"El Secreto Génesis" - читать интересную книгу автора (Knox Tom)

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En el polvoriento aparcamiento que llevaba hasta la excavación, Rob le dio a Radevan una buena propina y le dijo que volvería a casa por su cuenta. Radevan miró a Rob y, después, al dinero que se arrugaba en la mano. Luego echó una mirada a Christine, que estaba detrás de Rob. Le dedicó al periodista una amplia sonrisa cómplice y dio la vuelta al coche. Mientras el conductor aceleraba el motor, le gritó por la ventanilla.

– ¿Quizá mañana, señor Rob?

– Quizá mañana.

Radevan se alejó a toda velocidad.

El coche de Christine era un desvencijado Land Rover. Abrió la puerta del copiloto desde el interior y quitó a toda prisa un montón de documentos que ocupaban el asiento -libros de texto y revistas especializadas-, amontonándolas de cualquier modo en la parte trasera. Después puso en marcha el motor y salieron a gran velocidad a la carretera principal, avanzando rápidamente por las laderas llenas de escombros hacia las ardientes llanuras amarillas.

– Y bien… ¿qué pasa? -Rob tuvo que gritar su pregunta para hacerse oír entre el ruido de los neumáticos que saltaban por encima de las rocas.

– El principal problema es la política. Tienes que recordar que esto es el Kurdistán. Los kurdos creen que los turcos les están robando su legado. Llevándose todo lo bueno a los museos de Ankara y Estambul… Yo no estoy segura de que eso sea del todo mentira.

Rob vio cómo un rayo de sol se reflejaba sobre un canal de riego. Había leído que esta zona estaba protagonizando una campaña agrícola masiva: el Gran Proyecto Anatolia, que utilizaba las aguas del Eufrates para devolverle la vida al desierto. Este proyecto era polémico porque estaba anegando y haciendo desaparecer docenas de antiguos yacimientos arqueológicos únicos. Aunque, por fortuna, no le tocaba a Gobekli. Volvió a mirar a Christine, que cambiaba de marchas con fuerza.

– Lo que sí es cierto es que el gobierno no permite que los habitantes del lugar se enriquezcan con Gobekli Tepe.

– ¿Por qué?

– Por motivos arqueológicos perfectamente comprensibles. Lo último que necesita Gobekli es a miles de turistas metiéndose por todos los sitios. Así que el gobierno no pone señales y mantiene las carreteras como ésta. Y eso significa que podemos trabajar en paz. -Giró bruscamente el volante y aceleró-. Pero también entiendo el punto de vista de los kurdos. Has tenido que ver algunas de las aldeas en el camino hacia aquí.

Rob asintió.

– Un par de ellas.

– Ni siquiera tienen agua corriente. Condiciones de salubridad. Apenas hay colegios. Son pobres y están sucios. Y Gobekli Tepe, si estuviera adecuadamente gestionado, podría ser un enorme filón que traería un montón de dinero a esta región.

– ¿Y Franz se encuentra en medio de este debate?

– Exacto. Recibe presiones por ambos lados. Presiones para que la excavación se haga bien, para que se dé prisa, para que dé empleo a muchas personas de aquí. E incluso para que siga al mando.

– Entonces, ¿por eso se muestra ambivalente en cuanto a la publicidad?

– Naturalmente se siente orgulloso de lo que ha descubierto. Le encantaría que todo el mundo lo supiera. Lleva trabajando aquí desde 1994. -Christine aminoró la marcha para dejar que una cabra cruzara la carretera y después volvió a acelerar-. Hay muchos arqueólogos que viajan mucho. Yo he trabajado en México, Israel y Francia desde que me fui de Cambridge hace seis años. Pero Franz ha pasado aquí más de la mitad de su carrera. Por tanto, ¡sí que le gustaría contárselo al mundo! Pero si lo hace y Gobekli se convierte en algo realmente famoso, tanto como debería, es probable que algún pez gordo de Ankara decida que sea un turco el que esté al mando. Y se lleve toda la gloria.

Rob comprendió mejor la situación. Pero seguía sin explicarse bien el extraño ambiente que había en la excavación. El resentimiento de los obreros. ¿O serían imaginaciones suyas?

Llegaron a la carretera principal, entraron en el asfalto uniforme y se dirigieron más deprisa hacia Sanliurfa, aunque con más tráfico. Mientras adelantaban a camiones de frutas y del ejército, hablaron sobre lo que a Christine le interesaba: los restos humanos. Le contó que antes había estudiado los sacrificios humanos de Teotihuacán, y le habló del periodo que pasó en Tel Gezer y Megido, en Israel. Y los emplazamientos de neandertales de Francia.

– Los antiguos homínidos vivieron en el sur de Francia durante cientos de miles de años, personas como nosotros, pero no del todo.

– ¿Te refieres a los neandertales?

– Sí, pero quizá también el Homo erectus y el Homo antecessor. Incluso el Homo heidelbergensis.

– Ah… vale.

Christine se rió.

– ¿Te estoy liando otra vez? Está bien, deja que te enseñe algo chulo de verdad. Si esto no te parece interesante, nada lo hará.

El coche avanzó por el centro de Sanliurfa. Sobre las colinas había un revoltijo de casas de cemento; grandes tiendas y oficinas se extendían entre el polvo en bulevares iluminados por el sol. Otras calles eran más sombrías y antiguas. Mientras se abrían camino entre el tráfico, Rob vio una parte de arcada otomana, la entrada a un zoco animado y oscuro, mezquitas ocultas tras muros de piedra desmoronados. Sanliurfa tenía una clara división entre el barrio antiguo -muy antiguo- y los barrios modernos que se extendían hacia el desierto.

Al mirar a la izquierda vio una gran zona con aspecto de parque, con estanques y canales que relumbraban y preciosas casas de té, un encantador oasis en mitad de la suciedad y la barahúnda de la gran ciudad turca.

– Los jardines Golbasi -explicó Christine-. Y aquellos son los estanques de peces de Abraham. Los nativos creen que fue el mismo profeta Abraham quien trajo las carpas. La ciudad es increíble, si es que te gusta la historia. Me encanta esto…

El coche pasó por las calles más estrechas de la ciudad antigua. Dando un giro brusco a la izquierda, Christine tomó una ancha cuesta hacia arriba y luego una curva entre las puertas de un edificio a la sombra de los árboles. El letrero decía «Museo de Sanliurfa».

Nada más entrar en el museo se encontraron con tres hombres sin afeitar que daban sorbos a su té negro. Se pusieron de pie y saludaron a Christine afectuosamente. A cambio, ella les dijo algo en broma de un modo familiar, en turco, o en kurdo. Se trataba de un idioma que Rob no entendió.

Tras la jocosa conversación, atravesaron las puertas y entraron en el pequeño museo. Christine condujo a Rob hasta una estatua. Tenía dos metros de altura: una efigie de piedra de color crema de un hombre con ojos de piedra negra.

– Fue desenterrada en Sanliurfa hace diez años, cuando levantaban los cimientos de un banco cerca de los estanques de peces. La encontraron entre los restos de un templo neolítico de hace unos once mil años. Así que probablemente se trate de la estatua más antigua de un hombre que jamás se haya encontrado. En ningún sitio. Es el autorretrato en piedra más antiguo de toda la historia del mundo. Y está aquí, junto a los extintores de incendios.

Rob la miró. La expresión de la estatua era de una tristeza infinita o de un pesar espantoso.

Christine hizo un gesto ante aquel rostro.

– Los ojos son de obsidiana.

– Tenías razón. Es increíble.

– ¿Ves? -contestó ella-. ¡Te lo dije!

– Pero ¿qué demonios hace aquí? Quiero decir, si es tan famosa, ¿por qué no está en Estambul y en todos los periódicos? ¡Ni siquiera he oído hablar de ella!

Christine se encogió de hombros y aquel movimiento hizo que su crucifijo de plata brillara sobre su piel bronceada.

– Quizá los kurdos tengan razón. A lo mejor los turcos no quieren que se sientan muy orgullosos de su legado. ¿Quién sabe?

Mientras salían pausadamente al frondoso jardín del museo, él le habló de la mirada del hombre, de su aparente odio y del ambiente enrarecido en el yacimiento.

Christine frunció el ceño. Durante unos minutos enseñó a Rob los distintos restos esparcidos por el jardín, las lápidas romanas y las tallas otomanas. Cuando se estaban acercando al coche, le señaló otra estatua: la representación de un hombre con forma de pájaro y las alas extendidas. Tenía un rostro estrecho y mirada sesgada, cruel y amenazante.

– Éste lo encontraron cerca de Gobekli. Es un demonio del desierto de los asirios, creo. Puede que el demonio del viento Pazuzu. Los asirios y los mesopotámicos tenían cientos de demonios. Era una teología bastante espeluznante. Lilita, la dama de la desolación. Adramelech, el demonio del sacrificio. Muchos de ellos están relacionados con el viento y los pájaros del desierto…

Rob estaba seguro de que ella se andaba con rodeos. Esperó a que respondiera a su pregunta.

De repente, lo miró.


– De acuerdo. Tienes razón. Hay… mal ambiente en la excavación. Es curioso. Nunca antes había experimentado nada igual, y he trabajado en yacimientos de todo el mundo. Los obreros parecen resentidos con nosotros. Les pagamos bien y, aun así…

– ¿Es por el problema entre turcos y kurdos?

– No. La verdad es que no creo que sea por eso. O al menos, no es sólo eso. -Christine lo llevó de vuelta al coche, que estaba aparcado bajo una higuera-. Ahí pasa algo más. Y están ocurriendo extraños accidentes. Escaleras que se caen. Cosas que se derrumban. Coches que se averían. Es algo más que una coincidencia. Lo cierto es que, a veces, creo que quieren que lo dejemos y nos vayamos. Como si estuvieran…

– ¿Ocultando algo?

La joven francesa se ruborizó.

– Parece una tontería. Pero sí. Es como si trataran de ocultar algo. Y hay otra cosa. También podría contártela.

Rob tenía la puerta del coche a medio abrir.

– ¿Qué?

Dentro del coche, Christine le respondió:

– Franz. Excava. Por la noche. Él solo, con un par de obreros. -Puso el coche en marcha y movió la cabeza-. Y no tengo la menor idea de por qué lo hace.