"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

7

Dejé la pistola bajo la rueda de repuesto en el maletero del Mustang antes de encaminarme hacia la granítica mole del juzgado Edward T. Gignoux en la esquina de Newbury y Market. Crucé el detector de metales, subí por la escalera de mármol hasta la Sala 1 y tomé asiento en una de las sillas del fondo.

Las últimas filas de bancos estaban ocupadas por lo que, en tiempos menos ilustrados, podría haberse descrito como el reparto de un espectáculo de fenómenos de feria. Había cinco o seis personas de muy corta estatura, dos o tres mujeres obesas y un cuarteto de mujeres viejísimas vestidas como busconas. Las acompañaba un hombre calvo, enorme y musculoso, que debía de medir un metro noventa y cinco y pesar más de ciento treinta kilos. Todos parecían prestar mucha atención a lo que ocurría en el estrado.

Ya había empezado la sesión y un abogado, supuse que Arthur Franklin, discutía alguna cuestión legal con el juez. Al parecer existía en California una orden de busca y captura contra su cliente por diversos delitos, entre ellos violación de la ley de propiedad intelectual, crueldad contra los animales y evasión de impuestos, y tenía tantas probabilidades de eludir una pena de prisión como los pavos de llegar vivos al día de Acción de Gracias. Lo dejaron en libertad bajo una fianza de cincuenta mil dólares y con la obligación de comparecer ante ese mismo juez antes de fin de mes, momento en el que se tomaría una decisión definitiva en cuanto a su extradición. Después todos se pusieron en pie y el juez se marchó por una puerta que había detrás de su butaca de piel marrón.

Recorrí el pasillo central seguido de cerca por el hombre musculoso, y me presenté a Franklin. Contaba poco más de cuarenta años y vestía un traje azul bajo el que sudaba ligeramente. Tenía el cabello de color negro intenso, y los ojos, bajo las pobladas cejas, mostraban la expresión de pánico de un ciervo ante las luces de un camión que se acerca.

Por su parte, Harvey Ragle, sentado junto a Franklin, no era como lo había imaginado. Rondaba los cuarenta años y llevaba un traje ocre bien planchado, una camisa blanca y limpia con el cuello desabrochado y unos mocasines de color rojizo. Tenía el pelo castaño y rizado, muy corto, y no exhibía más joyas que un reloj de oro de Raymond Weil con correa de piel marrón. Estaba recién afeitado y se había rociado con loción Armani como si la regalasen. Se levantó y me tendió la mano, que parecía haber pasado por una manicura.

– Harvey Ragle -dijo-. Director ejecutivo de Producciones Cháfalos. -Me dedicó una cálida sonrisa dejando a la vista los dientes, de una blancura sorprendente.

– Encantado -contesté-. Sintiéndolo mucho, no puedo darle la mano. Según parece, he tocado algo desagradable.

Mostré mis dedos ampollados y Ragle palideció. Para ser un hombre que se ganaba la vida aplastando criaturas diminutas, tenía un alma muy sensible. Abandoné la sala detrás de ellos, después de detenernos por un momento para que las ancianas, las mujeres obesas y los enanos, por turno, lo abrazaran y le desearan buena suerte. Luego cruzamos el pasillo y entramos en la sala de reuniones para abogados 223, contigua a la Sala 2. El hombre enorme, que se llamaba Mikey, esperó fuera con las manos cruzadas al frente.

– Protección -explicó Franklin cuando cerramos la puerta.

Nos sentamos a la mesa y fue Ragle quien habló primero.

– ¿Ha visto mi trabajo, señor Parker? -preguntó.

– ¿El vídeo de aplastamientos, señor Ragle? Sí, lo he visto.

Ragle dio un ligero respingo, como si acabase de echarle aliento a ajo.

– No me gusta esa expresión. Yo hago películas eróticas de toda clase, y soy como un padre para mis actores. Esas personas que había hoy en la sala son estrellas, señor Parker, estrellas.

– ¿Los enanos? -pregunté.

Ragle sonrió con expresión melancólica.

– Son personas pequeñas, pero con mucho amor que ofrecer.

– ¿Y las ancianas?

– Tienen mucha energía. Con la edad sus apetitos han aumentado en lugar de disminuir.

«Santo cielo», pensé.

– ¿Y ahora hace películas como la que me mandó su abogado?

– Sí.

– En las que aparece gente pisando insectos.

– Sí.

– Y ratones.

– Sí.

– ¿Le gusta su trabajo, señor Ragle?

– Mucho -respondió-. ¿He de interpretar eso como desaprobación?

– Llámeme mojigato, pero a mí eso me parece morboso, además de cruel y probablemente ilegal.

Ragle se inclinó y me golpeteó la rodilla con el dedo índice. A duras penas me contuve para no rompérselo.

– Sin embargo, la gente mata insectos y roedores a diario, señor Parker -dijo-. Algunos incluso sienten un extraordinario placer al hacerlo. Por desgracia, en cuanto admiten ese placer e intentan reproducirlo de alguna manera, nuestras fuerzas del orden, con una absurda tendencia a la censura, intervienen y los penalizan. No olvide, señor Parker, que, en este estado mismo, dejamos morir a Wilhelm Reich en la cárcel por vender sus «cajas de sexo» desde Rangeley. Forma parte de nuestra historia penalizar a quienes buscan satisfacción sexual por medios poco ortodoxos.

Se reclinó en su asiento y me dirigió una sonrisa radiante.

Yo se la devolví.

– Creo que el estado de California no es el único que tiene serias dudas sobre la legitimidad de lo que usted hace.

La aparente tranquilidad empezó a venirse abajo y pareció palidecer bajo su piel bronceada.

– Esto…, sí -dijo. Tosió y alcanzó un vaso de agua que había en la mesa ante él-. Por lo visto, un caballero en particular tiene graves objeciones contra algunas de mis producciones más…, digamos especializadas.

– ¿Y quién es?

– Se hace llamar señor Pudd -intervino Franklin.

Procuré mantener una expresión neutra.

– No le gustaron las películas de arañas -añadió.

Imaginé la razón.

La aparente tranquilidad que Ragle había mostrado hasta entonces se vino abajo del todo, como si la mención de Pudd lo hubiese llevado por fin a admitir la realidad de la amenaza a que se enfrentaba.

– Quiere matarme -gimoteó-. No quiero morir por mi arte.

Así pues, Al Z sabía algo de la Hermandad y de Pudd, y había considerado oportuno guiarme en dirección a Ragle. Por lo visto, tenía otra buena razón para viajar a Boston aparte de Rachel y la escurridiza Ali Wynn.

– ¿Cómo supo de usted?

Ragle sacudió la cabeza con gesto airado.

– Tengo un proveedor, un hombre que me suministra roedores e insectos y, cuando es necesario, arácnidos. Estoy convencido de que él le habló de mí a ese individuo, ese señor Pudd.

– ¿Qué razón tenía para hacerlo?

– Desviar la atención de sí mismo. Creo que el señor Pudd se enfurecería tanto con quien me vendiese esas criaturas como conmigo.

– Así que ese proveedor le facilitó a Pudd su nombre y luego pretextó que no sabía lo que usted planeaba hacer con los bichos.

– Eso es, sí.

– ¿Cómo se llama el proveedor?

– Bargus. Lester Bargus. Tiene una tienda en Gorham especializada en reptiles e insectos exóticos.

Dejé de tomar nota.

– ¿Lo conoce, señor Parker? -preguntó Franklin.

Asentí. Lester Bargus era lo que solía llamarse «dos kilos de mierda en un saco de un kilo». Era la clase de tipo que consideraba patriótico ser estúpido y llevar a su madre a Denny's a celebrar el aniversario del nacimiento de Hitler. Lo recordaba de mi época en el instituto de educación secundaria de Scarborough, cuando me quedaba de pie junto a la cerca que delimitaba el campo de fútbol, con el gran logotipo de los Redskins en el marcador, y me preparaba para afrontar una paliza. Esos primeros meses fueron los más difíciles. Yo sólo tenía catorce años y hacía dos meses que había muerto mi padre. Los rumores nos siguieron al norte: que mi padre había sido policía en Nueva York; que había matado a dos personas, un chico y una chica, disparándoles pese a que ni siquiera iban armados; que posteriormente se metió la pistola en la boca y apretó el gatillo. Lo empeoraba el hecho de que todo eso era verdad; no había forma de eludir la acción de mi padre, como no la había de explicarla. Los había matado, sin más. Ignoro qué vio al apretar el gatillo contra ellos. Estaban provocándole, intentando hacerle perder la paciencia, pero desconocían cuáles serían las consecuencias. Después mi madre y yo huimos al norte, de regreso a Scarborough, junto al padre de ella, que también había sido policía, y los rumores nos pisaron los talones como perros rabiosos.

Tardé un tiempo en aprender a defenderme, pero lo conseguí. Mi abuelo me enseñó a parar un puñetazo y a devolverlo en un único y controlado movimiento que siempre haría sangrar a mi rival. Pero cuando recuerdo aquellos primeros meses, me viene a la cabeza aquella cerca y un corrillo de muchachos aproximándose a mí, y recuerdo a Lester Bargus con sus pecas y su pelo castaño de corte recto, sorbiéndose la saliva que había empezado a resbalarle entre los labios por el placer de golpear a otro ser humano desde la seguridad que el grupo le confería. Si hubiese nacido coyote, Lester Bargus habría sido el animal más enclenque de la manada, el que se queda en los márgenes del grupo tendiéndose boca arriba ante la presencia de los más fuertes y sin embargo siempre está dispuesto a arremeter contra los débiles y los heridos cuando se desata el frenesí. Durante el último curso que fue al instituto torturó e intimidó y estuvo a punto de cometer una violación. Ni siquiera se sacó el graduado escolar; se requeriría una nueva escala para medir la profunda ignorancia de Bargus.

Había oído decir que, en la actualidad, Bargus tenía una tienda de animales en Gorham, pero, según se creía, eso no era más que una tapadera para su otro interés: la venta ilegal de armas. Si uno necesitaba con urgencia un arma en buen estado, Lester Bargus era el indicado para proporcionársela, en particular si sus puntos de vista políticos y sociales se hallaban tan a la derecha que a su lado el Ku Klux Klan parecía la Unión Americana por las Libertades Civiles.

– ¿Y hay muchas tiendas que suministren insectos, señor Ragle?

– No en este estado, pero a Bargus se le considera una notable autoridad a nivel nacional. Los herpetólogos y los aracnólogos le consultan habitualmente. -Ragle se encogió de hombros-.

Aunque, dicho sea de paso, no en persona. El señor Bargus es un individuo muy desagradable.

– ¿Y por qué me cuenta todo esto?

– Porque mi cliente -terció Franklin- está seguro de que el señor Pudd lo matará si nadie se lo impide. El caballero de Boston, que ha actuado como conducto de algunos de los productos más convencionales de mi cliente, cree que uno de los casos en que usted interviene actualmente puede incidir en los intereses de mi cliente. Ha sugerido que cualquier ayuda que podamos facilitarle redundará en beneficio de nuestra causa.

– ¿Y Lester Bargus es la única pista con la que cuentan?

Franklin encogió los hombros en un gesto de pesar.

– ¿Ha intentado Pudd ponerse en contacto con usted?

– En cierto modo. Mi cliente ha estado aislado en una casa refugio de Standish. La casa ardió hasta los cimientos. Alguien lanzó un artefacto incendiario por la ventana del dormitorio. Afortunadamente, el señor Ragle logró escapar ileso. Después de ese incidente contratamos a Mikey como guardia de seguridad.

Cerré el cuaderno y me levanté para marcharme.

– No puedo prometerle nada -dije. Ragle se inclinó hacia mí y me agarró el brazo.

– Si encuentra a ese hombre, señor Parker, aplástelo -instó con un siseo-. Aplástelo como a un insecto.

Retiré el brazo con delicadeza.

– No creo que haya tacones de aguja tan grandes, señor Ragle, pero lo tendré en cuenta.

Esa misma tarde visité Gorham. Estaba sólo a tres kilómetros, pero fue un viaje en balde, como yo preveía. Bargus envejecía mal. Había perdido casi todo el pelo y casi todos los dientes y tenía los dedos amarillos de nicotina. Llevaba una camiseta con el lema no al nuevo orden mundial y un casco de las Naciones Unidas bajo el aspa de la mira telescópica de un francotirador. En la exigua luz de su tienda había arañas agazapadas en urnas mugrientas y serpientes enroscadas en torno a ramas, y se oía el golpeteo de los duros exoesqueletos de las cucarachas al chocar entre sí. En el mostrador, junto a él, una caja de cristal contenía una mantis de diez centímetros de largo, con las patas delanteras erizadas de púas. Bargus le echó un grillo, que brincó por la tierra del fondo de la caja en un vano esfuerzo por evitar ser aniquilado. La mantis volvió la cabeza para observarlo, como si le divirtiese su presunción, y después emprendió la captura.

Cuando me acerqué al mostrador, Bargus tardó unos instantes en reconocerme.

– Vaya, vaya -dijo-. Mira quién asoma la cabeza.

– Tienes buen aspecto, Lester -contesté-. ¿Qué haces para conservarte tan joven y guapo?

Me miró con expresión ceñuda y se hurgó entre dos de los dientes que le quedaban para sacarse algo.

– ¿Eres de la acera de enfrente, Parker? Siempre pensé que eras marica.

– Vamos, Lester, no vayas a creer que no me siento halagado, pero la verdad, no eres mi tipo.

– No me digas. -No parecía muy convencido-. ¿Has venido a comprar algo?

– Busco cierta información.

– Sal por la puerta, dobla a la derecha y sigue recto hasta llegar al culo del infierno. Diles que te envío yo.

Volvió a concentrarse en la lectura de un libro, que, a juzgar por las ilustraciones, parecía una guía para fabricar un mortero con latas de cerveza.

– Ésa no es manera de hablarle a un viejo amigo del instituto.

– Tú no eras mi amigo, y no me gusta que estés en mi tienda -dijo sin levantar la vista del libro.

– ¿Puedo saber por qué?

– Cerca de ti, la gente tiene cierta tendencia a morirse.

– Si te fijas bien, verás que la gente se muere cerca de cualquiera.

– Es posible, salvo que cerca de ti se mueren mucho más deprisa y con mucha más frecuencia.

– Si es así, cuanto antes me marche, menos riesgo corres.

– Yo no te retengo.

Golpeteé el cristal de la caja de la mantis, directamente en la línea de visión del insecto, y éste, sobresaltado, echó atrás la cabeza. La mantis es el insecto de apariencia más humana; tiene los ojos dispuestos de forma que le permiten mirar al frente, dotándolo así de percepción en perspectiva. Puede ver cierta cantidad de color y volver la cabeza para mirar por encima del «hombro». Además, como los humanos, come todo aquello que puede someter, desde un avispón hasta un ratón. Cuando deslicé el dedo, la mantis giró la cabeza y siguió atentamente el movimiento sin dejar de masticar el grillo. La mitad superior del cuerpo de éste ya había desaparecido.

– No la molestes más -dijo Bargus.

– Es todo un depredador.

– Ese mal bicho te devoraría si creyese que ibas a quedarte quieto el tiempo suficiente. -Sonrió mostrando sus dientes podridos.

– He oído decir que son capaces de engullir a una viuda negra.

El libro sobre la fabricación de morteros a base de latas de cerveza yacía ahora olvidado ante Bargus.

– Lo he visto con mis propios ojos -asintió.

– Quizá no es tan mal bicho, después de todo.

– Si no te gustan las arañas, te has equivocado de tienda.

Hice un gesto de indiferencia.

– No me gustan tanto como a otros. No me gustan tanto como al señor Pudd.

De pronto Lester volvió a clavar la mirada en la página en que se había quedado, pero mantuvo la atención fija en mí.

– Nunca he oído hablar de él.

– Ah, pero él sí ha oído hablar de ti.

Lester alzó la vista y tragó saliva.

– ¿Qué carajo estás diciendo?

– Lo pusiste tras la pista de Harvey Ragle. ¿Aclara eso las cosas?

– No sé de qué me hablas. -En el ambiente caluroso y húmedo de la tienda, Lester Bargus empezó a sudar.

– Yo diría que se ocupará de Ragle y luego volverá a por ti.

– Lárgate de mi tienda -soltó Lester con un bufido. Trató de dar un tono amenazador a sus palabras, pero el temblor de la voz lo delató.

– ¿Sólo le vendes arañas, Lester? ¿No le has ayudado, quizá, con alguna de sus otras necesidades? ¿Es aficionado a las armas?

Le vi mover las manos torpemente bajo el mostrador y supe que estaba buscando un arma. Eché mi tarjeta sobre el mostrador y lo observé mientras la alcanzaba con la mano izquierda, la arrugaba en la palma y la tiraba al cubo de la basura. En su mano derecha apareció, sujeta por la culata, una escopeta de cañones recortados. No me moví.

– Le he visto, Lester -dije-. Da miedo.

Lester amartilló la escopeta con el pulgar.

– Como ya te he dicho, no sé de qué me hablas.

Dejé escapar un suspiro y retrocedí.

– Tú verás, Lester, pero tengo la sensación de que tarde o temprano volverá a acosarte.

Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta. Ya la había abierto cuando me llamó.

– No quiero problemas. Ni contigo ni con él, ¿me entiendes? -dijo.

Aguardé en silencio. En su cara se puso de manifiesto el forcejeo entre el miedo a no revelar nada y las consecuencias de hablar demasiado.

– No tengo su dirección -prosiguió vacilante-. Se pone en contacto conmigo cuando necesita algo, pasa a recogerlo él mismo y paga en efectivo. La última vez que apareció me preguntó por Ragle y le conté lo que sabía. Si lo ves de nuevo, dile que no tiene motivos para venir a molestarme. -La confesión pareció devolverle parte del aplomo, porque recuperó su habitual y repugnante mueca de desdén-. Y yo que tú orientaría tu trabajo en otra dirección. El hombre por el que preguntas es de los que no quieren que se pregunte por ellos, no sé si me entiendes. El hombre por el que preguntas es de los que matan a quienes se meten en sus asuntos.


Aquella noche no tenía ganas de estar en casa ni de prepararme la cena. Cerré bien todas las ventanas, coloqué una cadena en la puerta de atrás y puse una cerilla rota sobre la puerta delantera. Si alguien intentaba entrar, me enteraría.

Fui a Portland y aparqué en la esquina de Cotton con Forest en el Puerto Antiguo. Luego me dirigí a pie hasta Sapporo, en Commercial Street, con el sonido del mar resonándome en los oídos. Comí un buen teriyaki, tomé té verde y traté de poner en orden mis pensamientos. Las razones para ir a Boston se multiplicaban por momentos: Rachel, Ali Wynn y ahora Al Z. Pero aún no había conseguido acorralar a Carter Paragon, aún me preocupaba Marcy Becker, y estaba sudando bajo la chaqueta porque no podía quitármela sin dejar a la vista la pistola.

Pagué la cuenta y salí del restaurante. En la otra acera, una multitud de chicos hacía cola para entrar en el Three Dollar Dewey's mientras el portero verificaba sus carnets de identidad con el escepticismo de un fogueado profesional. El Puerto Antiguo estaba abarrotado y un bullicioso gentío se congregaba en la esquina de Forest con Union, al final de la arteria principal del barrio. Deambulé un rato por allí para no sentirme solo, para no volver a mi casa de Scarborough. Al pasar frente al Calabash Cigar Café y el Gritty McDuffs, eché un vistazo a la zona peatonal de Moulton Street.

La mujer que vi oculta entre las sombras llevaba un veraniego vestido claro estampado de flores rosadas. Estaba de espaldas a mí y el cabello rubio le colgaba en una cola recortándose contra la blancura de su espalda, sujeto por un lazo de color aguamarina. A mi alrededor, el tráfico se detuvo y los pies de los transeúntes quedaron suspendidos a medio paso, interrumpidas momentáneamente sus vidas. Sólo oía mi respiración; sólo veía el movimiento procedente de Moulton.

Junto a la mujer había un niño, y ella, con su mano izquierda, le sujetaba la mano derecha con delicadeza. El niño vestía la misma camisa a cuadros y el mismo pantalón corto que el día que lo vi por primera vez en Exchange Street. Mientras lo observaba, la mujer se inclinó y le susurró algo. Él asintió y volvió la cabeza para mirarme, la única lente transparente de sus gafas brilló en la oscuridad. A continuación, la mujer se irguió, le soltó la mano y se alejó de nosotros hasta doblar a la derecha en la esquina de Wharf Street. Cuando se perdió de vista, fue como si el mundo a mi alrededor dejase escapar el aliento y recuperase la movilidad. Me eché a correr por Moulton y dejé atrás al niño. Cuando llegué a la esquina, la mujer cruzaba por Dana Street, atravesando en silencio los charcos de luz creados por las farolas.

– Susan.

Pronuncié su nombre sin pensarlo apenas, y por un instante tuve la impresión de que se detenía a escuchar. Luego pasó de la luz a la oscuridad y desapareció.

En ese momento el niño estaba en la esquina de Moulton con la vista fija en los adoquines. Cuando me acerqué, alzó la mirada y me escrutó con curiosidad desde detrás de las gafas de montura negra con su ojo izquierdo; el derecho permanecía oculto bajo la cinta adhesiva oscura con la que habían cubierto de manera inexperta la otra lente. No tendría más de ocho años, y el cabello castaño claro, con raya a un lado, se le agitaba sobre la frente. Los pantalones, en algunas partes, habían quedado rígidos por el barro y la camisa estaba mugrienta, aunque casi toda ella quedaba oculta tras la tabla de madera -quizá de unos cuarenta y cinco centímetros por doce, y dos y medio de grosor- que llevaba colgada al cuello de una cuerda. En la madera había grapado algo con letra irregular e infantil, probablemente escrito con un clavo, pero los surcos se habían llenado de tierra en algunos sitios, confabulándose con la oscuridad para que resultara casi imposible leerlo.

Me puse en cuclillas ante él.

– Hola -dije.

No se lo veía asustado. No parecía famélico ni enfermo. Simplemente estaba… allí.

– Hola -respondió.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté.

– James -dijo.

– ¿Te has perdido, James?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué haces aquí, pues?

– Espero -se limitó a contestar.

– ¿Qué esperas?

No respondió. Tuve la sensación de que yo debía saberlo y a él le sorprendía un poco que no lo supiese.

– ¿Quién era esa señora que estaba contigo, James? -pregunté.

– La Señora del Verano -dijo.

– ¿Sabes si tiene nombre?

Aguardó un momento antes de responder. Cuando lo hizo, el aliento pareció abandonar mi cuerpo y me asaltó una sensación de mareo y de miedo.

– Ha dicho que tú sabías su nombre. De nuevo lo noté perplejo, casi desilusionado.

Cerré los ojos por un instante y me balanceé sobre los talones. Sentí su mano en la muñeca, sujetándome para que no me cayese, la tenía fría. Cuando abrí los ojos, estaba inclinado hacia mí. Vi tierra entre sus dientes.

– ¿Qué te ha pasado en el ojo, James? -pregunté.

– No lo recuerdo.

Tendí la mano hacia él y me soltó la muñeca mientras yo frotaba la madera para desprender la tierra y la suciedad. Al caer al suelo en pequeños terrones, quedaron a la vista las palabras:


JAMES JESSOP

PECADOR


– ¿Quién te obliga a llevar esto, James?

Una diminuta lágrima rodó desde su ojo izquierdo, y luego otra.

– Me porté mal -musitó-. Todos nos portamos mal.

Pero las lágrimas sólo le caían de un ojo, y sólo se le formaban churretes en la mejilla izquierda. Con manos trémulas, cogí sus gafas por ambos lados de la montura y se las quité lentamente. Sin tratar de impedírmelo, fijó en mí su único ojo con una expresión de absoluta confianza.

Y cuando retiré las gafas por completo, apareció un agujero allí donde había estado el ojo derecho, la carne desgarrada y quemada y la herida seca como si fuese muy antigua y hubiese dejado de sangrar, o incluso de doler, hacía mucho tiempo.

– Te he estado esperando -dijo James Jessop-. Todos hemos estado esperándote.

Me erguí y me aparté de él. Las gafas se me cayeron al suelo cuando me di la vuelta.

Y los vi a todos.

Me observaban inmóviles, hombres y mujeres, niños y niñas, todos con tablas colgadas del cuello. Había al menos una docena, quizá más. Estaban en la penumbra de Wharf Street y a la entrada de Commercial, vestidos con ropa sencilla, ropa concebida para usarse en el campo: pantalones que no se romperían al primer traspié y botas que la lluvia no calaría ni perforaría una piedra.


KATHERINE CORNISH, PECADORA

VYRNA KELLOG, PECADORA

FRANK JESSOP, PECADOR

BILLY PERRSON, PECADOR


Los otros se hallaban más atrás, y los nombres grabados en las tablas eran más difíciles de leer. Algunos presentaban heridas en la cabeza. Vyrna Kellog tenía el cráneo partido, y la herida abierta se extendía casi hasta el puente de la nariz; Billy Perrson había recibido un disparo en la frente; a Katherine Cornish le colgaba por detrás de la cabeza una tira de cuero cabelludo que le cubría la oreja izquierda. Estaban allí de pie y me miraban, y alrededor de ellos el aire parecía crepitar cargado de energía oculta.

Tragué saliva, pero tenía la garganta seca y me dolió por el esfuerzo.

– ¿Quiénes sois? -pregunté, pero ya en el momento en que se desvanecían lo supe.

Retrocedí a trompicones hasta sentir el frío contacto de los ladrillos contra mi cuerpo y vi árboles altos y hombres abriéndose paso entre barro y huesos. El agua chapoteaba contra un dique de sacos de arena y los animales aullaban. Y mientras estaba allí temblando, cerré los ojos con fuerza y oí mi propia voz que comenzaba a rezar.

Por favor, Dios mío, dijo.

Por favor, no permitas que esto empiece otra vez.