se había puesto furiosa instantáneamente, automáticamente, con una asombrosa violencia. Su cara era toda nariz: esquelética, rabiosa y congestionada. Le temblaba el cuerpo. – Si no importa, Frau Nowak-dije yo-. Déjele que salga cuando quiera. La sorpresa será mayor. – Bonito hijo tengo. ¡Hablarme así! Se había quitado el sombrero y estaba sacando envoltorios grasientos de una bolsa de malla. – Ya me gustaría saber dónde ha ido esa cría -murmuró-, siempre en la calle. Se lo he dicho cien veces. Los hijos no tienen consideración. – ¿Cómo está del pulmón, Frau Nowak? – A veces me parece que peor que nunca -suspiró-. Me da una punzada aquí. Y cuando acabo de trabajar estoy demasiado cansada para comer. Vengo de tan mal humor… Y el doctor tampoco está contento; dice que este invierno me mandará al sanatorio. Ya estuve allí, sabe. Pero hay siempre tantos en turno para entrar… Y el piso es tan húmedo en este tiempo del año. ¿Ve usted esas señales en el techo? Hay veces que tenemos que poner un barreño debajo para recoger el agua. Claro que en realidad no tienen derecho a alquilar estas buhardillas para viviendas. El inspector lo prohíbe cada vez que viene. Pero qué le vamos a hacer. En algún sitio hay que vivir. Hace un año que solicitamos un piso y dicen que nos lo darán. Pero hay tantos todavía peor que nosotros, digo yo… Mi marido leía el otro día en la prensa de los ingleses y su libra. Dicen que sigue bajando, aunque yo no entiendo de eso. Espero que no haya perdido usted dinero, Herr Christoph. – En realidad, Frau Nowak, es una de las razones por las que he venido a verles hoy. Quiero mudarme a un cuarto más barato y quería saber si usted sabe de algo por aquí. – ¡Sí que lo siento, Herr Christoph! Lo sentía verdaderamente. – Pero si no puede vivir en este barrio… un caballero como usted. No. Estoy segura que no le convendría. – Quizá no sea tan especial como usted se cree. Lo único que quiero es un cuarto, limpio y tranquilo por veinte marcos al mes. No me importa que sea pequeño: estoy fuera casi todo el día. Cabeceó perpleja. – Bueno, Herr Christoph, miraré si sé de alguien… – Todavía no está la comida, madre?-Otto en mangas de camisa apareció en la puerta del otro cuarto.- ¡Estoy muerto de hambre! – Cómo quieres que esté si tengo que pasarme la mañana entera matándome por ti, so zángano -chilló Frau Nowak a todo pulmón. Y mudando inmediatamente a su voz convencional, añadió-: ¿No ves quién está aquí? – ¡Pero… si es Christoph! -Como siempre, Otto estaba ya en escena. Su cara se iluminó gradualmente con una expresión de ideal felicidad. Todo hoyuelos y sonrisa vino hacia mí de un brinco, me pasó un brazo por la espalda mientras me estrujaba la mano.- Christoph, viejo, ¿dónde has estado escondido todo este tiempo?-Su voz se hizo lánguida y quejosa.- Con lo que te hemos echado de menos. ¿Por qué no venías nunca a vernos? – Herr Christoph es un caballero muy ocupado -intervino Frau Nowak severamente-, y no tiene tiempo para perderlo con un inútil como tú. Otto sonrió y me hizo un guiño; luego se volvió hacia Frau Nowak en tono de reproche: – ¿Pero en qué estás pensando, madre?¿Vas a tener a Christoph ahí sentado sin ofrecerle siquiera una taza de café?¡Debe de estar sediento después de haber subido todas esas escaleras! – Lo que quieres decir es que tú estás sediento, ¿verdad? No, gracias, Frau Nowak, no quiero tomar nada, de veras. Y no quiero estar aquí más tiempo sin dejarla guisar. Oye, Otto, ¿por qué no te vienes conmigo y me ayudas a buscar una habitación? Estaba diciéndole a tu madre que me vengo a vivir a este barrio. Ya tomaremos el café por ahí. – ¡Qué dices, Christoph, que vas a vivir aquí, en Hallesches Tor! -Otto empezó a bailar de alegría.- ¡Madre, qué estupendo! ¡Estoy tan contento! – Ya te estás yendo a dar esa vuelta con Herr Christoph -dijo Frau Nowak-. La comida no estará hasta dentro de una hora. Y aquí no haces más que estorbar. Usted no, desde luego, Herr Christoph. Volverá después a comer con nosotros, ¿verdad? – Es usted muy amable, Frau Nowak, pero hoy no puedo. Tengo que volver a casa. – Madre, dame un pedazo de pan antes de salir -gimoteó Otto-. Tengo el estómago tan vacío que la cabeza me da vueltas. – Bueno -dijo Frau Nowak; cortó una rebanada de pan y casi se la arrojó, en su impaciencia-, pero no te quejes luego si no hay nada en casa por la noche, cuando quieras hacerte un bocadillo… Adiós, Herr Christoph. Ha sido usted muy amable en venir a vernos. Si se decide a vivir aquí espero que vendrá a menudo…, aunque ya sé que no encontrará nada de su gusto. Usted no está acostumbrado a esto. Otto iba a seguirme cuando le llamó. Les oí discutir; luego se cerró la puerta. Bajé despacio los cinco pisos y salí al patio, que estaba oscuro y húmedo aunque el sol destellaba en un jirón de nube, justamente encima. Cubos rotos, ruedas de coches de niño y tubulares de bicicleta yacían esparcidos en el suelo como objetos caídos en un pozo. Al cabo de uno o dos minutos Otto bajó estrepitosamente las escaleras y se reunió conmigo. – Madre no quería decírtelo -empezó, jadeante-. Tenía miedo de que te molestases… Le dije que estaba seguro que preferirías mucho más estar con nosotros, que podrás hacer lo que te dé la gana y sabes que todo está limpio, mucho mejor que en cualquier casa por ahí llena de chinches… Por favor, di que sí, Christoph. ¡Ya verás qué divertido! Tú y yo dormiremos en el cuarto de atrás. Puedes usar la cama de Lothar: a él no le importa. Dormirá con Grete en la cama grande… Y por las mañanas yo te traeré el desayuno… ¿Verdad que vendrás? Dije que sí. Mi primera velada como huésped de los Nowak fue ceremoniosa. Llegué a las cinco recién dadas con mis dos maletas y me encontré con que Frau Nowak ya estaba preparando la cena. Otto me susurró que íbamos a tener picadillo, un plato especial. – Temo que nuestra comida no le gustará mucho -dijo Frau Nowak-. Usted está acostumbrado a otras cosas. Pero se hará lo que se pueda. Sonreía continuamente y no se tenía quieta de excitación. También yo sonreía y sonreía, con la azarante sensación de estar estorbando. Finalmente me abrí camino entre los muebles del cuarto de estar y me senté en mi cama. No había espacio para deshacer las maletas, ni tampoco ropero en que colgar mi ropa. En la mesa del cuarto de estar, Grete se entretenía con sus cromos de anuncio de cigarrillos y sus calcomanías. Era una niña de doce años, grande para su edad y empalagosamente linda, con los hombros caídos y demasiado gorda, demasiado consciente de mí en aquel momento. Continuamente cambiaba de postura, sonreía y llamaba, con un afectado sonsonete de muchacha mayor: – Mami. ¡Ven a ver qué flores tan bonitas! – Déjame en paz con tus flores bonitas -acabó por chillar Frau Nowak exasperada-. Aquí me tiene, con una hija como un elefante y teniéndomelo que hacer yo todo, hasta preparar la cena. – Tienes razón, madre -intervino alegremente Otto. Y se volvió hacia Grete en tono de virtuosa indignación-. ¿Se puede saber por qué no la ayudas? Bastante gorda estás ya para pasarte el día sentada. ¡Levántate, me oyes! Y deja esos asquerosos cromos o te los quemaré. Se los arrebató y le dio un revés con la otra mano. No le hizo daño, pero inmediatamente lanzó un gemido teatral y agudo. – ¡Me has hecho – ¡Quieres dejar tranquila a la chica! -chilló Frau Nowak desde la cocina-. ¡Bueno estás tú para hablar de zánganos! Y tú, Grete, cállate ya o le digo a Otto que te dé una buena, para que tengas de qué llorar. ¡Es que la volvéis a una loca entre los dos! – ¡Madre! -Otto corrió a la cocina, la cogió por la cintura y empezó a besuquearla.- ¡Pobre mamaíta, pobrecita Mutti, pobrecina Muttchen! -zureó con dulzona solicitud-. Tienes que trabajar tanto y Otto se porta horriblemente mal contigo. Pero lo hace sin querer, sabes; es que es tonto… ¿Quieres que te vaya a buscar el carbón mañana, mamá?¿Te gustaría que fuese? – ¡Quita de ahí, embustero! -voceó Frau Nowak, forcejeando y riéndose-. ¡Pues no conozco yo tu jarabe de pico! ¡Pues sí que quieres mucho a tu pobre vieja! Déjame trabajar tranquila. »Otto no es mal chico -me confesó luego, cuando por fin la dejó en paz-, pero es tan atolondrado. Todo lo contrario de mi Lothar (¡ése sí que es un hijo modelo!). Ningún trabajo le parece mal y en cuanto ahorra unos cuantos Frau Nowak me alargaba la mano con el gesto de quien ofrece dinero. Lo mismo que Otto, no podía contar una historia sin representarla. – ¡Que si Lothar es esto, que si Lothar es lo otro! -Otto interrumpió molesto.- Siempre Lothar. ¡Me gustaría saber quién de los dos te dio el billete de veinte marcos el otro día! Lothar es incapaz de ganar veinte marcos ni aunque trabaje treinta domingos seguidos. Pues no esperes que te vuelva a dar nada; aunque me lo pidieses de rodillas. – So granuja -en un instante estuvo otra vez en pie de guerra-. ¡Pero es que no te da vergüenza decirlo delante de Herr Christoph! Si supiese de dónde salió ese dinero (y mucho más) no se quedaba aquí contigo ni un minuto más. ¡Y con razón! ¡Y vaya descaro, decir que me – ¡Eso, eso! -gritó Otto haciendo muecas y empezando a bailar excitado-. ¡Eso es justamente lo que quería! ¡Confiésale a Christoph que lo robaste! ¡Eres una ladrona! ¡Ladrona! – Otto, cómo te atreves! -Con furiosa celeridad, la mano de Frau Nowak blandía ya la tapa de una olla. Di un salto atrás, para ponerme fuera de tiro, basculé sobre una silla y me quedé sentado. Grete prorrumpió en un afectado grito de alegría y de alarma. Se abrió la puerta y apareció Herr Nowak, de vuelta del trabajo. Era un hombrecillo achaparrado y adusto, con bigotes puntiagudos, pelo al rape y pobladas cejas. Contempló la escena con un gruñido que era casi un regüeldo. No pareció comprender lo que ocurría o quizá, sencillamente, no le importaba. Frau Nowak no hizo nada por ilustrarle. Colgó modosamente de un clavo la tapa de la olla. Grete dio un salto y corrió hacia él con los brazos abiertos. – ¡Papi! ¡Papi! Herr Nowak sonrió y mostró dos o tres dientes mellados, sucios de nicotina. Se inclinó y la cogió en brazos, diestra y cuidadosamente, con una cierta curiosidad admirativa, como si se tratara de un valioso jarrón de gran tamaño. Trabajaba en una empresa de mudanzas. Luego me alargó la mano (calmoso, condescendiente, sin indebidas prisas de agradar). – ¡Servus, Herr! – Papi, ¿no estás contento de que Herr Christoph venga a vivir con nosotros?-canturreó Grete con su retintín empalagoso, encaramada en el hombro de su padre. Herr Nowak pareció cobrar nuevas energías, me dio de nuevo la mano, mucho más cordialmente, mientras me daba palmadas en el hombro. – ¿Contento?¡Sí, claro que sí! -Meneó la cabeza para expresar su vigorosa aprobación.- ¿Englisch man? Anglais, ¿eh? Ja, ja. ¿Se dice así? Hablo francés, sabe usted, aunque ya lo he olvidado casi todo. Lo aprendí en la guerra. Estuve de – ¡Ya estás otra vez borracho, padre! -exclamó con disgusto Frau Nowak-. ¡Qué va a pensar de ti Herr Christoph! – A Christoph no le importa. ¿Verdad que no, Christoph?-Herr Nowak me dio una palmadita en el hombro. – ¡De modo que Christoph! ¿Te parece bien? ¡Herr Christoph! ¿Es que no sabes distinguir a un caballero? – Yo prefiero que me llamen ustedes Christoph -dije. – ¡Claro que sí! ¡Christoph tiene razón! Todos estamos hechos de lo mismo… Otto me cogió del otro brazo. – ¡Christoph ya es casi de la familia! Nos sentamos ante una copiosa cena de picadillo, pan negro, malta y patatas hervidas. En la euforia de verse con tanto dinero para la compra, Frau Nowak (a quien yo había pagado por anticipado la pensión de la semana) había hecho patatas para una docena de personas. A cada instante metía la cuchara en la olla y las depositaba en mi plato, hasta que me sentí desfallecer. – Tome unas pocas más, Herr Christoph. No come usted nada. – En mi vida había comido tanto, Frau Nowak. – Lo que pasa es que a Christoph no le gusta nuestra comida -dijo Herr Nowak-. No importa. Ya verás como te acostumbras, Christoph. Otto era lo mismo cuando volvió de esa playa; se había vuelto muy finústico con su inglés… – ¡Calla la boca, padre! -le advirtió Frau Nowak-. ¿Es que no puedes dejar al chico quieto? Bastante edad ya tiene para saber lo que está bien y lo que no, ¡tanto peor para él! Estábamos comiendo cuando entró Lothar. Tiró la gorra sobre la cama, me dio la mano cortésmente pero sin hablar, con una ligera inclinación, y se sentó a la mesa. Mi presencia no pareció sorprenderle ni interesarle en absoluto: apenas cruzó una mirada conmigo. Me habían dicho que tenía veinte años, pero igual podía haber tenido bastantes más: era ya un hombre hecho y derecho, y Otto resultaba casi infantil a su lado. Tenía una cara enjuta y huesuda de campesino, como amargada por una memoria ancestral de tierras infértiles. – Lothar va a una academia nocturna -me dijo Frau Nowak con orgullo-. Tenía un empleo en un garaje, sabe usted, y ahora quiere estudiar ingeniero. Hoy en día no admiten a nadie en ningún sitio si no tiene algún diploma. Cuando tenga usted un rato, Herr Christoph, tiene que enseñarle a usted sus dibujos. El profesor dice que están muy bien hechos. – Me gustaría verlos. – Lothar no contestó. Me fue simpático y me sentí estúpido. Pero Frau Nowak estaba decidida a lucirlo. – ¿Qué noches tienes tus clases, Lothar? – Lunes y jueves -siguió comiendo, deliberadamente, obstinadamente, sin mirar a su madre. Quizá para demostrarme que no sentía por mí ninguna particular antipatía, añadió luego-: De ocho a diez y media. En cuanto hubo terminado se levantó sin decir palabra, volvió a darme la mano con la misma ligera inclinación de cabeza, se puso la gorra y salió. Frau Nowak le miró salir y suspiró. – Supongo que va a reunirse con sus amigos nazis. A menudo pienso que ojalá no se hubiera metido con ellos. Le meten toda clase de locuras en la cabeza y luego está tan inquieto. Desde que se apuntó con ellos ha cambiado de modo de ser… No es que yo entienda de política. Lo que yo digo: ¿por qué no podemos tener otra vez al Kaiser? ¡Aquellos sí que eran buenos tiempos, digan lo que digan! – Bah, al demonio con tu Kaiser -dijo Otto-. Lo que necesitamos es una revolución comunista. – Una revolución comunista -rezongó Frau Nowak-. ¡Vaya idea! ¡Una pandilla de zánganos inútiles como tú que en su vida han hecho un trabajo honrado! – Christoph es comunista -dijo Otto-. ¿A que sí, Christoph? – Un verdadero comunista no, me temo. Frau Nowak sonrió. – ¡Los disparates que llegas a decir! ¿Cómo puede Herr Christoph ser comunista? Herr Christoph es un caballero. – Lo que yo digo -Herr Nowak dejó cuchillo y tenedor y se enjugó los bigotes meticulosamente con el dorso de la mano-. Que Dios a todos nos hizo iguales. Que usted vale tanto como yo y yo tanto como usted. Que un francés vale tanto como un inglés y un inglés tanto como un alemán. ¿Me entiende usted? Asentí. – Por ejemplo en la guerra -Herr Nowak empujó hacia atrás su silla-. Un día iba yo por un bosque. Solo, sabe usted. Andando solo por el bosque igual que podía haber ido por la calle… Y de pronto, delante de mí veo a un francés. Como si saliera de la tierra; no más lejos de mí de lo que está usted ahora -Herr Nowak se había incorporado mientras hablaba. Cogió de la mesa el cuchillo del pan y lo mantuvo fijo, en posición de defensa, como si fuera una bayoneta. Sus ojos centelleaban bajo las pobladas cejas, mirándome, mientras revivía la escena-: Y así estuvimos los dos, mirándonos el uno al otro, el francés más blanco que un muerto. Y de repente gritó: «¡No me mates!» Así -Herr Nowak juntó las manos en un apasionado gesto de súplica. El cuchillo del pan le estorbaba y volvió a dejarlo en la mesa-. «¡No me mates! Tengo cinco hijos» (hablaba en francés, claro: pero yo lo entendía. Yo hablaba perfectamente en francés entonces, aunque luego he olvidado algo). Bueno, yo le miro y él me mira. Y yo le digo: « Aún centelleantes los ojos, Herr Nowak empezó a retirarse cautelosamente, paso a paso, hasta que chocó violentamente con el aparador. Una fotografía enmarcada cayó al suelo. El cristal se hizo añicos. – ¡Papi, papi! -gritó Grete encantada-. ¡Mira lo que has hecho! – ¡A ver si así aprendes a dejarte de pamemas, so payaso! -exclamó airada Frau Nowak. Grete rompió en una risa importada y estentórea hasta que Otto le dio un bofetón y entonces empezó a gemir plañideramente. Mientras tanto, Herr Nowak había apaciguado la furia de su esposa con un beso y un pellizco en la mejilla. – ¡Déjame en paz, pedazo de bruto! -protestaba entre risas, azarada y encantada de que yo estuviera delante-. ¡Déjame, apestas a cerveza! En aquella época tenía muchas lecciones y me pasaba fuera la mayor parte del día. Mis alumnos vivían en los barrios residenciales de la parte oeste: señoras ricas y bien conservadas, de la edad de Frau Nowak pero que parecían diez años más jóvenes, a quienes gustaba matar la tarde con un poco de conversación inglesa mientras sus maridos estaban en la oficina. Reclinado en cojines de seda, frente a una gran chimenea, hablaba con ellas de Como a la mayoría de la gente no le gusta tener clases por la mañana yo solía levantarme mucho más tarde que los Nowak. Aún dormía cuando Frau Nowak salía a hacer faenas y Herr Nowak marchaba a su trabajo en una agencia de mudanzas. Lothar, que estaba sin empleo, ayudaba a un amigo suyo en un puesto de periódicos. Grete iba a la escuela. Así que Otto era el único que me hacía compañía, menos en las mañanas en que su madre, después de una inacabable discusión, conseguía arrastrarle a la Oficina de Trabajo a que le sellaran la cartilla. Era él quien preparaba el café y el pan con margarina de nuestro desayuno. Luego se quitaba el pijama y hacía gimnasia. Le encantaba exhibir sus músculos para admiración mía. Acababa por espatarrarse en mi cama y contarme historias. – Christoph, ¿te he contado ya lo de la mano? – No. Creo que no. – ¿No? Verás… Cuando era pequeño, una noche estaba en la cama a oscuras. Y de pronto me desperté y vi una mano negra muy grande justo encima de mí. Tuve tanto miedo que no pude ni gritar. Me quedé allí quieto sin dejar de mirarla, hecho un ovillo, hasta que desapareció y empecé a chillar y madre vino corriendo. Cuando le dije que había visto una mano no se lo creyó y se echó a reír. La cara inocente de Otto, con sus dos hoyuelos igual que los de un bollo suizo, se puso seria. Absorto en su propia historia, me miraba fijamente con sus ojos brillantes y diminutos. – Y otra vez, Christoph, cuando trabajaba de aprendiz de tapicero, estaba sentado en mi taburete a media mañana. Y de repente todo se pone oscuro y levanto la cabeza y allí estaba la mano, lo mismo que tú estás ahora. Te prometo que me quedé frío y no podía ni respirar. Me puse tan blanco que hasta el patrón se dio cuenta y me preguntó que qué me pasaba y si no me encontraba bien. Y mientras él me decía eso la mano fue desapareciendo, poco a poco, haciéndose cada vez más pequeña, hasta que se convirtió en un puntito negro. Entonces miré alrededor y todo estaba iluminado igual que antes y en el sitio del punto había una mosca negra corriendo por el techo. Me puse tan malo aquel día que el jefe tuvo que mandarme a casa. Había palidecido mientras hablaba. Por un instante, una expresión de auténtico miedo cruzó por sus facciones: con los ojillos relucientes de lágrimas, estaba dramático. – Un día volveré a ver la mano y me moriré. – Qué tontería -dije riéndome-. Te protegeremos entre todos. Otto meneó la cabeza tristemente. – Gracias, Christoph, pero no podréis hacer nada. La mano acabará atrapándome. – ¿Cuánto tiempo estuviste con el tapicero? – Bah, muy poco. Unas semanas… El patrón me daba siempre los trabajos más pesados. Y yo era un chaval entonces… Un día llegué cinco minutos tarde y no sabes la que armó. Me dijo que era un – ¿Te echó a la calle? Asintió. Su expresión cambió y otra vez se puso melancólico. – ¿Qué dijeron tus padres? – Bah, siempre la han tomado conmigo, desde pequeño. Si había dos cachos de pan, madre le daba siempre el más grande a Lothar. Y en cuanto me quejaba ya me estaban diciendo: «Pues trabaja, que para eso eres mayorcito. Anda, anda, gánate el pan… ¿O es que piensas vivir toda la vida a costa nuestra?» -Los ojos de Otto se empañaron, en un éxtasis de compasión de sí mismo.-No me comprenden. Me odian. Querrían que me muriese. – ¡No digas tonterías, Otto! Y tu madre, ¡qué! ¿También te odia? – Pobre madre -había cambiado de tono olvidado ya de lo que acababa de decir-: Es terrible. No soporto verla todo el día trabajando de ese modo. ¿Sabes que está muy enferma? Por la noche se pasa horas y horas tosiendo. Y escupe sangre. No duermo pensando que se puede morir. Asentí, sin poder evitar una sonrisa. No es que dudase de sus palabras, pero tal como le veía en aquel momento, con el cuerpo desnudo y moreno espatarrado en la cama, respiraba tal vitalidad, tanta fuerza animal, que oírle hablar de la muerte resultaba tan incongruente como escuchar una descripción de un entierro de labios de un payaso. Debió de darse cuenta porque sonrió también, sin sentirse herido en lo más mínimo por mi insensibilidad. Estiró las piernas y se incorporó sin esfuerzo con los brazos extendidos, hasta tocar con las manos las puntas de sus pies. – ¿Tú eres capaz de hacerlo? De repente una idea le encantó. – Oye, si te enseño algo, ¿me prometes que te callarás como un muerto? – Te lo prometo. Se levantó y hurgó debajo de su cama. Cerca de la ventana había un tablón del piso que estaba suelto: tiró de él y sacó de debajo una vieja caja de galletas. Estaba repleta de cartas y fotos que desparramó sobre la cama. – Si las encuentra madre me las quema… Mira, ¿te gusta? Se llama Hilde. La conocí en el baile donde voy. Y ésta es Marie. ¿A que tiene unos ojos preciosos? Si vieras la envidia que me tienen los otros chicos… Está loca por mí. En realidad, no es mi tipo… -Otto meneó la cabeza gravemente.- ¿Sabes? En cuanto me doy cuenta de que le gusto a una chica, deja de interesarme. Por eso quise acabar con ella. Pero un día vino aquí y me hizo una escena delante de mi madre. No tengo más remedio que ir a visitarla de vez en cuando, así me deja en paz… Y ésta es Trude. De veras, Christoph, ¿a que no pensarías que tiene veintisiete años? Vaya un tipo, ¿eh? Tiene un apartamento en el Barrio Oeste y se ha divorciado dos veces. Voy a verla siempre que quiero. Esta foto se la hizo su hermano. Quería hacernos unas en la cama pero yo no quise, tenía miedo de que fuese para venderlas. Ya sabes que te pueden detener por una cosa así… -Otto sonrió satisfecho y me alargó un mazo de cartas.- Mira, léelas. Te harán reír. Esta es de un holandés. Tiene el coche más grande que he visto en mi vida. Estuve con él la primavera pasada y a veces me escribe. Padre se dio cuenta y ahora no hace más que palpar los sobres, por si tienen dinero… ¡el tío asqueroso! ¡Pero yo soy más listo! Les digo a mis amigos que me escriban a la panadería de la esquina. El hijo del dueño es amigo mío. – ¿Has vuelto a saber de Peter?-pregunté. Otto me miró muy serio. – ¿Christoph? – ¿Sí? – ¿Querrías hacerme un favor? – ¿Cuál?-pregunté cautelosamente. Otto solía escoger los momentos más inesperados para pedir dinero. – Por favor -dijo en tono de reproche-, por favor, no me vuelvas a hablar de Peter… – Ah, de acuerdo -contesté bastante confuso-. Si te molesta… – ¿Sabes, Christoph? Peter me hizo mucho daño. Pensé que era mi amigo. Y luego me dejó, solo… Abajo, en el patio deprimente, donde en los días pegajosos de otoño la niebla y el humo no acababan nunca de levantarse, los músicos callejeros solían venir a cantar. Había grupos de chicos con mandolinas, un viejo que tocaba el acordeón y un padre que cantaba acompañado de sus hijas pequeñas. La canción favorita era La enfermera que venía a visitar a Frau Nowak meneaba la cabeza al ver el hacinamiento en que dormíamos, y se iba. El inspector de viviendas, un hombre joven y descolorido, con el cuello de la camisa desabrochado -por cuestión de principios, seguramente-, venía y tomaba prolijas notas y le decía a Frau Nowak que la buhardilla era insalubre y no reunía condiciones de habitabilidad. Lo decía con un cierto tono de reproche, como si nosotros tuviésemos parte de la culpa. Frau Nowak aborrecía esas visitas, que le parecían deliberadas tentativas de espionaje. Vivía aterrada por la idea de que la enfermera o el inspector llegasen en el preciso momento en que mayor era la porquería. Tanto se descomponía que acababa siempre por quitarle importancia a la gotera del techo. Así se marchaban antes. Otro visitante asiduo era el sastre judío que vendía ropa a plazos. Bajito, servicial y persuasivo, se pasaba el día correteando de puerta en puerta, cobrando un marco aquí, cincuenta pfennigs allá, ganándose precariamente la vida, como una gallina que picotea y escarba en un corral barrido. Nunca apretaba demasiado a los clientes. Hacía dos años que Frau Nowak le había comprado un traje y un abrigo para Otto por doscientos marcos. El traje y el abrigo estaban ya inservibles pero la deuda coleaba aún. Poco antes de irme yo a vivir con ellos le había fiado a Frau Nowak setenta y cinco marcos de ropa para Grete. Aunque todo el vecindario le debía dinero no tenía antipatías y disfrutaba de una envidiable respetabilidad. La gente le maldecía, pero sin excesivo encono. – Puede que tenga razón Lothar -decía Frau Nowak alguna vez-. Cuando venga Hitler ya les ajustará las cuentas a esos judíos. Irán con más tiento. Pero si se me ocurría decirle que cuando Hitler subiese al poder se llevaría por delante al sastre, lo mismo que a los demás judíos, Frau Nowak cambiaba de tono: – Ah, eso sí que no. Después de todo vende muy buena ropa. Además, los judíos siempre le dan a una tiempo para pagar. A ver cuántos cristianos encuentra usted que fíen como ellos. Pregunte, pregunte a la gente de por aquí. Jamás se meterán con los judíos! Otto se pasaba el día sin hacer nada, zanganeando por el piso o de charla con sus amigos a la puerta del patio. Al anochecer salía de su letargo. Casi siempre, cuando volvía de mi trabajo, le encontraba cambiando el jersey y los pantalones por su mejor traje -los hombros exageradamente anchos, chaleco cruzado, pantalones acampanados. Tenía un nutrido repertorio de corbatas y le llevaba media hora por lo menos elegir una y hacerse el nudo. Después, petulante y satisfecho, sonreía al resquebrajado pedazo de espejo que colgaba en la cocina -la cara rosada y mofletuda, los hoyuelos en las mejillas- estorbando a Frau Nowak, sin hacer caso de sus protestas. Nada más cenar, cogía la puerta y se iba al baile. Yo también salía casi todas las noches. No podía irme a dormir después de la cena, aunque estuviera agotado. En cambio, Grete y sus padres a las nueve ya estaban en la cama. Me iba a un cine o me sentaba bostezando a leer el periódico en un café. No tenía nada que hacer. Al final de la calle había un local en un sótano. Se llamaba Casino Alexander. Me lo descubrió Otto una noche en que coincidimos a la hora de salir. Se bajaban cuatro escalones y luego había una puerta y una pesada cortina de cuero que servía de defensa contra las corrientes de aire. El salón era largo, bajo de techo y oscuro, alumbrado por unos farolillos chinos de color rojo y festoneado de polvorientas banderitas de papel. A lo largo de las paredes, se extendía una serie de mesas de mimbre y divanes sucios, parecidos a los de los vagones de tercera en Inglaterra. Al fondo había una galería de palcos enrejillados con falsas flores de cerezo que fingían trepar entre los alambres. El lugar entero olía a humedad y a cerveza. Había estado allí un año antes, una de aquellas noches de sábado en que Fritz Wendel me llevaba de excursión por los tugurios de la ciudad. El Casino seguía exactamente igual, pero menos siniestro, menos pintoresco. Ya no era el símbolo de una tremenda realidad -por la sencilla razón de que yo no estaba borracho-. Pero el mismo propietario, un boxeador retirado, recostaba la misma enorme barriga sobre la barra del bar, el mismo camarero con aspecto de perro guardián corría por el salón con la chaqueta eternamente manchada. Dos chicas, quizás las mismas, bailaban juntas al prolongado lamento de los altavoces. Un grupo de muchachos con jerseys y chaquetas de cuero jugaban a las cartas, mientras los espectadores se inclinaban sobre ellos para ver los naipes. Un muchacho sentado cerca de la estufa leía absorto una novela policíaca. Llevaba la camisa abierta, y las mangas arremangadas hasta los sobacos mostraban unos brazos tatuados. Vestía pantalones cortos y calcetines, como si fuera a participar en una carrera. En el palco del fondo hablaban un hombre maduro y un chico joven. El joven tenía la cara redonda, aniñada, con los párpados hinchados, tal vez por falta de sueño. Le contaba algo al mayor, que llevaba la cabeza rapada y escuchaba de mala gana fumando un cigarro. El joven explicaba su historia con mucha atención, lentamente. De vez en cuando, para dar más énfasis a sus palabras, apoyaba una mano en la rodilla del hombre y le miraba a los ojos. Espiaba cada movimiento del otro con una extraña fijeza, como un doctor que examina a un paciente nervioso. Más tarde llegué a conocer muy bien al chico. Se llamaba Pieps. Era un gran viajero. Se fugó de su casa cuando tenía catorce años, huyendo de las palizas que le pegaba su padre, un leñador de los bosques de Turingia. Pieps marchó a pie a Hamburgo, donde se coló de polizón en un barco que zarpaba con rumbo a Amberes. De allí regresó a Alemania, a lo largo del Rhin. También había estado en Checoslovaquia y en Austria. Tenía un gran repertorio de anécdotas, canciones y chistes y era un ser lleno de vida, optimista y entusiasta. Compartía sus comidas con sus amigos sin preocuparse jamás de dónde comería al día siguiente. Era un ratero bastante hábil. Solía trabajar en un parque de atracciones en la Friedrichstrasse, no lejos del Passage, aunque últimamente le había dado a la policía por ir allí y se estaba poniendo peligroso. En el local había de todo: boxeo, tiro al blanco y máquinas tragaperras. La mayor parte de los chicos del Casino Alexander pasaban las tardes por sus alrededores, mientras sus mujeres trabajaban en la Friedrichstrasse y el Linden. Pieps vivía con dos amigos, Gerhardt y Kurt, en un sótano a la orilla del canal, cerca de la estación del ferrocarril aéreo. El sótano era de una tía de Gerhardt, antigua prostituta de la Friedrichstrasse, cuyas piernas y brazos se hallaban totalmente cubiertos de tatuajes con serpientes, pájaros y flores. Gerhardt era alto y flaco, con una sonrisa vaga, de retrasado mental. No se dedicaba a descuidero, sino a ladrón de grandes almacenes. No le habían cogido nunca gracias probablemente al demencial descaro con que operaba. Sonreía estúpidamente mientras se metía lo que le daba la gana en los bolsillos, en las mismas narices de los dependientes. Al llegar a casa entregaba el botín a su tía, que le propinaba unas broncas fenomenales por vago y le tenía siempre corto de dinero. Un día que estábamos solos sacó del bolsillo un cinturón de señora, vistoso por la cantidad de colores que tenía. – Fíjate, Christoph, qué bonito es… – ¿De dónde lo has sacado? – De Landauers -respondió Gerhardt-. ¿Qué ocurre? Por qué te ríes? – Nada… Los Landauer son amigos míos. Me hace gracia. Eso es todo. Gerhardt palideció. – ¿No se lo dirás, verdad Christoph? – No -prometí-. No se lo diré. Kurt venía al Casino Alexander bastante menos que los otros. Yo le entendía mejor que a Gerhardt o a Pieps, porque era desgraciado y tenía conciencia de su desgracia. Había algo atormentado en su temperamento y que estallaba en arrebatos de repentina cólera contra la desesperanza de su vida. Lo que los alemanes llaman Wut. Solía sentarse en un rincón y beber de prisa, mientras tamborileaba con los puños en la mesa, seco y arrogante. De pronto, levantándose de un salto, exclamaba: Cuando volvía a casa, Herr Nowak y Frau Nowak llevaban ya dos o tres horas durmiendo. Otto solía volver todavía más tarde. Herr Nowak, que detestaba el género de vida de su hijo, no tenía sin embargo el menor inconveniente en levantarse a abrirle la puerta a cualquier hora de la noche. Por alguna razón que nunca llegué a comprender, nada era capaz de inducir a los Nowak a dejarnos una llave a cada uno… Les era totalmente imposible irse a dormir sin comprobar antes que la puerta estaba bien cerrada y el cerrojo echado. En aquellos bloques no había más que un cuarto de aseo por cada cuatro apartamentos. El nuestro estaba en el piso de abajo. Muy a menudo me ocurría que antes de ir a dormir tenía que dar curso libre a la naturaleza. Tenía lugar entonces un segundo viaje en la oscuridad, a través del cuarto de estar hasta la cocina, esquivando la mesa, procurando no entrar en colisión con las sillas, evitando chocar con la cabecera de la cama de los Nowak o empujar la otra cama en que dormían Lothar y Grete. Pero por lentas y sigilosas que fueran mis pisadas, Frau Nowak parecía tener un sexto sentido que la hacía despertarse y verme y darme instrucciones en la oscuridad, avergonzándome con los detalles. -No, Herr Christoph… ahí no, por favor. En el cubo de la izquierda, junto a la estufa. Tendido en la cama, entre tinieblas, en mi pequeño rincón del inmenso hormiguero que eran aquellos enormes bloques, podía oír con toda precisión los ruidos exteriores. El hueco del patio servía de caja de resonancias… Alguien bajaba la escalera. Probablemente, nuestro vecino, Herr Müller. Era ferroviario y trabajaba en el turno de noche. Oía sus pasos hacerse más débiles, escalón tras escalón; luego cruzaban el patio, sonoros sobre la piedra húmeda. Aguzando el oído, me parecía oír el chasquido de la llave al girar en la cerradura. Un momento después, la inmensa mole del portalón se cerraba con un estampido hondo y hueco. Al poco tiempo, Frau Nowak rompía a toser en la habitación vecina. El lecho de Lothar crujía al revolverse en sueños, murmurando algo confuso y amenazador. Al otro lado del patio, en algún piso, un niño empezaba a llorar. Una ventana golpeaba en lo más hondo del abismo, sordamente, a intervalos regulares. Todo era extraño, misterioso, como dormir en la selva. El domingo era en casa de los Nowak un día más largo que los otros. El tiempo era malo y no se podía salir. Había que quedarse en casa. Grete y Herr Nowak se pasaban el tiempo vigilando una trampa para gorriones que Herr Nowak había construido y colocado en la ventana. Estaban horas sentados, sin apartar la vista del artefacto, la cuerda que accionaba la trampa en manos de Grete. De vez en cuando, los dos se reían a hurtadillas y me miraban. Sentado a la mesa, yo me reconcentraba ante una cuartilla en la que había escrito: «Pero, Albert, ¿es que no te das cuenta?» Quería seguir con mi novela. Trataba de una familia que vivía en una casona aislada en el campo, rica e infeliz. Se pasaban la vida explicándose unos a otros las causas de su desgracia y algunas de las razones -al menos a mí me lo parecían- eran inteligentes. Pero mi interés por aquella desdichada familia disminuía de día en día. La atmósfera en casa de los Nowak no era precisamente propicia a la inspiración. Otto, en el cuarto de atrás, con la puerta abierta, se divertía colocando cachivaches sobre el brazo de un viejo gramófono, al que ya le faltaba la bocina y el mando del volumen. Se quedaba fascinado con ellos hasta que las chucherías aquellas acababan por perder el equilibrio y se hacían añicos contra el suelo… Lothar limaba llaves y arreglaba cerraduras para los vecinos, con la cara pálida y adusta inclinada en obstinada concentración. Frau Nowak, sin dejar de guisar, iniciaba su habitual sermón a propósito del buen hijo y el mal hijo. – Mira, Lothar siempre encuentra en qué ocuparse, hasta cuando no tiene trabajo. Tú, en cambio, no sirves más que para destrozarlo todo. No pareces hijo mío. Otto la oía desdeñosamente, tumbado en la cama, escupiendo de vez en cuando alguna obscenidad o un eructo. Su voz podía llegar a ser intolerable: le hacía sentir a uno verdaderos deseos de asesinarle… y él lo sabía. La regañina de Frau Nowak estalló en seguida en chillidos: – Te juro que te echo de casa. Qué haces por nosotros, puede saberse? Cuando hay algo que hacer estás demasiado cansado para echar una mano. En cambio, para pasarte las noches golfeando por ahí buenas fuerzas tienes, más que holgazán, vago, inútil… Otto se puso en pie de un salto y empezó a bailar con salvajes gritos de triunfo. Frau Nowak le tiró una pastilla de jabón a la cabeza. Otto se agachó y el jabón fue a dar en el cristal de la ventana, haciéndolo añicos. Frau Nowak se dejó caer sobre una silla y rompió a llorar. Otto acudió y empezó a consolarla con ruidosos besos. Ni a Lothar ni a Herr Nowak parecía haberles preocupado la pelea. A Herr Nowak más bien le divertía: me hizo un guiño de complicidad. Todo se arregló tapando el cristal roto con un cartón. Y así quedó: una corriente de aire más entre las muchas que destemplaban el piso. A la hora de la cena, todos estábamos contentos. Herr Nowak imitaba la forma de rezar de los católicos y los judíos. Se arrodilló y empezó a darse cabezadas contra el suelo, musitando imaginarias palabras en latín y en hebreo: – Luego contó historias de ejecuciones, con horror y delicia de Frau Nowak y Grete: – Guillermo I, el viejo Guillermo, nunca firmó una sentencia de muerte. ¿Y sabéis por qué? Porque una vez, poco después de subir al trono, hubo un famoso asesinato y durante mucho tiempo los jueces no se ponían de acuerdo sobre si el acusado era inocente o culpable. Al final le condenaron a muerte. Subió al cadalso y el verdugo cogió el hacha… así, la levantó… así, y la dejó caer: ¡Chas! (Claro que son gente muy experta. Ni tú ni yo podríamos cortar la cabeza a un hombre de un solo hachazo. Ni aunque nos dieran mil marcos). Y la cabeza cayó en la cesta: ¡Flop! -Herr Nowak puso los ojos en blanco, y sacó un palmo de lengua para imitar de la forma más vívida y desagradable posible una cabeza decapitada.- Y entonces, la cabeza habló y dijo: «¡Soy inocente!» (Claro que no eran más que los nervios, pero habló igual que estoy hablando yo ahora). «¡Soy inocente…!», y unos meses más tarde un hombre confesó en su lecho de muerte que él había sido el asesino. Después de aquello, Guillermo I no volvió a firmar una sentencia de muerte. En la Wassertorstrasse una semana era exactamente igual a otra. Nuestra pequeña buhardilla, atestada y llena de goteras, olía a cocina y a desagües atascados. Si la estufa del cuarto de estar estaba encendida, casi no se podía respirar; si estaba apagada, nos helábamos. El tiempo se había puesto muy frío. Frau Nowak, cuando no trabajaba, tenía que hacer interminables caminatas del hospital a los dispensarios y de los dispensarios al hospital. Esperaba horas y horas sentada en un banco, en pasillos helados, o se rompía la cabeza tratando de cumplimentar prolijos formularios. Los médicos que la visitaban no se ponían de acuerdo. Uno era partidario de enviarla a un sanatorio cuanto antes. Otro creía que era demasiado tarde para tomarse esa molestia… y así se lo dijo. Otro opinaba que no tenía nada grave: sólo necesitaba unos cuantos días de reposo en los Alpes. Frau Nowak les escuchaba con el más profundo de los respetos. Nunca dejaba de recalcar, cuando me contaba esas visitas, que el médico de turno era el más sabio y más amable que se podía encontrar en toda Europa. Volvía a casa tosiendo y tiritando como un azogue, agotada, con los zapatos empapados y medio histérica. Nada más entrar empezaba a gruñir a Grete o a Otto, automáticamente, como un polichinela. – Fíjate en lo que te digo… ¡Acabarás en la cárcel! Ojalá te hubiera encerrado en un correccional cuando tenías catorce años. Allí sí que te hubieran enderezado… ¡Y pensar que en toda mi familia no ha habido nadie que no fuera decente y honrado! – ¡Tú decente! -se burlaba Otto-. ¡Si no eras más que una niña y ya salías con el primer par de pantalones que se te ponía a tiro! – Te prohíbo que hables así. ¿Me oyes?¡Te lo prohíbo! ¡Ojalá me hubiera muerto antes que haberte parido, golfo, sinvergüenza! Otto saltaba a su alrededor, esquivando los golpes, en una especie de euforia peleadora. En su agitación, hacía muecas horribles. – ¡Está loco! -gritaba Frau Nowak-. Mírele ahora, Herr Christoph. Dígame, ¿a que está delirando como si estuviera loco? Tendré que llevarle al hospital para que lo examinen. Era una idea que seducía a la romántica imaginación de Otto. A menudo, cuando estábamos solos, me decía con lágrimas en los ojos: – No estaré mucho tiempo aquí, Christoph. Estoy a punto de que me dé un ataque. Muy pronto vendrán a cogerme y me llevarán. Me pondrán una camisa de fuerza y me alimentarán por un tubo de goma. Y cuando vengas a visitarme, no podré reconocerte. Frau Nowak y Otto no eran los únicos nerviosos de la casa. Lentamente, pero de una manera implacable, los Nowak iban acabando con mi resistencia. De día en día el olor de la fregadera me daba más asco, la voz de Otto me parecía más áspera y la de su madre más estridente. Los lloriqueos de Grete me hacían rechinar los dientes. Cada vez que Otto daba un portazo, me sobresaltaba irritado. Por las noches, no podía dormir si no estaba medio borracho… Por si fuera poco, empezó a preocuparme una especie de sarpullido misterioso y bastante desagradable que me estaba saliendo: tal vez se debía a la cocina de Frau Nowak o a algo peor. Empecé a pasar casi todas mis veladas en el Casino Alexander. Me sentaba en un rincón, cerca de la estufa, escribía cartas, hablaba con Pieps o Gerhardt o me entretenía observando a los parroquianos. El local estaba casi siempre muy tranquilo. Nos sentábamos o merodeábamos por la barra, esperando siempre que ocurriera algo imprevisto. Se oía la puerta de la calle y doce pares de ojos se volvían hacia la entrada para ver al visitante emerger de detrás de la cortina de cuero. Generalmente, se trataba de un vendedor de dulces o de una chica del Ejército de Salvación con sus huchas y sus folletos de propaganda. Si el vendedor de dulces había tenido un buen día o estaba borracho, se jugaba a los dados con nosotros unos paquetes de galletas. En cuanto a la chica del Ejército de Salvación, se daba una vuelta por el local, haciendo el mayor ruido posible, no recibía un céntimo y se iba. La verdad es que se había convertido en parte de la rutina diaria; ni Gerhardt ni Pieps hacían ya chistes acerca de ella. Más tarde, entraba un tipo con aire subrepticio, le susurraba algo al camarero y ambos se retiraban a la habitación trasera. Era un cocainómano. Padecía de tics nerviosos y meneaba la cabeza todo el rato, como diciendo al universo mundo: No, no, no. Al cabo de un momento volvía a salir, se quitaba el sombrero con un gesto de vaga cortesía y desaparecía como por encanto. De vez en cuando entraba la policía en busca de maleantes y muchachos huidos del correccional. Cuando iban a venir se sabía de antemano y la gente les acogía sin sorpresa. Siempre se podía salir en el último instante, según me explicó Pieps, por la ventana del lavabo, que daba al patio trasero de la casa. – Pero tienes que ir con cuidado, Christoph -añadía-. Da un gran salto o caerás en el sótano por la tronera del carbón. A mí me pasó una vez. Y Hamburg Werner, que venía detrás de mí, se rió tanto que le pilló el toro. Los sábados y el domingo por la noche se llenaba el Casino Alexander. Llegaban visitantes de la zona oeste, como si fueran embajadores de otro país. Venían también bastantes extranjeros: holandeses, sobre todo, e ingleses. Los ingleses hablaban a voces, en tono autoritario y excitado. Discutían de comunismo, de Van Gogh y de los mejores restaurantes de la ciudad. Algunos parecían ligeramente asustados; temían quizá morir a cuchilladas en aquella cueva de bandidos. Pieps y Gerhardt se les sentaban a la mesa, imitaban sus acentos y les gorreaban cigarrillos y bebidas. Un hombre con gafas negras de concha y aspecto recio preguntó: – ¿Estuvisteis en la fiesta estupenda que dio Bill a los cantantes negros? Y un joven con monóculo murmuró: – Toda la poesía del mundo está en esa expresión. Yo sabía lo que sentía aquel hombre en ese momento. Podía simpatizar con él, incluso envidiarle. Pero era triste saber que dentro de dos semanas presumiría de sus experiencias ante un selecto grupo de amigos del club… comprensivos y sonrientes, en torno a una mesa abarrotada de histórica plata y legendario vino de Oporto. Me sentía irremisiblemente viejo. Por fin los médicos se decidieron: Frau Nowak iría al sanatorio en seguida, antes de Navidad. Lo primero que hizo cuando lo supo fue comprarse un traje nuevo. Estaba feliz y nerviosa como si la hubieran invitado a una fiesta. – Las enfermeras son muy especiales, sabe usted, Herr Christoph. Si no vamos limpias y arregladas nos castigan (y tienen razón, claro). Estoy segura de que lo pasaré muy bien -Frau Nowak suspiró-. Si pudiese no pensar en la familia… No sé lo que van a hacer cuando yo me vaya, con lo desmañados que son… De noche se pasaba las horas cosiendo camisetas de franela, sonriente, como una muchacha que espera un niño. La tarde de mi marcha, Otto estaba muy deprimido -Ahora te vas tú, Christoph. No sé qué va a ser de mí. Puede que dentro de seis meses ya no esté vivo. – Las cosas no te iban tan mal antes de que yo viniera a vivir con vosotros, ¿no crees? – Sí… pero ahora madre se va también. Y no creo que padre me dé de comer. – ¡Qué tontería! – Llévame contigo, Christoph. Déjame ser tu criado. Te podría ser muy útil, ya verás. Podría hacerte la comida y remendarte la ropa y podría abrirles la puerta a tus alumnos… -Los ojos de Otto empezaron a brillar, admirándose ya en su nuevo papel.- Llevaría una chaquetilla blanca… o quizá mejor azul con botones plateados… – Me temo, Otto, que eres un lujo que no me puedo permitir en mi situación actual. – Pero, Christoph, no cobraría sueldo, desde luego -Otto hizo una pausa y pensó que su ofrecimiento había sido demasiado generoso.- Es decir… -añadió prudentemente-, sólo uno o dos marcos para ir a bailar de vez en cuando. – Lo siento, Otto, no puede ser. Nos interrumpió el regreso de Frau Nowak. Había vuelto a casa temprano para prepararme una comida de despedida. Traía la bolsa de la compra llena de comestibles. La pobre mujer se había agotado arrastrándola por la escalera. Cerró la puerta de la cocina tras sí con un suspiro y empezó a chillar inmediatamente. – Vaya por Dios, hombre, ya has dejado apagarse la estufa. ¡Mira que te dejé encargado que le echaras una mirada de vez en cuando! ¿Dios mío, pero es que no se puede confiar en nadie en esta casa para que le echen a una una mano? – Lo siento, madre -dijo Otto-, me olvidé. – ¡Claro que te olvidaste! ¿Es que te acuerdas alguna vez de lo que te digo?¡Te – Muy bien, de acuerdo. ¿La oyes, Christoph?-Otto se volvió hacia mí, enfurecido. En ese momento, el parecido entre ambos era sorprendente. Eran como dos criaturas poseídas por el demonio.- ¡Se va a arrepentir mientras viva! Se volvió y entró como una tromba en su habitación, dando un portazo. Frau Nowak fue hacia la estufa y trató de reavivar las ascuas. Le temblaba el cuerpo y tosía violentamente. Traté de ayudarla pasándole trozos de carbón y madera que ella cogía sin dirigirme la palabra, sin mirarme siquiera. Pensé que no hacía más que estorbar, como siempre, me fui a la sala y me quedé estúpidamente parado junto a la ventana, deseando que me tragara la tierra. Todo aquello era excesivo. En el alféizar de la ventana había un trozo de lápiz. Lo cogí y dibujé un pequeño círculo en la madera, y pensé: yo también he dejado mi marca. De pronto, recordé que había hecho lo mismo, años atrás, antes de dejar el colegio en el norte de Gales. En la habitación de atrás hubo un silencio prolongado. Decidí arrostrar el mal humor de Otto y entrar. Aún tenía que hacer las maletas. Abrí la puerta y vi a Otto sentado en su cama. Estaba mirando fijamente un corte en su muñeca izquierda. La sangre resbalaba por la palma abierta y caía al suelo en gruesos goterones. En la mano derecha, entre el pulgar y el índice, tenía una navaja de afeitar. Se la quité sin que se resistiera. La herida no era grave. Le vendé con su propio pañuelo. Por un momento temí que se desvaneciera. Se apoyó en mi hombro. – ¿Cómo demonios te las has arreglado para hacerte esto? – Quería demostrarle… -dijo Otto. Estaba muy pálido. Lo único que había conseguido era llevarse un susto mortal-. No tenías que haberlo impedido, Christoph. – Idiota -dije furioso. Me había asustado también-. Cualquier día te harás daño de verdad… sin querer. Otto me obsequió con una mirada de reproche. Sus ojos se llenaron lentamente de lágrimas. – ¿Qué más da, Christoph? No sirvo para nada… ¿Qué será de mí cuando sea viejo? – Encontrarás trabajo, seguramente. – Trabajo… La simple idea del trabajo le hizo romper a llorar. Sollozaba violentamente mientras se restregaba la nariz con el dorso de la mano. Saqué un pañuelo del bolsillo. – Ten. Toma esto. – Gracias, Christoph… -se secó los ojos tristemente y se sonó. Algo en el pañuelo le llamó la atención. Empezó a examinarlo a la ligera, primero, luego, con gran interés-. Oye, Christoph -exclamó indignado-, ¡este pañuelo es mío! Una tarde, pocos días después de Navidades, regresé a la Wassertorstrasse. Las luces estaban ya encendidas cuando pasé bajo el arco y entré en la larga y húmeda calle, manchada de nieve sucia. Pálidos reflejos amarillentos escapaban de las tiendas en los sótanos. Un lisiado vendía verduras y frutas en un carretón bajo la luz de un farol de gas. Un grupo de muchachos, la cara sucia y el gesto insultante, miraban pelearse a dos chicos en un portal: una chica gritó sobresaltada cuando uno de ellos resbaló y cayó de espaldas. Mientras cruzaba el patio embarrado, al respirar la pegajosa y familiar podredumbre de las casas, pensé: ¿Cómo es posible que haya vivido aquí alguna vez? Mi cómodo apartamento con cuarto de estar en la zona oeste y mi nuevo trabajo me hicieron de pronto sentirme un extraño en aquel suburbio. Las luces de la escalera de los Nowak no funcionaban: estaba oscura como boca de lobo. Subí los peldaños a tientas sin mucha dificultad, después de tantas veces, y aporreé la puerta. Hice todo el ruido que pude: a juzgar por las voces, los cantos y los gritos que salían de dentro, estaban celebrando una fiesta por todo lo alto. – ¿Quién es?-vociferó Herr Nowak. Christoph. – ¡Ajá! ¡Christoph! ¡Inglés! ¡Englisch Man! ¡Entra! ¡Entra! La puerta se abrió de golpe, dejando ver a Herr Nowak, vacilante y a punto de perder el equilibrio, con los brazos abiertos. Detrás de él, Grete, temblando como un flan, lloraba de risa. No había nadie más a la vista. – Mi querido Christoph -gritó Herr Nowak, palmoteándome la espalda-. Acababa de decirle a Grete: «Sé que vendrá, Christoph no nos abandonará». Con un ampuloso gesto de festiva bienvenida me empujó hacia el cuarto de estar. El piso estaba horriblemente sucio. Ropa de todas clases se amontonaba en una de las camas. Encima de la otra habían desparramado tazas, platos, zapatos, cuchillos y tenedores. En la mesilla de noche había una sartén llena de manteca reseca. Tres velas iluminaban la habitación desde sus respectivas botellas vacías. – Nos han cortado la luz -explicó Herr Nowak con un negligente gesto del brazo-. No hemos pagado el recibo… Tendremos que pagarlo, naturalmente. Pero no importa… resulta más bonito así, ¿verdad? Grete, vamos a encender el árbol de Navidad. El árbol de Navidad era la cosa más pequeña que he visto en mi vida. Tan delgado y endeble que sólo podía soportar el peso de una vela en lo alto. Una simple cinta de estaño dorado le daba unas cuantas vueltas. Herr Nowak dejó caer varias cerillas encendidas antes de conseguir encender la vela. Si yo no les hubiera dado un manotazo, probablemente hubieran acabado incendiando el mantel. – ¿Dónde están Lothar y Otto?-pregunté. – No lo sé. Por ahí… Ahora no les vemos mucho el pelo… Parece que la casa no les gusta… No importa. Estamos muy bien solos, ¿verdad, Grete?-Herr Nowak empezó a cantar y dio unos pasos de baile con la gracia de un elefante.- Cuando acabó aquella pantomima saqué mis regalos: puros para Herr Nowak y chocolatinas y un ratón de cuerda para Grete. Herr Nowak sacó una botella de cerveza de debajo de a cama. Después de una larga búsqueda de las gafas, que aparecieron colgando del grifo de la cocina, me leyó una carta que Frau Nowak le había escrito desde el sanatorio. Repitió cada frase tres o cuatro veces, se perdió a la mitad, juró, se sonó y se rascó la oreja. Apenas logré entender. Luego él y Grete empezaron a jugar con el ratón de cuerda, poniéndolo sobre la mesa, gritando y alborotando cada vez que se acercaba al borde. El ratón fue un éxito y me permitió despedirme sin tener que insistir. – Adiós, Christoph, vuelve pronto-dijo Herr Nowak, volviéndose inmediatamente hacia el ratón. Grete y él se inclinaron con ansiedad de jugadores profesionales sobre la mesa y yo aproveché para marcharme. Poco tiempo después Otto vino a verme. Quería que fuese con él a visitar a su madre el siguiente domingo. Era día de vicia en el sanatorio. Y un autobús especial salía de Hallesches Tor. – No hace falta que me pagues el viaje, ¿sabes?-dijo Otto con ademán displicente. Estaba visiblemente satisfecho de sí mismo. – Te lo agradezco mucho, Otto. ¿Llevas un traje nuevo? – ¿Te gusta? – Te debe haber costado un dineral. – Doscientos cincuenta marcos. – ¡Dios mío!, ¿te ha tocado la lotería? Otto sonrió petulantemente. – Veo mucho a Trude ahora. Su tío le ha dejado bastante dinero. Puede que nos casemos en primavera. – Enhorabuena… Supongo que vives todavía en tu casa, ¿no? – Bah, voy por allí de vez en cuando -frunció las comisuras de los labios, con gesto de lánguido desprecio-, pero padre está siempre borracho. – Qué asco, ¿verdad?-dije, imitando su entonación. Nos echamos a reír. – Dios mío, Christoph, ¿tan tarde es ya? Tengo que irme. Hasta el sábado. Que lo pases bien. Era cerca del mediodía cuando llegamos al sanatorio. Después de varios kilómetros de mal camino, entre pinares nevados, desembocamos frente a una portalada gótica de ladrillo rojo, que parecía la entrada de un cementerio; detrás se alzaban varios caserones de ladrillo. El autobús se detuvo. Otto y yo fuimos los últimos en bajar. Nos paramos un rato a estirar las piernas, mientras guiñábamos los ojos cegados por el brillo de la nieve. El campo era de un blanco deslumbrante. Nos dolían los huesos. El autobús era una simple furgoneta cubierta en la que, por todo asiento, se habían dispuesto unas cuantas cajas de madera y algunos bancos. No es que se hubieran movido mucho durante el trayecto: habíamos venido apretados como libros en una estantería. Los pacientes venían corriendo a recibirnos. Torpes, embozados en chales y mantas, tropezaban y resbalaban en la nieve helada del sendero. Llegaban tan aprisa que su desaforada carrera acabó en un resbalón general. Cayeron como catapultados por la velocidad en los brazos de sus familiares, que se tambaleaban por la violencia de la colisión. Una pareja se derrumbó estrepitosamente entre gritos y carcajadas. – ¡Otto! – ¡Madre! – ¡Por fin has venido! ¡Qué bien estás! – ¡Claro que he venido, madre! ¿Qué te creías? Frau Nowak, desprendiéndose de los brazos de su hijo, me tendió la mano. – ¿Qué tal está, Herr Christoph? Parecía mucho más joven. Su cara rechoncha, ovalada e inocente, con sus astutos ojillos de campesina, parecía la de una muchacha joven. Tenía coloradas las mejillas. Y sonreía como si en ello le fuera la vida. – ¡Ay, Herr Christoph, qué amable ha sido al venir! ¡Cuánto le agradezco que me haya traído a Otto! Reía con una extraña risita nerviosa. Subimos hacia la casa. Dentro, el olor a antiséptico, a calefacción y a limpieza me dio un escalofrío de aprensión. – Me han puesto en uno de los pabellones más pequeños -nos dijo Frau Nowak-. Estamos cuatro solamente. Nos entretenemos jugando a muchas cosas -abrió satisfecha la puerta y empezó a hacer las presentaciones-. Muttchen… ¡es la que mantiene el orden! ¡Y ésta es Erna! ¡Y Erika, nuestra niña! Erika era una menuda jovencita rubia, de dieciocho años, que rió. – ¡Así que aquí tenemos al famoso Otto! ¡Hemos estado esperando esta visita semanas y semanas! Otto sonreía dignamente, discreto, completamente a sus anchas. Su traje marrón, recién estrenado, era indescriptiblemente vulgar, y lo mismo sus botines de color lila y sus zapatos amarillos. Lucía en el dedo una enorme sortija de sello, con una piedra cuadrada de color chocolate. Estaba constantemente pendiente de ella. No hacía más que poner las manos en posturas forzadas y mirárselas a hurtadillas para admirar el efecto. Frau Nowak no paraba de abrazarle y pellizcarle las mejillas. – ¿Verdad que está bien?-exclamó-. ¿Verdad que está maravillosamente?¡Cómo estás, Otto, de alto y de fuerte…! Estoy segura de que podrías levantarme con una sola mano. La vieja Muttchen había cogido frío, según nos dijeron. Llevaba una venda alrededor de la garganta, disimulada bajo el cuello de encaje de su anticuado vestido negro. Parecía una anciana agradable. Aunque había algo ligeramente obsceno en su humanidad, como en un perro sarnoso. Estaba sentada al borde de la cama, con las fotos de sus hijos y nietos desplegadas sobre la mesita de noche, igual que si se tratara de trofeos ganados en un concurso. Parecía secretamente complacida, como si la contentase el encontrarse tan enferma. Frau Nowak nos dijo que Muttchen había estado ya tres veces en el sanatorio. Cada vez se la había dado de alta, pero al cabo de nueve meses o un año tenía una recaída y había que internarla de nuevo. – Han venido a verla los mejores médicos de Alemania -añadió Frau Nowak, con orgullo-, pero siempre consigues engañarles, ¿verdad, Muttchen? La anciana asintió con la cabeza, sonriendo como un niño relamido que se sabe elogiado por los mayores. – Y ésta es la segunda vez que Erna está aquí -prosiguió Frau Nowak-. Los doctores dijeron que se curaría, pero no comía lo suficiente, ha tenido que volver, ¿verdad, Erna? – Sí, he tenido que volver -corroboró Erna. Era una mujer delgada, de cabello corto, alrededor de los treinta y cinco, que debió ser muy femenina alguna vez, atractiva, pensativa y dulce. Extremadamente demacrada, parecía poseída por una especie de desesperada resolución, un cierto aire de desafío. Sus ojos eran inmensos, oscuros y hambrientos. Su anillo de casada le bailaba en el dedo sarmentoso. Cuando hablaba, si empezaba a agitarse, le revoloteaban incesantemente las manos, como dos trémulas polillas. – Mi marido me pegaba y luego me abandonó. La noche que se fue me dio tal paliza que meses después todavía se me podían ver los cardenales. Era muy fuerte. Por poco me mata -hablaba de una manera pausada, con calma, pero con un cierto nerviosismo contenido, sin despegar sus ojos de los míos. Su mirada hambrienta me barrenaba el cerebro, como si quisiera leer lo que yo pensaba-. Sueño con él de vez en cuando -dijo, ligeramente divertida. Otto y yo nos sentamos a la mesa, mientras Frau Nowak alborotaba a nuestro alrededor con café y unas pastas que había traído una enfermera. Todo lo que en aquel día me sucedía parecía no dejarme la menor impresión: mis sentidos estaban suspensos, embotados, como sumergidos en un sueño vívido. En aquella habitación blanca, silenciosa, de grandes ventanales abiertos a los pinos nevados, con el árbol de Navidad sobre la mesa, las guirnaldas sobre las camas, las fotografías sujetas con chinchetas, las bandejas con pastas de chocolate en forma de corazón, vivían y se movían aquellas cuatro mujeres. Mis ojos podían escudriñar hasta el último rincón de su mundo: los gráficos de temperatura, el extintor de incendios, el biombo de cuero ante la puerta. Vestidas con sus mejores ropas, sus limpias manos en las que ya no quedaban rastros de la aguja ni del fregadero, se echaban diariamente en la terraza, a escuchar la radio, sin poder hablar. La prolongada convivencia femenina había dejado en la habitación un aliento vagamente nauseabundo, como el que exhala un montón de ropa sucia guardado en un cajón sin ventilar. Jugueteaban entre continuos gritos como niñas de escuela un poco crecidas para su edad. Frau Nowak y Erika se permitieron un repentino acceso de cólera. Se agarraron jadeando, forcejeando en silencio. Acabaron por estallar en agudas carcajadas. Todo ello en beneficio nuestro. – No sabe usted cuánto hemos esperado este día -dijo Erna-. ¡Ver un hombre de verdad! Frau Nowak rió vergonzosamente. – Erika era tan simple antes de venir aquí… No sabías nada, ¿verdad, Erika? Erika soltó una risa. – He aprendido bastante desde entonces… – ¡Ya lo creo que has aprendido! No se lo creerá usted, Herr Christoph, pero su tía le mandó ese muñeco por Navidad y se lo lleva cada noche a la cama. ¡Dice que quiere tener un hombre al lado! Esta vez, Erika rió descaradamente. – Bueno, es mejor que nada, ¿no? Le guiñó un ojo a Otto, que puso los ojos en blanco y fingió escandalizarse. Después del almuerzo, Frau Nowak tenía que descansar una hora. Erika y Erna se apoderaron de nosotros. Fuimos a dar un paseo por el parque. – Les enseñaremos primero el cementerio -dijo Erna. Yacían allí diversos animales favoritos del personal del sanatorio. Vimos una docena de cruces y lápidas con versos lacrimosos. Había enterrados pajarillas, ratones blancos, conejos y un murciélago que fue encontrado helado después de una ventisca. – Se pone una triste cuando piensa que están enterrados aquí, ¿verdad?-dijo Erna. Apartó con el pie la nieve acumulada sobre una de las tumbas. Tenía los ojos cuajados de lágrimas. A medida que nos alejábamos por el sendero, ella y Erika fueron alegrándose otra vez. Reíamos todos y nos tirábamos bolas de nieve unos a otros. Otro cogió a Erika en volandas y amenazó con arrojarla sobre un montón de nieve. Un poco más lejos, pasamos junto a un cenador que estaba apartado del camino, entre los árboles. Un hombre y una mujer salían en aquel momento. – Ésa es Frau Klemke -dijo Erna-. Ha venido su marido. Imagínese. Esa vieja cabaña es el único sitio de todo el sanatorio donde dos personas pueden estar solas… – Debe hacer bastante frío con este tiempo… – ¡Claro que sí! Mañana le volverá a subir la temperatura y se tendrá que quedar en cama todo el día… ¿Qué más da? Si yo estuviera en su lugar haría lo mismo -Erna me apretó el brazo-. Tenemos que vivir mientras somos jóvenes, ¿no cree? – Desde luego. Erna alzó su mirada hacia mí, velozmente; sus ojos se clavaron en los míos como dos garfios; podía sentir cómo tiraban hacia abajo. – No estoy realmente tísica, ¿sabes, Christoph? Supongo que no has creído que estoy tísica sólo porque estoy en el sanatorio, ¿verdad? – No, Erna, claro que no. – Muchas de las chicas no están tísicas. Sólo necesitan que alguien se ocupe de ellas un poco, como me pasa a mí… El doctor dice que si me cuido volveré a estar fuerte como antes… ¿Y sabes qué es lo que voy a hacer en cuanto salga? – ¿Qué? – Primero, me divorciaré. Y después buscaré otro marido -Erna rió-. No tardaré mucho en conseguirlo… ¡te lo prometo! Después del té regresamos a la habitación. Frau Nowak había conseguido que le prestaran un gramófono para que pudiésemos bailar. Yo hice pareja con Erna y Erika con Otto. Erika, pesada y torpe, se reía escandalosamente cada vez que resbalaba o le daba un pisotón a Otto. Él sonreía ligeramente y la hacía ondular habilidosamente entre sus brazos, mientras agitaba los hombros como un chimpancé, al estilo de Hallesches Tor. La vieja Muttchen se sentó en su cama a mirarnos bailar. Cuando tomé a Erna entre mis brazos sentí cómo un escalofrío le recorría el cuerpo. Había anochecido, pero nadie pensó en encender las luces. Al cabo de un rato dejamos de bailar y nos sentamos en las camas, haciendo corro. Frau Nowak habló de su infancia, cuando vivía con sus padres en una granja de Prusia oriental. – Teníamos un aserradero y treinta caballos. Los caballos de mi padre tenían fama de ser los mejores de la región. Llegó a ganar muchos premios en la feria… En la oscuridad de la habitación, los ventanales abrían grandes rectángulos pálidos. Erna, sentada a mi lado, buscó a tientas mi mano. Después me cogió el brazo, haciéndome enlazarla. Temblaba violentamente. – Christoph… -me murmuró al oído. – … y durante el verano -decía Frau Nowak- íbamos a bailar a un granero que había junto al río… Apreté mi boca contra los labios secos y calientes de Erna, sin experimentar la menor sensación de contacto. Todo ello formaba parte del largo y siniestro sueño que parecía dominarme aquel día. – Soy tan feliz hoy… -murmuró Erna. – El hijo del cartero tocaba el violín -dijo Frau Nowak-. Tocaba divinamente… la hacía llorar a una… Unos vagos rumores de forcejeos y risitas llegaron desde la cama donde estaban tumbados Otto y Erika. – Otto, fresco, más que fresco… ¡Si no te estás quieto, se lo diré a tu madre! Cinco minutos después vino una enfermera a avisarnos que el autobús iba a salir. – Te juro, Christoph -dijo Otto al ponernos los abrigos-, que hubiera podido hacer lo que me hubiera dado la gana con esa niña. La he palpado de arriba abajo… ¿Qué tal lo has pasado con la tuya? Un poco delgada, ¿verdad?¡Pero a que es caliente! Subimos al autobús con los demás visitantes. Los pacientes se arremolinaban alrededor de nosotros para despedirnos. Arropados hasta la cabeza en sus mantas, hubiera podido tomárseles por miembros de una tribu aborigen de los bosques. Frau Nowak empezó a llorar mientras intentaba, sin conseguirlo, sonreír alegremente. – Dile a tu padre que volveré pronto… – ¡Claro que volverás pronto, madre! ¡Estarás bien dentro de poco! ¡Antes de que te des cuenta estarás en casa! – Es poco tiempo… -sollozó Frau Nowak, con las lágrimas cayéndole sobre su horrible sonrisa de rana. Empezó a toser. Igual que una pepona, parecía que se le hubiese partido el cuerpo en dos mitades. Con las manos engarfiadas sobre el pecho, tosiendo secamente, era como un animal herido. La manta se deslizó de sus hombros. Un mechón de pelo suelto del moño se le metía en los ojos. Sacudió la cabeza ciegamente para apartarlo. Dos enfermeras intentaron llevársela dulcemente, pero empezó a forcejear como una fiera. Se negaba a entrar: – Vete, madre -suplicaba Otto, medio llorando-. ¡Por favor vete! ¡Te vas a morir de frío! – Escríbeme de vez en cuando, ¿lo harás, Christoph?-Erna estrujaba mi mano como si estuviera a punto de ahogarse. Sus ojos se clavaron en mí sin disimulo, intensos, terriblemente desesperados-… Aunque sólo sea una postal, no importa… Pon sólo tu nombre. – Sí, lo haré… Por un instante, los pacientes se arremolinaron fantasmalmente en torno al círculo de luz del autobús renqueante, iluminados a ráfagas entre los negros troncos de los pinos. Había llegado al punto culminante de mi sueño, el instante de pesadilla que debía ser el fin. Tuve un miedo absurdo y angustioso de que fueran a atacarnos, a arrancarnos de nuestros asientos y arrastrarnos fuera hambrientamente, en medio de un silencio mortal. Por fin, aquello pasó. Se fueron retirando inofensivamente -como fantasmas después de todo- hacia la oscuridad, mientras nuestro autobús, traqueteando, emprendía a bandazos el camino de la ciudad, a través de la nieve espesa e invisible. |
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