"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)3Ya vienen, los ángeles de las tinieblas, los violentos, sus alas negras contra el sol, las espadas desenvainadas. Se abren paso sin piedad entre la gran masa de la especie humana: purgando, arrebatando, matando. No forman parte de nosotros. La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo». Mi padre también fue policía hasta el día en que se quitó la vida. Yo solía estar preocupado por mi padre. Era lo normal cuando se era hijo de un policía, o al menos era lo que rae ocurría a mí. Lo quería; sentía envidia de él: de su uniforme, de su poder, de la camaradería con sus amigos. Pero también me preocupaba por él. Siempre estaba preocupado. En la década de los setenta, Nueva York no era como el Nueva York actual: cada vez morían más policías en las calles, exterminados como cucarachas. Uno lo veía en los periódicos y en la televisión, y yo lo veía reflejado en los ojos de mi madre cada vez que, cuando mi padre estaba de servicio, sonaba el timbre de la puerta ya entrada la noche. No quería vivir de la caridad de una asociación benéfica al servicio de viudas de policías. Sólo quería que su marido llegase a casa, vivo y quejándose, al final de la jornada. También él notaba la tensión; guardaba un frasco de Mylanta en su taquilla para combatir el ardor de estómago, que padecía a lo largo de casi todo el día, hasta que con el tiempo algo se rompió dentro de él y todo acabó en un final violento. Mi padre sólo tuvo algún contacto esporádico con la Brigada de Homicidios de Manhattan Norte. Principalmente los veía pasar mientras mantenía a la muchedumbre tras un cordón policial o mientras montaba guardia ante una puerta verificando insignias y documentos de identidad. Un sofocante día de julio de 1980, poco antes de morir, lo mandaron a un modesto apartamento en la esquina de la calle Noventa y Cuatro con la Segunda Avenida que tenía alquilado una tal Marilyn Hyde, investigadora de una compañía de seguros cercana al centro. Su hermana, al ir a visitarla, percibió un olor fétido procedente del interior del apartamento. Cuando intentó entrar con una copia de la llave que le había dado Marilyn, descubrió que alguien había trabado la cerradura con pegamento e informó al portero, quien avisó a la policía de inmediato. Mi padre, que estaba tomando un bocadillo en una cafetería a la vuelta de la esquina, fue el primero en llegar al edificio. Resultó que Marilyn Hyde había telefoneado a su hermana dos días antes de morir. Le contó que, mientras subía por la escalera de la boca del metro de la calle Noventa y Seis con Lexington, su mirada se cruzó con la de un hombre que bajaba. Era alto y pálido, de cabello oscuro, boca pequeña y labios finos. Llevaba un chubasquero amarillo y unos vaqueros bien planchados. Probablemente, Marilyn no le sostuvo la mirada más de un par de segundos, le dijo esa noche a su hermana, pero vio algo en los ojos del hombre que la obligó a retroceder contra la pared como si le hubiesen dado un puñetazo en el pecho. Notó humedad en las perneras del pantalón de su traje chaqueta y, al bajar la vista, se dio cuenta de que había perdido el control de sus funciones. Un día después, por la mañana, volvió a telefonear a su hermana y le comunicó su preocupación por el hecho de que alguien la seguía. No sabía quién exactamente; era sólo una sensación. Su hermana le aconsejó que hablase con la policía, pero Marilyn se negó, aduciendo que no tenía la menor prueba ni había visto a nadie comportarse de manera sospechosa cerca de ella. Ese día salió del trabajo antes de hora con la excusa de que se encontraba mal y regresó a su apartamento. Como a la mañana siguiente no se presentó en la oficina ni atendió el teléfono, su hermana fue a ver si le ocurría algo y desencadenó así la sucesión de acontecimientos que llevaron a mi padre hasta la puerta de la casa de Marilyn. El rellano estaba en silencio, ya que la mayoría de los inquilinos se había ido a trabajar o a disfrutar del sol veraniego. Después de llamar, mi padre desenfundó su arma y echó la puerta abajo de una patada. En el apartamento, el aire acondicionado no estaba en marcha, y el olor lo azotó con tal fuerza que la cabeza empezó a darle vueltas. Pidió al portero y a la hermana de Marilyn Hyde que se quedasen allí, y a continuación atravesó la pequeña sala de estar, pasó frente a la cocina y el cuarto de baño y entró en el único dormitorio del apartamento. Encontró a Marilyn encadenada a la cama, con las sábanas y el suelo empapados de sangre. Las moscas zumbaban alrededor. Tenía el cuerpo abotargado por el calor, la piel manchada de verde claro en el vientre, y las venas más superficiales de los muslos y los hombros destacaban de color verde más intenso y rojo como la nervadura de las hojas en otoño. Resultaba imposible saber si había sido hermosa o no. La autopsia reveló cien heridas de arma blanca en el cuerpo. La incisión final en la yugular había sido la causa de la muerte: las noventa y nueve anteriores no tuvieron más finalidad que desangrarla lentamente durante horas. Junto a la cama se encontró un recipiente con sal y un tarro con zumo de limón recién exprimido. El asesino los había utilizado para despertarla cada vez que perdía el conocimiento. Aquella noche, cuando mi padre volvió a casa despidiendo aún el intenso olor al jabón con que se había limpiado los rastros de la muerte de Marilyn Hyde, se sentó a la mesa de la cocina y abrió una botella de Coors. Mi madre se había marchado en cuanto él llegó a casa, impaciente por reunirse con unas amigas que no veía desde hacía muchas semanas. La cena de mi padre estaba en el horno, pero no la tocó. En lugar de eso bebió a sorbos de la botella y permaneció largo rato en silencio. Cuando me senté ante él, sacó un refresco de la nevera y me lo entregó para que tuviese algo con que acompañarlo mientras bebía. – ¿Qué pasa? -pregunté por fin. – Hoy le han hecho daño a una mujer -respondió. – ¿Una mujer que conocemos? – No, hijo, no la conocemos, pero creo que era buena persona. Seguramente merecía la pena conocerla. – ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha hecho daño? Me miró, luego extendió el brazo, me acarició el pelo y apoyó la palma de la mano levemente en mi cabeza por un momento. – Un ángel de las tinieblas -dijo-. Ha sido un ángel de las tinieblas. No me contó lo que había visto en el apartamento de Marilyn Hyde. Me enteré muchos años después -por mi madre, por mi abuelo, por otros inspectores-, pero nunca me olvidé de los ángeles de las tinieblas. Muchos años después me arrebataron a mi mujer y a mi hija, y el hombre que las mató creía ser, también él, un ángel de las tinieblas, el fruto de la unión entre mujeres de este mundo y quienes habían sido expulsados del cielo por su orgullo y su lujuria. San Agustín creía que la maldad natural podía atribuirse a la actividad de seres libres y racionales pero no humanos. Nietzsche consideraba el mal una fuente de poder independiente de lo humano. Esa capacidad para hacer el mal podía existir fuera de la psique humana, y representaba una capacidad para la crueldad y el daño distinta de nuestras propias facultades, una inteligencia malévola y hostil cuyo objetivo último era minar la esencial humanidad de los hombres, despojarnos de la capacidad de sentir compasión, empatía, amor. Creo que mi padre vio ciertos actos fruto de la violencia y de la crueldad, como la atroz muerte de Marilyn Hyde, y se preguntó si había fechorías que rebasaban incluso el potencial de los seres humanos, si había criaturas que eran a la vez superiores e inferiores a los humanos y que se cebaban en nosotros. Eran los violentos, los ángeles de las tinieblas. Manhattan Norte, la mejor brigada de Homicidios de la ciudad, quizás incluso de todo el país, investigó el caso de Marilyn Hyde durante siete semanas, pero no encontró el menor rastro del hombre del metro. No había más sospechosos. El hombre a quien Marilyn Hyde miró durante un segundo de más y que, según se creía, la desangró hasta matarla por puro placer había vuelto al escondrijo del que salió. El asesinato de Marilyn Hyde permanece sin resolver, y los inspectores de la brigada, inconscientemente, escrutan aún los rostros en el metro, a veces cuando van acompañados de sus mujeres e hijos, intentando dar con el hombre de cabello oscuro y boca pequeña. Y algunos de ellos, si se les pregunta, contestarán que quizás experimentan un instante de alivio al comprobar que no está entre la gente, que su mirada no se ha cruzado con la de él, que no han entrado en contacto con ese hombre mientras tienen al lado a sus familias. Existen personas cuya mirada debe eludirse, cuya atención no debe atraerse. Son criaturas extrañas, parásitos, almas extraviadas que pretenden salvar el abismo y establecer un contacto fatal con el flujo cálido y continuo de la humanidad. Viven en el dolor y su único cometido es infligir ese dolor a los demás. Un vistazo fortuito, la momentánea persistencia de una mirada, basta para darles la excusa que buscan. A veces es mejor mantener la vista fija en el reguero de la alcantarilla por miedo a que, en caso de levantarla, nuestra mirada se cruce con la de ellos, como formas negras recortándose contra el sol, y nos cieguen para siempre. Y ahora, en una porción de tierra húmeda y lodosa junto a un frío lago del norte de Maine, la obra de los ángeles de las tinieblas se revelaba lentamente. La fosa se había descubierto en los límites de las tierras de uso público conocidas como Winterville. La actividad de las cuadrillas de mantenimiento y construcción había puesto en peligro la integridad del lugar, pero ya nada podía hacerse excepto evitar daños mayores. Aquel primer día el equipo de emergencia, tras tomar los nombres de todos los trabajadores reunidos en la orilla del lago e interrogar brevemente a cada uno de ellos, había acordonado la zona con cinta y agentes de uniforme. En un principio surgieron ciertos problemas con una de las compañías madereras que utilizaban esa carretera, pero finalmente la compañía accedió a interrumpir el paso de camiones hasta que se determinase la extensión de la fosa. Después del examen inicial se reforzaron los diques de sacos de arena y, en un punto donde la Red River Road se ensanchaba, se estableció un puesto de mando, incluida la unidad móvil asignada a la escena del crimen, con una rigurosa política de acceso para impedir una mayor contaminación del área afectada. Se creó y se marcó con cinta un camino a través del lugar, y después se grabó en vídeo un recorrido por la zona para aleccionar a los agentes de policía que no intervendrían directamente en la investigación. Se fotografió la escena: primero planos generales para preservar lo esencial del lugar en el momento del descubrimiento; luego tomas orientativas de los huesos visibles, y por último primeros planos de los propios huesos. La videocámara entró en juego de nuevo, esta vez para mostrar detalles de la escena en lugar de simplemente grabarla. Una vez fijado mediante una estaca metálica de un metro de altura el punto central desde donde se medirían todas las distancias y ángulos, se realizaron dibujos. Se marcaron y grabaron los límites de la Red River Road por si una futura ampliación de la carretera alteraba el territorio, y se utilizó equipo GPS para obtener una estimación por satélite de la ubicación de la escena del crimen. Después de una última reunión, ya casi sin luz, el equipo de investigación se dispersó y dejó a los agentes de la policía del estado y a los ayudantes del Y mientras trabajaban aquel día y los días siguientes, el alboroto de los híbridos fue constante, hasta el punto de que cada noche, cuando volvían a casa e intentaban conciliar el sueño, se despertaban a causa de aullidos imaginarios y creían estar otra vez a orillas del lago con las manos frías y las botas cubiertas de barro, rodeados de los huesos de los muertos. Esa noche, por primera vez en muchos meses, soñé, y los recuerdos de Grace y de mi padre me siguieron de la vigilia al reposo. En el sueño, yo estaba de pie en un claro con árboles desnudos alrededor y aguas heladas y resplandecientes al fondo. Sobre unos montículos de tierra recientes dispuestos sin orden, la tierra parecía cambiar de posición, como si bajo ellos se moviese algo. Y en las ramas de los árboles se congregaron unas siluetas: figuras negras y enormes con apariencia de ave y ojos rojos, que miraban la tierra que se movía con expresión voraz. De pronto, una de ellas desplegó las alas y bajó en picado, pero, en lugar de dirigirse hacia los montículos, voló hacia mí, y entonces vi que no era un ave sino un hombre, un viejo de melena canosa y suelta y dientes amarillos, cuyas correosas alas le nacían de unos nódulos en la espalda. Tenía las piernas descarnadas, las costillas se le marcaban bajo la piel, y su arrugado órgano viril oscilaba obscenamente mientras volaba. Se cernió ante mí batiendo sus oscuras alas en la noche. Las enjutas mejillas se le tensaron y, con voz sibilante, prorrumpió: «¡Pecador!». Agitando aún las alas, escarbó en un montón de tierra con sus pies como garras hasta dejar a la vista una porción de piel blanca que despidió un resplandor translúcido bajo la luz de la luna. Abrió la boca y bajó la cabeza hacia el cuerpo, que se estremeció y se retorció mientras él lo mordía, la sangre le resbalaba por el mentón y formaba un charco en el suelo. Después me sonrió, y al volverme para apartar la vista de aquello me vi reflejado en las aguas que se extendían ante mí. Vi mi propia cara emparejada con la luna, fundiéndose su blancura con mis hombros y mi pecho desnudos. Y en mi espalda se desplegaron unas alas oscuras y enormes y cubrieron la superficie del lago como tinta negra y espesa acallando todo indicio de vida bajo ella. EN BUSCA DEL SANTUARIO En abril de 1963 un grupo de cuatro familias abandonó sus hogares en la Costa Este y viajó hacia el norte en diversos automóviles y camiones. Recorrieron más de trescientos kilómetros hasta llegar a las inmediaciones de la localidad de Eagle Lake, a treinta kilómetros al sur del límite entre New Brunswick y Maine. Las familias eran los Perrson, de Friendship, al sur del pueblo costero de Rockland; los Kellog y los Cornish, de Seal Cove; y los Jessop, de Portland. Conjuntamente, pasó a conocérselos como los Baptistas de Aroostook, o a veces los Baptistas de Eagle Lake, pese a que no existen pruebas que induzcan a pensar que, a excepción de los Perrson y los Jessop, las familias fueran originariamente miembros de esa fe. Cuando llegaron a su destino, vendieron todos los vehículos, y con el dinero reunido compraron las provisiones esenciales para las familias durante un año, hasta que la colonia fuese autosuficiente. Las tierras de la comunidad, unas quince hectáreas aproximadamente, se arrendaron a un hacendado local por un periodo de treinta años. Tras el abandono de la colonia, las tierras revirtieron a la familia del propietario original, si bien hasta fecha reciente una disputa por la demarcación de los límites ha impedido que la zona se urbanizase. Aquel mes viajaron al norte dieciséis personas en total: ocho adultos y ocho niños, separados por sexos también a partes iguales. En Eagle Lake los recibieron: el hombre a quien conocían como Predicador (o a veces reverendo Faulkner), su esposa, Louise, y sus dos hijos, Leonard y Muriel, de diecisiete y dieciséis años respectivamente. Fue Faulkner quien había instado a las familias, en su mayor parte campesinos y obreros pobres, a vender sus propiedades, hacer un fondo común con el dinero obtenido y trasladarse al norte para fundar una comunidad basada en estrictos principios religiosos. Varias familias más se mostraron dispuestas a emprender el viaje, impulsadas por diversos motivos como el persistente temor a la amenaza comunista, las creencias religiosas fundamentalistas, la pobreza y la incapacidad de hacer frente a lo que consideraban el deterioro moral de la sociedad que los rodeaba, así como, quizás inconscientemente, la tradición de adhesión a movimientos religiosos marginales que tan importante papel había desempeñado en la historia del estado. Estos otros solicitantes fueron rechazados en virtud del número de miembros de las familias y de las edades y sexos de los hijos. Faulkner expresó su propósito de crear una comunidad en la que los integrantes de las familias pudiesen casarse entre sí, para fortalecer de este modo los lazos entre ellas en generaciones venideras, y exigió por tanto igual número de parejas de edad similar. Las familias seleccionadas se distanciaron, en mayor o menor medida, de sus parientes, y, al parecer, no les inquietó la idea de aislarse del mundo. Los Baptistas de Aroostook llegaron a Eagle Lake el 15 de abril de 1963. En enero de 1964 la colonia ya había sido abandonada. No volvió a encontrarse el menor rastro de las familias fundadoras ni de los Faulkner. |
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