"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)6Cuando me desperté, el sol que entraba resplandeciente por las ventanas salpicaba de millares de puntos luminosos el tenue tejido de las cortinas. Oía el zumbido de las abejas, atraídas por los trilliums y las hepáticas que crecían en el extremo del jardín, y por los capullos de color rosa del único manzano silvestre que señalaba el comienzo del camino de acceso. Me duché, me vestí y luego tomé la bolsa de deporte y me dirigí a One City Center para hacer ejercicio durante una hora. En el vestíbulo me crucé con Norman Boone, uno de los agentes del ATF (la sección del Departamento de Justicia destinada al control del alcohol, el tabaco y las armas de fuego) radicado en Portland, y lo saludé con un gesto. Me devolvió el saludo, que ya era mucho, pues Boone normalmente era tan cordial como un gato en un saco. Tanto los federales como la jefatura de policía y el ATF tenían oficinas en One City Center, y saber eso contribuía a que uno se sintiese bastante seguro al utilizar el gimnasio, siempre y cuando a algún fanático resentido contra el gobierno no se le ocurriese hacer historia con una camioneta cargada de Semtex. Intenté concentrarme en mi rutina, pero me distraía continuamente a causa de los acontecimientos de los últimos días. Acudían a mi pensamiento imágenes de Lutz, Voisine y los Becker, y tenía plena conciencia de la Smith amp; Wesson, dentro de su funda Milt Sparks Summer Special, que en ese momento tenía guardada en la taquilla. También era muy consciente de que Al Z se interesaba por mis asuntos, lo cual, en la escala de las «cosas buenas que pueden pasarle a una persona», aparecía en algún lugar entre contraer la lepra y tener a un inspector de hacienda instalado en casa. Al Z había llegado a Boston a principios de los años noventa, después de varias operaciones bastante eficaces del FBI contra la mafia de Nueva Inglaterra en las que habían intervenido grabaciones en vídeo y audio y un pequeño ejército de informantes. Mientras Action Jackson Salemme y Baby Shanks Manocchio (de quien una vez se dijo que, si alguna mosca se posaba en él, pagaba alquiler) se disputaban ostensiblemente el control del negocio, ambos acosados por la vigilancia policial y los rumores de que uno de ellos, o los dos, podían estar informando a los federales, Al Z intentaba devolver la estabilidad entre bastidores, impartiendo consejos y disciplina a diestro y siniestro poco más o menos en igual medida. La posición que ocupaba formalmente en la jerarquía era un tanto imprecisa, pero, según aquellos con un interés no meramente pasajero en el crimen organizado, Al Z estaba al frente de las actividades de la mafia en Nueva Inglaterra desde todos los puntos de vista menos el nominal. Nuestros caminos se habían cruzado ya una vez, con repercusiones violentas; desde aquel momento yo vigilaba mucho dónde pisaba. Al salir del gimnasio, fui por Congress hasta la biblioteca de la Sociedad Histórica de Maine, donde dediqué una hora a revisar todo el material disponible sobre Faulkner y los Baptistas de Aroostook. El expediente estaba a mano y aún caliente después de la última tanda de fotocopias para los medios de comunicación, pero apenas contenía algo más que vagos detalles y recortes de prensa amarillentos. El único artículo digno de mención procedía de un número de la revista En lo que probablemente fueron los pasos preliminares para su tesis, Grace había recopilado información sobre las cuatro familias y elaborado una breve historia de la vida y creencias de Faulkner, en su mayor parte basada en sermones no publicados y recuerdos de quienes lo habían oído predicar. Para empezar, Faulkner no era un verdadero pastor; aparentemente lo había «ordenado» su propia grey. No era premilenarista, uno de aquellos que creen que el caos en la tierra anuncia la inminencia del Segundo Advenimiento y que los fieles, por tanto, no deben hacer nada para impedirlo. En sus prédicas, Faulkner mostraba un lúcido conocimiento de los asuntos terrenos y alentaba a sus seguidores a oponerse al divorcio, la homosexualidad, el liberalismo y prácticamente a todo aquello que los años sesenta promovieron. En este sentido delataba la influencia de John Knox, uno de los primeros pensadores del protestantismo, pero Faulkner también era discípulo de Calvino. Creía en la predestinación: Dios había elegido a quienes habían de salvarse aun antes de su nacimiento y, por tanto, las personas no podían salvarse a sí mismas fueran cuales fuesen sus buenas obras en este mundo. Sólo la fe conducía a la salvación; en este caso, la fe en el reverendo Faulkner, lo que se consideraba una consecuencia natural de la fe en Dios. Si uno era seguidor de Faulkner, tenía garantizada la salvación. Si uno lo rechazaba, tenía garantizada la condenación. Todo quedaba bastante claro. Se adhería al punto de vista agustiniano, popular entre ciertos fundamentalistas, según el cual Dios tenía el propósito de que sus seguidores construyesen una «Ciudad en la Montaña», una comunidad consagrada a la veneración y mayor gloria del Señor. Eagle Lake se convirtió en el enclave elegido para su gran proyecto: un pueblo de sólo seiscientas almas que nunca había llegado a recuperarse del éxodo provocado por la segunda guerra mundial, cuando quienes regresaron del frente optaron por quedarse en las ciudades en vez de volver a las pequeñas localidades del norte; un lugar con una o dos carreteras aceptables y sin más electricidad en la mayoría de las casas que la que producían los generadores particulares; una comunidad donde la carnicería y la tienda de artículos de confección habían cerrado en la década de los cincuenta, y donde la mayor empresa del pueblo, el aserradero de Eagle Lake, que fabricaba bolos de madera noble, había quebrado en 1956 después de sólo cinco años en activo, y luego, desviándose hacia otras líneas de producción, había seguido en situación precaria hasta cerrar definitivamente en 1977; una pequeña localidad compuesta en su mayoría por católicos franceses, que consideraban a los recién llegados una rareza y los abandonaban a su suerte, agradeciendo cualquier pequeña suma que gastasen en simientes y víveres. Ése fue el lugar elegido por Faulkner, y ése fue el lugar donde murió su gente. Y si parece extraño que veinte personas pudiesen llegar a alguna parte en 1963 y desaparecer menos de un año más tarde sin que volviera a saberse de ellos, conviene recordar que éste es un estado extenso, con una población aproximada de un millón de habitantes dispersos en un área de más de ochenta y cinco mil kilómetros cuadrados, en su mayor parte de terreno forestal. Pueblos enteros de Nueva Inglaterra se han visto engullidos por el bosque y han dejado de existir sin más. En otro tiempo eran localidades con calles y casas, aserraderos y escuelas, donde hombres y mujeres trabajaban, rendían culto a Dios y eran enterrados, pero hoy en día habían desaparecido, y el único vestigio de su existencia eran las ruinas de viejos muros de piedra y la anómala disposición de los árboles a lo largo de lo que antes fueron carreteras. En esta parte del mundo las comunidades iban y venían: así eran las cosas. Este estado poseía rasgos propios y poco comunes que a veces se olvidaban, características singulares fruto de su historia y de las guerras libradas en su territorio, de los bosques y de su naturaleza elemental, del mar y de los desconocidos que las olas arrastraron hasta sus costas. Había cementerios con una sola fecha en cada lápida, en comunidades fundadas por gitanos que nunca habían nacido oficialmente y sin embargo habían muerto con la misma certeza que cualquier otro. Había pequeñas tumbas separadas de las sepulturas familiares, donde yacían los hijos ilegítimos, sin que la causa de su fallecimiento se hubiese indagado alguna vez muy a fondo. Y había tumbas vacías, sus lápidas eran monumentos a los desaparecidos, a aquellos que se habían ahogado en el mar o extraviado en el bosque y cuyos huesos descansaban ahora bajo la arena y el agua, bajo la tierra y la nieve, en lugares adonde nunca llegaría la huella del hombre. Después de pasar uno tras otro los recortes amarillentos, los dedos me olían a moho y, sin darme cuenta, empecé a frotarme las manos en el pantalón para librarme del olor. Por lo que veía, el mundo de Faulkner no era un entorno en el que yo desease vivir, pensé al devolver el expediente a la bibliotecaria. Era un mundo donde la salvación no estaba en nuestras manos, donde no existía posibilidad de expiación; un mundo habitado por los condenados, de quienes aquellos pocos con la salvación asegurada se mantenían a distancia. Y si eran condenados no le importaban a nadie; su destino, por horrendo que fuese, no era ni más ni menos que el que merecían. Cuando regresaba a casa, una furgoneta de UPS me siguió desde la interestatal y se detuvo detrás de mí cuando entré en el camino de acceso. El repartidor me entregó un paquete urgente del abogado Arthur Franklin a la vez que lanzaba un cauto vistazo al buzón ennegrecido. – ¿Tiene algo contra el cartero? -preguntó. – El correo basura -expliqué. Movió la cabeza en un gesto de asentimiento sin mirarme mientras yo firmaba el recibo de la entrega. – Es una lata -convino antes de apresurarse a subir a la furgoneta y regresar rápidamente a la carretera. El paquete de Arthur Franklin contenía una cinta de vídeo. Volví a la casa y la puse. Al cabo de unos segundos empezó a sonar una música pegadiza y en la pantalla aparecieron las palabras PRODUCCIONES CHÁFALOS PRESENTA seguidas del título, Sin salir aún de mi asombro, preparé café, me serví una taza y me la llevé afuera para tomármela en el tocón de un árbol que mi abuelo, muchos años antes, había convertido en una mesa añadiéndole una sección transversal de roble. Me quedaba más o menos una hora libre antes de mi cita con Franklin, y había descubierto que ponerme a la mesa, donde mi abuelo y yo a veces nos sentábamos juntos, me ayudaba a relajarme y a pensar. A mi lado, la brisa agitaba suavemente las hojas del Mi abuelo tenía el pulso firme cuando hizo esta tosca mesa, cuando desbastó el roble hasta dejarlo completamente plano y aplicó después una capa de protector para que brillase al sol. Años después, esas mismas manos le temblaban y le costaba escribir. Empezó a fallarle la memoria. Una noche lo trajo a casa un ayudante del Aún conservaba la fortaleza física; cada mañana hacía carreras de fondo y levantaba pesas. A veces corría por el jardín, a paso ligero pero constante, hasta acabar con la espalda de la camiseta empapada de sudor. Recobraría cierta lucidez durante un tiempo después de aquello, nos dijo la enfermera, hasta que el cerebro se le ofuscase de nuevo y las células siguiesen apagándose como las luces de una gran ciudad cuando empieza a salir el sol. Más que mis padres, ese anciano era quien me había guiado y había intentado convertirme en un buen hombre. Me pregunté si se sentiría decepcionado por el hombre que ahora soy. Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido de un coche que se metía por el camino de acceso. Segundos después, un Cirrus negro se detuvo al borde del césped. Dentro había dos personas, un hombre al volante y una mujer en el asiento contiguo. El hombre apagó el motor y salió; la mujer continuó sentada. Tenía el sol detrás, así que en un primer momento era poco más que una silueta, fina y oscura como la hoja de un cuchillo en su funda. La Smith amp; Wesson estaba bajo la sección de arte del O quizá fuese porque me acordé de aquel hombre comiendo un helado en una mañana fría, succionándolo febrilmente con los labios como una araña al vaciar a una mosca y observándome mientras me alejaba por Portland Street. Se detuvo a tres metros de mí y desenvolvió con los dedos de la mano derecha algo que sostenía en la palma de la izquierda, hasta que quedaron a la vista dos terrones de azúcar. Se los echó a la boca y empezó a chuparlos; a continuación plegó cuidadosamente el envoltorio y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Vestía un pantalón marrón de poliéster ceñido mediante un cinturón barato de piel, una desteñida camisa en otro tiempo de color amarillo chillón, que tenía ahora la palidez del rostro de un enfermo de ictericia, una miserable corbata marrón y amarilla y una chaqueta a cuadros marrones también de poliéster. Un sombrero marrón le ensombrecía la cara; al detenerse se lo quitó y, sosteniéndolo con gesto relajado en la mano izquierda, se golpeteó el muslo a un ritmo lento e intencionado. Era de estatura media, un metro setenta y cinco poco más o menos, y parecía tan consumido que la ropa le pendía suelta alrededor del cuerpo. Caminaba despacio y con cuidado, como si, en su extrema fragilidad, pudiera partírsele una pierna al menor paso en falso. A través de su cabello hirsuto, mezcla de rojo y gris, asomaban porciones de piel rosada. También tenía las cejas rojas, así como las pestañas. Sus oscuros ojos castaños, demasiado pequeños para la cara, escrutaban entre extraños repliegues de carne, como si le hubiesen estirado hacia abajo la piel de la frente y hacia arriba la de las mejillas y luego se la hubiesen cosido a las comisuras de los párpados. Debajo destacaban unas ojeras de color rojo azulado, de manera que su visión parecía depender por completo de dos estrechos triángulos de color blanco y castaño a ambos lados del puente de la nariz. Ésta era larga y la punta le colgaba casi hasta la boca. Tenía los labios muy finos y una ligera hendidura en el mentón. Debía de rondar los cincuenta años, calculé, pero presentí que aquella aparente fragilidad era engañosa. Aquéllos no eran los ojos de un hombre que teme por su seguridad a cada paso. – Un día caluroso -comentó golpeándose aún la pierna suavemente con el sombrero. Asentí pero no contesté. Inclinó la cabeza en dirección a la carretera. – Veo que ha tenido un accidente con el buzón. -Sonrió y dejó a la vista unos dientes amarillos y desiguales con un visible hueco delante, y supe de inmediato que era él quien había dejado las reclusas. – Arañas -contesté-. Las quemé todas. La sonrisa desapareció. – Es una desgracia. – Parece que se lo toma usted de manera personal. Sin apartar de mí la mirada, masticó los terrones de azúcar. – Me gustan las arañas -dijo. – Desde luego arden bien -convine-. Y ahora dígame, ¿puedo ayudarle en algo? – Eso espero -contestó-. O quizá sea yo quien pueda ayudarle a usted. Sí, estoy seguro de que puedo ayudarle. Hablaba con un extraño tono nasal que achataba las vocales y dificultaba la localización de su acento, una tarea que se complicaba aún más si se usaban locuciones formales. La sonrisa reapareció de forma gradual, sin llegar a reflejarse en aquellos ojos de párpados carnosos. De hecho, éstos conservaban una expresión alerta y vagamente malévola, como si algo se hubiese adueñado del cuerpo de aquel hombre extravagante y anticuado, vaciándolo por dentro y controlando su avance a través de las cuencas vacías de su cabeza. – No creo necesitar su ayuda. Me señaló con un dedo en un gesto de discrepancia y por primera vez vi bien sus manos. Muy delgadas, tanto que resultaban ridículas, semejaban insectos por la forma en que asomaban de las mangas de la chaqueta. Daba la impresión de que el dedo corazón medía doce centímetros de largo y, al igual que los demás, acababa en punta: no sólo parecía que tuviese la uña afilada, sino que todo el dedo parecía estrecharse cada vez más. Las uñas debían de medir cinco milímetros en su parte más ancha y las tenía manchadas de un color negro amarillento. Por debajo de los nudillos le nacía un vello rojo y corto que se extendía hasta cubrir casi todo el dorso de la mano y desaparecer en mechones bajo la manga. Le confería un extraño carácter animal. – Vaya, vaya, caballero -dijo, e hizo ondear los dedos del mismo modo que levanta a veces un arácnido las patas cuando se siente acorralado. Sus movimientos no parecían guardar relación con sus palabras ni con el lenguaje del resto de su cuerpo. Eran como criaturas autónomas que de algún modo conseguían adherirse a un huésped y sondear sin cesar y con sutileza el mundo que las rodeaba-. No se precipite. Admiro la independencia como el que más, se lo aseguro. Es una cualidad digna de elogio en un hombre, caballero, una cualidad digna de elogio, no me malinterprete, pero puede inducirle a uno a cometer temeridades. Peor aún, caballero, peor aún: puede llevarlo a vulnerar los derechos de quienes viven a su alrededor sin saberlo siquiera. -Adoptó un tono de horror por la conducta de tales hombres y movió la cabeza en un lento gesto de desaprobación-. Usted mismo es un ejemplo, viviendo a su aire y causando a otros con ello dolor y malestar. Eso es pecado, caballero; eso es un pecado, ni más ni menos. Aún sonriente, cruzó sus delgados dedos ante el vientre y aguardó mi respuesta. – ¿Quién es usted? -pregunté. También mi voz delataba cierto horror. Aquel individuo era a la vez cómico y siniestro, como un mal payaso. – Permítame que me presente -dijo-. Me llamo Pudd, señor Pudd, para servirle. Me tendió la mano derecha para saludarme, pero no la acepté. No pude. Me repugnaba. Un amigo de mi abuelo metió una vez una araña lobo en una caja de cristal, y un día me aposté con el hijo de aquel hombre a que le tocaba una pata. La araña se apartó casi en el acto, pero me dio tiempo de percibir su textura peluda y el cuerpo articulado. Fue una experiencia que no deseaba repetir. La mano quedó suspendida en el aire por un momento, y una vez más su sonrisa vaciló fugazmente. A continuación, el señor Pudd retiró la mano y los dedos se escabulleron bajo su chaqueta. Deslicé la mano derecha unos centímetros y agarré la pistola bajo los periódicos, a continuación retiré el seguro con el pulgar. El señor Pudd no pareció advertir el movimiento, o al menos no dio señales de ello, pero tuve la impresión de que algo cambiaba en su actitud hacia mí, como una viuda negra que cree haber acorralado a un escarabajo y de pronto descubre que está mirando a los ojos a una avispa. Su chaqueta se tensó mientras buscaba bajo ella con la mano y vi el revelador bulto de un arma. – Preferiría que se marchase -dije sin levantar la voz. – Lamentablemente, señor Parker, sus preferencias personales tienen poco que ver con esto. -La sonrisa se desvaneció y sus labios se contrajeron en una mueca de exagerado dolor-. A decir verdad, caballero, yo preferiría no estar aquí. Éste es un deber ingrato, pero por desgracia me lo ha impuesto usted con sus desconsiderados actos. – No sé de qué me habla. – Le hablo del acoso al señor Carter Paragon, de la falta de respeto por la labor de la organización que él representa, y de la insistencia por relacionar la desafortunada muerte de una mujer con esa misma organización. La Hermandad es una entidad religiosa, señor Parker, con los derechos que nuestra justa constitución otorga a tales entidades. Conoce usted la constitución, ¿verdad, señor Parker? Ha oído hablar de la Primera Enmienda, ¿verdad? A lo largo de su alocución, el señor Pudd mantuvo en todo momento un tono sosegado y razonable. Se dirigía a mí como un padre a un niño descarriado. Tomé nota mentalmente de que debía añadir el término «paternalista» a los de «repulsivo» e «insecto» en la lista de calificativos referentes al señor Pudd. – Ésa, y la Segunda Enmienda -dije-, de la que seguramente usted también ha oído hablar. -Retiré la mano de debajo del periódico y lo encañoné con la pistola. Me alegró comprobar que no me temblaba la mano. – Esto me parece muy lamentable, señor Parker -contestó con tono dolido. – Coincido con usted, señor Pudd. No me gusta que entren personas armadas en mi propiedad, ni que me vigilen mientras me ocupo de mis asuntos. Es de mala educación, y me pone nervioso. El señor Pudd tragó saliva, sacó los dedos del interior de la chaqueta y apartó las manos del cuerpo. – No era mi intención ofenderle, pero los siervos del Señor sufrimos el acoso de nuestros enemigos en todas partes. – Dios le protegerá mejor que un arma, ¿no cree? – El Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos, señor Parker -contestó. – Dudo que el Señor vea con buenos ojos el allanamiento de morada -repliqué, y el señor Pudd enarcó una ceja de manera casi imperceptible. – ¿Está acusándome de algo? – ¿Acaso tiene algo que confesar? – A usted no, señor Parker. A usted no. Sus dedos fluctuaron de nuevo en el aire lentamente, pero esta vez el movimiento parecía tener una finalidad y me pregunté cuál era el significado. No lo comprendí hasta que oí abrirse la puerta del coche y vi avanzar por el césped la sombra de la mujer. Me puse en pie al instante y retrocedí empuñando la pistola con ambas manos a la altura del hombro, apuntada hacia el pecho del señor Pudd. La mujer se acercó desde detrás de Pudd por el lado izquierdo. No habló, pero llevaba la mano bajo el chaquetón negro. No iba maquillada y tenía la tez muy pálida. Bajo el chaquetón, vestía una falda plisada que le cubría casi hasta los tobillos y una sencilla blusa blanca desabrochada en el cuello, donde llevaba un pañuelo negro anudado alrededor de la garganta. En su aspecto se apreciaba algo desagradable en extremo, una fealdad interior que se filtraba por los poros y le contaminaba la piel. La nariz era demasiado fina para aquel rostro, los ojos demasiado grandes y demasiado blancos, los labios extrañamente abotargados. Tenía la barbilla desdibujada y hundida en los pliegues de carne del cuello. En su cara no se movía un solo músculo. El señor Pudd volvió un poco la cabeza hacia ella sin apartar de mí la mirada. – Creo que el señor Parker nos tiene miedo, ¿sabes, querida? La mujer no cambió de expresión. Se limitó a seguir avanzando. – Dígale que retroceda -musité, pero sin darme cuenta fui yo quien dio otro paso atrás. – ¿Y si no qué? -preguntó el señor Pudd sin levantar la voz-. No va a matarnos, señor Parker. -Sin embargo alzó los dedos de la mano izquierda para indicar a la mujer que se detuviese, y ella obedeció. En tanto que el señor Pudd tenía la mirada alerta, y su malevolencia esencial parecía velada por una tenue bruma de buen humor, los ojos de su acompañante eran como los de una muñeca, vidriosos e inexpresivos. Los fijó en mí y tomé conciencia de que, pese a tener un arma en la mano, era yo quien corría peligro. – Saque la mano del chaquetón, muy despacio -le ordené, apuntándola a ella por un momento y luego otra vez a él para mantenerlos a raya a los dos-. Y será mejor que esté vacía cuando aparezca. La mujer no se movió hasta que el señor Pudd asintió con la cabeza. – Haz lo que te dice. Ella reaccionó de inmediato y sacó la mano vacía del chaquetón, con cuidado pero sin ningún temor. – Y ahora, señor Pudd -continué-, dígame quién es usted exactamente. – Represento a la Hermandad -respondió-. En su nombre le pido que dé por concluida su intervención en este asunto. – ¿Y si no lo hago? – En ese caso nos veremos obligados a tomar medidas. Podríamos implicarlo en un litigio muy costoso en términos de dinero y tiempo, señor Parker. Contamos con excelentes abogados. Ésa no es la única opción a nuestro alcance, claro está. Hay otras. -Esta vez la advertencia era explícita. – No veo razones para un conflicto -dije imitando su peculiar tono y manera de hablar-. Sólo quiero averiguar qué le ocurrió a Grace Peltier y creo que el señor Paragon puede ayudarme en ese cometido. -El señor Paragon está muy atareado con la obra del Señor. – ¿Cosas que hacer, personas que desplumar? – Es usted un hombre irreverente, señor Parker. El señor Paragon es un siervo del Señor. – Hay que ver lo mal que está el servicio hoy día. El señor Pudd dejó escapar un extraño bufido, la expresión audible de la agresividad contenida que percibía dentro de él. – Si habla conmigo y contesta a mis preguntas, le dejaré en paz -dije-. Vive y deja vivir, ése es mi lema. Sonreí, pero él no me devolvió el favor. – Con el debido respeto, señor Parker, no creo que ése sea su lema. -Abrió la boca un poco más y casi escupió-. No lo creo en absoluto. Señalé con la pistola. – Lárguese de mi propiedad, señor Pudd, y llévese a esa amiga suya tan habladora. Eso fue un error. A su lado, la mujer se movió de pronto hacia la izquierda e hizo ademán de saltar sobre mí; tenía la mano izquierda tensa como las garras de un halcón mientras la derecha se desplazaba hacia el interior del abrigo. Bajé la pistola y disparé entre los pies del señor Pudd, lo que provocó un lluvia de tierra y la desbandada de los pájaros de los árboles cercanos. La mujer se detuvo cuando el señor Pudd extendió la mano y le sujetó el brazo. – Quítate el pañuelo, querida -dijo sin desviar la mirada de la mía. La mujer permaneció inmóvil por un instante; luego se desató el pañuelo negro y lo sostuvo lánguidamente con la mano izquierda. Tenía el cuello surcado de cicatrices, costurones de color rosa pálido causantes de tal grado de deformidad, que dejarlos a la vista sería invitar a cualquiera que pasara por su lado a quedárselos mirando. – Ábrela bien, querida -dijo el señor Pudd. La mujer abrió la boca y dejó a la vista unos dientes pequeños y amarillos, las encías rosadas y una masa roja y desgarrada al fondo de la garganta que era lo que le quedaba de la lengua. – Ahora canta. Permite al señor Parker que te oiga cantar. Abrió la boca y movió los labios, pero no surgió de ella el menor sonido. Sin embargo siguió entonando una canción que se oía sólo en su cabeza, con los ojos entornados en una expresión de éxtasis, meciendo suavemente el cuerpo al son de aquella música muda, hasta que el señor Pudd levantó la mano y ella cerró la boca al instante. – Antes tenía una voz hermosísima, señor Parker, muy delicada y pura. Se la arrebató un cáncer de garganta, un cáncer de garganta y la voluntad de Dios. Quizá fue una extraña bendición, una visitación del Señor para poner a prueba su fe y confirmarla en el único camino verdadero hacia la salvación. Al final, creo, sirvió esencialmente para aumentar su amor al Señor. Yo no compartía su fe en aquella mujer. La rabia que anidaba en su interior era tangible, la ira por el dolor que había padecido, la pérdida que había sufrido. Había consumido cualquier capacidad de amor que en otro tiempo hubiese poseído, y ahora se veía obligada a mirar fuera de sí misma para alimentarla. Ese dolor nunca se aplacaría, pero su carga sería más tolerable haciéndoselo experimentar también a los demás. – Pero a mí me gusta decirle que eso le ocurrió porque su voz despertaba la envidia de los ángeles -concluyó el señor Pudd. Tuve que aceptar su palabra. No veía en ella nada más capaz de suscitar la envidia de los ángeles. – Bueno -dije-, al menos le queda la belleza. El señor Pudd no respondió, pero por primera vez asomó a sus ojos auténtico odio. Fue sólo un destello fugaz, que desapareció tan deprisa como su efímera y habitual expresión de falso buen humor. Aun así, lo que había titilado brevemente en sus ojos cobró forma de magnífica y brutal conflagración en los de la mujer; en las pupilas de ésta vi arder iglesias, con los fieles todavía dentro. El señor Pudd pareció percibir la violencia contenida que emanaba de ella, porque se volvió y le rozó la mejilla suavemente con el dorso peludo de un dedo. – Nakir mía -susurró-. Calla. Ella reaccionó a la caricia con un breve parpadeo, y me pregunté si serían amantes. – Vuelve al coche, querida. Nuestra misión aquí ha concluido de momento. La mujer me miró una vez más y se alejó. El señor Pudd hizo ademán de seguirla, pero se detuvo y se volvió hacia mí. – No es prudente que siga con esto. Le aconsejo por última vez que dé por concluida su intervención en el asunto. -Demándeme -respondí. El señor Pudd negó con la cabeza. – No, por desgracia ya hemos llegado demasiado lejos para eso. Me temo que volveremos a vernos en circunstancias menos favorables para usted. -Levantó las manos-. Voy a sacar del bolsillo una tarjeta de visita, señor Parker. -Sin esperar respuesta extrajo una pequeña caja de plata del bolsillo derecho de la chaqueta. La abrió con una sacudida y sacó una tarjeta de visita blanca, que sostuvo con delicadeza por una esquina. Una vez más me tendió la mano, pero ahora no vaciló. Aguardó con paciencia hasta que me vi obligado a aceptar la tarjeta. Al agarrarla, movió un poco la mano y las yemas de sus dedos rozaron los míos. Di un respingo involuntariamente al producirse el contacto y el señor Pudd movió la cabeza en un parco gesto de asentimiento, como si de algún modo hubiese constatado una sospecha. En la tarjeta sólo podía leerse Elias Pudd en letra redonda negra. No constaba el número de teléfono ni la dirección ni el cargo. El dorso de la tarjeta estaba en blanco. – Su tarjeta no dice mucho de usted, señor Pudd -comenté. – Al contrario, lo dice todo de mí, señor Parker. Me temo que es usted quien no la lee correctamente. – A mí lo único que me dice es que es usted tacaño o minimalista -contesté-. Además, es irritante, pero eso tampoco lo dice en la tarjeta. Por primera vez el señor Pudd exhibió una sonrisa sincera, que dejó a la vista sus dientes amarillentos y le iluminó los ojos. – A su manera sí lo dice -afirmó, y chasqueó con la lengua. Lo mantuve encañonado hasta que se subió al coche y la extraña pareja desapareció en medio de una nube de humo y gases de escape que pareció teñir la luz del sol que la traspasaba con sus rayos. Los dedos empezaron a llenárseme de ampollas casi en el instante en que se alejaron. Al principio fue sólo una sensación de ligera irritación, pero pronto se convirtió en dolor verdadero y me aparecieron pequeños bultos en las yemas y la palma de la mano. Me apliqué hidrocortisona, pero la irritación persistió durante casi todo el día, un escozor intenso y molesto allí donde la tarjeta y los dedos del señor Pudd me habían tocado la piel. Con unas pinzas introduje la tarjeta en un sobre de plástico, lo cerré y lo dejé en la mesa del vestíbulo. En mi viaje a Boston le pediría a Rachel que la hiciese examinar. |
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