"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)9. 15 DE AGOSTO DE 1940Camino de la kapheneia el doctor Iannis encontró a Lemoni, entretenida pinchándole el hocico con un palo a un larguirucho perro manchado. El animal no paraba de dar saltos en medio de un recital de ladridos e intentaba arrebatar de manos de la niña el trozo de madera, ofuscadas sus ya cortas entendederas por una pregunta cuya solución parecía pasar por la decisión de ladrar con más brío todavía; ¿se trataba de un juego o era simple provocación? El perro se sentó sobre las ancas, echó la cabeza atrás y aulló como un lobo. – Está cantando, está cantando -exclamó alegremente Lemoni, y se puso a imitar al perro. El doctor se tapó los oídos y protestó: – Koritsimou, para, para de una vez; bastante calor hace ya para que me hagas sudar con ese ruido. Y no le hagas eso al perro, que te va a morder. – Qué va. Sólo muerde palos. El doctor alargó una mano para acariciar la cabeza del animal y recordó la ocasión en que le había cosido un corte que se había hecho en una pata. Dio un respingo al acordarse del momento en que le extrajo unos trocitos de cristal. Sabía que todo el mundo le tenía por un tipo raro por culpa de su apremio en curar a la gente, y efectivamente también a él le parecía una cosa peculiar, pero asimismo sabía que todo hombre necesita una obsesión para disfrutar de la vida, y si esa obsesión era constructiva, tanto mejor. Miren a Hitler, Metaxas, Mussolini, esos megalómanos. Miren a Kokolios, preocupado por la redistribución de la riqueza de los demás, o al padre Arsenios, esclavo de su apetito, o a Mandras, tan enamorado de su hija que hasta se balanceaba en el olivo como un simio sólo para complacer a Pelagia. Se estremeció al recordar el mono encadenado a un árbol que había visto durante un viaje a España; el bicho se masturbaba y luego se tragaba las consecuencias. Santo Dios, imagínense a Mandras haciendo lo mismo. – Mejor que no le dé palmaditas -dijo Lemoni, contenta de poder interrumpir la contemplación del otro y de exhibir su sabiduría delante de un adulto-, tiene pulgas. El doctor retiró rápidamente la mano y el perro se situó detrás de él para esquivar el palo de la chiquilla. – ¿Has decidido qué nombre vas a ponerle a la marta? -preguntó él. – – Eso es nombre de gato… – Y qué, yo no soy un limón y me llaman Lemoni. – Yo estaba presente cuanto tú naciste -le dijo el doctor-, y no sabíamos si eras un bebé o un limón, por poco te llevo a la cocina y te exprimo. -La cara de Lemoni se contrajo en un gesto de escepticismo y el perro aprovechó para pasar entre las piernas del doctor, arrebatarle el palo a la chiquilla y echar a correr hacia un montón de escombros, donde procedió a convertir el palo en astillas-. Es listo, ese perro -comentó el doctor, dejando a la chiquilla mirándose atónita las manos vacías. Cuando entró en la kapheneia comprobó que los contertulios de costumbre estaban allí: Kokolios con sus masculinos y espléndidamente exuberantes bigotes; Stamatis, rehuyendo las feroces miradas y la regañona lengua de su mujer; el padre Arsenios, siempre esférico y sudando. El doctor cogió su pequeña taza de café granuloso y su vaso de agua y fue a sentarse, como siempre, al lado de Kokolios. Bebió un buen trago de agua y citó, también como siempre, a Píndaro: – El agua es lo mejor. Kokollos dio una larga chupada al narguilé, exhaló una nube de humo azulado y preguntó: – Usted ha sido marino, ¿no es cierto, iatre? ¿Es verdad eso de que el agua de Grecia sabe más a agua que la de cualquier otro país? – Desde luego que sí. Y el agua de Cefalonia sabe aún más a agua que cualquier otra agua de Grecia. También tenemos el mejor vino, la mejor luz y los mejores marinos. – Cuando llegue la revolución también tendremos el mejor estilo de vida -anunció Kokolios con intención de provocar a los reunidos. Luego señaló el retrato del rey Jorge que colgaba de la pared y añadió-: Y la foto de ese imbécil será sustituida por la de Lenin. – Canalla -masculló Stamatis. La extracción de su guisante auditivo le había expuesto no sólo a los arrebatos conyugales sino también a la actitud antimonárquica y sorprendentemente antipatriótica de Kokolios. Se golpeó la palma con el dorso de la mano para indicar el grado de estupidez de Kokollos y añadió-. Puttanas yie. Kokollos sonrió amenazadoramente y dijo: – ¿Hijo de puta, yo? Pues parecemos hermanos, mira lo que te digo. – Ai gamisou. Theh gamiesei. El doctor intervino para poner fin a los insultos y las invitaciones a tomar por culo y golpeó la mesa con su vaso: – Paidia, paidia, ya basta. Cada mañana lo mismo. Yo siempre he sido venizelista; no soy monárquico y menos aún comunista. No estoy de acuerdo con ninguno de los dos, pero le curo la sordera a Stamatis y le quemo las verrugas a Kokolios. Así es como deberíamos ser. Habría que preocuparse más por el prójimo que por sus ideas, o acabaremos matándonos los unos a los otros. ¿O no? – Sin partir huevos no se puede hacer una tortilla -citó Kokolios, mirando intencionadamente a Stamatis. – A mí no me gusta tu tortilla -dijo Stamatis-. Los huevos están podridos, huele que apesta y me da cagalera. – Ya te tapará el trasero la revolución -dijo Kokolios, y añadió-: Los medios de producción en manos de los productores, todo el mundo obligado por igual a trabajar. – Uno trabaja lo que ha de trabajar y punto -intervino el padre Arsenios con su vozarrón de bajo. – Usted no da golpe, patir. Cada día está más gordo. Lo tiene todo a cambio de nada. Es usted un parásito. Arsenios se enjugó las rollizas manos en su hábito negro, y el doctor dijo: – Existen parásitos indispensables. En el intestino tenemos unas bacterias parásitas que facilitan la digestión. No soy un hombre religioso, soy materialista, pero hasta yo puedo ver que los curas son una clase de bacteria que contribuye a hacer la vida de la gente más digerible. El padre Arsenios ha hecho mucho por aquellos que buscan consuelo; en todos los hogares es como uno más de la familia, y es la familia para aquellos que no tienen ninguna. – Gracias, iatre -dijo el cura-. Nunca pensé que oiría semejante elogio de labios de un hombre conocido por su ateísmo. Nunca le veo en la iglesia. – Empédocles dijo que Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna. Si eso es cierto, no hace falta que vaya a la iglesia. Y no hace falta que crea las mismas cosas que usted para ver que está usted aquí para algo. Y ahora, fumemos y bebamos café en paz. Si no somos capaces de dejar de discutir, tendré que quedarme a desayunar en casa. – Al doctor se le ha metido entre ceja y ceja ser un hereje, aunque le concedo que nuestro cura es un gran consolador de viudas -dijo Kokollos sonriendo-. ¿Le importa si le cojo un poco de tabaco? – Usted, Kokolios, afirma que toda propiedad es un robo. Por lo tanto, es justo que comparta con nosotros lo poco que tiene. Páseme su plato, que ya se lo termino yo. Lo que es justo es justo. Sea buen comunista. ¿O es que en la utopía sólo los otros han de compartir sus propiedades? – Cuando llegue la revolución, iatre, habrá suficiente para todos. Mientras tanto, páseme su petaca y ya le devolveré el favor en otro momento. El doctor le alcanzó la petaca y Kokolios llenó tranquilamente su narguilé. – ¿Qué noticias hay de la guerra? El doctor afiló las puntas de su bigote y dijo: – Alemania lo está invadiendo todo, los italianos hacen el tonto, los franceses han echado a correr, los belgas han sido aplastados mientras miraban hacia el otro lado, los polacos han atacado a los tanques con la caballería, los americanos han estado jugando al béisbol, los británicos tomando té y ajustándose el monóculo, los rusos se han quedado mano sobre mano salvo para votar unánimemente hacer lo que les ordenen. Menos mal que no hemos intervenido. ¿Y si ponemos la radio? Encendieron la enorme radio inglesa que había en una esquina del local; cuyas válvulas empezaron a brillar por entre los hilos de cobre; sus silbidos, chisporroteos y pitidos fueron reducidos al mínimo por el juicioso girar de mandos y la esmerada reubicación del aparato, y los amigos se dispusieron a escuchar la emisora de Atenas. Esperaban oír noticias sobre el último desfile de la Organización Nacional de juventudes ante el primer ministro Metaxas; a lo mejor decían algo del rey o tal vez alguna cosa de las recientes conquistas nazis. Dieron noticias sobre la nueva alianza de Churchill con la Francia libre, otra sobre una revuelta en Albania contra la ocupación italiana, otra sobre la anexión de Luxemburgo y la Alsacia Lorena, y en ese momento apareció Pelagia en la puerta haciendo señas a su padre, incómoda, pues sabía que la presencia de una mujer en las cercanías de un lugar como aquél era un sacrilegio peor que escupir en la tumba de un santo. El doctor Iannis se metió la pipa en el bolsillo, suspiró y se acercó de mala gana a la puerta. – ¿Qué pasa, kori, qué ocurre? – Papakis, es Mandras. Se ha resbalado del olivo y ha caído encima de la maceta, y ahora tiene varios fragmentos en… bueno, en las posaderas. – ¿En el trasero? ¿Y qué hacía subido al árbol? ¿Pavonearse otra vez? ¿Hacer el mico? Ese chico está loco. Pelagia se sintió decepcionada y aliviada a la vez cuando su padre le prohibió entrar en la cocina mientras extraía partículas pequeñísimas de terracota del liso y muscular trasero de su pretendiente. Pelagia permaneció fuera, con la espalda pegada a la puerta, y se estremecía solidariamente cada vez que Mandras chillaba. En la cocina, el doctor tenía al pescador tumbado boca abajo sobre la mesa con el pantalón por las rodillas y reflexionaba sobre la necedad del amor. ¿Cómo podía encapricharse Pelagia de un mequetrefe tan proclive a los accidentes, tan mujeriego y tan inmaduro como aquél? Recordó lo que él mismo había hecho para lucirse delante de su propia esposa antes de ser novios: había trepado al tejado de su casa y tras levantar una teja, le había contado todos los chistes de turcos que sabía; de noche, había pegado en su puerta versos «anónimos» que hablaban con detalle de sus encantos; al igual que Mandras, había hecho excepcionales esfuerzos por ganarse al padre de la chica. – Eres un idiota -le dijo al paciente. – Ya lo sé -dijo Mandras, encogiéndose de dolor ante una nueva extracción. – Primero te disparan por accidente y ahora te caes de un árbol. – Cuando estuve en Atenas vi una película de Tarzán -explicó Mandras- y sólo pretendía que Pelagia se hiciese una idea. ¡Ay! Con todos los respetos, iatre, tenga cuidado. – Herido por causa de la cultura, ¿eh? Además de joven, tonto. – Sí, iatre. – Déjate de cortesías. Sé muy bien lo que tramas. ¿Vas a pedirle que se case contigo, o no? Te lo advierto, no pienso darle ninguna dote. – ¿Ninguna? – ¿Acaso te sorprende? A lo mejor tu familia lo encuentra demasiado moderno. Nadie va a casarse con mi hija sólo porque piense enriquecerse con ello. Pelagia se merece algo mejor. – No, iatre, si no se trata de dinero. – Entonces, adelante. ¿Piensas pedirme permiso a mí? – Todavía no, iatre. El doctor se ajustó las gafas: – Hay que ser prudente. Eres demasiado fogoso, tienes demasiado kefi para ser un buen marido. – Sí, iatre. La gente dice que va a haber guerra, y yo no quiero dejar una viuda, eso es todo. Usted ya sabe cómo tratan a las viudas. – Sí, todas acaban ejerciendo de putas -dijo el doctor. – Pelagia no sería capaz de una cosa así -dijo Mandras confuso-. Dios no lo quiera. El doctor limpió un poco de sangre con un algodón y se preguntó si él había tenido alguna vez unas nalgas tan hermosas. – Deja a Dios en paz. Estas cosas son asunto nuestro. – Sí, iatre. – Basta ya de tanta urbanidad. Supongo que cambiarás esa maceta que tan generosamente has incorporado a tus propias carnes. – ¿Me aceptaría un pescado a cambio? Puedo traerle un buen cubo de chanquete y sardineta. Pasaron seis horas antes de que el doctor pudiera regresar a la kapheneia porque, además de realizar aquella operación, tuvo que tranquilizar a su hija respecto a que Mandras quedaría bien aparte de unos cuantos moratones y unas manchitas de terracota en el trasero, tuvo que ayudarla a coger a su cabra, que había conseguido subirse al techo del cobertizo de un vecino, tuvo que darle ratones triturados a Tan pronto hubo entrado en la kapheneia supo que algo iba mal. La radio emitía solemne música marcial y los muchachos permanecían sentados en ominoso y lúgubre silencio, cogiendo sus vasos y frunciendo el entrecejo. El doctor Iannis advirtió con asombro que Stamatis y Kokolios tenían las mejillas húmedas y brillantes como si hubieran llorado. Para su sorpresa, vio al padre Arsenios saliendo a grandes trancos con los brazos proféticamente alzados, y su barba patriarcal apuntando al frente mientras exclamaba: – ¡Sacrilegio, sacrilegio, bramad barcos de Tharsis! ¡Mirad!, levantaré un viento destructor contra Babilonia y contra aquellos que allí moran y osen levantarse contra mí. Llorad, hijas de Rabba, cubríos de arpillera, ay, ay de vosotras… – Pero ¿qué pasa? -preguntó. – Esos cabrones han hundido el Elli -dijo Kokolios-, y han torpedeado el fondeadero de Tinos. – ¿Cómo? ¿Qué? – El Elli. El buque de guerra. Los italianos lo han hundido frente a Tinos en el momento en que los peregrinos partían hacia la iglesia para ver los milagros. – No estaría el icono a bordo, ¿verdad? ¿Qué está pasando? ¿Por qué? ¿El icono está bien? – No se sabe, no se sabe -dijo Stamatis-. Ojalá siguiera sordo para no enterarme de nada. No sabemos cuánta gente ha muerto ni si el icono se ha salvado. Los italianos nos han atacado, eso es todo, pero no sé por qué. Mira que hacerlo el día de la fiesta del Tránsito. Es terrible. – Qué ultraje, con todos esos peregrinos enfermos… ¿Qué piensa hacer Metaxas? Kokolios se encogió de hombros: – Los italianos dicen que no han sido ellos, pero se han encontrado restos de torpedo italiano. ¿Es que piensan que no tenemos cojones? Los muy cerdos dicen que han sido los ingleses, y nadie ha visto el submarino. Nadie sabe lo que puede pasar. El doctor se llevó las manos a la cara y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Era presa de toda la rabia furiosa e impotente del hombre de a pie que ha sido atado y amordazado para obligarlo a ver cómo violan y mutilan a su propia esposa. No se detuvo a intentar comprender por qué él y Kokolios se horrorizaban ante la violación de un icono y de un día sagrado, siendo el uno comunista y el otro librepensador. No se detuvo a pensar si la guerra era o no inevitable. Eran cosas que no hacía falta analizar. – Venga, chicos, vayamos todos a la iglesia -dijo-. Es una cuestión de solidaridad. Kokolios y Stamatis se pusieron en pie y salieron juntos. |
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