"La mandolina del capitán Corelli" - читать интересную книгу автора (de Bernières Louis)

10. L'OMOSESSUALE (3)

Un hombre culpable desea únicamente ser comprendido, porque en la comprensión está de algún modo el perdón. Quizá a sus propios ojos sea inocente, pero le basta con saber que los demás le consideran culpable para sentir la necesidad de explicarse. Pero en mi caso nadie sabe que soy culpable, no obstante lo cual yo deseo ser comprendido.

Fui escogido para aquella misión porque soy un hombre corpulento, porque me he ganado fama de aguantarlo todo, porque soy razonablemente inteligente (Francesco solía decir que en el ejército «inteligente» significa «que no mete siempre la pata») y porque yo era «marcial», es decir, tenía a mis hombres siempre listos, lustraba mis botas cuando no estaban demasiado mojadas y conocía el significado de la mayoría de acrónimos que suelen reducir nuestros documentos militares a un código inextricable.

Un mensajero motorizado me entregó una orden de que me presentara al coronel Rivolta y que llevase conmigo a otro hombre de confianza. Naturalmente, escogí a Francesco; creo haber dicho ya que mi intención era valerme de mi vicio como medio de convertirme en un buen soldado. Con él a mi lado me sentía capaz de cualquier cosa. Como no estábamos en guerra no se me ocurrió que llevarlo conmigo pudiera poner en peligro a Francesco; cómo iba yo a saber que en breve iba a tener la oportunidad de demostrarle mi heroísmo.

Recibir una orden es una cosa, y obedecerla otra. En esa época disponíamos sólo de unos veinticuatro camiones para diez mil soldados. El coronel Rivolta se hallaba a unos veinticinco kilómetros de distancia. Para llegar hasta él hubimos de correr ocho kilómetros, recorrer en mulo otros ocho y finalmente conseguir que nos hicieran sitio en la parte de atrás de un tanque que se dirigía al taller de reparaciones porque sólo le funcionaba la marcha atrás. Así que viajamos en contramarcha, una verdadera divisa para el conjunto de la inminente campaña.

Rivolta era un individuo desmesuradamente grueso que había ascendido en el escalafón gracias únicamente a conocer a las personas adecuadas. Era una auténtica mina de elegantes eslóganes tales como «Un libro en una mano y un fusil en la otra», y hacía gala del consumado heroísmo de quien tiene su cuartel general a veinticinco kilómetros de sus tropas en una villa abandonada, de modo que puede utilizar el césped para ofrecer recepciones. Nosotros, los alpini, somos famosos por andar a puñetazos con los Camisas Negras, y puede que ésa fuera la razón de que me escogieran para la misión; si resultaba muerto, no habría importado gran cosa: yo no estaba en la lista de posibles ascensos. Quienes se preguntan por qué nuestros soldados no estuvieron a la altura de la eficacia de sus padres en la guerra de 1914 deberían tener en cuenta que en esta ocasión era imposible llegar a oficial de alta graduación sólo por méritos; para eso había que ensuciarse bien la lengua.

Rivolta era menudo, gordo, aburrido, y poseía varias medallas de la campaña de Abisinia aun cuando todo el mundo sabía que él y sus hombres no habían movido un dedo; pero esto no le había impedido enviar a Italia espeluznantes informes de operaciones exitosas. Se trataba de fabulosas y muy imaginativas piezas de ficción. Entre sus soldados se decía que había ganado las medallas por sus proezas literarias. Además, tenía la lengua siempre ocupada y más que sucia.

Cuando entramos en aquella noble habitación de techo alto y saludamos, Rivolta nos respondió con el saludo romano. Se nos ocurrió que tal vez estaba parodiando al Duce, y Francesco rió entre dientes. Rivolta le fulminó con la mirada y seguramente pensó en asignarle la limpieza de las letrinas.

– Caballeros -dijo Rivolta con tono afectado-, espero poder confiar en su valentía y en su absoluta discreción.

Francesco alzó una ceja y me miró de soslayo.

– Sí, mi coronel -dije yo-. Desde luego, señor. -Y Francesco hizo un gesto inequívoco con la lengua que por suerte no fue advertido por Rivolta.

El coronel hizo una seña de que nos acercásemos a un mapa desplegado sobre una mesa de anticuario exquisitamente encerada. Se inclinó sobre él y con un dedo regordete señaló un punto en el valle contiguo al que nosotros estábamos acampados y dijo:

– Mañana por la noche a las dos horas en punto ustedes se dirigirán al abrigo de la oscuridad a este punto que ven aquí y…

– Disculpe, mi coronel -interrumpió Francesco-, eso es territorio griego.

– Lo sé, lo sé. No soy imbécil. Eso no viene al caso. En esa zona no hay griegos, o sea que no se van a enterar.

Francesco alzó las cejas de nuevo. El coronel, sarcásticamente, dijo:

– Imagino que habrán oído hablar de algo llamado necesidad operacional.

– Entonces ¿estamos en guerra? -preguntó Francesco, y a buen seguro el coronel tomó mentalmente nota de doblar sus servicios en letrinas.

El ratón Mario escogió aquel momento para sacar la nariz por el bolsillo de la camisa de Francesco y hubo de ser remetido de nuevo antes de que Rivolta lo notara. Ello no hizo más que sumarse al humor de por sí irreverente de mi amigo, quien sonrió como un idiota mientras el coronel proseguía:

– Una atalaya de madera ha sido tomada por un grupo de bandoleros locales que han matado a los guardianes y se han apoderado de sus uniformes. Parecen soldados nuestros pero no lo son. -Hizo una pausa para dejar que asimiláramos esta información y luego prosiguió-. Su misión será tomar esa torre. Nuestro oficial de intendencia les proporcionará armas, equipo y provisiones especiales. ¿Alguna pregunta?

– Hay dos compañías de bersaglieri en el valle, mi coronel -dije-. ¿Por qué no lo hacen ellos?

Francesco no pudo contenerse:

– Si sólo son bandoleros deberían ir los carabinieri, ¿no?

El coronel se hinchó de indignación y preguntó:

– ¿Acaso intentan recusar mis órdenes?

Rápido como una flecha, Francesco contestó:

– Usted ha dicho si teníamos alguna pregunta que hacer.

– Preguntas relativas a la operación, no preguntas de tipo político. Ya me he hartado de su impertinencia, le advierto que debe usted guardar el debido respeto.

– El debido respeto -repitió Francesco, asintiendo enérgicamente con la cabeza.

– Buena suerte, muchachos -dijo el coronel-, ojalá pudiera ir con vosotros.

Por lo bajo, aunque yo pude oírlo bien claro, Francesco murmuró.

– No sabes cuánto me gustaría, gilipollas.

Rivolta nos mandó a preparar las cosas con la promesa de unas medallas en caso de éxito y con un grueso paquete de instrucciones que también incluía mapas, un horario preciso y una foto de Mussolini tomada de perfil y desde abajo a fin de realzar la curva de su mentón. Creo que la idea era enardecernos y aportar hierro a nuestra firmeza moral.

Al salir de la villa nos sentamos en una tapia y examinamos los papeles.

– Esto me huele a chamusquina -dijo Francesco-. ¿Qué opinas?

Miré sus preciosos ojos y dije:

– Me da lo mismo. Sólo son órdenes, y debemos suponer que alguien sabe lo que se hace, ¿no?

– Me parece que supones demasiado -repuso él-. Además de oler mal me temo que es una guarrada. -Sacó su animalito del bolsillo y le dijo-: Mario, tú no deberías mezclarte en estas cosas.

Apenas dimos crédito a nuestros ojos cuando comprobamos que los pertrechos que nos entregaron en intendencia consistían en uniformes militares británicos y armamento griego. Aquello parecía absurdo y, además, no había instrucciones para hacer funcionar la ametralladora ligera Hotchkiss. Conseguimos averiguarlo nosotros solos, aunque luego llegamos a la conclusión de que tal vez no teníamos que haberlo hecho.

El tiempo nos salvó de la manera más curiosa. Estábamos ya preparados con mucha antelación, y abandonamos a rastras nuestras líneas a las diez de la noche. Al cruzar la frontera nos pusimos los uniformes británicos como rezaban las instrucciones y luego ganamos el siguiente valle tras haber subido la escarpa. En ese momento Francesco y yo estábamos metidos en un torbellino de estados de ánimo contrapuestos.

No creo que una persona que no haya conocido la acción pueda comprender realmente el intríngulis de lo que cruza por la cabeza de un soldado a la hora del combate, pero intentaré explicarlo. En el presente caso, ambos estábamos orgullosos de haber sido elegidos para una misión militar de categoría. Nos hacía sentir especiales y muy importantes. Pero nunca habíamos hecho algo parecido y, por tanto, estábamos muy asustados, no sólo por miedo al peligro físico sino a la gran responsabilidad que teníamos y a la posibilidad de meter la pata. Para ocultar nuestro miedo no parábamos de contarnos chistes tontos. El soldado siempre tiene otro miedo, a saber, que sus superiores saben más que él y que él no sabe lo que en realidad está pasando. Sabe que puede darse el caso de que el alto mando lo sacrifique por un interés mayor sin informarle de ello, y eso le vuelve despreciativo y receloso con la autoridad. Y, además, aumenta su miedo.

La incertidumbre le vuelve supersticioso, y el soldado empieza a santiguarse continuamente o a besar su amuleto de la suerte o a ponerse el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la pechera a fin de desviar las balas. Francesco y yo adoptamos la superstición de que ninguno de los dos debía emplear la palabra «ciertamente». No la pronunciamos ni una sola vez durante aquella misión ni después. A lo largo de la guerra, Francesco sintió una necesidad constante de confiarse a su ratón y solía mecerlo en sus manos y decirle tonterías mientras los demás encendíamos cigarrillo tras cigarrillo, nos paseábamos con nerviosismo, mirábamos gastadas fotografías de nuestros seres queridos, o salíamos disparados a las letrinas cada cinco minutos.

Descubrimos que existe también una violenta excitación una vez la tensión de la espera concluye, y que en ocasiones esta excitación se transforma en una suerte de loco sadismo cuando comienza la acción. No siempre puede culparse a los soldados de sus atrocidades; yo puedo decirles por experiencia que éstas son consecuencia natural del infinito alivio que sobreviene al no tener que pensar ya más. A veces, las atrocidades no son sino la venganza de los torturados. La palabra que buscaba es catarsis. Una palabra griega.

Tendido entre matorrales frente a aquella atalaya nocturna sentía a mi lado la presencia de Francesco, y supe que Fedro tenía razón al creer que un amante es más valeroso si tiene a su vera al amado. Yo quería proteger a Francesco y demostrarle que era un hombre: Mi amor por él aumentaba con la idea de que muy pronto una bala podía separarnos para siempre.

Fue poco antes de la medianoche, los búhos chillaban, y a lo lejos oí el dulce sonsonete de las esquilas. Hacía un frío intenso y por el norte se había levantado un viento helado. Teníamos muchos nombres para ese viento, pero el más apropiado era probablemente «encoge-huevos».

Eran las doce cuando Francesco miró su reloj y dijo:

– No aguanto más. Se me duermen los dedos, tengo los pies congelados y te juro que va a llover. Por el amor de Dios, acabemos con esto de una vez.

– No podemos -dije-. Tenemos orden de no atacar hasta las dos en punto.

– Venga ya, Carlo, ¿qué más da? Atacamos ahora y nos largamos a casa. Mario está hasta los huevos y yo también.

– Tu casa está en Génova, Francesco. No puedes irte allí. Verás, es un asunto de disciplina.

Perdí la discusión porque en realidad estaba de acuerdo con Francesco y no quería morirme de asco en aquel sitio dejado de la mano de Dios sólo porque habíamos llegado temprano por mor de la eficiencia y el entusiasmo.

Según las órdenes debíamos usar la ametralladora contra los bandidos, pero de noche y con aquella temperatura letal no parecía muy buena idea. La ametralladora estaba tan fría que te dolían los dedos sólo de tocarla y, además, no estábamos seguros de poder manejarla a oscuras. Decidimos acercarnos furtivamente a la atalaya.

Arriba había una farola, y nos sorprendió comprobar que eran al menos diez hombres. Nosotros habíamos esperado como mucho tres. Vimos también que había cuatro ametralladoras apoyadas en las barandillas exteriores. Francesco musitó.

– ¿Por qué nos han mandado sólo a nosotros dos? Si les disparamos, nos dejan fritos. Te lo digo yo, aquí hay gato encerrado. ¿Desde cuándo tienen ametralladoras los bandidos?

De la torre se oían cánticos; daba la impresión de que estaban un poco borrachos. Eso me animó a acercarme un poco más para hacer un reconocimiento; las piñas me arañaban las manos y las rocas puntiagudas parecían querer hincarse en mis huesos. Descubrí un gran montón de leña y un barril de queroseno bajo la torre, a resguardo de la lluvia. Todas las torres de vigilancia tenían estufas de leña y lámparas de petróleo y, por supuesto, las provisiones siempre se guardaban debajo.

De ahí que Francesco y yo no sólo empezásemos el ataque dos horas antes de lo previsto, sino que lo hiciésemos volcando el barril y prendiéndole fuego. La torre ardió como una antorcha y la llenamos de balas de ametralladora casi directamente desde abajo. No dejamos de hacer fuego hasta que vaciamos toda una cinta. Si hubo gritos no conseguimos oírlos. Sólo éramos conscientes de lo brincos que daba el arma, del rechinar de nuestros dientes y de la horrible locura de una acción desesperada.

Cuando se acabó la cinta de la ametralladora se produjo un silencio espeluznante. Nos miramos y sonreímos. La sonrisa de Francesco fue débil y apenada, y creo que la mía también. Era nuestra primera atrocidad. No tuvimos sensación de triunfo. Nos sentíamos exhaustos y corruptos.

Fue Francesco el que tropezó con el cadáver del capitán Roatta de los bersaglieri, que había caído por la barandilla de la torre y se había partido el cuello. El cuerpo yacía hecho un guiñapo, con los brazos y piernas extendidos, como si jamás hubiera albergado un ser vivo. Fue Francesco quien encontró las órdenes por las que el capitán había cogido nueve hombres para subir a la atalaya anticipándose a un ataque del ejército griego, que los servicios de inteligencia esperaban para las dos horas en punto.

Francesco se sentó a mi lado junto al cadáver y miró las estrellas.

– Estos uniformes no son británicos -dijo al fin-. Los griegos llevan el mismo uniforme que los británicos, ¿verdad?

– Se suponía que debían matarnos -dije yo, mirando también a las estrellas-. Por eso nos dijeron que no llevásemos chapa de identificación. Somos griegos que atacan al ejército italiano, y se supone que hemos muerto. Por eso nos mandaron sólo a nosotros dos, así se aseguraban de que no podíamos ganar.

Francesco se puso lentamente en pie. Levantó las manos en un leve ademán de angustia y después las dejó caer a los costados.

– Parece -dijo amargamente- que algún hijo de puta está intentando provocar una pequeña guerra con Grecia.