"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

1. EL DOCTOR IANNIS COMIENZA SU HISTORIA Y TIENE UN CHASCO

El doctor Iannis había tenido un día más que pasable en que ninguno de sus pacientes había muerto ni empeorado. Había atendido el parto sorprendentemente fácil de una vaca, abierto un absceso, extraído una muela, dado una dosis de Salvarsán a una señora de vida alegre, practicado un desagradable pero espectacularmente fructífero enema y producido un milagro mediante un acto de prestidigitación médica.

Rió para sus adentros, pensando que sin duda aquel milagro estaba siendo ya pregonado como algo digno del mismísimo san Gerasimos. El doctor había ido a casa del viejo Stamatis, que se quejaba de dolor de oído, y se había encontrado examinando un conducto auditivo más húmedo, malsano, repleto de liquen y estalagmítico que la gruta de Drogarati. Se había puesto a limpiar aquello de liquen con la ayuda de un poco de algodón empapado en alcohol y enrollado al extremo de una cerilla larga. Sabía que el viejo Stamatis estaba sordo de aquel oído desde niño y que ello había sido una fuente constante de dolor, no obstante lo cual el doctor se sorprendió cuando, en las profundidades de la peluda cavidad, la punta de la cerilla pareció topar con una cosa dura y rígida; es decir, algo sin excusa fisiológica ni anatómica para estar allí. Llevó al anciano hasta la ventana, abrió los postigos de par en par, y una explosión de luz y calor meridianos inundó la habitación de un brillo deslumbrante, como si un ángel pesado y excesivamente luminoso hubiera escogido por error aquel lugar para una epifanía. La mujer de Stamatis hizo un gesto de desaprobación; dejar que entrase tanta luz a esa hora indicaba un mal gobierno de la casa. Estaba convencida de que así se levantaba mucho polvo; de hecho, veía claramente cómo las motas empezaban a elevarse ya de la superficie de las cosas.

El doctor Iannis le inclinó la cabeza al viejo y examinó el interior de la oreja. Con su larga cerilla apartó aquella maleza de hirsutos pelos grises adornados de escamas de caspa. Dentro había una cosa esférica. Rascó la superficie para retirar la dura capa de cerumen y vio un guisante. Porque era un guisante, sin duda; verde claro y con la superficie ligeramente fruncida: no podía ser otra cosa.

– ¿Alguna vez se ha metido usted algo en la oreja? -preguntó el doctor.

– Sólo el dedo -contestó Stamatis.

– ¿Y desde cuándo está sordo de este oído?

– Que yo recuerde, desde siempre.

El doctor Iannis vio cómo su imaginación le regalaba con una visión ridícula: Stamatis de pequeñito, la misma cara nudosa, idéntica cargazón de espaldas, idéntica exuberancia de vello aural, tendía la mano para coger un guisante seco de un cuenco sobre la mesa de la cocina. Tras llevárselo a la boca y encontrarlo demasiado duro, se lo introducía en la oreja. El doctor rió con disimulo y dijo:

– De pequeño debía de estar usted dando siempre la lata.

– Era de la piel de Barrabás.

– Tú calla, mujer, que ni siquiera me conocías entonces.

– Lo sé por tu madre, que en gloria esté -replicó la vieja, apretando los labios y cruzándose de brazos-, y lo sé por tus hermanas.

El doctor Iannis consideró el problema. Se trataba sin duda de un empedernido y recalcitrante guisante, y sacarlo de allí haciendo palanca no parecía tarea fácil.

– ¿Tienen un anzuelo largo de esos de pescar salmonetes? ¿Y un martillo pequeño?

El matrimonio se miró con una única idea en la cabeza: el doctor había perdido el juicio.

– ¿Qué tiene eso que ver con mi dolor de oído? -preguntó Stamatis, suspicaz.

– Padece usted un exorbitante impedimento auditorio -contestó el doctor, siempre consciente de la necesidad de mantener cierta mística médica y sabedor de que «un guisante en la oreja» no iba a reportarle ninguna gloria-. Puedo quitárselo con un anzuelo y un martillo pequeño, es el sistema ideal para vencer un embarras de petit pois. -Dijo esto último con un remilgado acento parisino, por más que él fuera el único presente en captar su ironía.

Le llevaron un anzuelo y un martillo, y el doctor procedió a enderezar cuidadosamente el anzuelo sobre las losas del suelo. Después llamó al viejo y le dijo que apoyara la cabeza en el alféizar para que le diera la luz. Stamatis obedeció y puso los ojos en blanco, mientras la vieja se cubría los suyos con las manos y miraba entre los dedos.

– Dése prisa, doctor -exclamó Stamatis-. Esto está que arde.

El doctor introdujo el gancho con cuidado en el cerdoso orificio y levantó el martillo, pero un ronco chillido que le recordó a un cuervo le distrajo de su quehacer. Estupefacta y horrorizada, la vieja esposa se retorcía las manos, gimiendo «Oh, oh, va a meterle un anzuelo en la sesera. Cristo ten piedad, que los santos y la Virgen nos protejan.»

Aquella interpolación dio que pensar al doctor; reflexionó que si el guisante estaba muy duro, era bastante probable que la lengüeta del anzuelo no penetrara en él sino que lo hundiera aún más. El tímpano podía salir incluso mal parado. Se enderezó y con el dedo índice retorció su blanco bigote con aire pensativo.

– Cambio de planes -anunció-. Lo he pensado mejor y he decidido que será mejor verter agua en el oído y ablandar esta supererogatoria oclusión. Kyria, procure que tenga el oído lleno de agua tibia hasta que yo vuelva. No permita que el paciente se mueva, manténgalo tumbado de lado con la oreja llena de agua, ¿entendido?

El doctor Iannis regresó a las seis de la tarde y pescó el guisante reblandecido sin ayuda de martillo, grande o de otro tipo. Lo extrajo con destreza y se lo mostró a los Stamatis para que lo examinaran. Recubierto como estaba de una espesa cera oscura, rancio y maloliente, ninguno de los dos reconoció en el guisante una leguminosa.

– Es muy papilionáceo, ¿no les parece? -preguntó el doctor.

La anciana asintió con aspecto de haber comprendido, que no era el caso, pero con una expresión de asombro en los ojos. Stamatis se palmeó un lado de la cabeza y exclamó:

– Qué frío está esto, Dios. Y cuánto ruido. Quiero decir que todo suena fuerte. Hasta mi voz suena fuerte.

– Su sordera está curada -anunció el doctor Iannis-. Una operación muy satisfactoria, diría yo.

– ¡Me han operado! ¡A mí! -exclamó Stamatis, complacido-. Soy la única persona que conozco que ha pasado una operación. Y ahora oigo. Es un milagro, desde luego. Noto la cabeza vacía, hueca, como si la tuviera llena de agua de manantial, fresca y transparente.

– ¿En qué quedamos, está llena o está vacía? -preguntó la anciana señora-. No digas disparates delante del doctor que ha tenido la bondad de curarte.

La mujer tomó la mano de Iannis entre las suyas, la besó y al poco rato él estaba camino de su casa con un pollo debajo de cada brazo, una lustrosa berenjena negra en cada bolsillo de la chaqueta y envuelto en su pañuelo un viejo guisante que añadir a su museo médico particular.

En lo tocante a retribuciones había sido un buen día; además de dos magníficos langostinos grandes, había ganado un montón de boquerones, una maceta de albahaca y una propuesta de cópula sexual (realizable según su conveniencia). Había resuelto no aceptar aquella oferta en concreto, aun en caso de que el Salvarsán diera resultado. Le quedaba toda la tarde por delante para escribir su historia de Cefalonia, siempre que Pelagia se hubiera acordado de comprar petróleo para las lámparas.

La «Nueva historia de Cefalonia» estaba resultando un verdadero problema; parecía imposible escribirla sin que sus sentimientos y prejuicios se entrometieran en la redacción. La objetividad parecía una cosa inalcanzable, y tenía la impresión de que sus falsos comienzos habían supuesto un mayor gasto de papel del normal en toda la isla a lo largo de un año. La voz que asomaba en su relato era obstinadamente suya; carecía de la grandeur y la imparcialidad de la historia. En una palabra, no era olímpica.

Se sentó y escribió: «Cefalonia es una fábrica que produce niños para la exportación. Hay más cefalonios en el extranjero o en alta mar que en la propia isla. No hay industria autóctona que mantenga unidas las familias, no hay suficiente tierra cultivable, hay escasez de peces en el mar. Nuestros hombres se van al extranjero y regresan aquí para morir, somos una isla de niños, solteronas, sacerdotes y ancianos. Lo único bueno de todo esto es que sólo las mujeres hermosas encuentran marido entre los hombres que quedan, de modo que la urgencia de la selección natural ha hecho que contemos con las mujeres más hermosas de toda Grecia y puede que de toda la región mediterránea. Lo malo de ello es que, por una parte, tenemos mujeres bellas y animosas casadas con los maridos más grotescos e inapropiados, hombres que no valen ni valdrán nunca para nada, y, por la otra, unas cuantas mujeres feas y tristes nacidas para ser viudas sin haber tenido nunca marido.»

El doctor rellenó su pipa y leyó el párrafo entero. Oyó a Pelagia atareada en el patio con los cacharros, disponiéndose a cocer los langostinos. Leyó lo que había escrito sobre las mujeres hermosas y se acordó de su esposa, tan encantadora como ahora su hija, muerta de tuberculosis pese a todos sus esfuerzos por salvarla. «Esta isla traiciona a su propia gente en el mero acto de existir», escribió, y luego arrugó la hoja de papel y la arrojó a un ángulo de la habitación. Así no había manera: ¿por qué no podía escribir como los historiadores? ¿Por qué no podía escribir sin pasión, sin ira, sin sensación de denuncia y de angustia? Recogió, alabeado ya por las esquinas, el primer papel que había escrito. Era la portada: «Nueva historia de Cefalonia.» Tachó las dos primeras palabras y las sustituyó por «Historia personal». Ahora ya podía olvidarse de excluir los adjetivos intencionados y los viejos rencores históricos; ahora podía permitirse ser vitriólico con los romanos, los normandos, los venecianos, los turcos, los británicos e incluso con los propios isleños. Escribió:

«La semiolvidada isla de Cefalonia surge impróvida e impremeditadamente del mar Jónico. Es una isla tan inmensamente antigua que hasta las rocas exhalan un aire de nostalgia, y la tierra rojiza yace estupefacta no sólo a causa del sol sino del insoportable peso de la memoria. Los navíos de Ulises fueron construidos con pino de Cefalonia, sus guardaespaldas eran gigantes cefalonios, y algunos sostienen que su palacio no estaba en Ítaca sino en Cefalonia.

»Pero antes incluso de que aquel taimado rey errante recibiera el apoyo de Atenea o fuera dejado a la deriva por la implacable malignidad de Poseidón, los pueblos mesolíticos y neolíticos ya hacían cuchillos de obsidiana y lanzaban redes para pescar. Llegaron los helenos micénicos dejando a su paso fragmentos de ánforas y tumbas de falsa cúpula, y legando una progenie que mucho después de la partida de Ulises lucharía por Atenas, sufriría la tiranía espartana y derrotaría incluso al megalómano Felipe de Macedonia, padre de Alejandro, curiosamente llamado “el Magno” y más descabelladamente megalómano, si cabe, que su padre.

»Era una isla repleta de dioses. En la cima del monte Aínos había un templo dedicado a Zeus, y otro en el minúsculo islote de Thios. Deméter era venerada por hacer de la isla el granero de Jonia, así como Poseidón, el dios que la había violado bajo el disfraz de un semental, dejándola embarazada de un caballo negro y de una hija mística cuyo nombre se perdió en el olvido cuando los misterios eleusinos fueron prohibidos por los cristianos. Aquí estaba Apolo, el que mató a la Pitón, guardián del ombligo del mundo, hermoso, juvenil, sabio, justo, fuerte, hiperbólicamente bisexual y único dios a quien las abejas habían dedicado un templo de cera y plumas. Aquí se veneraba también a Dionisos, dios del vino, el placer, la civilización y la vegetación, que con Afrodita concibió un muchacho dotado del pene más gigantesco que haya cargado jamás hombre o dios. También tenía aquí su culto Artemisa, la virgen cazadora de numerosos pechos, una diosa de tan radicales convicciones feministas que hizo devorar a Acteo por sus propios perros después que éste la viera accidentalmente desnuda, y a su amante Orión sucumbir a los escorpiones por haberla tocado fortuitamente; su rigorismo con la etiqueta y los castigos sumarios era tan enervante que podía despachar dinastías enteras por una palabra fuera de lugar o un pequeño retraso en una oblación. Había templos también para Atenea, la virgen perpetua que -con un dominio de sí misma comparable al de Artemisa- cegó a Tiresias por sorprenderla desnuda; tenía formidables dotes para las tan indispensables artes de la vida doméstica y era la protectora de los bueyes, los caballos y las aceitunas.

»En su elección de dioses la gente de la isla demostraba el inmenso e intransigente sentido común que ha sido el secreto de su supervivencia a lo largo de los siglos; es evidente que había que venerar al rey de las deidades, evidente que un pueblo marinero apaciguara al dios del mar, evidente que los vinateros honrasen a Dionisos (sigue siendo el nombre más común en la isla), evidente que se honrase a Deméter por hacer de aquélla una isla autosuficiente, evidente que se venerara a Atenea por su sabiduría y habilidad en las tareas de la vida cotidiana, del mismo modo que a ella le correspondía supervisar tantas y tantas emergencias militares. Tampoco debe sorprender a nadie que Artemisa tuviera su culto, puesto que venía a ser una especie de infalible póliza de seguros; aun así, Artemisa era una latosa de cuidado y afortunadamente sus malas pasadas iban a tener otros parajes por escenario preferente.

»La elección de Apolo como objeto de culto en Cefalonia es a la vez la más y la menos enigmática. Resulta inexplicable para aquellos que jamás han estado en la isla, e ineludible para quienes la conocen ya que Apolo es un dios al que se asocia con el poder de la luz. El extranjero que llega a la isla suele quedarse ciego un par de días.

»Se trata de una luz en la que no parece interponerse el aire ni la estratosfera. Es completamente virgen, produce una abrumadora transparencia focal, posee fuerza y brillantez heroicas. Expone los colores en su estado anterior a la Caída, como recién salidos de la imaginación de Dios en Sus años mozos, cuando aún creía que todas las cosas eran buenas. El verde oscuro de los pinos tiene una insondable intensidad que intimida, el ancho mar visto desde lo alto de un acantilado es platónico en su despliegue de azul celeste, turquesa, esmeralda, verde cromo y lapislázuli. El ojo de una cabra es una viviente piedra semipreciosa a mitad de camino entre el ámbar y la perla, y los grillos son del verde fluorescente de los vástagos de hierba del Edén original. Una vez los ojos se acostumbran a la extremada castidad vestal de esta luz, la luz de cualquier otro lugar resulta, en comparación, triste y acuosa; no es otra cosa que un medio para ver, un chasco, una imperfección. Incluso el mar de Cefalonia es más transparente que el aire de muchos lugares; uno puede nadar en sus aguas contemplando el distante lecho marino y ver claramente las lúgubres rayas que por alguna razón siempre van acompañadas de diminutas platijas.»

El culto doctor se retrepó en su asiento y leyó lo que acababa de escribir. Le pareció de lo más poético. Lo leyó de nuevo de arriba abajo y paladeó algunas de las frases. Luego escribió al margen: «Recordar que todos los cefalonios son poetas. ¿Dónde puedo meter esto?»

Salió al patio y se alivió sobre la mancha de menta. Solía nitrogenar las hierbas por estricta rotación, y mañana le tocaba al orégano. Volvió al interior de la casa en el momento en que la pequeña cabra de Pelagia masticaba sus escritos con manifiesta satisfacción. Arrancó el papel de la boca del animal y ahuyentó a éste, que salió dando saltitos por la puerta y se puso a balar indignado tras el grueso tronco del olivo.

– Pelagia -le reconvino el doctor a su hija-, tu maldito rumiante se ha comido todo lo que he escrito esta noche. ¿Cuántas veces he de decirte que no lo dejes entrar en casa? Como haya una próxima vez, acabará en el asador. No te lo diré otra vez. Con lo que cuesta no irse por las ramas, sólo falta que este bicho sabotee todo mi trabajo.

Pelagia miró a su padre y sonrió:

– Cenaremos a las diez.

– ¿Has oído lo que te he dicho? Basta de cabras en la casa, ¿entendido?

Ella dejó el pimiento que estaba cortando a rodajas, se apartó un mechón de la cara y contestó:

– Le tienes tanto cariño como yo.

– En primer lugar, yo no le dispenso cariño a ese rumiante, y en segundo lugar haz el favor de no discutir conmigo. En mis tiempos las hijas no discutían con sus padres. No lo permitiré.

Pelagia se llevó una mano a la cadera y torció el gesto.

– Papa -dijo-, todavía son tus tiempos. Que yo sepa, aún no te has muerto. Además, la cabra te tiene cariño.

El doctor Iannis volvió la cabeza vencido y desarmado. Era abominable que una hija utilizara ardides femeninos contra su propio padre y al mismo tiempo le recordara a su madre. Volvió a su mesa y cogió otra hoja de papel. Si mal no recordaba, en su última tentativa se había apartado del tema de los dioses para hablar de peces. Desde un punto de vista literario, era casi una suerte que la cabra se hubiera comido el papel. Escribió: «Sólo una isla tan impúdica como Cefalonia cometería la ligereza de situarse sobre una falla que la expone al peligro cíclico de catastróficos terremotos. Sólo una isla tan descuidada como ésta se dejaría infestar por semejante troupe de impertinentes cabras despreocupadas.»