"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)1Era primavera y el color había vuelto al mundo. Las lejanas montañas se transformaban; los árboles grises se recubrían de nueva vida, sus hojas eran un eco desvaído de la erupción de color del otoño. Dominaba el escarlata de los arces rojos, pero había que sumar ya las hojas de los robles rojos, de un amarillo verdoso, el plateado de los chopos de hoja dentada, y los verdes de los álamos temblones, de los abedules y de las hayas. Los álamos y los sauces, los olmos y los avellanos, todos arrancaban a florecer, y en los bosques resonaban los gritos de las aves migratorias ya de regreso. Desde el gimnasio de One City Center veía los bosques, las copas de los árboles de hoja perenne se imponían aún en el paisaje en medio de los de hoja caduca en lenta transformación. Llovía en Portland, y abajo, en las calles, los paraguas bullían irradiando un oscuro resplandor como caparazones de cucarachas. Me sentía a gusto por primera vez en muchos meses. Trabajaba con relativa regularidad. Comía bien, hacía ejercicio tres o cuatro veces por semana y Rachel Wolfe vendría de Boston ese fin de semana, así que alguien podría admirar la gradual mejora de mi físico. Desde hacía un tiempo no tenía pesadillas. Mi mujer y mi hija muertas no habían vuelto a aparecérseme desde la Navidad pasada, cuando me tocaron en medio de la nevada y me dieron un respiro de las visiones que me acosaban desde hacía mucho. Completé una serie de levantamientos por encima de la cabeza y dejé la barra. El sudor me goteaba de la nariz y un halo de vapor se elevaba de mi cuerpo. Mientras bebía agua sentado en un banco, vi entrar a dos hombres desde la recepción, echar un vistazo alrededor y fijarse en mí. Vestían traje oscuro de corte formal y corbata de color apagado. Uno era corpulento, con el cabello castaño y rizado y un poblado bigote, como un actor de cine porno en decadencia, y en el espejo que había detrás de él vi el bulto de la pistola en una funda barata bajo la chaqueta. El otro, de menor estatura, era un hombre atildado y pulcro, de pelo prematuramente cano e incipiente calvicie. El más alto sostenía unas gafas de sol en la mano y su compañero llevaba puestas unas gafas con montura dorada y lentes cuadradas. Éste se acercó a mí con una sonrisa. – ¿Señor Parker? -preguntó con las manos entrelazadas detrás de la espalda. Asentí con la cabeza, y él separó las manos y me tendió la derecha con un movimiento preciso, como un tiburón abriéndose paso a través de aguas conocidas. – Me llamo Quentin Harrold, señor Parker -se presentó-. Trabajo para el señor Jack Mercier. Me sequé la mano derecha con una toalla para eliminar parte del sudor y acepté el apretón. A Harrold le temblaron un poco los labios al notar el contacto de mi palma todavía sudorosa, pero resistió la tentación de limpiarse la mano en el pantalón. Supuse que no quería estropearse la raya. Jack Mercier venía de buena familia, gente de dinero desde hacía tantas generaciones que ya a alguno de ellos debió de tintinearle la bolsa a bordo del Quentin Harrold se cubrió la boca con la palma de la mano para carraspear y utilizó el gesto como excusa para sacar un pañuelo del bolsillo y enjugarse discretamente la mano. – El señor Mercier desea verle -dijo con el tono de voz que reservaba probablemente para el chófer y para el hombre que limpiaba la piscina-. Tiene un trabajo para usted. Le miré. Sonrió. Le devolví la sonrisa. Así seguimos, sonriéndonos, hasta que no quedó más opción que hablar o empezar a salir juntos. – Quizá no me ha oído, señor Parker -dijo-. El señor Mercier tiene un trabajo para usted. – ¿Y? La sonrisa de Harrold vaciló. – No sé si acabo de entenderle, señor Parker. – Señor Harrold, no estoy tan desesperado por trabajar como para echar a correr en busca del palo cada vez que alguien me lo tira. Eso no era del todo verdad. Portland, en el estado de Maine, no era un hervidero de vicio y corrupción tal que me permitiese hacer ascos a muchos trabajos. Si Harrold hubiese sido más guapo y de distinto sexo, habría corrido en busca del palo y luego me habría tendido boca arriba para que me restregase la tripa si pensaba que así podía ganarme al menos un par de pavos. Harrold echó una ojeada al tipo corpulento del bigote. Éste se encogió de hombros y siguió mirándome impasible, preguntándose quizá cómo quedaría mi cabeza colgada encima de la chimenea de su casa. Harrold volvió a carraspear. – Disculpe. No era mi intención ofenderle. -Parecía tener dificultades para expresarse, como si las palabras fuesen parte del vocabulario de otra persona y él simplemente las tomase prestadas por un rato. Esperé a que la nariz empezase a crecerle o la lengua se le redujese a ceniza y cayese al suelo, pero no ocurrió nada-. Le estaríamos muy agradecidos si encontrase un momento para hablar con el señor Mercier -se dignó decir con cierta crispación en el rostro. Consideré que ya estaba bien de hacerme el inabordable, aunque todavía no tenía muy claro que aún fuesen a respetarme a la mañana siguiente. – Cuando acabe aquí, tal vez pueda acercarme a verle -dije. Harrold alargó un poco el cuello, dando a entender que creía haberme oído mal. – El señor Mercier confiaba en que nos acompañase ahora, señor Parker. Como sin duda comprenderá, el señor Mercier es un hombre muy ocupado. Me puse en pie, hice un estiramiento y me preparé para otra serie de levantamientos. – Claro que lo comprendo, señor Harrold. Iré lo antes posible. Si los caballeros tienen la bondad de esperarme abajo, me reuniré con ustedes en cuanto termine. Están poniéndome nervioso y podría caérseme una pesa encima de alguno de ustedes. Harrold desplazó el peso del cuerpo de una pierna a otra y, al cabo de un momento, asintió con la cabeza. – Estaremos en el vestíbulo -contestó. – Diviértanse -dije, y observé en el espejo cómo se alejaban. Acabé los ejercicios con mucha calma, me di una larga ducha y hablé del futuro de los Pirates con el hombre que limpiaba el vestuario. Cuando calculé que Harrold y el actor porno ya habían pasado tiempo suficiente mirando el reloj, bajé al vestíbulo en ascensor y esperé a que se acercasen. La expresión de Harrold, advertí, oscilaba entre la exasperación y el alivio. Harrold insistió en que los acompañase en su Mercedes, pero, a pesar de sus protestas, decidí seguirlos en mi Mustang. Tuve la impresión de que mi testarudez iba a más conforme me adentraba en la treintena. Si Harrold me hubiese propuesto ir en mi propio coche, seguramente me habría encadenado a la columna de dirección del Mercedes hasta que accediesen a llevarme. El Mustang era un Boss 302 de 1969, y sustituía al Mach 1 que me habían destrozado a balazos el año anterior, El 302 me lo había suministrado Willie Brew, que tenía un taller mecánico en Queens. Los alerones y los guardabarros eran un tanto aparatosos, pero cuando aceleraba se me saltaban las lágrimas, y Willie me lo había vendido por ocho mil dólares, unos tres mil por debajo del precio de mercado para un coche en esas condiciones. El lado negativo era que bien podría haber llevado escrito en un costado el rótulo ETERNA ADOLESCENCIA en grandes letras negras. Seguí al Mercedes en dirección sur hasta salir de Portland y luego por la Interestatal 1. En Oak Hill doblamos al este y permanecí tras él a unos constantes cincuenta kilómetros por hora hasta el extremo del cabo. En el Black Point Inn, los huéspedes, sentados con copas en la mano tras las ventanas panorámicas, contemplaban Grand Beach y Pine Point. Un coche patrulla del Departamento de Policía de Scarborough avanzaba lentamente por la carretera para asegurarse de que todos respetaban el límite de velocidad y ningún indeseable rondaba por allí el tiempo suficiente para estropear la vista. La mansión de Jack Mercier estaba en Winslow Homer Road y ya se veía desde la antigua casa del pintor que daba nombre a la calle. Cuando nos aproximábamos, se abrió una barrera accionada electrónicamente y, procedente de la casa, vino hacia nosotros un segundo Mercedes en dirección a Black Point Road. En el asiento trasero viajaba un hombre menudo de barba oscura tocado con un solideo. Nos miramos cuando los dos coches se cruzaron y él me saludó inclinando la cabeza. Su cara me resultó familiar, pensé, pero no lo identifiqué. A continuación, el camino quedó despejado y seguimos adelante. Mercier vivía en una enorme mansión pintada de blanco con jardines ornamentales y tantas habitaciones que tendrían que organizar una partida de rescate si alguien se perdía camino del baño. El hombre del bigote fue a aparcar el Mercedes mientras yo entraba detrás de Harrold por la gran puerta de dos hojas. Ya en el vestíbulo me condujo a una habitación situada a la izquierda de la escalera principal. Era una biblioteca amueblada con sofás y sillones antiguos. Los libros cubrían tres paredes hasta el techo; en la pared que daba al este, una ventana ofrecía vistas del jardín con el mar de fondo, y junto a ella había un escritorio y una silla y, a la derecha, un pequeño bar.
Harrold cerró la puerta cuando entré y me dejó allí examinando los lomos de los libros y las fotografías de la pared. Los libros abarcaban desde biografías de políticos hasta obras históricas, en su mayoría tratados sobre la guerra de Secesión, Corea y Vietnam. No incluían literatura. En un rincón se alzaba una pequeña vitrina. Contenía libros distintos a los de los estantes abiertos. Tenían títulos como Dirigí mi atención a las fotografías de la pared. Incluían retratos de Jack Mercier con varios miembros de la familia Kennedy y de la familia Clinton, e incluso con un caduco Jimmy Carter. Otras mostraban a Mercier de joven en diversas poses atléticas: ganando carreras, simulando lanzar un balón de fútbol, llevado en hombros con veneración por sus compañeros de equipo. Había asimismo homenajes de universidades agradecidas, galardones enmarcados de organizaciones benéficas presididas por estrellas de cine, e incluso unas cuantas condecoraciones otorgadas por naciones pobres pero orgullosas. Parecía la peor pesadilla de un fracasado. Una fotografía más reciente atrajo mi atención. En ella, Mercier aparecía sentado a una mesa, junto a una mujer de unos sesenta años con una elegante chaqueta negra entallada y un collar de perlas. A la derecha de Mercier estaba el hombre con barba que había pasado junto a mí en el Mercedes, y a su lado un personaje que reconocí por sus apariciones en los noticiarios de televisión de máxima audiencia, generalmente con actitud triunfal en lo alto de la escalinata de algún juzgado: Warren Ober, de Ober, Thayer amp; Moss, uno de los bufetes más importantes de Boston. Ober era el abogado de Mercier, y bastaba mencionar su nombre para que la mayor parte de sus adversarios huyese al monte. Cuando Ober, Thayer amp; Moss aceptaban un caso, llevaban tal número de abogados a la sala que apenas quedaba espacio para el jurado. En presencia de ellos, incluso los jueces se ponían nerviosos. Al observar la fotografía, tuve la impresión de que nadie parecía particularmente contento. Se advertía cierta tensión en las posturas, a uno le daba la sensación de que aquello tenía un trasfondo más turbio y de que el fotógrafo era una distracción innecesaria. En la mesa, ante ellos, había varias carpetas gruesas, y unas tazas blancas de café desechadas como rosas del día anterior. A mis espaldas se abrió la puerta y entró Jack Mercier, que dejó sobre el escritorio un fajo de papeles cubiertos de gráficos de barras y de cifras. Era alto, un metro ochenta y cinco o más. Sus hombros delataban su pasado atlético y llevaba un Rolex de oro que indicaba su actual rango de hombre muy rico. Tenía el cabello blanco y espeso; peinado hacia atrás, dejaba despejada la frente, siempre bronceada, sobre unos ojos grandes y azules, una nariz romana y una boca risueña de labios finos y dientes blancos y uniformes. Vestía un polo azul, chinos de color tostado y unos Sebago marrones. Sus brazos estaban cubiertos de vello cano, que también le asomaba en mechones por el cuello del polo. Al verme concentrado en la fotografía su sonrisa vaciló por un instante, pero el rostro se le iluminó enseguida de nuevo cuando me aparté de ella. Entretanto, Harrold se quedó junto a la puerta como un casamentero nervioso. – Señor Parker -dijo Mercier y me estrechó la mano con fuerza suficiente para desencajarme los empastes-. Le agradezco que me dedique un poco de su tiempo. Me señaló una silla. Del vestíbulo entró un hombre de piel aceitunada que vestía una túnica blanca e iba cargado con una bandeja de plata. Las dos tazas de porcelana, la cafetera de plata y el azucarero y la lechera de plata a juego tintinearon ligeramente cuando la bandeja golpeó la mesa. Parecía pesar bastante, y dio la impresión de que el criado sintió alivio al dejarla allí. – Gracias -dijo Mercier. Lo miramos mientras se marchaba seguido de Harrold. Éste me lanzó una última mirada lastimera antes de salir, cerró la puerta con delicadeza y Mercier y yo nos quedamos solos. -Sé muchas cosas de usted, señor Parker -empezó a decir al tiempo que servía el café y me ofrecía leche y azúcar. Actuaba de un modo espontáneo y natural, concebido para crear un ambiente distendido, incluso entre aquellos con quienes se relacionaba de la manera más fugaz. Tan natural era que debía de haberse pasado años perfeccionándolo. – Lo mismo digo -contesté. Arrugó el entrecejo en un gesto cordial. – Dudo que tenga edad suficiente para haber votado alguna vez por mí. – No, se retiró usted antes de que se me presentase la ocasión. – ¿Me votó su abuelo? Mi abuelo, Bob Warren, fue ayudante del – No creo que votase siquiera, señor Mercier -dije-. Mi abuelo sentía una desconfianza natural hacia los políticos. El único político por quien mi abuelo demostró cierto respeto fue el presidente Zachary Taylor, que jamás votó en unas elecciones y ni siquiera se votó a sí mismo. Jack Mercier volvió a desplegar su amplia y blanca sonrisa. – Es posible que tuviese buenas razones para ello. La mayoría de los políticos ha vendido su alma diez veces antes incluso de salir elegidos. Y una vez vendida ya no es posible recuperarla. A uno sólo le queda la esperanza de haberla vendido al mejor precio. – ¿Y usted se dedica a comprar almas, señor Mercier, o a venderlas? La sonrisa permaneció inmutable, pero entornó los ojos. – Yo cuido de mi propia alma, señor Parker, y dejo que los demás hagan lo que quieran con la suya. Nuestro momento especial de intimidad se vio interrumpido por la entrada de una mujer en la habitación. Llevaba un conjunto engañosamente informal de pantalón negro y jersey negro de cachemir, y una fina cadena de oro resplandecía con brillo mate sobre la lana oscura. Rondaba los cuarenta y cinco años, y los llevaba bien. Tenía el cabello rubio, agrisado en algunas zonas, pero debido a la dureza de sus facciones parecía menos hermosa de lo que ella probablemente creía. Era Deborah, la mujer de Mercier, que disfrutaba de una especie de contrato permanente con las crónicas de sociedad de la prensa local. Era una belleza sureña, si la memoria no me engañaba, graduada en la academia para señoritas Madeira, de Virginia. Aparte de dar al mundo damiselas que utilizaban siempre la cuchara correcta y nunca escupían en la acera, la academia Madeira sólo se distinguía por el hecho de que, en 1980, su ex directora, Jean Harris, había matado a tiros a su amante, el doctor Herman Tarnower, cuando éste la abandonó por una mujer más joven. Al doctor Tarnower se le conocía más como autor de La señora Mercier sostenía una revista en la mano y puso cara de sorpresa, pero la expresión de sus ojos reflejaba lo contrario. – Perdona, Jack. No sabía que estabas acompañado. Mentía, y advertí en el rostro de Mercier que él lo sabía, que los dos lo sabíamos. Intentó disimular su irritación tras la sonrisa que le era característica, pero oí cómo le rechinaban los dientes. Se levantó, y yo me levanté con él. – Señor Parker, le presento a mi esposa, Deborah. La señora Mercier dio un paso hacia mí y, a continuación, esperó a que yo cruzase la biblioteca antes de tenderme la mano, que colgó flácida entre mis dedos cuando se la estreché mientras me taladraba la cara con los ojos y me roía el cráneo con los dientes. Su hostilidad era tan manifiesta que casi resultaba graciosa. – Encantada de conocerle -saludó con desdén antes de dirigir una mirada iracunda a su marido-. Después hablaremos, Jack -dijo con tono de amenaza. Al cerrar la puerta no volvió la vista atrás. En la habitación la temperatura subió de inmediato varios grados, y Mercier recobró la compostura. – Le pido disculpas, señor Parker. En casa estamos un poco alterados últimamente. Mi hija Samantha se casa a primeros del mes próximo. – No me diga. ¿Y quién es el afortunado? -Parecía la pregunta de rigor. – Robert Ober. Es el hijo de mi abogado. – Al menos su mujer podrá comprarse un sombrero nuevo. – Está comprando mucho más que un sombrero, señor Parker, y en estos momentos se ocupa de los preparativos para los invitados. Puede que Warren y yo tengamos que recluirnos en mi yate para huir de las exigencias de nuestras respectivas esposas, aunque ellas son unas marineras tan expertas que posiblemente insistirían en hacernos compañía. ¿Usted navega, señor Parker? – Con dificultad. No tengo yate. – Todo el mundo debería tener yate -comentó Mercier, y esto le hizo recuperar con ganas el buen humor. – Vaya, señor Mercier, es usted prácticamente un socialista. Se le escapó una risa discreta, dejó la taza de café y mudó el semblante para adoptar una expresión de sinceridad. – Confio en que sepa perdonarme por curiosear en sus antecedentes, pero necesitaba referencias sobre usted antes de solicitar su ayuda -prosiguió. Respondí a su disculpa con un gesto de asentimiento y añadí: – En su situación, seguramente yo haría lo mismo. – Lamento lo de su familia -dijo con delicadeza y se inclinó hacia mí-. Fue una desgracia espantosa lo que les ocurrió, a ellas y a usted. Mi mujer, Susan, y mi hija, Jennifer, me fueron arrebatadas por un asesino conocido como el Viajante cuando yo aún era policía en Nueva York. [1] Antes de que pudiera ponerse fin a aquello, acabó con otras muchas vidas. Cuando lo maté, una parte de mí murió con él. Desde entonces habían pasado más de dos años, y durante casi todo ese tiempo la muerte de Susan y Jennifer había condicionado mi vida. Permití que eso ocurriese hasta que tomé conciencia de que la congoja y el dolor, la culpabilidad y los remordimientos, estaban desgarrándome. Ahora, poco a poco, volvía a encauzar mi vida en Maine, en el lugar donde había pasado la adolescencia y la primera juventud, en la casa donde había convivido con mi madre y con mi abuelo, y en la que ahora vivía solo. Había una mujer que sentía afecto por mí, que me ayudaba a sentir que valía la pena intentar rehacer mi vida con ella al lado, y que quizás había llegado el momento de iniciar ese proceso. – No puedo imaginar siquiera lo que debe de ser una cosa así -continuó Mercier-. Pero conozco a una persona que probablemente sí puede, y por eso le he pedido a usted que venga hoy. Fuera había dejado de llover y clareaba. Tras la cabeza de Mercier, el sol lucía con fuerza y entraba a raudales por la ventana, bañando con su resplandor el escritorio y la silla y reproduciendo en la moqueta la silueta de la cristalera. Vi que un insecto reptaba por la mancha de luz intensa, tanteando el aire con sus diminutas antenas. – Se llama Curtis Peltier, señor Parker -dijo Mercier-. Antes era socio mío, hasta que me pidió que le comprase su participación y siguió su propio camino. Las cosas no le fueron muy bien; hizo alguna que otra inversión poco acertada, me temo. Hace diez días encontraron a su hija muerta en su coche. Se llamaba Grace Peltier. Puede que ya haya leído la noticia en la prensa. De hecho, según tengo entendido, es muy posible que la conociese usted hace tiempo. Asentí. Sí, pensé, conocí a Grace hacía tiempo, cuando los dos éramos mucho más jóvenes e incluso creímos, por un instante, que podíamos estar enamorados. Fue una relación pasajera, que no duró más de dos meses, después de graduarme en el instituto, una aventura de verano como tantas otras que se marchitó y secó igual que una hoja al llegar otoño. Grace era guapa y morena, de ojos muy azules, boca pequeña y piel del color de la miel. Era fuerte -ganadora de medallas en natación- y poseía una inteligencia extraordinaria, razón por la que, pese a su aspecto físico, muchos chicos la rehuían. Yo no era tan listo como Grace, pero sí lo suficiente para saber apreciar la belleza cuando aparecía ante mí. O al menos eso pensaba. A la postre no la supe apreciar en absoluto, ni a ella ni su belleza. Recordaba a Grace sobre todo por una mañana que pasamos juntos en Higgins Beach, no muy lejos de donde ahora me hallaba con Jack Mercier. Estábamos de pie a la sombra de la vieja pensión conocida como The Breakers; el viento le agitaba el pelo y las olas rompían ante nosotros. Me dijo por teléfono que no le había venido la regla: cinco días de retraso, y para eso ella era muy puntual. Mientras iba en coche a Higgins Beach para reunirme con ella, sentía como si un torno estuviese estrujándome lentamente el estómago. Cuando en el cruce de Oak Hill pasó ante mí una flota de camiones, por un momento contemplé la posibilidad de pisar a fondo el acelerador y acabar con todo. Supe entonces que lo que sentía por Grace Peltier, fuera lo que fuese, no era amor. Esa mañana, ella debió de verlo en mi cara cuando nos sentamos en silencio a escuchar el rumor del mar. Cuando le vino la regla dos días más tarde después de una angustiosa espera para los dos, me dijo que creía que no debíamos vernos más, y yo me alegré de dejarla ir. No había sido ni remotamente uno de los momentos más honrosos de mi vida, pensé. Desde entonces perdimos el contacto. Habíamos coincidido un par de veces, y la había saludado con la cabeza en algún bar o restaurante, pero no llegamos a hablar. Cada vez que la veía, me acordaba de ese encuentro en Higgins Beach y de mi inmadurez de entonces. Intenté recordar lo que había oído de su muerte. Grace, en esos momentos estudiante de posgrado en Northeastern, Boston, había muerto de una sola herida de bala en una carretera adyacente a la Interestatal 1, a la altura de Ellsworth. Su cuerpo apareció desplomado en el asiento del conductor de su propio coche, con la pistola todavía en la mano. Suicidio: la forma más extrema de defensa. Era la única hija de Curtis Peltier. La noticia recibió más atención que la de costumbre sólo por los antiguos lazos entre Peltier y Jack Mercier. Yo no asistí al funeral. – Según los periódicos, la policía no busca a nadie en relación con su muerte, señor Mercier -dije-. Por lo visto, piensan que Grace se suicidó. Mercier negó con la cabeza. – Curtis no cree que la herida se la hiciese ella misma. – Es una reacción muy habitual -contesté-. Todos nos negamos a aceptar que un ser cercano pueda quitarse la vida. Es mucha la culpabilidad que recae en quienes quedan detrás para asumirla fácilmente. Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente. – Grace era una joven fuerte e inteligente con toda la vida por delante. No tenía armas de ninguna clase y, según parece, la policía no sabe cómo consiguió la que se encontró en su mano. – Suponiendo que se suicidase -añadí. – Sí, en ese supuesto. – Cosa que usted, al igual que el señor Peltier, no supone. Dejó escapar un suspiro. – Coincido con Curtis. A pesar de la opinión de la policía, creo que alguien mató a Grace. Desearía que usted investigase el asunto para él. – ¿Curtis Peltier se ha dirigido a usted para plantearle esto, señor Mercier? Jack Mercier desvió la vista. Cuando volvió a mirarme, algo se había enmascarado en la oscuridad de sus pupilas. – Vino a verme hace unos días. Hablamos de ello y me contó sus sospechas. Él no tiene dinero para pagar a un investigador privado, señor Parker, pero afortunadamente yo sí. Dudo que Curtis ponga algún inconveniente en tratar de esto con usted, o en permitirle que ahonde en el asunto. Yo pagaré sus honorarios, pero oficialmente trabajará para Curtis. Le ruego que mantenga mi nombre al margen. Apuré el café y dejé la taza en el platillo. Antes de hablar intenté poner un poco de orden en mis pensamientos. – Señor Mercier, no me importa haber venido hasta aquí, pero ya no me ocupo de esa clase de trabajo. Mercier frunció la frente. – Pero ¿es usted investigador privado? – Sí, lo soy, pero he tomado la decisión de dedicarme sólo a ciertas cuestiones: delitos de guante blanco, espionaje industrial. No acepto casos de muerte o violencia. – ¿Lleva arma? – No. Me asustan los ruidos estridentes. – Pero ¿llevaba arma antes? – En efecto, antes. Ahora, si quiero desarmar a un delincuente de guante blanco, simplemente le quito el bolígrafo. – Como le he dicho, señor Parker, sé mucho de usted. Investigar estafas y hurtos menores no parece su estilo. Ha intervenido en asuntos más… llamativos. – Esa clase de investigaciones tuvieron un alto coste para mí. – Cubriré cualquier coste en el que incurra, y de manera más que sobrada. – No me refiero al coste económico, señor Mercier. Asintió para sí, como si de pronto hubiese caído en la cuenta. – ¿Habla, quizá, de un coste físico, moral? Por lo que sé, resultó herido en el transcurso de alguno de sus casos. No contesté. Había resultado herido, y en respuesta había actuado de manera violenta, destruyendo un poco de mí mismo cada vez que lo hacía, pero eso no era lo peor. Tenía la impresión de que, en cuanto me involucraba en asuntos de esa clase, se producía una fisura en mi mundo. Veía cosas: cosas perdidas, cosas muertas. Era como si al intervenir atrajese hacia mí a aquellos que habían sido arrancados de esta vida de manera dolorosa y violenta. En otro tiempo pensaba que era fruto de mi culpabilidad incipiente, o de una empatía que iba más allá de los sentimientos y se convertía en alucinación. Pero ahora creía realmente que ellos lo sabían y que en verdad venían. Jack Mercier se apoyó en su escritorio, abrió un cajón y extrajo un talonario forrado en piel. Escribió por unos segundos y arrancó el cheque. – Esto es un cheque por diez mil dólares, señor Parker. Sólo le pido que hable con Curtis. Si después considera que no puede hacer nada por él, quédese el dinero y no habrá el menor resentimiento entre nosotros. Si accede a investigar este asunto, negociaremos la remuneración posterior. Negué con la cabeza. – Señor Mercier, le repito que no se trata de dinero… Levantó una mano para interrumpirme. – Lo sé. No era mi intención ofenderle. – No me he ofendido. – Tengo amigos en el cuerpo de policía, en Scarborough y en Portland y en otras partes. Esos amigos me han dicho que es usted un investigador excelente, con aptitudes muy especiales. Quiero que utilice esas aptitudes para averiguar qué le ocurrió en realidad a Grace, por mí y por Curtis. Advertí que, al pedírmelo, se había puesto por delante del padre de Grace, y una vez más noté cierta discrepancia entre lo que decía y lo que sabía. Pensé asimismo en la manifiesta hostilidad de su mujer, mi sensación de que ella sabía con toda exactitud quién era yo y qué había ido a hacer a su casa, y que mi presencia allí le molestaba sobremanera. Mercier me ofreció el cheque, y vi en su mirada algo que no conseguí identificar con precisión: dolor, quizás, o incluso culpabilidad. – Hable con él, señor Parker, se lo ruego -dijo-. En definitiva, ¿qué pierde con ello? «¿Qué pierde con ello?» Esas palabras me asaltarían una y otra vez en los días siguientes. También le asaltarían a Jack Mercier. Me pregunto si acudieron a su memoria durante los últimos momentos de su vida, cuando las sombras lo cercaron y aquellos a quienes quería se ahogaron en un abismo rojo. A pesar de mis dudas, tomé el cheque. Y en ese momento, sin saberlo ninguno de los dos, se cerró un circuito y transmitió una descarga al mundo que nos rodeaba y se extendía bajo nosotros. Lejos de allí, algo abandonó su escondrijo bajo las capas muertas de la colmena. Tanteó el aire y rastreó la perturbación que lo había agitado, hasta que encontró su origen. Entonces dio una sacudida y empezó a moverse. EN BUSCA DEL SANTUARIO El fervor religioso en el estado de Maine y la desaparición de los Baptistas de Aroostook Para comprender los motivos de la formación y ulterior desintegración del grupo religioso conocido como los Baptistas de Aroostook, es importante comprender primero la historia del estado de Maine. Para entender por qué cuatro familias compuestas por personas bienintencionadas y no faltas de inteligencia siguieron a un individuo como el reverendo Faulkner al bosque y no volvió a saberse de ellas, debemos ser conscientes de que en este estado, durante casi tres siglos, hombres como Faulkner han atraído adeptos, a menudo frente al desafío de Iglesias mayores y movimientos religiosos más ortodoxos. Puede afirmarse, pues, que existe algo en el carácter de los habitantes del estado, una vena de individualismo que se remonta a los tiempos de los colonizadores, que los induce a dejarse cautivar por predicadores del talante del reverendo Faulkner. Durante buena parte de su historia, Maine ha sido un estado fronterizo. A decir verdad, desde la llegada de los primeros misioneros jesuitas, en el siglo XVII, hasta mediados del siglo XX, los grupos religiosos consideraron Maine un territorio de misiones. Proporcionó durante casi trescientos años un terreno bien abonado, aunque no siempre fructífero, para los predicadores ambulantes, los movimientos religiosos no ortodoxos e incluso los charlatanes. La economía rural no permitía mantener iglesias y clérigos permanentes y, con frecuencia, la práctica religiosa no era una cuestión prioritaria para familias desnutridas, desharrapadas y sin una vivienda en condiciones. En 1790 el general Benjamín Lincoln observó que muy pocos pobladores de Maine habían recibido el bautismo debidamente y que algunos nunca habían comulgado. El reverendo John Murray de Boothbay, en 1793, escribió acerca de "los inveterados vicios y la ausencia de remordimientos'' de los habitantes y dio gracias a Dios por haber encontrado "una familia devota y a un humilde practicante al frente de ella". Resulta interesante mencionar que el reverendo Faulkner tenía por costumbre citar este pasaje de Murray en los sermones a sus fieles. Los predicadores ambulantes oficiaban de pastores para aquellos que carecían de iglesia. Algunos eran excepcionales, instruidos frecuentemente en York o en Harvard. Otros eran menos dignos de elogio. Según se sabe, el reverendo Jotham Sewall de Chesterville, Maine, pronunció 12.593 sermones en 413 asentamientos, de Maine en su mayor parte, entre 1783 y 1849. En contraste, el reverendo Martin Schaeffer de Broad Bay, un luterano, engañó en gran medida a sus feligreses hasta que al final lo expulsaron del pueblo. Los predicadores ortodoxos tenían serias dificultades para introducirse en el estado, siendo los calvinistas los peor acogidos tanto por sus intolerantes doctrinas como por su vinculación a las fuerzas del gobierno. Los baptistas y metodistas, con su noción del igualitarismo y la igualdad, encontraban prosélitos mejor predispuestos. En treinta años, de 1790 a 1820, el número de iglesias baptistas en el estado pasó de diecisiete a sesenta. A su debido tiempo, se les unieron los baptistas del libre albedrío, los baptistas libres, los metodistas, los congregacionalistas, los unitarios, los universalistas, los shakers, los milleristas, los espiritualistas, los sandforditas, los holy rollers, los higginsitas, los librepensadores y los Black Stocking. Aun así, la tradición de Schaeffer y de otros charlatanes permaneció viva: en 1816 se desarrolló en torno a la figura del carismático Cochrane el «engaño» del cochranismo, que acabó en acusaciones contra el fundador por abusos deshonestos graves. En la década de los sesenta del siglo XIX, el reverendo George L. Adams persuadió a sus adeptos para que vendiesen sus casas, sus tiendas e incluso sus aparejos de pesca y para que le entregasen el dinero a él con el objeto de contribuir a fundar una colonia en Palestina. Tras la fundación de la colonia de Gaza en 1886 murieron dieciséis personas durante las primeras semanas. En 1887, acusado de alcoholismo y malversación de fondos, Adams abandonó con su esposa la efímera colonia de Gaza. Más tarde reapareció en California, donde intentó convencer a la gente para que invirtiese en una caja de ahorros a pequeña escala, hasta que su secretario sacó a la luz su pasado. Por último, a finales del siglo XIX, el evangelista Frank Weston Sandford fundó en Durham la comunidad de Shiloh. Sandford merece especial atención porque la comunidad de Shiloh fue, a todas luces, el modelo en que se inspiró el reverendo Faulkner para lo que se propuso llevar a cabo medio siglo después. La secta ritualista de Sandford recaudó grandes sumas de dinero para misiones en el extranjero y proyectos de construcción de viviendas y envió barcos de vela llenos de misioneros a zonas remotas del planeta. Persuadidos por Sandford, sus seguidores vendieron sus casas y se radicaron en el asentamiento de Shiloh en Durham, a sólo cincuenta kilómetros de Portland. Muchos de ellos murieron a causa de la desnutrición y las enfermedades. El hecho de que estuviesen dispuestos a seguirlo y a morir por él da fe del magnetismo de Sandford, natural de Bowdoinham (Maine) y graduado por la Facultad de Teología del Bates College, en Lewiston. Sandford contaba sólo treinta y cuatro años cuando se fundó oficialmente la colonia de Shiloh el 2 de octubre de 1896, fecha dictada a Sandford supuestamente por el propio Dios. Al cabo de varios años había en el asentamiento edificios por valor de más de doscientos mil dólares, cuya construcción se financió esencialmente con las donaciones y la venta de propiedades de sus seguidores. El edificio principal, el propio Shiloh, tenía 520 habitaciones y más de ochocientos metros de circunferencia. Pero la creciente megalomanía de Sandford -afirmó que Dios lo había proclamado el segundo Elias- y su insistencia en la obediencia absoluta empezaron a provocar fricciones. El crudo invierno de 1902-1903 ocasionó una gran escasez de víveres y la viruela se cebó en la comunidad. Empezó a morir gente. En 1904 Sandford fue detenido y acusado de cinco delitos de crueldad contra menores y uno de homicidio sin premeditación como consecuencia de los actos de pillaje de ese invierno. El veredicto de culpabilidad fue revocado en la apelación. En 1906 Sandford zarpó hacia Tierra Santa junto con un centenar de fieles en dos barcos, el Al final, el En 1920, tras oír testimonios de las atroces condiciones en que vivían los niños de la comunidad, un juez ordenó su traslado. Shiloh se desintegró, se redujo el número de miembros de cuatrocientos a cien a raíz de un incidente que dio en llamarse la Dispersión. Sandford anunció que se apartaba de toda actividad en mayo de 1920 y se retiró a una granja en la zona norte del estado de Nueva York, donde intentó, sin éxito, reconstruir la comunidad. Murió en 1948 a los ochenta y cinco años de edad. La comunidad de Shiloh existe todavía hoy, aunque de forma muy distinta a como fue en sus inicios, y a Sandford sigue honrándosele como fundador. Se sabe que Faulkner consideró a Sandford una fuente de inspiración especial: Sandford había demostrado que era posible establecer una comunidad religiosa independiente mediante las donaciones y la venta de los bienes de los verdaderos creyentes. Resulta, pues, irónico y a la vez curiosamente coherente que el intento de Faulkner de crear su propia utopía religiosa, en las proximidades de la pequeña localidad de Eagle Lake, terminase en resentimiento y acritud, al borde de la inanición y la desesperación, y en último extremo con la desaparición de veinte personas, entre ellas el propio Faulkner. |
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