"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

8. UN GATO MUY RARO

Lemoni entró corriendo en el patio de la casa del doctor cuando éste se dirigía a la kapheneia para desayunar; Iannis tenía pensado reunirse allí con todos sus contertulios y discutir de los problemas del mundo. El día antes había medido sus armas con Kokolios acerca del comunismo, y por la noche se le había ocurrido un magnífico argumento que de tanto ensayarlo mentalmente le había impedido dormir, obligándole a levantarse y añadir unas líneas a la historia que estaba escribiendo, una pequeña diatriba sobre la familia Orsini. Su discurso a Kokolios rezaba así:

«Vamos a ver, si el Estado emplea a todo el mundo, es obvio que es el Estado quien paga a todo el mundo, ¿de acuerdo? Entonces, los impuestos que revierten al Estado no son sino dinero que procedía del Estado, ¿de acuerdo? De modo que el Estado sólo recibe más o menos un tercio de lo que pagó la semana anterior. Así que esta semana la única manera de pagar a todo el mundo es imprimir más papel moneda, ¿no? De lo que se deduce que en un Estado comunista el dinero pronto se convierte en una entelequia, porque el Estado no tiene con qué representar ese dinero.»

Se imaginaba la respuesta de Kokolios: «Ah, iatre, el dinero que falta sale de los beneficios.» Entonces, veloz como el rayo, el doctor le espetaría: «Pero mire, Kokolios, el Estado no tiene otra manera de obtener beneficios que vendiendo mercancías al extranjero, y el único modo de que esto suceda es si los demás estados con capitalistas y disponen de superávit con que comprar las cosas. O bien tienes que vender a empresas capitalistas. Es decir, es evidente que el comunismo no puede sobrevivir sin el capitalismo, lo cual lo hace contradictorio en sí mismo, pues se supone que el comunismo es la superación del capitalismo, y encima se supone que es internacionalista. De mi argumentación se colige que si todo el mundo se volviera comunista, la economía del planeta entero quedaría paralizada en menos de una semana. ¿Qué me dice a eso?» El doctor estaba ensayando el ademán dramático con que concluiría su perorata (devolver la pipa a su posición entre los dientes apretados), cuando Lemoni le tiró de la manga y le dijo:

– Iatre, por favor, he encontrado un gato muy raro.

El hombre miró a aquella niña menuda, reparó en su expresión ansiosa y dijo:

– Ah, hola, koritsimou. ¿Decías…?

La chiquilla, exasperada, puso los ojos en blanco y se pasó una mano por la frente, dejando a su paso una franja de mugre:

– Que he encontrado un gato muy raro.

– Lista que eres tú. ¿Por qué no se lo cuentas a tu papá?

– El gato está enfermo.

– Enfermo ¿de qué?

– Está cansado. A lo mejor tiene dolor de cabeza.

El doctor vaciló. Le esperaba una taza de café y tenía que pronunciar ante la asamblea su definitiva refutación del comunismo. Sintió una punzada de infantil desilusión ante la idea de tener que privarse de los aplausos. Bajó la vista, vio la cara de consternación de la chiquilla, sonrió con noble resignación y le cogió la mano:

– Bueno, enséñame dónde está ese animalucho -dijo-, y recuerda que los gatos no me gustan. Además, no sé cómo se cura el dolor de cabeza de los gatos. Sobre todo si son raros.

Lemoni lo condujo impaciente por el camino, instándole a apretar el paso a cada momento. Luego lo hizo subirse a un muro de poca altura y a agacharse bajo las ramas de los olivos.

– ¿No podríamos ir dando un rodeo? -preguntó él-. Soy más alto que tú, no lo olvides.

– Derecho llegaremos más rápido.

Lemoni le hizo cruzar un trecho de zarzas y matojos, y luego se arrodilló y empezó a meterse a cuatro patas por un túnel que algún animal había fabricado para su uso particular.

– Yo no paso por ahí -protestó el doctor-. Soy demasiado grande.

Se abrió paso con su bastón siguiendo lo mejor que pudo el trasero que se le escapaba delante. Se imaginó el descontento de Pelagia cuando le pidiese que le remendara los pantalones e hiciera algo con las hilachas sueltas. Los rasguños empezaban a escocerle.

– ¿Qué diablos hacías aquí dentro? -preguntó.

– Buscar caracoles.

– ¿Sabías que la niñez es la única época de la vida en que la locura no sólo está permitida sino que además se da por sentada? -preguntó retóricamente el doctor-. Si yo me pusiera a buscar caracoles a gatas me llevarían a El Pireo y me encerrarían.

– Había muchos y grandes -observó Lemoni.

Cuando el doctor empezaba a perder la paciencia, llegaron a un pequeño claro que en tiempos había quedado dividido en dos partes por una combada cerca de alambre de espino. Lemoni se puso en pie de un salto y corrió hacia la cerca señalando con el dedo. El médico tardó unos segundos en darse cuenta de que tenía que seguir no la línea del puerco dedo (obtusamente dirigido hacia el cielo) sino la línea general del brazo de la chiquilla.

– Allí está -proclamó la niña-, el gato raro, y sigue cansado.

– No es eso, koritsimou, es que se ha quedado enganchado en la cerca. Vete a saber el tiempo que lleva colgado de ahí.

Se puso de rodillas e inspeccionó de cerca al animal. Un par de ojillos negros vivaces le devolvieron la mirada con una expresión llena de desesperanza y agotamiento. Sintió una emoción que le sorprendió por lo extraña e ilógica.

El animal tenía la cabeza chata y triangular, el hocico puntiagudo, la cola tupida. Era de pelaje castaño intenso a excepción de la garganta y el pecho, de un tono indefinible entre el amarillo y el blanco cremoso. Tenías las orejas anchas y redondeadas. El médico le examinó los ojos; aquel animalito estaba a punto de morir.

– No es un gato -le dijo a Lemoni-, sino una marta. Debe de llevar años colgada de ahí. Creo que lo mejor sería matarla, porque de todos modos morirá pronto.

Lemoni fue presa de la mayor indignación. Las lágrimas inundaron sus ojos, empezó a patalear y a dar saltos. En resumen, le prohibió al doctor que matara al animal. Luego acarició la cabeza de éste y se situó entre el animal y el hombre en quien había confiado para que lo salvara.

– No lo toques, Lemoni. Recuerda que el rey Alejandro murió de una mordedura de mono.

– Esto no es un mono.

– Puede que tenga la rabia. O podría contagiarte el tétanos. Hazme caso y no lo toques.

– Lo he acariciado antes y no me ha mordido. Está cansado.

– Mira, Lemoni, tiene una púa clavada en la barriga. Puede que lleve horas así, o días. No está cansado, se está muriendo.

– Eso es de andar por la cuerda floja. Yo los he visto -dijo la niña-. Pasan por el alambre, se suben a ese árbol y se comen los huevos de los nidos. Yo los he visto.

– No sabía que los hubiera por aquí. Pensaba que vivían en los pinares. ¡Hay que ver!

– ¿El qué?

– Que los niños ven más que nosotros.

El doctor se arrodilló de nuevo y examinó a la marta. Era un ejemplar muy joven, debía de haber abierto los ojos sólo unos días antes. Era sumamente bonita. Por consideración a Lemoni, decidió rescatarla y matarla más tarde, cuando llegara a casa. Nadie iba a darle las gracias por salvar a un animal que mataba gallinas y gansos, que robaba huevos, que se comía las bayas de los jardines e incluso saqueaba las colmenas; le diría a la chiquilla que el animal había muerto por su cuenta y tal vez se lo daría para que lo enterrase. Echó un nuevo vistazo y descubrió que la marta no sólo estaba empalada en una púa, sino que había logrado enroscarse dos veces al alambre. Debía de haber forcejeado sin descanso y soportado además una espantosa tortura.

Con cuidado la cogió del pescuezo e hizo girar el cuerpo. Sin vacilar desenroscó al animal del alambre, consciente de tener a su lado la cabeza de Lemoni mirando con atención.

– Cuidado -le aconsejó ella.

El doctor dio un respingo al pensar en un letal mordisco que podía dejarle echando espuma por la boca o postrado en cama con las mandíbulas paralizadas. Menudo plan, arriesgar la propia vida por un bicho. Las cosas que le consiente uno a un niño. Debía de estar loco, atontado, o ambas cosas.

Sostuvo el animal panza arriba e inspeccionó la herida. Era superficial, a la altura de la ingle, y probablemente no le había dañado el músculo. Debía de tratarse de un problema de deshidratación aguda. Se fijó en que era hembra y que despedía un olor dulzón y almizcleño. Le recordó a una mujer de sus días de marino, pero no pudo poner un rostro a su recuerdo. Le mostró el animal a Lemoni y dijo:

– Es una chica.

Ella, inevitablemente, respondió:

– ¿Por qué?

El doctor metió el animal en el bolsillo de su chaqueta y llevó a Lemoni a su casa prometiéndole que haría lo posible por curarlo. Siguió hacia su casa y al llegar se encontró a Mandras dándole conversación a Pelagia mientras ésta intentaba barrer. El pescador alzó la vista con cara de embarazo y dijo:

– Oh, kalimera, iatre, precisamente venía a verle a usted, pero como no estaba me entretuve hablando con Pelagia, como puede ver. La herida me está dando problemas…

El doctor Iannis le miró con escepticismo y experimentó una oleada de disgusto; sin duda el sufrimiento del pequeño animal le había puesto de mal humor.

– A tu herida no le pasa nada. Supongo que me dirás que te escuece.

Mandras sonrió para congraciarse y dijo:

– Eso mismo, iatre. Es usted un mago. ¿Cómo lo ha sabido?

El doctor torció lacónicamente la boca y lanzó un suspiro fingido.

– Mandras, sabes muy bien que las heridas escuecen mientras están cicatrizando. Y también sabes muy bien que yo sé muy bien que sólo has venido a coquetear con mi hija.

– ¿Coquetear, yo? -repitió el joven, fingiendo a la vez inocencia y horror.

– Sí, coquetear. No hay otra palabra. Ayer nos trajiste otro pescado y luego estuviste pelando la pava con Pelagia más de una hora y diez minutos. Bueno, es mejor que sigas con lo que estabas haciendo, porque no pienso perder el tiempo por una herida perfectamente sana. No he desayunado y he de entrar a echar a un vistazo a un gato muy raro que llevo en el bolsillo.

Mandras procuró disimular su confusión y no se le ocurrió otra cosa que decir con inusitada osadía:

– Entonces ¿me da permiso para hablar con su hija?

– Hablar, hablar, hablar -dijo el doctor Iannis, agitando las manos con fastidio. Giró sobre sus talones y entró en la casa.

Mandras miró a Pelagia y comentó:

– Tu padre es un tipo curioso.

– No te metas con él -exclamó ella-, si no quieres que te limpie la cara con la escoba. -Fingió atacarlo con el utensilio y Mandras se lo quitó de la mano-. Devuélveme la escoba -dijo ella riendo.

– Lo haré… si me das un beso.

El doctor Iannis colocó al moribundo animal con cuidado sobre la mesa de la cocina y lo contempló. Se quitó una bota, la cogió por la puntera y la levantó en alto. Sería fácil aplastar un cráneo tan pequeño y tan frágil. No habría sufrimiento. Era lo mejor.

Entonces dudó. No podía devolverle el animal a Lemoni para que lo enterrara si tenía el cráneo aplastado. Quizá sería mejor partirle la nuca. Lo cogió con la mano derecha, colocando los dedos detrás del pescuezo y el pulgar bajo la barbilla. Sólo era cuestión de apretar con el pulgar.

Lo pensó por unos instantes, exhortándose a pasar a la acción, y notó que el pulgar empezaba a moverse. La marta no sólo era muy bonita sino también encantadora y de un patetismo inconcebible. Apenas había vivido hasta ahora. La dejó sobre la mesa y fue en busca de un frasco de alcohol. Limpió la herida a conciencia y le dio un único punto de sutura. Llamó a Pelagia.

Pelagia entró convencida de que su padre la había visto besar a Mandras. Estaba preparando una defensa a ultranza, se había ruborizado y esperaba que su padre estallase de un momento a otro. Su sorpresa fue mayúscula al ver que su padre ni siquiera la miraba.

– ¿Ha caído algún ratón en las trampas? -preguntó él.

– Hay dos, papakis.

– Bien, pues ve a sacarlos de donde los hayas tirado y tritúralos.

– ¿Que los triture?

– Sí. Hazlos picadillo. Y tráeme un poco de paja.

Pelagia salió presurosa, perpleja y aliviada a la vez. A Mandras, que se había quedado junto al olivo dando nerviosas patadas a unas piedras, le dijo:

– No pasa nada, sólo quiere que triture unos ratones y le lleve un poco de paja.

– ¿Lo ves? Si ya digo yo que es un tipo curioso.

– Eso quiere decir que tiene algún proyecto entre manos -sonrió ella-. En realidad no está loco. Ve tú a buscar la paja, si quieres.

– Muchas gracias -dijo él-. Me encanta ir a buscar paja.

– A lo mejor hay recompensa -repuso ella, sonriendo con picardía.

– Por un beso soy capaz de limpiar una pocilga con la lengua -sentenció Mandras.

– No pensarás que te daría un beso después de haber limpiado una pocilga con la lengua, ¿verdad?

– Yo te besaría aunque hubieras lamido el barro de la suela de mis botas.

– Te creo. Estás mucho más loco que mi padre.

Dentro, el doctor llenó de leche un cuentagotas y procedió vaciarlo en la garganta de la marta. Le llenó de satisfacción médica el que el animal se orinara sobre la pernera de su pantalón. Eso indicaba que los riñones funcionaban sin problema. «Lo mataré cuando vuelva de la kapheneia», decidió mientras acariciaba con un dedo el abundante pelaje marrón de su frente.

Media hora después su paciente estaba dormido como un tronco sobre un lecho de paja y Pelagia se hallaba en el patio desmenuzando ratones con una máquina de picar carne. Inexplicablemente, Mandras estaba subido a una rama del olivo. El doctor Iannis pasó rápidamente a su lado camino de la kapheneia, ensayando una vez más su devastadora crítica del comunismo e imaginando la expresión de perplejidad que dentro de poco aparecería en el rostro de Kokolios. Pelagia corrió tras él y le tironeó de la manga como había hecho Lemoni.

– Papakis -le dijo-, ¿no ves que te vas con una bota sí y otra no?