"Perfil asesino" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

4

A la mañana siguiente dormí hasta tarde, pero al despertar no me sentí descansado. Conservaba un vivo recuerdo del sueño y, pese al frío de la noche, había sudado.

Decidí desayunar en Portland antes de visitar la sede de la Hermandad, pero sólo cuando me encontraba ya en el coche advertí que el indicador rojo del buzón estaba levantado. Era un poco temprano para el reparto del correo, pero no le di mayor importancia. Recorrí el camino de entrada y, cuando me disponía a tender la mano hacia el buzón, vi corretear por la hojalata algo ágil y diminuto. Era una araña pequeña y marrón con una extraña marca en forma de violín en el dorso. Tardé un momento en reconocerla: una araña violín, de la especie de las reclusas. Retiré la mano en el acto. Aunque nunca había visto una tan al norte, sabía que picaban. La aparté con un palo, pero entonces asomaron otras patas por la rendija de la tapa del buzón y una segunda araña violín salió comprimiéndose a través del estrecho espacio, seguida de una tercera. Circundé el buzón con cautela y vi más arañas, unas reptando por la base, otras descendiendo lentamente a la tierra por hebras de hilo de seda. Respiré hondo y descorrí el pasador del buzón con el palo.

Centenares de arañas minúsculas se precipitaron al exterior. Algunas cayeron sobre la hierba; otras se abrieron paso lentamente por el interior de la tapa, aferrándose a los cuerpos de las que tenían debajo. Por dentro, el buzón era un hervidero de arañas. En el centro había una caja de cartón con respiraderos a un lado por donde empezaron a escapar arañas en cuanto les dio el sol. Vi algunas arañas muertas encogidas en la caja y en los rincones del buzón, las patas contraídas contra el abdomen mientras sus congéneres las devoraban. Di un paso atrás con una sensación de repugnancia, procurando no pensar qué habría ocurrido si, en la penumbra, hubiese metido la mano en el buzón sin darme cuenta.

Fui al coche, saqué del maletero la lata de gasolina de reserva y luego tomé un Zippo de la guantera. Rocié el buzón por dentro y por fuera y también la tierra seca que lo rodeaba. A continuación, prendí una hoja de periódico enrollada y la arrojé adentro. El buzón se consumió entre las llamas al instante y empezaron a caer pequeños arácnidos achicharrados. Retrocedí cuando la hierba comenzó a arder y me acerqué a la manguera del jardín. La acoplé al grifo de fuera y mojé la hierba para contener el fuego. Después me quedé allí un rato viendo cómo ardía el buzón. Cuando tuve la seguridad de que nada había sobrevivido, sofoqué las llamas en medio del siseo que emitía la hojalata al entrar en contacto con el agua y el vapor que se elevaba en el aire. Cuando se enfrió, me calcé unos guantes de becerro y eché los restos de las arañas en una bolsa negra, que tiré al cubo de basura contiguo a la puerta trasera. Luego permanecí de pie largo rato en el borde de mi propiedad, escrutando los árboles y dando manotazos a las arañas invisibles que me corrían por la piel.


Desayuné en Bintliff's, una cafetería de Portland Street, y tracé el plan de acción para el día. Me senté en uno de los amplios reservados rojos del piso superior, con el ventilador del techo girando despacio mientras sonaba de fondo una suave música de blues. Bintliff's tiene un menú de tan alto contenido calórico que los Weight Watchers deberían plantar un piquete permanente ante la puerta; tortas de pan de jengibre con salsa al limón, biscotes a la naranja y langosta Benedict no son la clase de desayuno que contribuye a tener la cintura esbelta, aunque con toda certeza inducen a enarcar las cejas incluso al dietista menos entusiasta. Me conformé con un poco de fruta, tostadas de pan de trigo y café, y con eso me sentí virtuoso pero también un tanto triste. De todos modos, ver las arañas me había quitado el apetito. Podía haber sido cosa de algún niño para gastar una broma, supuse, pero si era así, se trataba de una broma perversa y de muy mal gusto.

Waterville, donde la Hermandad tenía su sede, estaba a medio camino entre Portland y Bangor. Pasado Bangor, podía ir al este hasta Ellsworth y el tramo de la Interestatal 1 donde se encontró a Grace Peltier. Desde Ellsworth, Bar Harbor, el pueblo de Marcy Becker, buena amiga de Grace pero ausente en el funeral, se hallaba bastante cerca yendo hacia la costa. Me terminé el café, lancé una última mirada al plato de manzanas a la canela y tostadas con pan de pasas que iba camino de una mesa junto a la ventana y luego salí y me metí en el coche.

En la acera de enfrente vi a un hombre sentado al pie de la escalinata de la central de correos. Vestía un traje marrón con camisa amarilla y corbata blanca y roja bajo un abrigo largo de color marrón oscuro. Tenía el cabello corto y rojo, apenas salpicado de gris, y tan erizado como si estuviese enchufado a una toma eléctrica. Comía un helado de cucurucho. Masticaba el helado con un inexorable y metódico movimiento de mandíbula, sin detenerse a saborearlo ni una sola vez. En su forma de mover la boca había algo desagradable, casi más propio de un insecto, y sentí que me miraba cuando abrí la puerta del coche y me senté al volante. Al apartarme del bordillo, sus ojos me siguieron. Por el retrovisor le vi volver la cabeza para observarme mientras avanzaba, moviendo aún la boca como las mandíbulas de una mantis.


La Hermandad tenía su sede oficial en el 109A de Main Street, en plena zona comercial de Waterville. En Waterville hay rincones preciosos, pero el centro es un caos, básicamente porque da la impresión de que las espantosas galerías Ames han caído del cielo sin orden ni concierto y las han dejado allí tal cual, y una amplia extensión del centro de la localidad ha quedado reducida a una especie de aparcamiento con pretensiones. Aun así, se habían conservado suficientes construcciones de piedra rojiza para sostener un cartel de bienvenida a los encantos del centro de Waterville, entre ellos las modestas oficinas de la Hermandad. Éstas ocupaban los dos pisos superiores de un edificio sin tienda en los bajos frente a Joe's Smoke Shop, encajado entre el salón de belleza Head Quarters y la cafetería Jorgensen's. Dejé el coche en el aparcamiento de Ames y crucé la calle a la altura de Joe's. Junto a la puerta de cristal cerrada del 109A había un portero automático con un pequeño objetivo de ojo de pez debajo. Una placa metálica sujeta al marco de la puerta llevaba grabadas las palabras:

LA HERMANDAD. DEJA QUE EL SEÑOR TE GUÍE. A un lado había un pequeño estante con un fajo de folletos. Después de tomar uno y guardármelo en el bolsillo llamé al timbre, y, en respuesta, oí una voz entre interferencias. Se parecía sospechosamente a la de la señorita Torrance.

– ¿En qué puedo servirle?

– He venido a ver a Carter Paragon -contesté.

– Lamento decirle que el señor Paragon está ocupado.

El día acababa de empezar y yo experimentaba ya una sensación de déjà vu.

– Pero yo he dejado que el Señor me guíe hasta aquí -protesté-. No querrá hacer quedar mal a Dios, digo yo.

Del altavoz sólo me llegó el silencio que sigue cuando se interrumpe la comunicación. Volví a llamar.

– ¿Sí? -Su irritación era palpable.

– Quizá podría esperar a que el señor Paragon se desocupe.

– No es posible. Esto no es un organismo municipal. Para ponerse en contacto con el señor Paragon primero debe solicitarlo por escrito. Buenos días.

Me dio la impresión de que un buen día para la señorita Torran-ce sería probablemente un día más bien malo para mí. También me chocó que en el transcurso de la conversación no me hubiese preguntado mi nombre ni el motivo de la visita. Podía deberse sólo a mi suspicacia natural, pero habría dicho que la señorita Torrance ya sabía quién era yo sin ningún género de dudas. Más aún, sabía cómo era y me había reconocido.

Rodeé la manzana hasta Temple Street, calle a la que daban las oficinas de la Hermandad por la parte trasera. Allí encontré un reducido aparcamiento con el cemento del suelo resquebrajado y hierbajos en las grietas, dominado por un árbol seco bajo el que había dos depósitos de gas propano. La puerta de atrás del edificio era blanca y las ventanas estaban cubiertas de tela metálica. La negra escalera de incendios de hierro parecía tan decrépita que a los ocupantes les valdría más arriesgarse con las llamas que bajar por ella. Daba la impresión de que la puerta trasera del 109A no se había abierto en mucho tiempo, lo cual significaba que los vecinos de la finca entraban y salían por la puerta de Main Street. En el aparcamiento había un Explorer 4x4 rojo. Al escudriñar el interior por la ventanilla, vi en el suelo una caja que contenía aparentemente más folletos religiosos sujetos con gomas elásticas. Recurriendo a mis más elementales dotes deductivas, llegué a la conclusión de que había encontrado el medio de transporte de la Hermandad.

Regresé a Main Street, compré un par de periódicos y el último ejemplar de Rolling Stone y me dirigí a Jorgensen's, donde tomé asiento en una mesa situada en alto sobre una plataforma junto a la cristalera. Desde allí disponía de una vista perfecta de la entrada del 109A. Pedí café y un bollo y me recosté contra el respaldo a leer y esperar.

Los periódicos informaban ampliamente sobre el hallazgo de St. Froid, pero apenas añadían algo nuevo a lo que ya había visto en los noticiarios de la televisión. Aun así, alguien había rescatado una antigua fotografía de Faulkner y de las cuatro primeras familias que viajaron al norte con él. Era un hombre alto, de cabello oscuro y largo, cejas negras muy rectas y mejillas hundidas, vestido con sencillez. Incluso en la fotografía se adivinaba en él un innegable carisma. Debía de tener cerca de cuarenta años, y su esposa alguno más. Sus hijos, un chico y una chica de diecisiete y dieciséis años respectivamente, estaban de pie ante él. Debió de tenerlos muy joven.

Aun sabiendo que la fotografía era de la década de los sesenta, parecía que aquellas personas habían quedado inmovilizadas en cualquier instante de los últimos cien años. Había algo de atemporal en ellos y en su fe en la posibilidad de escapar, veinte personas humildemente ataviadas que soñaban con una utopía consagrada a la mayor gloria de Dios. Según el breve pie de foto, el dueño de las tierras, un hombre religioso también, había cedido el usufructo a la comunidad por dos dólares la hectárea al año, pagados por adelantado para el plazo fijado en el contrato de arrendamiento. El traslado a un lugar tan septentrional garantizaba prácticamente que la congregación gozara de una total privacidad. El pueblo más cercano era Eagle Lake, al norte, pero se encontraba ya en decadencia, con los aserraderos cerrados y la población diezmada. A la postre, el turismo salvaría la zona, pero en 1963 Faulkner y sus seguidores tendrían que valerse básicamente por sí mismos.

Me concentré en el folleto de la Hermandad. En esencia, era una perorata destinada a suscitar la reacción adecuada en los lectores: a saber, que entregasen todo el dinero suelto que llevasen encima en ese momento, más cualquier otra cantidad prescindible cuya donación dejase sus extractos bancarios en números redondos. En la portada había una interesante ilustración medieval, al parecer una representación del Juicio Final: demonios cornudos desgarraban los cuerpos desnudos de los condenados bajo la mirada de Dios, en lo alto, rodeado de un puñado de buenas personas que, cabía suponer, sentían un gran alivio. Me fijé en que los condenados superaban a los salvados en una proporción de cinco a uno aproximadamente. Así las cosas, las probabilidades de salvación para la mayoría de la gente que yo conocía eran más bien escasas. Bajo la ilustración se leía una cita: «Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; se abrieron unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras (Apocalipsis 20:12)».

Dejé a un lado el folleto y me alegré de haber comprado Rolling Stone. Dediqué la hora siguiente a decidir quiénes entre los buenos y no tan buenos del panorama de la música moderna tenían opción a entrar en el espacio de la salvación en la otra vida. Había elaborado ya una lista bastante amplia cuando, poco después de la una y media, salieron de las oficinas de la Hermandad una mujer y un hombre. El hombre era Carter Paragon: lo reconocí por el pelo oscuro y lustroso peinado hacia atrás, el traje gris reluciente y la actitud untuosa. Sólo me sorprendió que no dejara a su paso una estela de plata.

La mujer que lo acompañaba era alta y probablemente de su misma edad: poco más de cuarenta. El cabello, lacio y castaño oscuro, le caía hasta los hombros y llevaba el cuerpo oculto bajo un abrigo azul de lana. Su rostro no podía considerarse muy atractivo en un sentido convencional; tenía la mandíbula demasiado angulosa, la nariz demasiado ancha, y los músculos maxilares desarrollados en exceso, como si mantuviese los dientes apretados permanentemente. Llevaba maquillaje blanco y carmín de color rojo intenso, como un graduado de la escuela de payasos, aunque si lo era, nadie se reía. Calzaba zapato plano y, aun así, medía cerca de un metro ochenta y le sacaba a Paragon al menos diez centímetros. Al dirigirse hacia Temple Street cruzaron una extraña mirada. Daba la impresión de que Paragon la trataba con deferencia y advertí que él retrocedía rápidamente cuando ella se dio la vuelta tras comprobar que la puerta quedaba bien cerrada, como si temiese interponerse en su camino.

Dejé cinco dólares en la mesa, salí a Main Street y me encaminé tranquilamente hacia el Mustang. Había estado tentado de abordarlos en la calle, pero sentía curiosidad por saber adónde iban. El Explorer rojo salió a Temple y luego pasó por delante de mí a través del aparcamiento en dirección sur. Lo seguí a cierta distancia hasta que llegó a Kennedy Memorial Drive, donde dobló a la derecha por West River Road. Dejamos atrás el instituto de enseñanza secundaria de Waterville y el campo de golf de Pine Ridge antes de que el Explorer girase de nuevo a la derecha por Webb Road. Hasta ese momento me había mantenido a un par de automóviles por detrás, pero allí fue el único que se desvió a la derecha. Me rezagué tanto como pude y creí que los había perdido cuando apareció ante mí un tramo de carretera vacío después de pasar junto al aeródromo. Cambié de sentido y desanduve un trecho hasta que vi el destello de las luces de freno del Explorer a unos doscientos metros a mi derecha. Había tomado por Eight Rod Road y en ese instante entraba en el camino de acceso de una casa particular. Llegué a tiempo de ver cómo se cerraba la verja de acero negro y desaparecía la carrocería roja del 4x4 bordeando una modesta casa blanca de dos plantas con postigos negros en las ventanas y molduras negras en el hastial.

Me detuve frente a la verja, aguardé unos cinco minutos y llamé al interfono del poste. Noté que llevaba incorporado otro objetivo de ojo de pez y lo tapé con la mano.

– ¿Sí? -contestó la voz de la señorita Torrance.

– Mensajero de UPS -dije.

Siguió un breve silencio mientras la señorita Torrance se preguntaba qué pasaba con la cámara de la verja, y finalmente dijo que enseguida salía. Había albergado la vaga esperanza de que me dejase entrar, pero me contenté con mantener la mano sobre la cámara y el cuerpo oculto. No me asomé hasta que la señorita Torrance estuvo cerca de la verja. No pareció alegrarse mucho al verme, pero me costaba imaginar que llegara a alegrarse mucho de ver a cualquier persona. El mismísimo Jesucristo habría recibido una fría acogida por parte de la señorita Torrance.

– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado. Desearía ver a Carter Paragon, por favor. -Estas palabras empezaban a adquirir carácter de mantra, aunque sin el menor asomo de la serenidad que suele asociarse a éste.

La señorita Torrance adoptó una expresión tan dura que podría haber cortado diamantes.

– Ya le he dicho antes que el señor Paragon no tiene tiempo para recibirle -respondió.

– El señor Paragon es muy escurridizo, por lo que parece -comenté-. ¿Lo desinfla y lo guarda en una caja cuando no se lo necesita?

– Lamentablemente no tengo nada más que decirle, señor Parker. Haga el favor de marcharse o llamaré a la policía. Está usted acosando al señor Paragon.

– No -corregí-. Estaría acosando al señor Paragon si pudiese dar con él. Como no puedo, no me queda más remedio que seguir acosándola a usted, señorita Torrance. Se llama señorita Torrance, ¿verdad? ¿No es usted feliz, señorita Torrance? Desde luego no lo parece. De hecho, parece tan poco feliz que está consiguiendo que yo también me sienta infeliz.

La señorita Torrance me echó el mal de ojo. -Váyase a la mierda, señor Parker -musitó.

Me incliné hacia ella en actitud de confidencialidad.

– Sepa que Dios la oye hablar de esa manera.

La señorita Torrance giró sobre sus talones y se alejó. Por detrás ofrecía mucho mejor aspecto que por delante, lo cual no era mucho decir.

Me quedé allí un rato, mirando a través de los barrotes como un invitado no deseado. Aparte del Explorer, sólo había otro vehículo en el camino de acceso de la casa de Carter Paragon, un Honda Civic azul en estado lastimoso. No parecía la clase de coche que conduciría un hombre de la talla de Carter Paragon, así que quizás era el medio de locomoción que empleaba la señorita Torrance cuando no hacía de chófer de su superior. Regresé al Mustang, escuché un programa de música clásica en la NPR y continué leyendo Rolling Stone. Empezaba a preguntarme si sería lo bastante optimista como para comprar cien condones por 29,99 dólares cuando se detuvo un Acura blanco detrás de mí. Un hombre alto vestido con chaqueta negra, vaqueros, camisa blanca y corbata de seda negra se acercó a la puerta del Mustang y golpeteó el cristal con los nudillos. Bajé la ventanilla, miré la insignia y el nombre junto a la foto y sonreí. Recordé haber leído el nombre en el informe policial sobre Grace Peltier. Era el inspector John Lutz, el responsable del caso, sólo que Lutz estaba adscrito a la BIC III y trabajaba desde Machias, en tanto que Waterville, en rigor, pertenecía a la circunscripción de la BIC II.

Curiorífico y rarífico, como diría Alicia.

– ¿En qué puedo ayudarle, inspector Lutz? -pregunté.

– ¿Puede apearse del coche, caballero, si es tan amable? -dijo, y retrocedió cuando abrí la puerta.

Mantenía el pulgar de la mano derecha prendido del cinturón, apartándose la chaqueta a un lado con los otros dedos para enseñar la culata de su H amp;K calibre 45. Medía entre un metro ochenta y cinco y un metro noventa y estaba en buena forma, con el vientre liso bajo la camisa. Tenía los ojos castaños, la piel ligeramente bronceada, y el cabello y el bigote, también castaños, se veían bien recortados. Su mirada delataba que rondaba los cuarenta y cinco años.

– Dese la vuelta, apoye las manos en el coche y separe las piernas -ordenó.

Cuando me disponía a protestar, me empujó bruscamente, obligándome a girar y lanzándome contra el costado del coche. Su agilidad y su fuerza me pillaron por sorpresa.

– Calma -dije-. Me salen moraduras con facilidad.

Me cacheó pero no encontró nada digno de mención. No iba armado, cosa que, creo, le decepcionó. Sólo se había quedado con mi cartera.

– Ya puede volverse, señor Parker -dijo cuando acabó.

Mientras examinaba mi licencia me echó un par de vistazos, como si desease descubrir suficientes elementos de duda sobre su validez que le diesen un pretexto para llevarme detenido.

– ¿Por qué anda merodeando frente a la casa del señor Paragon, señor Parker? -preguntó-. ¿Por qué acosa a sus empleados?

No sonreí. Hablaba con voz grave y bien modulada. Se parecía un poco a la de Carter Paragon, pensé.

– Pretendía concertar una entrevista -respondí.

– ¿Por qué?

– Soy un alma descarriada que busca orientación.

– Si quiere encontrarse, quizá debería buscar en otra parte.

– A dondequiera que vaya, allí estoy yo.

– Es una desgracia.

– He aprendido a convivir con ello.

– Dudo que tenga otra alternativa, pero el señor Paragon sí la tiene. Si él no quiere verle, usted debería aceptarlo y marcharse en el acto.

– ¿Sabe algo acerca de Grace Peltier, inspector Lutz?

– ¿Y eso a usted qué le importa?

– Me han contratado para investigar las circunstancias de su muerte. Alguien me dijo que usted podía saber algo al respecto. -Dejé flotar en el aire el doble sentido, su ambivalencia, como el tictac de una bomba de relojería entre nosotros. Lutz tamborileó con los dedos en el cinturón por un momento, pero ése fue el único indicio de que podría perder la calma.

– Creemos que la señorita Peltier se suicidó -dijo-. No buscamos a nadie en relación con el incidente.

– ¿Interrogó a Carter Paragon?

– Hablé con el señor Paragon. No llegó a conocer a Grace Peltier.

Lutz se desplazó un poco hacia la izquierda. El sol brillaba a sus espaldas y él se situó de modo que los rayos pasasen por encima de su hombro y me dieron directamente a los ojos. Levanté la mano para protegerme de la luz y volvió a acercar la suya a la pistola.

– Eh, eh -dijo.

– Lo veo un poco nervioso, ¿no, inspector? -Bajé la mano con cuidado.

– El señor Paragon a veces atrae a elementos peligrosos -contestó-. A menudo los hombres buenos se ven amenazados por sus creencias religiosas. Es nuestra obligación protegerle.

– ¿No debería ocuparse de eso la policía de Waterville? -pregunté.

Se encogió de hombros.

– La secretaria del señor Paragon ha preferido ponerse en contacto conmigo. La policía de Waterville tiene cosas mejores en qué emplear el tiempo.

– ¿Y usted no?

Sonrió por primera vez.

– Es mi día libre, pero puedo dedicarle unos minutos al señor Paragon.

– Las fuerzas del orden nunca descansan.

– Exacto, duermo con los ojos abiertos. -Me devolvió la cartera-. Váyase ahora mismo, y que no vuelva a verlo por aquí. Si quiere una entrevista con el señor Paragon, diríjase a él en horas de oficina, de lunes a viernes. Su secretaria le ayudará encantada, estoy seguro.

– Su fe en ella es admirable, inspector.

– La fe siempre es admirable -contestó y se encaminó hacia su coche.

Ya prácticamente había llegado a la conclusión de que el inspector Lutz no me caía bien. Me pregunté qué ocurriría si lo provocaba. Decidí averiguarlo.

– Amén -dije-. Pero si no tiene inconveniente, preferiría quedarme aquí y leer mi revista.

Lutz se detuvo, entonces se abalanzó hacia mí al instante. Vi venir el puñetazo, pero me hallaba de espaldas contra el coche y sólo pude echarme a un lado para encajar el golpe en las costillas en lugar del abdomen. Me golpeó con tal fuerza que creí oír el chasquido de una costilla, y una punzada me recorrió la mitad inferior del cuerpo lanzando ondas expansivas hasta los dedos de los pies. Reclinado contra el Mustang, me desplomé despacio y me quedé sentado en la calzada mientras un dolor sordo se me propagaba por el abdomen y el bajo vientre. Tenía ganas de vomitar. A continuación, Lutz tendió las manos hacia mí y me presionó justo debajo de las orejas con los pulgares y los índices. Estaba utilizando técnicas que paralizaban causando dolor pero sin dejar rastro físico, y yo lancé un alarido cuando me obligó a levantarme.

– No se burle de mí, señor Parker -dijo-. Y no se burle de mi fe. Ahora suba al coche y márchese.

La presión remitió. Lutz se dirigió hacia su coche y se sentó en el capó a esperar. Miré la casa de Paragon y vi que una mujer me observaba desde una ventana del piso superior. Antes de entrar en el coche, habría jurado que vi sonreír a la señorita Torrance.


El Acura blanco de Lutz avanzaba detrás del Mustang hasta que salí de Waterville y tomé la I-95 en dirección norte, pero el dolor y la humillación que sentí hicieron que su recuerdo me acompañase hasta Ellsworth. El Puesto del Condado de Hancock, sede de la Unidad J de la policía estatal, se había encargado en primera instancia del hallazgo del cadáver de Grace Peltier. Era un edificio pequeño en la Interestatal 1 con un par de coches patrulla azules aparcados delante. Un sargento llamado Fortin me informó de que el agente Voisine había encontrado el cadáver en un solar conocido como Happy Acres, donde estaba prevista la construcción de nuevas viviendas. Voisine había salido de patrulla, pero Fortin me dijo que se pondría en contacto con él y le pediría que se reuniese conmigo en el solar. Le di las gracias y luego, siguiendo sus indicaciones, me dirigí hacia el norte hasta llegar a Happy Acres.

La compañía Estate Executives anunciaba la futura creación de «carreteras y vistas», aunque de momento sólo había caminos de tierra surcados de roderas y la vista dominante era de árboles secos o caídos. Aún quedaban restos de cinta agitados por el viento donde encontraron el coche de Grace, pero aparte de eso nada indicaba que la vida de una mujer joven había acabado en aquel lugar. Sin embargo, al mirar alrededor, algo me inquietó: desde allí no veía la carretera. Regresé al Mustang y lo conduje por el camino hasta encontrarme más o menos en el sitio donde debía de haber estado el coche de Grace. Encendí los faros, volví a pie a la carretera y miré atrás.

Seguía sin poder verse el coche, y tampoco se veía la luz de los faros a través de los árboles.

Mientras estaba en el arcén, un coche patrulla azul se detuvo junto a mí y el agente se apeó.

– ¿Señor Parker? -preguntó.

– ¿Agente Voisine? -Le tendí la mano y él la aceptó.

Era aproximadamente de mi misma estatura y edad, con entradas en el pelo, una sonrisa de desdén, y una pequeña cicatriz triangular en la frente. Me sorprendió mirándola y se llevó la mano derecha a la cabeza para frotársela.

– Paré a una mujer por exceso de velocidad y me golpeó con un zapato de tacón -explicó-. Le pedí que bajase del coche, se tambaleó, y cuando tendí la mano para ayudarla, recibí el taconazo en la frente. A veces la cortesía no compensa.

– Como dicen algunos -comenté-, hay que disparar primero contra las mujeres.

Su sonrisa vaciló, pero enseguida la recuperó en parte.

– ¿Es usted forastero? -preguntó.

«Forastero.» Hacía tiempo que no oía esa expresión. En la región, la palabra «forastero» incluía a cualquier persona procedente de un lugar a más de media hora en coche. También podía aplicarse a todo aquel cuyos lazos de parentesco en la zona no se remontasen como mínimo cien años atrás. Había gente que tenía a sus abuelos enterrados en el cementerio más cercano y a la que seguía considerándosela «forastera», si bien no era un término tan ofensivo como «urbanita», el epíteto preferido por los lugareños para calificar a la gente de la ciudad que se trasladaba al nordeste a fin de entrar en contacto con la vida rural.

– Soy de Scarborough -contesté.

– Ah. -Voisine no parecía impresionado. Se reclinó contra su coche, tomó un paquete de Quality Light del bolsillo de la camisa, sacó un cigarrillo y me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y me quedé observando mientras lo encendía. Quality Light: más le habría valido tirar el tabaco e intentar fumarse el envoltorio.

– ¿Sabe? -dije-, si esto fuese una película, fumar lo convertiría de forma automática en el malo.

– ¿Ah, sí? -repuso-. Procuraré recordarlo.

– Tómelo como un consejo práctico para la lucha contra el crimen.

Por alguna razón, básicamente gracias a mi empeño, la conversación parecía haber adquirido un cariz de cierto antagonismo. Observé a Voisine mientras me examinaba a través de la nube de humo del cigarrillo, como si la mutua antipatía que sin duda sentíamos se hubiese materializado entre nosotros.

– Dice el sargento que quiere hablarme de la mujer aquella, Grace Peltier -comentó Voisine por fin.

– Así es. Tengo entendido que usted fue el primero en llegar a la escena del crimen.

Asintió con la cabeza.

– Había mucha sangre, pero vi que tenía el arma en la mano y pensé: suicidio. Fue lo primero que pensé, y resultó que no me equivocaba.

– Por lo que sé, aún no se ha establecido la causa de la muerte.

Me miró con cara de perplejidad y se encogió de hombros.

– ¿La conocía? -preguntó.

– Un poco -contesté-. La conocí hace mucho tiempo.

– Lo siento. -Ni siquiera trató de poner la menor emoción en sus palabras.

– ¿Qué hizo al encontrarla?

– Notifiqué el hecho y me quedé esperando.

– ¿Quién fue el siguiente en llegar?

– Otra patrulla, la ambulancia. El médico dictaminó la muerte en el acto.

– ¿Algún inspector?

Echó la cabeza atrás como quien de pronto cae en la cuenta de que ha olvidado algo importante. Fue un gesto curiosamente teatral.

– Claro. De la BIC.

– ¿Recuerda su nombre?

– Lutz. John Lutz.

– ¿Llegó aquí antes o después que la segunda patrulla?

Voisine volvió a encogerse de hombros.

– Supongo que estaba en la zona.

– Posiblemente -dije-. ¿Había algo en el coche?

– No entiendo la pregunta.

– Un bolso, un maletín…, esas cosas.

– Había una bolsa de viaje con una muda y un neceser, un billetero…, cosas así.

– ¿Nada más?

Un ruido seco brotó de la garganta de Voisine antes de que empezase a hablar.

– No.

Le di las gracias. Acabó el cigarrillo, tiró la colilla al suelo y la aplastó con el tacón. Cuando volvía a su coche, dije:

– Sólo una pregunta más, agente.

Me acerqué. Se detuvo en el momento de subir al coche y me miró fijamente.

– ¿Cómo la encontró?

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que si vio el coche desde la carretera. Yo no veo mi coche desde aquí y lo he dejado poco más o menos en el mismo sitio. Simplemente me preguntaba cómo consiguió encontrarla teniendo en cuenta que estaba oculta por los árboles.

Por un momento guardó silencio. La cortesía profesional había desaparecido, y no supe con certeza a qué había dado paso. El agente Voisine tenía actitudes difíciles de interpretar.

– En esta carretera el exceso de velocidad es una infracción habitual -dijo por fin-. A veces paro aquí a esperar. Así la encontré.

– Ah -dije-. Eso lo explica. Gracias por su tiempo.

– No hay de qué -contestó.

Cerró la puerta, arrancó y cambió de sentido para dirigirse hacia el norte. Me coloqué en la calzada y me aseguré de que me veía por el retrovisor hasta desaparecer.


Apenas había tráfico en la carretera de Ellsworth a Bar Harbor mientras me adentraba por la creciente oscuridad del atardecer. La temporada turística aún no había comenzado, con lo cual los lugareños tenían el pueblo sólo para ellos. En las calles reinaba el silencio, la mayoría de los restaurantes estaba cerrada, y había un equipo de excavación en el parque, donde montones de tierra se alzaban donde antes estaba el césped. En Main Street, la librería Sherman's seguía abierta, y era la primera vez que veía vacío el Ben amp; Bill's Chocolate Emporium, que incluso ofrecía un descuento del cincuenta por ciento en todas las golosinas. Si intentaban algo así después del Día de los Caídos, a finales de mayo, la gente moriría en la avalancha.

El motel Acadia Pines estaba situado junto al cruce de Main y Park. Era un establecimiento para turistas bastante corriente, destinado probablemente a la franja baja del mercado. Se componía de un único bloque de dos pisos en forma de L pintado de amarillo y blanco y contaba con alrededor de cuarenta habitaciones. En el aparcamiento sólo había otros dos coches y se percibía cierta desesperación en la ferocidad con que resplandecía y zumbaba el rótulo habitaciones libres. Al bajar del coche noté que el dolor del costado apenas era ya una molestia apagada, pero cuando me examiné a la luz del salpicadero, vi que tenía todavía en la piel la huella de los nudillos de Lutz.

En la recepción del motel me encontré tras el escritorio a una mujer vestida de azul claro, estaba viendo un programa de noticias por televisión y tenía un ejemplar abierto de TV Guide a un lado. Bebía de una taza de los Grateful Dead decorada con hileras de osos de peluche bailando y lucía en las uñas de los dedos esmalte rojo descascarillado. Llevaba el pelo teñido de color negro violáceo y le brillaba como un moretón reciente. Tenía arrugas en la cara y las manos avejentadas, pero seguramente rondaba los cincuenta y cinco a lo sumo. Cuando entré intentó sonreír, pero daba la impresión, más bien, de que alguien hubiese insertado un par de anzuelos en su labio superior y tirara suavemente.

– Hola -dijo-. ¿Busca habitación?

– No, gracias -contesté-. Busco a Marcy Becker.

Se produjo un silencio muy elocuente. En la oficina el silencio era absoluto, y, aun así, yo oía claramente los gritos en el interior de su cabeza. La observé mientras repasaba las distintas opciones de que disponía: se ha equivocado usted de sitio; no conozco a ninguna Marcy Becker; no está ni sé dónde puede encontrarla. Al final optó por una variante de la tercera posibilidad.

– Marcy no está. Ya no vive aquí.

– Entiendo -dije-. ¿Es usted la señora Becker?

Guardó silencio otra vez y luego asintió.

Me llevé la mano al bolsillo y le enseñé la licencia.

– Me llamo Charlie Parker, señora Becker. Soy detective privado. Me han contratado para investigar las circunstancias de la muerte de Grace Peltier. Creo que Marcy era amiga de Grace, ¿verdad?

Silencio. Gesto de asentimiento.

– Señora Becker, ¿cuándo fue la última vez que vio usted a Grace?

– No lo recuerdo -respondió. Tenía la voz seca y cascada, así que carraspeó y repitió la respuesta con apenas un poco más de aplomo-. No lo recuerdo. -Tomó un sorbo de café de la taza.

– ¿Fue cuando vino a recoger a Marcy, señora Becker? De eso hará un par de semanas.

– No vino a recoger a Marcy -se apresuró a decir la señora Becker-. Marcy no la ve desde hace… no sé cuánto tiempo.

– Su hija no asistió al funeral de Grace. ¿No le parece extraño?

– No sé -contestó.

La vi deslizar los dedos bajo la mesa y tensar el brazo al pulsar el botón de alarma.

– ¿Está preocupada por Marcy, señora Becker?

Esta vez el silencio se prolongó durante lo que se me antojó una eternidad. Cuando habló, su boca contestó no, pero sus ojos susurraron sí.

A mis espaldas, oí abrirse la puerta de la oficina. Al darme la vuelta vi ante mí a un hombre calvo, de corta estatura, con un suéter de golfista y un pantalón azul de poliéster. Sujetaba un palo de golf en la mano.

– ¿Le he interrumpido el recorrido? -pregunté.

Cambió de posición el palo. Parecía un hierro del nueve.

– ¿Puedo ayudarle en algo, caballero?

– Eso espero, o quizá pueda ayudarle yo -dije.

– Estaba preguntándome por Marcy, Hal -aclaró la señora Becker.

– Yo me ocuparé de esto, Francine -le aseguró su marido, aunque ni siquiera él parecía muy convencido.

– No creo, señor Becker, al menos si lo único que tiene es un palo de golf barato.

Por efecto del pánico, unas gotas de sudor le resbalaron por la frente y le entraron en los ojos. Parpadeó para limpiárselas y, acto seguido, empuñando el palo con ambas manos, lo levantó a la altura de los hombros.

– Lárguese -dijo.

Yo tenía aún la licencia a la vista en la mano derecha. Con la izquierda extraje una tarjeta de visita del bolsillo y la dejé en la mesa.

– Muy bien, señor Becker, como usted diga. Pero antes de marcharme permítame decirle una cosa. Es muy posible que alguien matase a Grace Peltier. Quizás esté usted diciendo la verdad, pero si no es así, sospecho que su hija sabe quién puede ser esa persona. Si yo he podido llegar a esa conclusión, también podrá llegar a ella quienquiera que haya matado a su amiga. Y si esa persona viene a hacer preguntas, dudo mucho que sea tan amable como yo. Tenga esto presente cuando me vaya.

El palo avanzó tres o cuatro centímetros.

– Se lo digo por última vez: salga de esta oficina.

Cerré la cartera, me la guardé en el bolsillo y me dirigí hacia la puerta mientras Hal Becker se me acercaba lo justo con el palo de golf a fin de mantener entre nosotros distancia suficiente para golpear.

– Tengo la sensación de que me llamará -dije al abrir la puerta y salir al aparcamiento.

– No cuente con ello -contestó Becker.

Cuando puse el coche en marcha y me alejé, seguía en la puerta con el palo en alto como un amateur frustrado con un gran handicap atascado en el búnker más extenso y profundo del mundo.


En el viaje de regreso a Scarborough repasé lo que había averiguado, que no era mucho. Sabía que Carter Paragon vivía oculto tras el velo de misterio que en torno a él había corrido la señorita Torrance y que Lutz parecía tener un interés no estrictamente profesional en mantener las cosas así. Sabía que ciertos detalles del hallazgo del cadáver de Grace por parte de Voisine me incomodaban, y la intervención de Lutz en el hallazgo me incomodaba más aún. Y sabía que Hal y Francine Becker estaban asustados. Existían múltiples razones por las que una persona podía no desear que un detective privado interrogase a un hijo suyo. Tal vez Marcy Becker era actriz porno o vendía droga a los alumnos del instituto. O tal vez su hija les había dicho que no revelasen su paradero hasta que el asunto que la preocupaba se hubiese olvidado. Aún me faltaba hablar con Ali Wynn, la amiga de Grace en Boston, pero Marcy Becker parecía ya una mujer digna de que se la vigilara.

Por lo visto, Curtis Peltier y Jack Mercier no andaban desencaminados en sus sospechas con respecto a la versión oficial de la muerte de Grace, pero también tenía la sensación de que todas las personas que había visto en los dos últimos días me mentían o escondían algo. Ya era hora de corregir la situación, y sabía por dónde empezar. A pesar del cansancio no tomé la salida de Scarborough, sino que fui primero por Congress Street, seguí por Danforth y me detuve frente a la casa de Curtis Peltier.

El anciano abrió la puerta en bata y zapatillas. Dentro oí el televisor en la cocina y, por tanto, deduje que no le había despertado.

– ¿Ha averiguado algo? -preguntó a la vez que me hacía pasar al vestíbulo y cerraba la puerta.

– No -contesté-, pero espero hacerlo pronto.

Lo seguí a la cocina y, mientras Peltier quitaba el volumen del televisor con el mando a distancia, ocupé la misma silla que el día anterior. Estaba viendo La noche del cazador, con Robert Mitchum destilando maldad en su papel de predicador psicótico con los nudillos tatuados.

– Señor Peltier -empecé-, ¿por qué rompieron Jack Mercier y usted su relación profesional?

No desvió la vista, pero cerró los ojos con un parpadeo algo más prolongado que de costumbre. Cuando volvió a abrirlos, parecía cansado.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero saber si fue por razones profesionales o personales.

– Cuando uno se asocia con un amigo, todo lo profesional es personal -contestó. Esta vez sí apartó la mirada al hablar.

– Eso no responde a mi pregunta.

Aguardé a que se explicase. El único ruido en la cocina era el que hacía al respirar. A mi izquierda, en la pantalla, los niños iban río abajo en un bote y el predicador los seguía por la orilla.

– ¿Alguna vez le ha traicionado un amigo, señor Parker? -preguntó por fin.

En esta ocasión fui yo quien se resistió a contestar.

– Una o dos veces -dije por fin en un susurro.

– ¿Cuántas, una o dos?

– Dos.

– ¿Qué fue de esos amigos?

– El primero murió.

– ¿Y el segundo?

Oí los latidos de mi corazón durante los segundos que tardé en responder. Sonaban con una estridencia inconcebible.

– Lo maté.

– O bien la traición fue muy grave, o juzga usted a los hombres con mucha severidad.

– Antes yo llevaba una vida muy tensa.

– ¿Y ahora?

– Respiro hondo y cuento hasta diez.

Sonrió.

– ¿Le da resultado?

– No lo sé. Nunca he llegado a diez.

– Sospecho, pues, que no le sirve de mucho.

– Posiblemente. ¿Quiere contarme qué pasó entre Jack Mercier y usted?

Negó con la cabeza.

– No, no quiero, pero me da la impresión de que usted ya tiene sus propias ideas al respecto.

Así era, pero me sentía tan reacio a expresarlas en voz alta como Peltier a contarme lo ocurrido. Incluso el mero hecho de pensarlas junto a aquel hombre que había perdido a su única hija en fecha tan reciente me parecía una descortesía imperdonable.

– Fue por motivos personales, ¿verdad? -pregunté con delicadeza.

– Sí, muy personales.

Lo observé con detenimiento a la luz de la lámpara, observé sus ojos, la forma de su cara, el pelo, e incluso las orejas y la nariz griega. No había en Grace nada de él, nada que yo recordase. En cambio, ella sí tenía algo de Jack Mercier. Estaba casi seguro. El parecido entre ambos me había llamado mucho la atención cuando estuve en la biblioteca y miré las fotografías de la pared, las imágenes de Jack de joven en actitud triunfal. Sí, veía a Grace en él y veía a Jack en ella. Ahora bien, no tenía la certeza absoluta, e incluso, si era verdad, decirlo heriría al anciano. Pareció adivinar lo que estaba pensando y mi respuesta a ello, porque lo que dijo a continuación lo aclaró todo.

– Era mi hija, señor Parker. -Sus ojos rebosaron dolor, orgullo y el recuerdo de una traición-. Mi hija en todos los sentidos importantes. Yo la crié, la bañé, la tomé en brazos cuando lloraba, fui a recogerla al colegio, la vi crecer, la apoyé en todo y le di las buenas noches con un beso mientras vivió conmigo. Jack apenas tuvo nada que ver con Grace, al menos mientras vivió. Pero ahora necesito que haga algo por ella y por mí, y quizá por él mismo.

– ¿Grace lo sabía?

– ¿Quiere saber si se lo conté? No. Pero usted lo ha sospechado, y ella también.

– ¿Tuvo contacto con Jack Mercier?

– Él le pagó la investigación de posgrado porque yo no podía permitírmelo. Se hizo a través de una fundación con fines educativos que creó, pero imagino que eso confirmó lo que Grace siempre había creído. A partir del momento en que recibió la beca, coincidió con él unas cuantas veces, normalmente en actos organizados por la fundación. Además, Jack le permitió consultar libros que tenía en su casa, algo relacionado con la tesis. Pero nunca hablamos del asunto de la paternidad. Era un pacto entre nosotros: Jack, mi difunta esposa y yo.

– ¿Continuaron juntos?

– Yo la quería -se limitó a decir-. Seguí queriéndola incluso después de lo que hizo. Las cosas ya nunca volvieron a ser como antes, pero sí, continuamos juntos, y yo lloré su pérdida cuando murió.

– ¿Estaba casado Mercier en el momento de…? -Dejé la frase en el aire.

– ¿En el momento de la aventura? -concluyó él-. No, conoció a su mujer unos años después y se casaron al cabo de un año o algo así.

– ¿Cree que ella sabía lo de Grace?

Peltier dejó escapar un suspiro.

– No lo sé, pero supongo que Jack debió de contárselo. Es de esa clase de hombres. Sólo le diré que a mí me lo confesó él, no mi mujer. Jack necesitaba quitarse el peso de encima. Tiene todas las flaquezas propias de los hombres con conciencia, pero ninguna de las virtudes. -Era el primer asomo de resentimiento que traslucía.

– Una pregunta más, señor Peltier. ¿Por qué decidió Grace centrar su investigación en los Baptistas de Aroostook?

– Porque dos de ellos eran parientes suyos -contestó con toda naturalidad, como si en ningún momento se le hubiese ocurrido que eso podía tener la menor trascendencia.

– No me lo mencionó -dije sin alterar la voz.

– No lo consideré importante, supongo. -Tras un titubeo, suspiró-. O quizá pensé que si se lo decía tendría que contarle lo de Jack Mercier y… -Movió la mano en un gesto de desaliento-. Los Baptistas de Aroostook fueron la causa que nos unió a Jack Mercier y a mí. Por entonces aún no éramos amigos. Coincidimos en una conferencia sobre la historia de Eagle Lake, la primera y la última a que asistimos. Fuimos más por curiosidad que por interés. Mi prima era una mujer llamada Elizabeth Jessop. El primo segundo de Jack Mercier era Lyall Kellog. ¿Le suenan de algo esos nombres, señor Parker?

Recordé el artículo del periódico del día anterior y la fotografía de las familias reunidas tomada antes de que partiesen hacia el norte, rumbo a Aroostook.

– Elizabeth Jessop y Lyall Kellog eran miembros de los Baptistas de Aroostook -contesté.

– Exacto. En cierto modo, Grace estaba emparentada con los dos a través de Jack y de mí. Por eso le interesaba tanto su desaparición. -Negó con un movimiento de cabeza-. Lo siento. Debería haberle hablado con franqueza desde el principio.

Me levanté, apoyé una mano en uno de sus hombros y le di un suave apretón.

– No -respondí-. Soy yo quien lamenta haber tenido que preguntárselo.

Cuando retiré la mano e hice ademán de dirigirme hacia la puerta, él levantó la suya para detenerme.

– ¿Cree que su muerte tiene algo que ver con los cadáveres encontrados en el norte?

Sentado ante mí, parecía menudo y frágil. Me sentí extrañamente identificado con él: los dos padecíamos la maldición de haber sobrevivido a nuestras hijas.

– No lo sé, señor Peltier.

– Pero ¿seguirá investigando? ¿Seguirá buscando la verdad?

– Seguiré investigando -le aseguré.

Mientras abría la puerta y salía a la oscuridad de la noche, volví a sentir el débil estertor de su respiración. Al mirar atrás, él continuaba sentado, con la cabeza gacha y los hombros temblorosos por la intensidad del llanto.