"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

3. EL FORZUDO

Las inescrutables cabras del monte Aínos volvieron la cabeza hacia barlovento e inhalaron el húmedo vaho del mar mañanero que hacía las veces de agua en aquella tierra árida, truculenta e indómita. Su pastor, Alekos, hombre tan poco habituado a la compañía humana que era de pocas palabras incluso hablando para sus adentros, se agitó bajo los pellejos que le servían de cobija, alargó la mano para tocar la alentadora caja de su fusil y volvió a hundirse en el sueño. Habría tiempo de sobra para despertar, para comer pan espolvoreado de orégano, contar su rebaño y arrearlo hasta algún sitio donde pudiera pastar. La vida de Alekos era eterna, él podía muy bien haber sido uno de sus antepasados, y también sus cabras hacían lo que siempre habían hecho las cabras de Cefalonia; dormían a mediodía resguardadas del sol al socaire de la cara norte de los riscos, y por la noche sus reverberantes esquilas podían oírse hasta en Ítaca, viajando en el aire silente y haciendo que lejanos lugareños alzaran sus cabezas preguntándose qué rebaño estaba pasando por allí. Alekos era un hombre que a los sesenta años sería igual a como había sido a los veinte, delgado pero fuerte, un prodigio de resistencia y tan incapaz de un vuelo mercurial como cualquiera de sus cabras.

Bastante más abajo un penacho de humo se elevaba hacia el cielo mientras ardía un valle deshabitado, el monte bajo quemaba sin que nadie se diera cuenta, sólo observado por quienes temían que pudiera levantarse viento y llevar las chispas hasta sus moradas, sus hierbas o sus minúsculos sembrados pedregosos cercados de montones de rocas oportunamente reunidas a lo largo de los siglos formando muros que se tambaleaban de sólo tocarlos pero que no caían más que en época de terremotos. El amor de los griegos por el color de la virginidad había hecho que muchos de ellos estuvieran pintados de blanco, como si no bastara con el sol para cegarle a uno. Un patriota ambulante había pintarrajeado en muchos la palabra ENOSIS con pintura turquesa, y ningún cefalonio había tenido a bien restituir la pureza de los muros. Cada uno de éstos, al parecer, les recordaba su pertenencia a una familia rota por las aberrantes fronteras de seniles imperios rivales, diseminada por un mar refractario y convertida en víctima de una historia que los había puesto en la encrucijada del mundo.

Nuevos imperios besaban ahora las playas de los antiguos. En poco tiempo no se trataría ya del incendio de un valle o de la muerte por las llamas de lagartos, puercoespines y langostas; se trataría de la incineración de judíos y homosexuales, gitanos y enfermos mentales. Serían otra vez Guernica y Abisinia a gran escala sobre los cielos de Europa y norte de África, Singapur y Corea. Las autoungidas razas superiores, ebrias de Darwin y de hipérbole nacionalista, embrutecidas por la eugenesia y engatusadas por el mito, estaban templando las máquinas del genocidio que pronto sería desencadenado sobre un mundo harto ya de tanta bufonada y tanta vanagloria despreciable.

Pero a todos provoca admiración y seduce la fuerza. A Pelagia también. Cuando supo por un vecino que en la plaza había un forzudo haciendo prodigios dignos del mismísimo Atlas, dejó la escoba con que había estado barriendo el patio y corrió a sumarse a la multitud de curiosos que se había congregado en torno al pozo.

Megalo Velisarios, famoso en todas las islas de Jonia, ataviado como un turco de pantomima con su pantalón bombacho y sus babuchas con volutas, autoproclamado el hombre más fuerte del mundo, dotado de una cabellera tan prodigiosamente larga como la del Nazareno o el propio Sansón, saltaba a la pata coja al ritmo de un batir de palmas. Extendidos los brazos, llevaba sentado en cada uno de sus colosales bíceps a sendos hombres adultos. Uno de éstos se aferraba al cuerpo del forzudo, mientras el otro, más versado en artes viriles, fumaba un cigarrillo aparentando la mayor calma del mundo. Para completar la cosa, Velisarios llevaba sobre su cabeza una niña de unos seis años que le complicaba sus movimientos al agarrarse a él tapándole sin querer los ojos.

– ¡Lemoni! -rugía él-. Quítame las manos de los ojos y cógete del pelo o tendré que parar.

Lemoni estaba demasiado agobiada como para mover las manos, y Megalo Velisarios hubo de parar. Con la gracia de un cisne posándose en tierra, se sacudió de encima a los dos hombres -que cayeron de pie- y luego levantó a Lemoni, la lanzó por los aires, la cogió al vuelo, le dio un afectado beso en la punta de la nariz y la dejó en el suelo. Lemoni puso los ojos en blanco, aliviada, y tendió resueltamente la mano; era costumbre que Velisarios recompensara a sus pequeñas víctimas con caramelos. Lemoni se comió su premio delante de la multitud, a sabiendas de que si intentaba guardárselo su hermano se lo quitaría. El coloso le dio unas cariñosas palmaditas en la cabeza, acarició su lustroso pelo negro, volvió a besarla y luego se irguió cuan largo era.

– Yo solo levanto lo que tres hombres -exclamó.

Los aldeanos corearon las palabras que tantas veces habían oído antes, como si lo hubieran ensayado. Velisarios podía ser fuerte, pero no tenía mucha labia.

– Que levante la pila.

Velisarios examinó la pila; era de roca maciza y debía de medir al menos dos metros y medio de largo.

– Demasiado larga -dijo-. No hay por donde sujetarla.

Hubo abucheos entre el público y el forzudo se acercó echando chispas, agitando los puños y pavoneándose, representando su propia caricatura del gigante airado. La gente rió porque sabía que Velisarios era un buen hombre que jamás había intervenido en una pelea. De un brusco movimiento, el forzudo metió los brazos bajo la tripa de un mulo, separó las piernas y lo izó a la altura del pecho. Visiblemente asustado, el animal se sometió a aquel inusitado tratamiento, pero al ser bajado un poco, sacudió la cabeza, rebuznó y echó a andar calle abajo a paso largo con su dueño siguiéndolo de cerca.

El padre Arsenios escogió aquel preciso momento para salir de su pequeña casa y anadear portentosamente hacia la multitud camino de la iglesia. Tenía la intención de contar las monedas que la gente dejaba en el cepillo a cambio de los cirios.

Si nadie respetaba al padre Arsenios no era por ser un globo andante, siempre sudoroso y gruñendo por el esfuerzo que le suponía moverse, sino por ser venial; un glotón, un aspirante a libertino, un incansable buscador de limosnas y dádivas, un pagaré antropomórfico. Se decía que había violado la regla de que los sacerdotes nunca se vuelven a casar, y que había escapado del Epiro para salvaguardar su impunidad. Se decía que había abusado de su esposa. Pero lo mismo se decía de muchos maridos, y a menudo era cierto.

– Que levante al padre Arsenios -dijo uno.

– Imposible -exclamó otro.

De pronto el padre Arsenios se vio alzado por los sobacos y levantado en vilo sobre la tapia. Allí se quedó pestañeando, demasiado perplejo como para protestar, boqueando como un pez, mientras el sol sacaba destellos de las gotas de sudor que perlaban su frente.

Unos cuantos rieron de nervios, pero enseguida se produjo un silencio culpable que duró todo un minuto. El cura se sonrojó como un tomate, Velisarios empezó a desear que se lo tragara la tierra y Pelagia sintió que su corazón desbordaba de indignación y piedad. Humillar en público al vocero de Dios era un crimen horrible, por más despreciable que pudiera ser aquel hombre. Avanzó unos pasos y tendió una mano para ayudarle a bajar. Velisarios le ofreció otra, pero ni con dos manos pudieron evitar que el desafortunado clérigo aterrizara desmadejadamente en el suelo. El hombre se levantó, se sacudió el polvo y, con gran sentido de lo teatral, se alejó sin pronunciar palabra. En la oscuridad de la iglesia, detrás del iconostasio, se llevó las manos a la cara. No había peor cosa en el mundo que ser un completo fracaso sin perspectivas de conseguir otro empleo.

Fuera, en la plaza, Pelagia estaba justificando con creces su fama de virago. Sólo tenía diecisiete años, pero era altiva y obstinada, y el hecho de que su padre fuera el médico le daba una categoría que hasta los hombres se veían obligados a respetar.

– Eso no se hace, Velisarios -estaba diciendo-. Ha sido cruel y reprobable. Piensa cómo debe de sentirse el pobre hombre. Ya estás yendo a la iglesia a pedirle disculpas.

El forzudo la miró desde su atalaya. Se trataba sin duda de una situación delicada. Pensó en levantarla por encima de su cabeza. Podía subirla a un árbol; seguro que más de uno se reiría con ganas. Sabía que seguramente lo más correcto era ir a arreglar las cosas con el sacerdote. Por la súbita antipatía de la gente se daba cuenta de que a ese paso no iba a conseguir mucho dinero por su actuación. ¿Qué hacer?

– La función ha terminado -anunció, apoyando sus palabras con un ademán inequívoco-. Volveré esta noche.

La atmósfera de hostilidad se trocó de inmediato en una de desilusión. Al fin y al cabo, el sacerdote se lo merecía, ¿no? ¿Y cuántas veces visitaba el pueblo una función tan buena como aquélla?

– Queremos ver el cañón -clamó una vieja, y su petición fue coreada por otras dos-. ¡El cañón, el cañón!

Velisarios estaba orgullosísimo de su cañón. Era una culebrina turca tan pesada que sólo él podía levantarla. La pieza era de bronce macizo, con un cañón de acero de Damasco ceñido por zunchos de hierro con remaches, y tenía grabada la fecha 1739 y unos caracteres arremolinados que nadie acertaba a descifrar. Era un cañón de lo más misterioso que generaba abundante verdín por más que a menudo le sacaran brillo. Parte del secreto de la titánica fuerza de Velisarios consistía en haber llevado la culebrina a cuestas durante años.

Miró a Pelagia, quien seguía esperando una respuesta a su demanda de que se disculpara ante el clérigo.

– Iré más tarde, guapa -le dijo, y levantó los brazos para anunciar-: Buena gente de este pueblo, si queréis ver el cañón sólo tenéis que traerme los clavos oxidados, pestillos rotos, fragmentos de maceta y piedras que haya en vuestras calles. Id a buscar todo eso mientras yo cargo el cañón de pólvora. Ah, y que alguien me traiga un trapo, pero que sea grande y bonito.

Los más chicos removieron el polvo de las calles en busca de piedras, los viejos registraron sus cobertizos, las mujeres corrieron por esa camisa de sus maridos que hacía tiempo querían desechar, y al poco rato todo el mundo volvió a congregarse para la gran explosión. Velisarios vertió una generosa cantidad de pólvora en la recámara, la apisonó con mucha ceremonia pues era consciente de la necesidad de prolongar el dramatismo, introdujo uno de los trapos y luego permitió que los más pequeños vertieran por la boca del cañón la munición que se había logrado reunir. Acto seguido añadió otro harapo y preguntó a la gente:

– ¿A qué queréis que dispare?

– Al primer ministro Metaxas -exclamó Kokolios, que no se avergonzaba de sus convicciones comunistas y dedicaba buenos ratos en la kapheneia a criticar al dictador y al rey.

Algunos rieron, otros fruncieron el ceño, y hubo quien pensó «Ya está otra vez Kokolios».

– Dispara a Pelagia, antes de que le arranque las pelotas a alguien -propuso Nicos, un joven cuyos avances había eludido ella con éxito mediante ácidas observaciones sobre su inteligencia y su honestidad.

– A ti es a quien voy a disparar -dijo Velisarios-. Deberías medir tus palabras cuando hay gente respetable delante.

– Mi burra es vieja y tiene el esparaván. No me gusta separarme de una vieja amiga, pero la verdad es que ya no me sirve para nada. No hace más que comer y no soporta la carga que le pongo. Sería un buen blanco y yo me libraría de ella; además, valdrá la pena verla despanzurrada. -Era Stamatis.

– ¡Que tus hijos sean hembras y tus ovejas machos por haber pensado una cosa tan terrible! -exclamó Velisarios-. ¿Me has tomado por turco? No señor, dispararé hacia el fondo de la calle, ya que no hay un blanco mejor. Y ahora, fuera todos. Apartaos, y que los niños se tapen los oídos con las manos.

El coloso encendió con teatral aplomo la mecha del cañón, que estaba apuntalado contra el muro, lo cogió en vilo como si no pesara más que una carabina y aseguró un pie en el suelo, apoyando la culebrina contra la cadera. Se hizo el silencio. Los niños se protegieron los oídos, hicieron muecas, cerraron un ojo y saltaron de un pie al otro. Se produjo un momento de aguda expectación mientras la llama de la mecha llegaba al fogón y chisporroteaba hasta apagarse. Tal vez la pólvora no había prendido. Pero entonces se produjo un enorme estruendo, un chorro de llamas naranjas y lilas, una formidable nube de humo acre, una explosión de polvo al desgarrar los proyectiles la superficie de la calle, y un largo gemido de dolor.

Siguió un momento de confusión y duda. Los presentes se miraron para ver a quién le había dado el rebote. Un lamento renovado, y Velisarios dejó caer el cañón y echó a correr. Acababa de ver moverse una silueta entre el polvo.

Más tarde Mandras agradecería a Velisarios el haberle disparado con una culebrina turca cuando doblaba la esquina al entrar en el pueblo. Pero de momento le había sentado mal ser llevado en brazos por un gigante en lugar de que le dejasen andar dignamente hasta la casa del doctor, y no le había gustado nada que le extrajeran del hombro sin anestesia un clavo torcido de la herradura de una burra. Tampoco le había gustado que el gigante lo sujetase mientras el médico operaba, pues él habría sido capaz de soportar el dolor por sí mismo. Y no le había resultado oportuno ni rentable tener que dejar de pescar durante quince días mientras le sanaba la herida.

Lo que agradeció a Megalo Velisarios fue que en casa del médico vio por primera vez a Pelagia, la hija del doctor. En algún momento que no podía precisar había sido consciente de que alguien le vendaba, de que los largos cabellos de una joven le cosquilleaban la cara y de que su pelo olía a romero. Había abierto los ojos y se había encontrado con un par de ojos ardientes de preocupación. «En aquel momento -gustaba de decir- comprendí cuál era mi destino.» Esto sólo lo decía cuando estaba un poco jumado, pero aun así lo decía en serio.

En lo alto del monte Aínos, en el techo del mundo, Alekos oyó el estampido de un arma de fuego y se preguntó si había empezado una nueva guerra.