"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

7. GRANDES REMEDIOS

Rumiaba amargamente el padre Arsenios detrás del iconostasio; ¿cómo iba a salir a mezclarse entre la gente, a consolar al enfermo y al moribundo, a poner paz en las disputas, a propagar la palabra de Dios, a abogar por la reunificación de Grecia, si parecía evidente que ya nadie le respetaba? Sopesó por un momento la romántica posibilidad de desaparecer; podía irse a El Pireo y trabajar de empleado, podía hacerse pescador, podía marchar a América y empezar de nuevo. Acarició una efímera imagen de sí mismo liberado de sus grotescos pliegues de grasa, cantando una obscena rebetika en los lupanares de Atenas, bebiendo kokkinelli a grandes tragos y seduciendo a muchachas. También se imaginó a sí mismo retirado en una ermita en los montes del Epiro, alimentado por los cuervos en olor de santidad. Pensó en los milagros que se realizarían en su nombre y se le ocurrió la desagradable idea de llegar a convertirse en santo patrón de los impúdicamente gordos. Tal vez podría escribir grandes poemas y ser tan famoso y respetado como Kostis Palamas. Podía ser el nuevo Homero, ¿por qué no? Tras el iconostasio empezó a murmullar con su profunda voz de bajo: «Me irrita comprobar cuán malvadas son estas criaturas de un día con nosotros los dioses, cuando nos achacan los males (más allá de nuestras peores sentencias) que su perversidad excesiva ha acumulado sobre ellos mismos.» Vaciló y se detuvo, arrugando la frente; ¿venía ahora lo de Egisto o era el pasaje sobre Atenea conversando con Zeus? «Hija mía -protestó Zeus, el señor de las nubes-, acerbas opiniones las que dejas escurrir entre tus dientes…»

Le interrumpió una discreta tos procedente de la nave principal de la iglesia. Rápidamente se despabiló, orejas y cuello enrojecidos de vergüenza, y permaneció sentado absolutamente inmóvil. Le habían sorprendido en un espontáneo acto de ensoñación declamatoria y ahora los aldeanos empezarían a decir que estaba chiflado. Oyó unos pasos que se alejaban y atisbó por una esquina del biombo; alguien le había dejado una barra de pan. Involuntariamente, empezó a relamerse y a pensar en un poco de queso para acompañar. Nuevas pisadas, y Arsenios se ocultó con la rapidez de un niño jugando al escondite. Una vez los pasos se alejaron, miró por un orificio y descubrió que alguien le había dejado un queso grande, suave y suculento. «Es un milagro -se dijo-. Alabado sea Dios.» Deseó venialmente unas berenjenas y una botella de aceite, pero sólo obtuvo por premio un par de pantuflas.

– Dios mío, Dios mío -dijo, alzando los ojos al techo-, cuán perverso eres.

Poco a poco la entrada del templo se llenó de presentes a medida que los aldeanos dejaban allí sus muestras de arrepentimiento. El padre Arsenios observaba por el orificio con ingenua avaricia mientras al pescado le seguían las verduras y los pañuelos bordados. Advirtió que se iba acumulando una cantidad importante de Robola y objetó para sí: «¿Cómo? ¿Es que todos piensan que soy un borracho?» Empezó a calcular lo que le durarían las existencias si bebía dos botellas por día y luego si bebía tres. Por pura diversión matemática y desafío intelectual decidió computar los resultados. de consumir tres y cinco octavos diarios, pero se hizo un lío y hubo de empezar otra vez.

Mientras el montón seguía creciendo, se dio cuenta de que necesitaba orinar urgentemente. Se rebulló incómodo y empezó a transpirar. El dilema era terrible: o salía de la iglesia, en cuyo caso la gente podía desistir de dejar los regalos en su presencia, o tendría que quedarse allí viendo aumentar su desesperación hasta el momento en que se sintiera seguro de que el flujo de penitentes había terminado. Empezó a lamentar con vehemencia la botella que había bebido antes de salir. «Justo castigo de Dios a los bebedores -pensó-. No volveré a probar ni gota.» Pidió auxilio a san Gerasimos.

Al terminar sus rezos fue visitado por la inspiración. En la iglesia había una gran provisión de botellas. Aguzó el oído, no oyó nada y salió de su escondite tan rápido como se lo permitieron sus dimensiones. Anadeó hasta la entrada, se inclinó dolorosamente para coger una botella y regresó a ocultarse detrás del iconostasio. Descorchó la botella con los dientes y consideró el siguiente problema: para utilizar la botella, ésta tenía que estar vacía. ¿Qué podía hacer con el vino? Desperdiciarlo era inconcebible. Levantó la botella y vertió su contenido en el gaznate. Riachuelos de dulce líquido le corrieron barba abajo y por la sotana. Examinó la botella, vio que quedaban unas gotas y con ademán triunfal las hizo caer en la boca.

El padre Arsenios miró por el orificio para asegurarse de que nadie le oía, luego se recogió la sotana y soltó un formidable chorro de orina dentro de la botella. El líquido golpeó el cristal y produjo una serie de siseos mientras la botella se llenaba. El padre notó que a medida que el cuello se estrechaba, el nivel del líquido ascendía con alarmante rapidez. «Deberían fabricar botellas uniformemente cilíndricas», reflexionó el sacerdote, y en ese momento fue pillado por sorpresa. Con el pie restregó las últimas gotas contra el polvo del suelo y vio que tendría que esperar en la iglesia a que se le secaran las partes húmedas del hábito. «No está bien -pensó- que un cura deje ver que se ha meado encima.» Dejó la botella de orines a un lado y se volvió a sentar. Entró alguien a dejarle un par de calcetines.

Transcurrido un cuarto de hora apareció Velisarios, que esperaba excusarse personalmente. Miró en el campanile y en la nave principal, y se disponía a salir cuando oyó un largo y gorgoteante eructo procedente del biombo.

– ¿Patir? -dijo Velisarios en voz alta-. Vengo a pedirle disculpas.

– ¡Largo! -fue la insolente respuesta, y luego-: Estoy intentando rezar.

– Pero patir, quiero pedir disculpas y besarle la mano.

– Ahora no puedo salir. Por varias razones.

Velisarios se rascó la cabeza y preguntó:

– ¿Cuáles?

– Razones religiosas. Además, no me encuentro bien.

– ¿Quiere que vaya a buscar al doctor Iannis?

– No.

– Le pido perdón por lo que hice, y para hacer las paces le he traído una botella de vino. Rezaré a Dios para que me perdone.

Velisarios salió de la iglesia y regresó a casa del médico para ver cómo seguía Mandras, a quien encontró mirando a Pelagia con adoración canina. Fue a decirle al médico que el cura se encontraba mal.

Por su parte, el padre Arsenios estaba pensando en que la solución que había dado al problema de la vejiga hinchada era un callejón sin salida. Tras la partida de Velisarios había vaciado otra botella para rellenarla con el producto metamorfoseado de la anterior. Esta vez su puntería, su equilibrio y su criterio del momento oportuno en que cerrar el grifo carecieron de la sospechosa precisión de su anterior empresa. Hubo que frotar nuevamente el polvo con el pie y se produjo un nuevo humedecimiento del hábito. Exhausto, Arsenios se sentó otra vez y empezó a sentir náuseas. Se dejó caer pesadamente del taburete, magullándose el coxis, y despertó veinte minutos después con la imperiosa necesidad de vaciar y rellenar otra botella. Se prometió para antes de que el angosto cuello de la botella pudiera originar un nuevo desbordamiento, pero la presión era ahora tan grande que sus cálculos fallaron una vez más. Catastróficamente.

El doctor Iannis se dirigió hacia la iglesia bajo la transparente luminosidad de la tarde. Entre semana solía vestir la ropa que los campesinos llevaban los días de fiesta; un traje negro bastante sucio con lustrosos remiendos y una camisa sin cuello, polvorientos y rasguñados zapatos negros y un sombrero de ala ancha. Iba retorciéndose el bigote y chupando su pipa, y había dividido su atención para poder pensar simultáneamente en el saqueo de la isla por los cruzados y en lo que le iba a decir al cura. Se imaginó la siguiente escena:

Él diría: «Patir, lamento muchísimo el ultraje de que ha sido objeto esta mañana», a lo que el cura contestaría: «Me sorprende, viniendo de un impío», y él replicaría: «Pero, en cambio, creo que a un cura hay que tratarlo con respeto. Un pueblo necesita cura como una isla necesita mar. Venga a comer mañana con nosotros. Pelagia va a preparar cordero al horno con patatas. También invitaré al maestro. A propósito, me he enterado de que no se encuentra muy bien. ¿Puedo ayudarle?»

Pero cuando entró en la iglesia intuyó de inmediato la posibilidad de que aquella conversación no llegara a tener lugar. Se oía a alguien gemir y basquear detrás de la mampara.

– Patir -dijo-. ¿Se encuentra bien?

Hubo otro lastimero gemido, y los ruidos perrunos de alguien que vomitaba con dolor. Por su experiencia con muchos pacientes aquejados de vómitos, se imaginó que éste sería de un color predominantemente amarillo. Llamó con los nudillos al biombo y dijo:

– Patir, ¿está usted ahí?

– Dios, Dios… -gimoteó el sacerdote.

Al doctor se le presentaba un espinoso problema. El hecho era que sólo los que estaban ordenados podían pasar detrás del biombo. Iannis había abandonado hacía su tiempo su religión en favor de una variedad machiana de materialismo, pero pese a ello creyó que no debía romper la prohibición. Un tabú como éste no puede ser desechado a la ligera ni siquiera por alguien que no da fe a la premisa que lo sustenta. No podía entrar allí como tampoco podía lanzarle los tejos a una monja. Volvió a llamar, ahora con más urgencia.

– Soy yo, patir, el doctor Iannis.

– Iatre -sollozó el cura-, estoy gravemente enfermo. Oh, Dios, ¿por qué motivo has hecho a todos los hombres en vano? Ayúdeme, por el amor de Dios.

El doctor dedicó una oración de penitencia al Dios en que no creía y pasó detrás del biombo. Allí estaba el indolente sacerdote, reclinado sin remedio sobre un charco de orines y vómito. Tenía un ojo cerrado y el otro inundado de lágrimas. Notó con desapasionada sorpresa que el vómito era más blanco que amarillo y que contrastaba con la empañada negrura de los hábitos.

– Tiene que ponerse en pie -dijo el doctor-. Puede apoyarse en mi hombro, aunque me temo que no podré llevarle.

Siguió un improbable forcejeo en el que el liviano doctor se las ingenió para levantar al orondo clérigo. Enseguida se dio cuenta de la futilidad de sus esfuerzos y se enderezó. Reparó en la presencia de tres botellas de orina en aquel santo lugar. Por mera curiosidad profesional puso una de las botellas a la luz y la examinó en busca de las venas mucales reveladoras de una infección en la uretra. La botella era transparente y el doctor vio que se había manchado las manos de vómito. Se las miró un momento; iba listo si se las limpiaba en el pantalón, y más listo aún si lo hacía en la parte posterior del biombo. Se agachó y se las secó en el hábito del cura. Luego fue a buscar a Velisarios.

Así fue como la penitencia de Velisarios por haber sometido al cura al ultraje de aquella mañana consistió en verse obligado a cargar su colosal corpachón hasta la casa del médico. Probablemente era el más titánico acto de fuerza bruta y determinación que jamás había tenido que realizar. Se tambaleó un par de veces y en una ocasión casi desfalleció. Los brazos y la espalda le quedaron como si hubiera llevado a cuestas a todo el universo, y comprendió cómo tuvo que sentirse san Cristóbal después de cruzar el vado cargando al Señor. Se sentó a la sombra sudoroso y jadeante, experimentando una alarmante aceleración del pulso mientras Pelagia no paraba de darle zumo de limón endulzado con miel y ella a su vez recibía constantes sonrisas de Mandras, quien se había puesto de lado para verla mejor. Pelagia sentía aquella mirada como si fuera una caricia tórrida, descubriendo que tenía el desconcertante efecto de hacerla tropezar a cada momento y parecía ser la causa de que sus caderas se menearan más de lo normal. En realidad era su intento de dominar las caderas lo que le causaba dificultades con los pies.

En el interior de la casa, el doctor obligó al cura a beber jarra tras jarra de agua, único remedio sensato que conocía contra la intoxicación etílica. Notaba que se estaba poniendo insolentemente crítico con su paciente, pues por dentro iba desgranando un monólogo interior más o menos de esta guisa: «¿No es cierto que un cura debería dar ejemplo? ¿No es una vergüenza estar ebrio cuando falta tanto para la noche? ¿Cómo espera este hombre conservar cierta categoría en estos pagos si es un goloso y un borracho? No recuerdo un cura peor que éste, y no será porque no los hayamos tenido malos…» Frunció el ceño y chasqueó la lengua mientras fregoteaba las manchas de vómito del hábito del cura, y trasladó su irritación a la cabra de Pelagia, que había entrado en el cuarto y subido a la mesa.

– ¡Bestia estúpida! -le gritó.

La cabra se lo quedó mirando con sus impúdicos ojos como muescas, como diciendo «Yo al menos no estoy borracha. Sólo soy un poco traviesa».

El doctor, abandonando al paciente en su estupor, se sentó en la mesa, cogió su pluma y escribió: «En 1802 un infame barón normando de nombre Robert Guiscard intentó conquistar la isla pero fue repelido con valiente determinación por varios grupos guerrilleros. El mundo se libró de su oprobiosa presencia gracias a una fiebre que acabó con él en 1805, y la única huella que ha dejado sobre la tierra es el hecho de que Fiskardo se llama así por él, aunque la historia no explica cómo la G se transformó en F. Otro normando llamado Bohemund, que hacía gala de la piedad de nuevo cuño fruto de una reciente cruzada, saqueó la isla con absoluta e inexcusable crueldad. Recuerde el lector que fueron los cruzados y no los musulmanes quienes originalmente saquearon Constantinopla, lo cual debería haber suscitado un escepticismo permanente respecto al valor de las causas nobles. No ha sido así, al parecer, ya que la raza humana es incapaz de aprender nada de la historia.»

Se retrepó en su silla, se torneó el bigote y luego encendió la pipa. Al ver pasar a Lemoni por la ventana la hizo entrar. La chiquilla escuchó con atónita seriedad cómo el doctor le pedía que fuese en busca de la mujer del cura. Le dio unas palmaditas en la cabeza, la llamó «pequeña koritsimou» y sonrió al verla alejarse saltando y brincando por la calle. Pelagia había sido igual de encantadora a esa edad, y eso le puso nostálgico. Sintió aflorar una lágrima, pero se contuvo sin dilación escribiendo una nueva frase poniendo verdes a los normandos. Se reclinó de nuevo y fue interrumpido por la entrada de Stamatis, que venía con el sombrero en la mano y sobando el ala.

– Kalispera, Kyrie Stamatis -dijo el doctor-, ¿qué se le ofrece?

Stamatis arrastró un poco los pies mirando con preocupación al amasijo de cura tendido en el suelo y dijo:

– ¿Se acuerda del… de esa cosa que tenía en el oído?

– ¿El papilionáceo y exorbitante impedimento auditorio?

– Eso mismo, iatre. Bueno, lo que quisiera saber es… verá, ¿podría metérmelo usted otra vez?

– ¿Metérselo, dice?

– Es por mi mujer, sabe.

– Ya -dijo el doctor, lanzando una maloliente nube de humo de pipa-. Bueno, en realidad no sé de qué me habla. Explíquese.

– Verá, cuando estaba sordo de este lado no podía oírla. Me sentaba de manera que el oído bueno me quedase del otro lado, comprende, y así podía soportarlas, más o menos.

– ¿Soportarlas?

– Sí, las quejas. Quiero decir que antes era algo como el murmullo del mar. Me gustaba. Me ayudaba a dormir. Pero ahora suena demasiado fuerte, y no para nunca. Una queja detrás de otra. -El hombre meneó los hombros imitando a una mujer enfadada y parodió a su esposa-: «No sirves para nada, ¿por qué no entras la leña? ¿Por qué nunca hemos tenido un céntimo, por qué siempre tengo que hacerlo todo yo, por qué no me habré casado con un hombre, cómo se entiende que sólo hayas sabido darme hijas, dónde está el hombre con el que me casé?» En fin, cosas así. Me volverá loco.

– ¿Ha probado a atizarla?

– No, iatre: La última vez ella me partió un plato en la cabeza. Todavía conservo la cicatriz. Mire. -El viejo se inclinó y señaló algo invisible encima de la frente.

– Pues será mejor que no le pegue -dijo el doctor-. Siempre encuentran modos más subversivos de intimidarlo a uno, como poner demasiada sal en la comida. Mi consejo es que sea amable con ella.

Stamatis le miró perplejo. Le parecía una línea de acción tan inimaginable que jamás había imaginado la posibilidad de imaginársela.

– Iatre… -protestó, pero no encontró las palabras.

– Usted entre la leña antes de que ella se lo pida y llévele una flor cada vez que vuelva del sembrado. Si hace frío póngale un chal sobre los hombros, y si hace calor llévele un vaso de agua fresca. Es sencillo. Las mujeres sólo se quejan cuando se sienten infravaloradas. Piense en ella como si fuera su madre que ha enfermado, y actúe en consecuencia.

– Entonces ¿no va a ponerme otra vez el… eeeh…, cucurbitáceo y beligerante internamiento olfatorio?

– Claro que no. Violaría el juramento hipocrático. Eso no se puede hacer. Por cierto, fue Hipócrates el que dijo «a grandes males grandes remedios».

Stamatis parecía alicaído.

– ¿Eso lo dijo Hipócrates? Entonces ¿he de ser amable con ella?

El doctor asintió paternalmente y Stamatis se encasquetó el sombrero.

– Oh, Dios -dijo.

El doctor observó al viejo desde su ventana. Stamatis salió a la calle y empezó a andar. Al momento se detuvo y miró una pequeña flor morada que había en el terraplén. Se agachó para cogerla pero de pronto se enderezó. Miró en derredor para asegurarse de que nadie le espiaba. Se tiró del cinturón como quien se apresta para la lucha, lanzó una fiera mirada a la flor y giró sobre los talones. Echó a andar otra vez, pero se detuvo. Como un ladronzuelo en acción, Stamatis retrocedió a toda prisa, arrancó la flor por el tallo, la escondió en su chaqueta y se alejó con un aire afectadamente despreocupado y casual. El doctor se asomó a la ventana y, por el sencillo pero malicioso placer de presenciar su engorro y su vergüenza, le gritó.

– ¡Bravo, Stamatis!