"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)2A la mañana siguiente estaba sentado en la cocina de mi casa poco después de amanecer, con una cafetera y los restos de unas tostadas resecas en la mesa al lado de mi PowerBook. Ese día tenía que preparar un informe para un cliente, así que aparté a Jack Mercier de mi pensamiento. Fuera caían gotas de agua del haya que crecía junto a la ventana de la cocina, y, al chocar contra la tierra húmeda, sonaban con una cadencia irregular. Todavía quedaban un par de hojas secas y parduscas adheridas a las ramas del árbol, pero ya estaban rodeadas de brotes verdes, la vida vieja se preparaba para dar paso a la nueva. Un trepador hinchó el pecho rojo y cantó desde su nido de pequeñas ramas. No se veía a su pareja, pero supuse que andaba cerca. Antes de finales de mayo habría huevos en el nido y pronto toda una familia me despertaría por las mañanas. Cuando empezó el telediario en la WPXT, el canal local afiliado a la Fox, ya había redactado un borrador aceptable y hecho copia en disquete para poder imprimir desde el ordenador de sobremesa. Abrió con las últimas noticias sobre los restos humanos aparecidos en el lago St. Froid el día anterior. Mostraron a la doctora Claire Gray, recién nombrada forense general del estado, a su llegada al lugar del hallazgo con botas de bombero y mono. Tenía el cabello oscuro, largo y rizado, y su semblante no delataba emoción alguna mientras descendía hacia la orilla del lago. Ya habían levantado diques con sacos de arena para contener las aguas, y en ese momento los huesos descansaban en una capa de espeso barro y vegetación descompuesta, sobre la que se había extendido una lona para protegerlos de los elementos. El examen preliminar lo había efectuado uno de los doscientos forenses a tiempo parcial del estado, quien confirmó que se trataba de restos humanos; y, posteriormente, la policía envió imágenes digitales del lugar por correo electrónico a la oficina de la forense general, en Augusta, para que ella y sus ayudantes se familiarizasen con el terreno y la tarea que debían afrontar. Ya habían avisado a la antropóloga forense de la Universidad de Maine en Orono, que viajaría a Eagle Lake horas más tarde ese mismo día. Según la periodista, debido a que se corría el riesgo de un mayor deterioro de la orilla y existía la posibilidad de dañar los restos, se había descartado el uso de una excavadora para exhumar los cuerpos y se consideraba ya muy probable que la tarea tuviese que concluirse a mano mediante palas y pequeñas llanas Marshalltown en una meticulosa labor centímetro a centímetro. Mientras la periodista hablaba, se oían claramente de fondo los aullidos de los híbridos de lobo. Puede que tuviese que ver con el sonido de la transmisión en directo, pero los aullidos llegaban con un tono terrible y penetrante, como si en cierta manera los animales comprendiesen qué se había descubierto en su territorio. La intensidad de los aullidos aumentó cuando un coche se detuvo al borde del área acordonada y se apeó el subjefe de la fiscalía, conocido por todos como doctor Bill, para hablar con el agente. En el asiento trasero del coche llevaba a sus dos perros rastreadores de cadáveres: era la presencia de éstos lo que había desencadenado la reacción de los híbridos. Detrás de la periodista se veía a los técnicos de una unidad móvil del puesto de la policía del estado en Houlton y, al fondo, entre los agentes de la policía del estado y de la oficina del Pero el comentario final de la periodista resultó especialmente interesante. Según dijo, los inspectores creían disponer de una identificación preliminar de tres de los cadáveres como mínimo, si bien se negaban a dar más detalles por el momento. Eso significaba que habían descubierto algo en el lugar de los hechos, algo que preferían reservarse. El hallazgo despertó mi curiosidad -la mía y la de un millón de personas más-, pero sólo eso. No envidié a los investigadores que debían adentrarse en el barro del lago St. Froid para extraer los huesos con las manos enguantadas, espantando a las primeras moscardas e intentando abstraerse de los aullidos de los híbridos. Concluidas las noticias, imprimí el texto y fui en coche a las oficinas de PanTech Systems para informar de mis averiguaciones. PanTech tenía su sede en un edificio de tres plantas con ventanas de cristal ahumado en Westbrook y estaba especializada en sistemas de seguridad para las redes informáticas de entidades financieras. Su última innovación incluía un complejo algoritmo ante el que cualquiera con un coeficiente de inteligencia inferior a doscientos quedaba mudo de incomprensión, pero que la compañía consideraba prácticamente infalible. Por desgracia, Errol Hoyt, el matemático que mejor entendía el algoritmo y había participado en su desarrollo desde el principio había llegado a la conclusión de que PanTech lo infravaloraba y en ese momento intentaba vender sus servicios, y el algoritmo, a la competencia a espaldas de su actual empresa. La circunstancia de que, además, estuviese acostándose con su contacto en la firma rival -una tal Stacey Kean, que tenía uno de esos cuerpos esculturales que provocaban colisiones múltiples en la autovía después de la misa del domingo-complicaba un poco más el asunto. Había interceptado las transmisiones de Hoyt por teléfono móvil mediante un sistema de escucha radiofónica celular Cellmate provisto de una antena de alta ganancia. El Cellmate venía en un compacto estuche de aluminio mate que contenía un teléfono Panasonic adaptado, un decodificador a multifrecuencia y una grabadora Marantz. No tenía más que marear el número del teléfono móvil de Hoyt y el Cellmate se ocupaba del resto. Mediante las escuchas, había seguido el rastro a Hoyt y a Kean hasta uno de sus lugares de encuentro, el Days Inn de Maine Mall Road. Esperé en el aparcamiento y tomé fotografías de los dos entrando en la misma habitación. Luego pedí la habitación contigua y, una vez allí, saqué de mi bolsa de piel el dispositivo de vigilancia Penetrator II. Aunque, por su nombre, cabría pensar que el Penetrator II era alguna clase de adminículo sexual, se trataba sólo de un transductor especialmente diseñado para acoplarse a la pared y convertir las vibraciones captadas en impulsos eléctricos; después, éstos se amplificaban y transformaban en señales de audio reconocibles. En este caso, la mayoría de las señales de audio reconocible eran gruñidos y gemidos, pero cuando terminaron con la parte placentera, fueron al grano, y Hoyt proporcionó suficientes detalles comprometedores acerca de lo que ofrecía, y de cómo y cuándo iba a producirse el traspaso, para que PanTech pudiese echarlo sin incurrir en una demanda laboral por despido improcedente y una considerable indemnización por daños y perjuicios. Debo reconocer que era una manera un tanto sórdida de ganarse unos dólares, pero me había resultado cómodo y relativamente sencillo. Ahora ya sólo era cuestión de presentar las pruebas a PanTech y de recoger el cheque. Permanecí sentado en una sala de reuniones junto a una mesa de cristal ovalada mientras, frente a mí, tres hombres examinaron primero las fotografías y escucharon después las conversaciones telefónicas de Hoyt y la grabación de su paréntesis romántico con la encantadora Stacey. Uno de ellos era Roger Axton, vicepresidente de PanTech. El segundo era Philip Voight, jefe de seguridad de la empresa. El tercero se había presentado como Marvin Gross, jefe de personal. Era un hombre de corta estatura y constitución enclenque, y la pequeña barriga que sobresalía por encima del cinturón inducía a pensar que padecía de desnutrición. Era Gross, advertí, quien llevaba el talonario de cheques. Al cabo de un rato, Axton extendió un rollizo dedo y apagó la grabadora. Cruzó una mirada con Voight y se levantó. – Todo parece en orden, señor Parker. Gracias por su tiempo y sus esfuerzos. El señor Gross se ocupará de la cuestión del pago. Advertí que no me estrechaba la mano sino que simplemente abandonaba la sala con un susurro de seda como una viuda acaudalada. Supuse que si yo acabase de escuchar los sonidos de dos desconocidos manteniendo relaciones sexuales, también me habría negado a dar la mano al autor de la grabación. Así pues, seguí sentado en silencio oyendo el rasgueo de la pluma de Gross en el talonario. Cuando acabó, sopló suavemente sobre la tinta y, con sumo cuidado, arrancó el cheque. En lugar de entregármelo de inmediato, lo observó un momento antes de dirigirme una mirada escrutadora con la cabeza aún inclinada y preguntar: – ¿Le gusta su trabajo, señor Parker? – A veces -contesté. – A mí me da la impresión -continuó Gross lánguidamente-de que es un tanto… rastrero. – A veces -repetí sin inmutarme-. Pero por lo general eso no viene determinado por la naturaleza del trabajo en sí, sino por la naturaleza de algunas de las personas implicadas. – ¿Se refiere al señor Hoyt? – El señor Hoyt tuvo relaciones sexuales por la tarde con una mujer. Ninguno de los dos está casado. Lo que hicieron no era rastrero, o al menos no más que un centenar de cosas que la mayoría de la gente hace a diario. Su empresa me ha pagado por escucharlos, y ahí viene el lado rastrero del asunto. La sonrisa de Gross no se alteró. Sostuvo el cheque en alto entre los dedos como si esperase que rogara por él. A su lado vi a Voight mirarse los pies abochornado. – No estoy muy seguro de que seamos los únicos culpables de la manera en que ha llevado a cabo su encargo, señor Parker -dijo Gross-. Eso lo ha elegido usted. Noté que se me cerraba el puño, en parte a causa de mi creciente ira hacia Gross, en parte porque no le faltaba razón. Sentado en aquella sala, viendo a aquellos tres hombres trajeados mientras escuchaban los sonidos de una pareja haciendo el amor, había sentido vergüenza por ellos, y por mí. Gross estaba en lo cierto: era un trabajo sucio, no mucho mejor que la recuperación de artículos por incumplimiento de pago, y el dinero no compensaba debido a la capa de mugre que dejaba en la ropa, en la piel y en el alma. Continué en silencio, sin apartar la mirada de él, hasta que se puso en pie y devolvió el material concerniente a Hoyt a la carpeta negra de plástico en la que se lo había entregado. Voight se levantó también, pero yo me quedé sentado. Gross echó una última ojeada al cheque y lo dejó en la mesa, frente a mí, antes de abandonar la sala. – Disfrute su dinero, señor Parker -dijo para concluir-. Creo que se lo ha ganado. Voight me dirigió una mirada de pesar, encogió los hombros y siguió a Gross. – Le espero fuera -dijo. Asentí y empecé a guardar mis anotaciones en la bolsa. Cuando terminé, alcancé el cheque, comprobé la cantidad, lo doblé y lo metí en un pequeño departamento con cremallera de mi billetero. PanTech me había pagado una gratificación del veinte por ciento. Por alguna razón, me hizo sentir aún más sucio que antes. Voight me acompañó hasta el vestíbulo y puso gran empeño en estrecharme la mano y darme las gracias antes de irme del edificio. Crucé el aparcamiento y pasé ante las plazas reservadas con los nombres de sus propietarios en pequeñas placas de latón clavadas a la tapia. El coche de Marvin Gross, un Impala rojo, ocupaba la plaza número veinte. Saqué las llaves del bolsillo y abrí la pequeña navaja que llevaba prendida del llavero. Me arrodillé junto al neumático izquierdo de la parte de atrás y apoyé la punta de la hoja contra la banda lateral, dispuesto a rajar el caucho. Permanecí en esa postura unos treinta segundos quizás, y, finalmente, me levanté, plegué la navaja y dejé intacta la rueda. Quedó una pequeña hendidura allí donde había rozado la hoja, pero nada más. Como Gross había dado a entender, seguir a una pareja hasta la habitación de un motel era el pariente pobre de los casos de divorcio, pero me permitía pagar las facturas y los riesgos eran mínimos. Antes aceptaba trabajos por razones caritativas, pero no había tardado en darme cuenta de que, si continuaba obrando por caridad, pronto sería yo quien necesitase de la caridad ajena. Ahora Jack Mercier me ofrecía un buen dinero por investigar la muerte de Grace Peltier, pero algo me decía que no sería un dinero fácil de ganar. Lo había visto en los ojos de Mercier. Fui al centro de Portland, aparqué en el garaje de la confluencia de Cumberland y Preble y entré en el mercado público de Portland. La Port City Jazz Band tocaba en una esquina y en el aire se mezclaban los olores de la repostería y las especias. Compré leche desnatada en Smiling Hill Farm y venado en Bayley Hill y luego añadí verduras frescas y un panecillo de Big Sky Bread Company. Me senté un rato junto a la chimenea para ver pasar a la gente y escuchar la música. Rachel y yo nos acercaríamos aquí juntos el fin de semana, pensé; pasearíamos entre los puestos agarrados de la mano y su aroma me quedaría impregnado entre los dedos y la palma durante el resto del día. Cuando empezó a llegar la muchedumbre de la hora del almuerzo, me encaminé hacia Congress y atajé por Exchange Street en dirección al Java Joe's en el Puerto Antiguo. En el cruce de Exchange y Middle vi a un niño sentado en el suelo en el Tommy's Park, al otro lado de la calle. Pese a ser un día frío, sólo vestía una camisa a cuadros blancos y negros y pantalón corto. Una mujer se inclinó junto a él y le habló; el pequeño alzó la vista y la miró con atención. Al igual que el niño, la mujer lucía una indumentaria propia de otra época del año. Llevaba un vestido de verano claro, con un estampado de flores pequeñas y rosadas, de tela tan fina que se transparentaba al sol revelando el contorno de las piernas, y el cabello rubio recogido atrás con un lazo de color aguamarina. No le veía la cara, pero, cuando me acerqué, sentí un nudo en el estómago. Susan llevaba un vestido como ése y se recogía atrás el cabello rubio con un lazo de color aguamarina. Asaltado por ese recuerdo paré en seco al mismo tiempo que la mujer se erguía y se apartaba del niño en dirección a Spring Street. Mientras se alejaba, el niño me miró y vi que llevaba unas gafas viejas de montura negra, una de las lentes estaba tapada con cinta adhesiva negra. Por la lente descubierta me observaba sin parpadear con su único ojo visible. Le colgaba del cuello una tabla de madera, suspendida de un trozo de cuerda gruesa. En la madera había grabado algo, pero no lo bastante nítido para verlo desde donde yo estaba. Le sonreí y, justo en el momento en que él me devolvía la sonrisa, bajé de la acera y me crucé en el camino de un camión de reparto. El conductor pisó el freno y dio un bocinazo, y yo me vi obligado a retroceder de un salto y a dejarlo pasar como una exhalación. Cuando el camionero, tras hacerme un corte de mangas, siguió calle abajo, la mujer y el niño habían desaparecido. No encontré el menor rastro de ellos en Spring Street, ni en Middle, ni en Exchange. Sin embargo, no pude quitarme de encima la sensación de que estaban cerca y me observaban. Eran casi las cuatro cuando regresé a la casa de Scarborough después de ingresar el cheque y de ocuparme de varios recados. Deambulé descalzo de aquí para allá mientras sonaba la voz de Jim White en el estéreo. Era la canción Me preguntaba asimismo qué clase de deuda podía tener Mercier con Curtis Peltier para acceder a contratar a un detective que investigase la muerte de una mujer que apenas conocía. Al decir de muchos, su ruptura en los negocios no había estado exenta de acritud, y había puesto fin no sólo a una larga relación profesional sino también a una amistad de diez años. Si Peltier buscaba ayuda, me resultaba curioso que hubiese elegido a Jack Mercier. Pero tampoco podía rechazar el encargo, pensé, porque también a mí me asaltaba una persistente sensación de culpabilidad en cuanto a Grace Peltier, como si en cierto modo le debiese al menos el tiempo que me llevaría hablar con su padre. Quizá fuese un resto de lo que había sentido por ella años antes y de mi reacción cuando creyó estar embarazada. Por entonces yo era joven, desde luego, pero ella era más joven aún. Recordaba su pelo oscuro y corto, sus ojos azules de mirada inquisitiva e, incluso ahora, su olor, como a flores recién cortadas. A veces la vida se vive en retrospectiva. Me senté a la mesa de la cocina y contemplé el cheque de Jack Mercier durante un buen rato. Al final, todavía indeciso, lo doblé y lo dejé en la mesa bajo un jarrón de azucenas que había comprado impulsivamente al salir del mercado. Para cenar me preparé pollo con chile y jengibre y vi la televisión mientras comía, pero apenas presté atención. Al terminar, después de lavar y secar los platos, telefoneé al número que Jack Mercier me había dado el día anterior. Contestó una criada cuando el timbre sonó por tercera vez, y Mercier se puso al cabo de unos segundos. – Soy Charlie Parker, señor Mercier. He tomado una decisión. Investigaré el asunto. Oí un suspiro al otro lado de la línea. Quizá fuese de alivio; también podía ser de resignación. – Gracias, señor Parker -se limitó a decir. Puede que Marvin Gross me hubiese hecho un favor al llamarme rastrero, pensé. Esa noche, mientras yacía en la cama pensando en el niño de la lente tapada y en la mujer rubia de pie a su lado, el perfume de las flores de la cocina se propagó por toda la casa, llegando a ser casi opresivo. El olor impregnó la almohada y las sábanas. Al frotar los dedos, me parecía notar en la piel granos de polen, como sal. Sin embargo, a la mañana siguiente cuando desperté, las flores ya se habían marchitado. Y no entendí por qué. El día de mi primera entrevista con Curtis Peltier amaneció despejado y radiante. Oía pasar los coches por Spring Street junto a mi casa, desde Oak Hill hasta Maine Mall Road, un reducido oasis de calma entre la Interestatal 1 y la I-95. El trepador había vuelto y la brisa hacía ondear los abetos al borde de mi propiedad, poniendo a prueba la resistencia de las agujas recién crecidas. Mi abuelo rehusó vender parte de sus tierras cuando los promotores inmobiliarios vinieron a Scarborough en busca de terrenos para nuevas viviendas a finales de los años setenta y principios de los ochenta, y gracias a eso la casa seguía rodeada de árboles hasta donde el bosque lindaba con la interestatal. Lamentablemente, lo que quedaba de mi idilio semirrural pronto tocaría a su fin. El Servicio de Correos de Estados Unidos había proyectado construir un enorme centro de procesamiento postal a un paso de Mussey Road, en unas tierras que incluían las parcelas de la cantera Grondin y la granja Neilson. Tendría una superficie de tres hectáreas y media, y a lo largo del día entrarían y saldrían del recinto más de cien camiones; a lo que se sumaría el tráfico aéreo de las instalaciones previstas para el transporte por avión. Era bueno para la ciudad pero malo para mí. Por primera vez me había planteado vender la casa de mi abuelo. Sentado en el porche, tomando café y viendo revolotear las avefrías, pensé en el viejo. Había muerto hacía casi seis años, y yo echaba de menos su serenidad, su amor al prójimo y su callada preocupación por las personas vulnerables y las menos favorecidas. Eso lo había inducido a entrar en las fuerzas del orden y, sin duda, lo había obligado a abandonarlas cuando llegó a identificarse tanto con las víctimas que se le hizo insoportable. Un segundo cheque por valor de diez mil dólares había llegado a casa la noche anterior, pero yo, pese a lo que le había prometido a Mercier, continuaba intranquilo. Compadecía a Curtis Peltier, lo compadecía sinceramente, pero dudaba que fuese capaz de darle lo que él quería; quería recuperar a su hija, tal como había sido, y conservarla a su lado para siempre. El recuerdo que guardaba de ella había quedado empañado por la clase de muerte que había sufrido, y quería limpiar esa mancha. Pensé también en la mujer de Exchange Street. ¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? La respuesta acudió a mi mente y la aparté como algo indeseado. ¿Quién se pone un vestido de verano cuando hace frío? Alguien que no siente frío. Alguien que Apuré el café y, sentado a mi escritorio, intenté ponerme al día con el papeleo atrasado, pero Curtis Peltier y su hija me venían una y otra vez al pensamiento, junto con el niño pequeño y la mujer rubia. A la postre, todo se reducía a colocar las pesas en una balanza: a un lado, mi propio malestar; al otro, el dolor de Curtis Peltier. Alcancé las llaves del coche y fui a Portland. Peltier vivía en una casa de piedra rojiza en Danforth Street, cerca de la hermosa Mansión Victoria, de estilo italiano, de la que era una réplica en miniatura. Supuse que la compró en su época de bonanza, y probablemente era lo único que le quedaba. Esa zona de Portland, que abarcaba las calles Danforth, Pine, Congress y Spring, era donde se afincaban los ciudadanos prósperos en el siglo XIX. Era lógico, imaginé, que Peltier se sintiese atraído por el barrio cuando se enriqueció. Desde fuera, la casa ofrecía una apariencia imponente, pero los jardines estaban descuidados y en los marcos de puertas y ventanas la pintura se veía desconchada. Yo nunca llegué a entrar en la casa con Grace. Según tenía entendido, la relación con su padre empezó a tambalearse en la adolescencia y ella mantenía su vida familiar lejos de todos los demás aspectos de su existencia. Su padre la adoraba, pero ella se mostraba remisa a corresponderle, como si su afecto la agobiase. Grace había sido siempre una persona de una voluntad férrea, dotada de una determinación y una fortaleza interior que a veces la llevaban a comportamientos dolorosos para quienes tenía alrededor, aun cuando no fuese su intención herirlos. En el momento en que decidió excluir a su padre de su vida, él no tuvo más remedio que apartarse. Más tarde supe por amigos comunes que Grace había vencido gradualmente su resentimiento y que la relación entre ambos se había estrechado en los años previos a su muerte, pero los motivos del anterior distanciamiento seguían sin estar claros. Llamé al timbre y oí cómo resonaba dentro de la enorme casa. Una silueta se dibujó detrás del cristal esmerilado y un anciano abrió la puerta, tenía los hombros demasiado estrechos para la amplia camisa roja y se sujetaba el pantalón de color tostado con unos tirantes negros justo por encima de la cadera, muy por debajo de la cintura, lo que le daba aspecto de payaso pequeño y triste. – ¿Señor Peltier? -pregunté. Movió la cabeza en un gesto de asentimiento a modo de respuesta. Me identifiqué enseñándole la licencia. – Me llamo Charlie Parker. Jack Mercier me ha dicho que posiblemente esperaba usted mi visita. El rostro de Curtis Peltier se iluminó un poco. Mientras se atusaba el cabello y se arreglaba el cuello de la camisa se apartó para dejarme entrar. La casa olía a humedad. Una fina capa de polvo cubría parte de los muebles del vestíbulo y el comedor, situados a la izquierda. El mobiliario parecía de buena calidad pero nada del otro mundo, como si las mejores piezas ya se hubiesen vendido y la única función de las que quedaban fuese llenar lo que, de lo contrario, sería un espacio vacío. Lo seguí hasta la cocina, pequeña y clara, con revistas atrasadas esparcidas por las sillas, tres paisajes a la acuarela en las paredes y una cafetera que impregnaba el aire con aroma a vainilla. El paisaje de los cuadros me resultaba vagamente familiar; parecían vistas de la misma zona, pintadas desde tres ángulos distintos en apagados tonos marrones y rojos. Árboles desnudos convergían por encima de una extensión de agua oscura y, a lo lejos, unas colinas se difuminaban bajo un cielo encapotado. En el ángulo de cada pintura se leían las iniciales GP. No sabía que Grace pintase. Unos cuantos libros de bolsillo amarilleaban en el alféizar de la ventana y había un sillón junto a una chimenea abierta de hierro fundido, repleta de leños y papel para que no se viese vacía cuando no se usaba. El anciano llenó dos tazas de café y sacó un plato de galletas de un armario. A continuación, en un gesto de disculpa, apartó las manos de los costados y sonrió. – Tendrá que perdonarme, señor Parker -dijo, y se señaló la camisa, el pantalón descolorido y los pies, calzados con sandalias y calcetines-. No esperaba visita tan temprano. – No se preocupe -contesté-. A mí, el técnico de la televisión por cable me sorprendió un día mientras intentaba matar una cucaracha y no llevaba puestas más que las zapatillas. Sonrió agradecido y se sentó. – ¿Le ha hablado Jack Mercier de mi hija? -preguntó sin andarse por las ramas. Le estaba mirando a la cara cuando pronunció el nombre de Mercier y advertí una oscilación, como el parpadeo de la llama de una vela expuesta súbitamente a una corriente de aire. Asentí. – Lo siento. – No se suicidó, señor Parker. Me da igual lo que digan los demás. Pasó conmigo el fin de semana anterior a su muerte y nunca la había visto tan contenta. No se drogaba. No fumaba. Por Dios, ni siquiera bebía, o al menos nada más fuerte que una cerveza sin alcohol. -Tomó un sorbo de café mientras se frotaba el dedo índice de la mano izquierda con el pulgar en un movimiento rítmico y constante. Tenía un callo blanco en la piel a causa del continuo roce. Saqué el bolígrafo y el cuaderno y escribí mientras Peltier hablaba. La madre de Grace había muerto cuando ella tenía trece años. Tras una serie de empleos sin porvenir, Grace volvió a la universidad y desde hacía un tiempo preparaba la tesis doctoral, que analizaba la historia de ciertos movimientos religiosos en el estado. Recientemente había vuelto a vivir con su padre y viajaba a Boston para visitar la biblioteca cuando era necesario. – ¿Sabe con quién estuvo hablando? -pregunté. – Siempre llevaba sus notas encima, así que no sabría decirle -respondió Peltier-. Sin embargo, me consta que tenía una entrevista en Waterville un día o dos antes de… -Su voz se apagó. – ¿Con quién? -insté con delicadeza. – Carter Paragon -contestó-. Ese individuo que está al frente de la Hermandad. La Hermandad era un montaje de orientación marcadamente popular que presentaba programas de medianoche en la televisión por cable y pagaba a ancianas por meter en sobres panfletos religiosos a cinco centavos el sobre. En su reclamo publicitario, Paragon sostenía que era capaz de curar dolencias leves con sólo pedir a los espectadores que tocasen la pantalla del televisor con las manos, o al menos con una mano, ya que la otra la tendrían ocupada llamando al número gratuito de la Hermandad a fin de donar la voluntad para mayor gloria de Dios. Lo único que Carter Paragon había curado alguna vez era el exceso de saldo en una cuenta bancaria. Como cabía prever, Carter Paragon no era su nombre verdadero. En realidad se llamaba Chester Quincy Deedes: ése era el nombre que constaba en su partida de nacimiento y en sus antecedentes penales, antecedentes que incluían, básicamente, uso fraudulento de tarjetas de crédito, estafas a compañías aseguradoras, participación indirecta en un timo a pensionistas y un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol. Cuando algún periodista hostil sacaba a relucir el tema, el rebautizado Carter Paragon admitía que había pecado, que ni siquiera había buscado a Dios, pero que Dios, a pesar de eso, lo había encontrado a él. Aun así, para empezar, no quedaba del todo claro por qué había ido Dios en busca de Chester Deedes, a menos que Chester hubiese conseguido robarle la cartera a Dios. La Hermandad era, en esencia, una farsa, pero me habían llegado rumores -en su mayoría infundados- de que financiaba a grupos ultraderechistas e integristas religiosos. Varias organizaciones que presuntamente habían recibido ayuda económica de la Hermandad habían participado en piquetes y agresiones contra clínicas de abortos, líneas de ayuda para enfermos del sida, centros de planificación familiar e incluso sinagogas. Apenas se había conseguido demostrar algo: la Hermandad había ingresado cheques en las cuentas de la Coalición Americana de Activistas por la Vida, una organización bajo cuyos auspicios actuaban algunos de los grupos antiabortistas más radicales, y los Defensores de los Defensores de la Vida, un grupo de apoyo a. presos condenados por atentar contra clínicas y sus familias. Asimismo, ciertas conversaciones telefónicas grabadas después de actos violentos revelaban que elementos de tendencias fascistas, reaccionarias y fanáticas habían mantenido contacto regular con la Hermandad. Aunque la Hermandad se apresuraba a condenar, en general, toda acción ilegal de los grupos que supuestamente financiaba, Paragon se había sentido obligado a aparecer un par de veces en programas informativos serios para negar como san Pedro un jueves por la noche, y lo había hecho vestido con un traje de un brillo untuoso y con un pequeño crucifijo de oro prendido discretamente en la solapa como si con ello pretendiese cautivar, disculparse y manipular al mismo tiempo. Tratar de forzar a Carter Paragon a adoptar una postura clara con respecto a algo era como querer fijar el humo con clavos. Y, por lo visto, Grace Peltier había concertado una entrevista con Paragon poco antes de su muerte. Me pregunté si la entrevista se había producido, pues, de ser así, quizá mereciese la pena hablar con Paragon. – ¿Tiene usted algunas de las notas que ella tomó para la tesis, o disquetes? -proseguí. Peltier movió la cabeza en un gesto de negación. – Como le he dicho, lo llevaba todo encima. Tenía previsto pasar unos días en casa de una amiga después de la entrevista con Paragon y trabajar allí en la tesis. – ¿Sabe quién era la amiga? – Marcy Becker -contestó de inmediato-. Es licenciada en historia, amiga de Grace desde hace mucho. Sus padres viven en Bar Harbor. Tienen un motel. Desde hace un par de años Marcy está allí con ellos y los ayuda a ocuparse del establecimiento. – ¿Era una buena amiga? – Mucho. O eso creía yo. – ¿Por qué lo dice? – Porque no fue al funeral -respondió, y volví a sentir aquella punzada de culpabilidad-. Es un poco raro, ¿no cree? – Supongo que sí -dije-. ¿Faltó a la ceremonia algún otro amigo cercano? Pensó por un momento. – Una chica que se llama Ali Wynn, más joven que Grace. Estuvo aquí un par de veces y, por lo visto, se llevaban bien. Grace compartió apartamento con ella en Boston y acostumbraba a alojarse en su casa cuando iba a investigar allí. Ella también estudia en Northeastern, pero trabaja a tiempo parcial en un restaurante de lujo de Harvard, el Pudding o algo así. – ¿Upstairs at the Pudding? Asintió con la cabeza. – Ese mismo. Estaba en Holyoke Street, cerca de Harvard Square. Anoté el nombre en mi cuaderno. – ¿Tenía Grace una pistola? – No. – ¿Seguro? – Completamente. Detestaba las armas. – ¿Salía con alguien? – No que yo sepa. Tomó un sorbo de café y advertí que me observaba con atención por encima de la taza, como si mi última pregunta hubiese alterado su percepción de mí. – Le recuerdo, ¿sabe? -dijo en voz baja. Sentí cómo me sonrojaba, y al instante me vi con quince años menos y dejando a Grace Peltier frente a esa misma casa y marchándome, dando gracias por no tener que volver a verla ni abrazarla nunca más. Me pregunté qué sabía Peltier de mi relación con su hija, y mi propia preocupación por algo así me sorprendió e incomodó. – Le pedí a Jack Mercier que preguntase por usted -prosiguió-. Usted conoció a Grace, y pensé que quizás eso lo predispondría a ayudarnos. – De eso hace mucho tiempo -contesté con delicadeza. – Puede ser, pero para mí es como si mi hija hubiese nacido ayer. A su madre la asistió en el parto el peor médico imaginable. No servía ni para repartidor de leche y, a pesar de él, Grace se las arregló para llegar llorando a este mundo. Todo desde entonces, el sinfín de incidentes que compusieron su vida, parece haber ocurrido en un abrir y cerrar de ojos. Si lo mira desde ese punto de vista, verá que no ha pasado tanto tiempo, señor Parker. Para mí, en cierto modo, es como si ella apenas hubiese estado aquí. ¿Investigará el asunto? ¿Intentará averiguar qué le pasó a mi hija en realidad? Suspiré. Sentía como si estuviese metiéndome en aguas profundas justo cuando empezaba a acostumbrarme a la sensación de hacer pie. – Lo investigaré -contesté por fin-. No le prometo nada, pero empezaré a trabajar en ello. Hablamos un poco más de Grace y de sus amigos, y Peltier me dio fotocopia de los registros de llamadas telefónicas de los últimos dos meses, así como los extractos más recientes de las cuentas corrientes y de las tarjetas de crédito de Grace, antes de acompañarme hasta su habitación. Me dejó solo allí dentro. Probablemente era demasiado pronto para que él pasase un rato en un espacio que aún olía a Grace, que aún contenía vestigios de su existencia. Registré los cajones y los armarios, y me sentí incómodo al tomar y volver a dejar sus prendas, al oír el tintineo de las perchas cuando palpé chaquetas y abrigos. No encontré nada aparte de una caja de zapatos que contenía los recuerdos de su vida romántica: tarjetas y cartas de amantes perdidos hacía mucho tiempo y entradas de cine de citas que obviamente habían significado algo para ella. Entre todo aquello no había nada reciente, ni nada mío. Tampoco lo esperaba. Examiné los libros de las estanterías y los medicamentos del botiquín colgado sobre el pequeño lavabo que había en un rincón de la habitación. No vi anticonceptivos que indicasen la existencia de un novio estable ni fármacos de venta con receta que indujesen a pensar que padecía de depresión o ansiedad. Cuando volví a la cocina había en la mesa, frente a Peltier, una carpeta marrón con papeles. Me la entregó. Al abrirla vi que contenía todos los informes policiales sobre la muerte de Grace Peltier, junto con el certificado de defunción y los resultados de la autopsia. Asimismo incluía fotografías de Grace en el coche, sacadas por impresora. La calidad no era buena, pero tampoco hacía falta más. La herida de la cabeza era claramente visible, y la sangre en la ventana detrás de ella parecía el nacimiento de una estrella. – ¿Cómo ha conseguido esto, señor Peltier? -pregunté, pero casi en el instante mismo en que las palabras salieron de mi boca supe la respuesta. Jack Mercier siempre obtenía lo que quería. – Creo que ya lo sabe -respondió. Anotó su número de teléfono en un pequeño bloc y arrancó la hoja-. Me encontrará aquí casi siempre, de día o de noche. Últimamente no duermo mucho. Le di las gracias. Luego me estrechó la mano y me acompañó a la puerta. Me observaba aún cuando subí al Mustang y me alejé. Aparqué en Congress y llevé los informes a Kinkos para fotocopiarlos, una precaución que había empezado a tomar recientemente con todo, desde documentos tributarios hasta notas de investigación, quedándome los originales en casa y poniendo las copias a buen recaudo por si los originales se perdían o resultaban dañados. Hacer fotocopias implicaba unas molestias y unos gastos mínimos a cambio de la tranquilidad que proporcionaba. Cuando terminé, fui al Coffee by Design y comencé a leer detenidamente los informes. A medida que avanzaba me gustaba cada vez menos lo que veía. El informe policial enumeraba el contenido del coche, incluida una pequeña cantidad de cocaína hallada en la guantera y un paquete de tabaco sobre el salpicadero. El análisis dactiloscópico revelaba tres juegos de huellas en el paquete, y sólo uno de ellos pertenecía a Grace. Para ser una persona que no fumaba ni consumía drogas, daba la impresión de que Grace Peltier llevaba muchos narcóticos en su coche. El certificado de defunción no aportaba gran cosa a lo que ya sabía, aunque una sección despertó mi interés. La sección 42 del formulario del certificado de defunción del estado de Maine exige al forense que atribuya la muerte a una causa entre seis: Por orden son éstas: «natural», «accidente», «suicidio», «homicidio», «pendiente de investigación» y «no ha podido determinarse». La forense no había marcado la casilla «suicidio» como causa de la muerte de Grace Peltier. En lugar de eso había optado por «pendiente de investigación». En otras palabras, albergaba dudas suficientes acerca de las circunstancias como para solicitar a la policía del estado que prosiguiese con las indagaciones sobre la muerte. Continué con los resultados de la autopsia. El informe dejaba constancia de las medidas del cuerpo, de la ropa, del estado físico y nutricional en el momento de la muerte, y de su aseo personal. No se habían detectado señales de abandono que pudiesen indicar un trastorno mental o drogodependencia de algún tipo. El análisis de los humores oculares no revelaba rastros de consumo de drogas o alcohol en las horas anteriores a la muerte. También los análisis de bilis y orina daban negativos, señal de que tampoco había ingerido drogas durante los tres últimos días de vida. Una muestra de sangre extraída de una vena periférica de la axila se había mezclado en un tubo de ensayo con fluoruro sódico, un compuesto que reduce la acción microbiológica capaz de aumentar o disminuir cualquier contenido alcohólico en la sangre. Nuevamente dio negativo. Grace no había bebido antes de morir. Quitarse la vida no es fácil. La mayoría de la gente necesita la ayuda de la bebida para armarse de valor; sin embargo, Grace Peltier no había tomado una sola gota. Pese a que su padre afirmaba que era una mujer feliz, a que no había alcohol ni drogas en su organismo, y a que la autopsia no revelaba ninguna de las señales propias de la clase de personalidad trastornada propensa al intento de suicidio, aparentemente Grace Peltier se había acercado una pistola a la cabeza y se había pegado un tiro. Una bala de calibre 40 disparada por una Smith amp; Wesson a una distancia no mayor de cinco centímetros había causado la herida mortal de Grace. La bala había penetrado por la sien izquierda, había quemado y desgarrado la piel y había chamuscado el pelo por encima de la herida y hecho añicos el hueso esfenoides. El orificio era un poco menor que el diámetro de la bala, ya que la epidermis, debido a su elasticidad, se había dilatado para permitir el paso del proyectil y contraído después. Se apreciaba un círculo de piel escoriada en torno al orificio, causado por la fricción, el calentamiento y el tizne de la bala, así como una magulladura alrededor. La bala había salido por encima y ligeramente por detrás de la sien derecha, y al hacerlo había fracturado la bóveda orbital y había provocado una magulladura en torno al ojo derecho. La herida era grande y hacia fuera, con forma de estrella irregular. La irregularidad se debía a los daños causados al entrar en contacto la bala con el cráneo, que lo había deformado. En el coche sólo había sangre de Grace, y el análisis de la disposición de la mancha concordaba con la herida recibida. El examen balístico del proyectil recuperado coincidía también. Los análisis químico y microscópico de los frotis obtenidos de la piel de la mano izquierda de Grace revelaban residuos de pólvora, indicio de que ella había disparado el arma. Al hallarla, la pistola colgaba de su mano izquierda. En el asiento, junto a la mano derecha, había una Biblia. Es un hecho constatado que las mujeres rara vez se suicidan con pistola. Aunque existen excepciones, al parecer las mujeres no sienten la misma fascinación por las armas de fuego que los hombres y tienden a elegir métodos menos manifiestamente violentos para poner fin a sus vidas. En el trabajo policial se aplica una regla muy útil: una mujer muerta de un tiro es una mujer asesinada a menos que se demuestre lo contrario. Además, los suicidas tienen ciertas preferencias al elegir dónde dispararse: la boca, la garganta, la frente, la sien o el pecho. Normalmente las descargas en la sien se producen en el lado de la mano dominante, aunque eso no es una verdad universal. Grace Peltier, como yo sabía, era diestra, y sin embargo había optado por dispararse en la sien izquierda con la mano izquierda, empuñando lo que, cabía suponer, era un arma con la que no estaba familiarizada. Según Curtis, ni siquiera tenía pistola, aunque cabía la posibilidad de que hubiese decidido comprarse una por razones que sólo ella conocería. Los informes contenían otros tres elementos que me parecieron extraños. El primero era que Grace Peltier tenía la ropa empapada de agua cuando se halló el cadáver. Al realizarse el examen, se descubrió que era agua salada. Por algún motivo, Grace Peltier se había zambullido en el mar totalmente vestida antes de pegarse un tiro. El segundo era que le habían cortado las puntas del pelo poco antes o, más posiblemente, después de morir, y no con unas tijeras sino con el filo de una hoja. Le habían seccionado parte de la coleta y algunos pelos sueltos habían quedado atrapados entre la blusa y la piel. El tercero no era una inclusión sino una omisión. Curtis Peltier me había dicho que Grace llevaba consigo todas sus notas para la tesis, pero en el coche no se encontró ninguna nota. La Biblia era un detalle sutil, pensé. Cuando volvía al coche, sonó el móvil. – Hola, soy yo -dijo Rachel. – Hola, ¿qué hay? Rachel Wolfe era una psicóloga criminalista que en otro tiempo se dedicó a la elaboración de perfiles para la policía. Se reunió conmigo en Louisiana cuando la búsqueda del Viajante llegaba a su fin y nos convertimos en amantes. No fue una relación fácil: Rachel recibió heridas graves tanto físicas como emocionales, y yo tardé mucho en asumir la culpabilidad que me provocaban mis propios sentimientos hacia ella. Ahora estábamos consolidándonos lentamente como pareja, aunque ella seguía viviendo en Boston, donde investigaba y dirigía seminarios en Harvard. Habíamos hablado de pasada un par de veces sobre su posible traslado a Maine, pero nunca habíamos ahondado en el tema. – Tengo una mala noticia. Este fin de semana no podré ir. Se ha convocado una asamblea extraordinaria del cuerpo docente el viernes por la tarde para hablar de los recortes presupuestarios, y casi con toda seguridad se prolongará hasta la mañana del sábado. No quedaré libre hasta el sábado por la tarde como muy pronto. Lo siento mucho. Me sorprendí sonriendo mientras ella hablaba. Últimamente hablar con Rachel siempre me hacía sonreír. – En realidad quizá sea mejor así. Louis me comentó que viajaría a Boston un fin de semana. Si logra convencer a Ángel para que lo acompañe, podría quedar con ellos mientras tú estás en la asamblea, y luego pasar el resto del tiempo juntos. Ángel y Louis eran, dicho sin ningún orden en particular, homosexuales, delincuentes semirretirados, socios capitalistas en varios restaurantes y talleres mecánicos, y polos opuestos en casi cualquier sentido imaginable, a excepción de su común deleite en el caos y algún que otro homicidio. También eran amigos míos, y no precisamente por casualidad. – El día cuatro se estrena Rachel era una entusiasta seguidora del Ballet de Boston y se proponía convertirme a esa clase de placeres. En cierto modo empezaba a conseguirlo, aunque con ello había provocado las ofensivas especulaciones de Ángel sobre mi sexualidad. – Está bien, pero me debes un par de partidos de los Pirates cuando empiece la temporada de hockey. – Hecho. Llámame para ponerme al corriente de sus planes. Puedo reservar una mesa para cenar y reunirme con vosotros tres después de la asamblea. Y miraré lo de esas entradas. ¿Algo más? – ¿Qué tal una buena sesión de sexo desenfrenado y ruidoso? – Se quejarán las vecinas. – ¿Son guapas? – Mucho. – Bueno, si tienen envidia, veré qué puedo hacer por ellas. – ¿Por qué no ves qué puedes hacer por mí primero? – De acuerdo, pero cuando te agote, quizá tenga que ir en busca de placer a otra parte. Aunque no podría asegurarlo, me pareció advertir un tono claramente burlón en su risa antes de colgar. Cuando volví a casa, llamé al Upper West Side de Manhattan desde el teléfono fijo. A Ángel y a Louis no les gustaba recibir llamadas desde un móvil, porque -como el desdichado Hoyt estaba a punto de averiguar en carne propia- las conversaciones por móvil podían ser escuchadas o localizadas, y Ángel y Louis eran la clase de individuos que a veces se dedicaban a asuntos delicados que tal vez la policía no vería con buenos ojos. Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería. El teléfono sonó tres veces y a continuación una voz con todo el encanto de una serpiente silbándole a una mangosta dijo: – ¿Qué? La voz sonaba también un tanto entrecortada. – Soy yo. Veo que aún no has llegado al capítulo sobre la buena educación al teléfono de aquel libro de la Señorita Modales que te regalé. – Tiré esa mierda a la basura -contestó Ángel-. Seguramente aún intenta venderlo en Broadway algún muerto de hambre. – Te noto la respiración entrecortada. ¿Es acaso de mi incumbencia saber qué he interrumpido? – El ascensor está averiado. He oído el teléfono desde la escalera. He ido a un recital de órgano. – ¿Y tú qué hacías? ¿Pasar la gorra? – Muy gracioso. Dudé que lo pensase de verdad. Obviamente, Louis seguía empeñado en el vano intento de ampliar los horizontes culturales de Ángel. Uno tenía que admirar su perseverancia y su optimismo. – ¿Qué te ha parecido? – Ha sido como pasar dos horas atrapado con el fantasma de la ópera. Me duele la cabeza. – ¿Tienes previsto un viaje a Boston? – Louis sí. En su opinión, es una ciudad con clase. A mí me gusta más el orden de Nueva York. Boston es como Manhattan por debajo de la calle Catorce, ya me entiendes, con todas esas callejuelas que se cruzan entre sí. Es como la Twilight Zone del Village. Ni siquiera me gustaba ir de visita cuando tú vivías allí. – ¿Has acabado? -le interrumpí. – En fin, supongo que ahora sí, impaciente del carajo. – Voy a bajar este fin de semana, y quizá quede a cenar con Rachel el viernes. ¿Quieres venir? – No cuelgues. Oí una conversación en susurros y finalmente una grave voz masculina preguntó al otro lado de la línea: – ¿Estás haciéndole proposiciones a mi chico? – Dios me libre -contesté-. En mis relaciones me gusta ser el guapo, pero en este caso sería pasarse de la raya. – Nos alojaremos en el Copley Plaza. Llámanos cuando tengáis mesa reservada. – Cómo no, jefe. ¿Alguna cosa más? – Ya te lo haremos saber -dijo, y se cortó la comunicación. Era una verdadera lástima que se hubiesen deshecho del libro de la Señorita Modales. Los extractos de las tarjetas de crédito de Grace Peltier no revelaban nada fuera de lo corriente; el registro telefónico, en cambio, incluía llamadas al motel de los padres de Marcy Becker, a un número particular de Boston que ahora estaba dado de baja pero había sido, supuse, de Ali Wynn, y varias llamadas a las oficinas de la Hermandad en Waterville. A media tarde telefoneé a ese mismo número de la Hermandad y un mensaje grabado me pidió que eligiese «uno» si quería hacer un donativo, «dos» si quería escuchar la oración grabada del día, o «tres» para hablar con una operadora. Pulsé «tres», y cuando me atendió la operadora, le di mi nombre y le pedí que me pusiera con el despacho de Carter Paragon. La operadora contestó que me pasaba con la ayudante de Paragon, la señorita Torrance. Tras un silencio, oí otra voz femenina. – ¿En qué puedo ayudarle? -dijo con el tono que cierta clase de secretarias reserva para aquellos a quienes no tienen la menor intención de ayudar. – Desearía hablar con el señor Paragon, por favor. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. – ¿De algo en concreto, señor Parker? – De una mujer llamada Grace Peltier. Creo que el señor Paragon le concedió una entrevista hace dos semanas. – Lo siento pero ese nombre no me suena de nada. Esa entrevista no se celebró. -Si las arañas se disculpasen antes de devorar a las moscas, conseguirían aparentar mayor sinceridad que aquella mujer. – ¿Le importaría comprobarlo? – Como le he dicho, señor Parker, esa entrevista no se celebró. – No, me ha dicho que el nombre no le sonaba y luego me ha dicho que esa entrevista no se celebró. Si no reconoce el nombre, ¿cómo recuerda si la entrevista se celebró o no? Se produjo un silencio al otro lado de la línea, y me dio la impresión de que el auricular empezaba a enfriarse perceptiblemente en mi mano. Al cabo de un rato, la señorita Torrance volvió a hablar. – Veo en la agenda del señor Paragon que había concertada una entrevista con una tal Grace Peltier, pero no vino. – ¿La canceló ella? – No, sencillamente no se presentó. – ¿Puedo hablar con el señor Paragon, señorita Torrance? – No, señor Parker, no es posible. – ¿Puedo pedir hora para hablar con el señor Paragon? – Lo siento. El señor Paragon es un hombre muy ocupado, pero le diré que ha llamado. Colgó antes de que le diese mi número de teléfono, así que supuse que no tendría noticias de Carter Paragon en un futuro cercano, o ni siquiera en un futuro lejano. Al parecer me vería obligado a hacer una visita a la Hermandad, aunque, a juzgar por el tono de la señorita Torrance, mi presencia allí sería casi tan bien acogida como un burdel en Disneylandia. Desde la lectura del informe policial me asaltaba una duda sobre el contenido del coche, de modo que alcancé el teléfono y llamé a Curtis Peltier. – Señor Peltier, ¿recuerda si Marcy Becker o Ali Wynn fumaban? -pregunté. Guardó silencio antes de contestar. – Pues creo que las dos, ahora que lo dice, pero hay otra cosa que debe saber. La tesis de Grace no era de carácter general; le interesaba un grupo religioso en concreto. Los Baptistas de Aroostook, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos? – Creo que no. – La comunidad desapareció en 1964. Mucha gente dio por supuesto que habían desistido y se habían marchado a otra parte, a algún lugar más cálido y hospitalario. – Disculpe, señor Peltier, pero no entiendo qué quiere decir. – Se los conocía también como Baptistas de Eagle Lake. Recordé las noticias del norte del estado, las fotografías en los periódicos de figuras que se movían al otro lado de la cinta con que se había acordonado la escena del crimen, los aullidos de los animales. – Los cadáveres aparecidos en el norte -susurré. – Se lo habría dicho cuando estuvo aquí, pero acabo de verlo en el telediario -dijo-. Creo que son ellos. Creo que han encontrado a los Baptistas de Aroostook. |
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