"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Segunda ParteCapítulo 9Víctor entró en la cocina. Notó que don Alfredo lo seguía arrastrando los pies y que se detuvo en el pasillo, como asustado. ¿Qué había visto allí su compañero? Un guardia sostenía un saco de lona sobre la mesa. La habitación estaba mal iluminada, apenas un pequeño postigo daba a un patio interior, y junto a él se encontraba el fogón de carbón. Una vela iluminaba insuficientemente la estancia. Víctor sintió que el urbano le señalaba el saco como con miedo, con aprensión. Lo abrió y comprobó que había ropa vieja y sucia en su interior. Se escuchaban los golpes de los guardias que, en el dormitorio, intentaban abrir el tabique. Sonaban como latidos lentos y pesados que le oprimían el corazón. – Al fondo, rebusque usted en el fondo -dijo el guardia. Víctor ladeó la ropa y pudo verlos. Sintió asco, miedo quizá. Volcó el contenido del saco y tomó uno de ellos con la mano derecha. No podía creer lo que veían sus ojos. – Es un fémur. Humano. De una mujer joven, quizá una niña -dijo. Siguió escarbando en aquella macabra colección. Había rótulas, varias clavículas y pequeñas costillas. Así hasta más de treinta huesos. López Carrillo estaba como petrificado, lodos pensaban en los suyos: Blázquez en su nieta, Víctor en sus hijos y López Carrillo en sus tres vástagos. A buen seguro que los guardias hacían otro tanto. Uno de ello, el más bajo, dijo: – Están como quemados. Víctor miró hacia otro lado, como si así la realidad se hiciera más soportable y repuso: – Cal viva, creo. – ¡Señor! ¡Vengan! ¡Rápido! -gritó una voz desde el dormitorio. Cuando llegaron al cuarto vieron a uno de los guardias vomitando apoyado en el pico mientras el otro les señalaba el macabro hallazgo. En la pared, justo donde les había marcado Víctor, había un escondrijo. El tabique roto y la luz de un quinqué mostraban varios frascos rellenos de sangre coagulada, así como un fajo de cartas. Había un cuerpo de niña, seco y pálido, casi azul. Apenas llevaría muerta una semana, pero era evidente que la habían sangrado. Estaba desnuda y presentaba pequeños cortes y laceraciones por todo el cuerpo. Pequeñas, pero suficientes para haberla desangrado poco a poco por el excesivo número de heridas. Víctor sintió que se le saltaban las lágrimas. Las cartas estaban escritas en un código cifrado y todos los remitentes firmaban con iniciales. Al fondo del escondrijo hallaron un pequeño cráneo, de mujer, que aún tenía pegados fragmentos de cuero cabelludo. López Carrillo tomó otro libro, pequeño, un dietario, y comenzó a leer los nombres que allí aparecían en voz baja. Muchos de los apellidos eran de hombres conocidos, se le notó en el rostro, que palideció, demudado. Era un listado de clientes. Se echó las manos a la cabeza y dijo: – Hemos dado con algo gordo, muy gordo. Víctor comenzó a hojear un libro de hechizos, antiguo, de tapas repujadas, que contenía las instrucciones para preparar algunas recetas que parecían ancestrales. Escrito a medias en catalán y castellano, detallaba cómo elaborar sustancias como «filtro de amor», «poción para la virilidad», «licor afrodisíaco» o «crecepelo infalible». Todo ello adornado con ilustraciones horripilantes de brujas, calaveras y algún que otro carnero de aspecto inquietante con estrellas de cinco puntas por aquí y por allá. Don Alfredo no sacaba nada en claro de las cartas, todas cifradas, y López Carrillo parecía abrumado por el dietario, así que Víctor decidió ponerse manos a la obra con la lista de clientes de aquella mujer que había resultado ser un auténtico monstruo. Había una lámina entre las páginas, un grabado de una dama del medievo que se guardó en la chaqueta. Antes de que pudiera echar un solo vistazo al dietario apareció Ángel Silla, el policía encargado del caso, con tres detectives de paisano. Era un tipo de unos cincuenta años, con el pelo y la barba completamente blancos. Iban delegados por el gobernador. Dijeron que se hacían cargo del caso y les requisaron todo el material. Al fin y al cabo aquél no era asunto suyo. Víctor decidió salir de allí y pasar a hablar con la víctima antes de irse. Teresita estaba sentada junto a la portera. Habían mandado llamar a sus padres. – Dime, hija -dijo Víctor con tono cariñoso-. ¿Cómo te trajo aquí esa mujer, Elisabeth? La niña contestó muy resuelta: – Yo le dije a mi madre que me iba a casa de una amiga. Ella estaba hablando con una vecina. Entonces, Elisabeth se me acercó y me dijo que me daría mucho dinero si hacía una cosa para ella. Yo la seguí, pero al final de la calle me dio miedo y le dije que no, que quería ir a mi casa. Entonces un tipo me agarró por detrás y me puso un pañuelo con algo que olía muy fuerte. Me subieron a un carruaje y me desmayé. Luego me trajeron aquí. – ¿Te…? -dijo Víctor interrumpiéndose a sí mismo, se sentía violento-. ¿Abusaron de ti? – No, no. Sólo querían mi sangre. Al principio incluso me dieron bien de comer, – ¿Para qué la querían? ¿Sabes si la vendían para algún tuberculoso? – No, no, era para esa mujer, para Elisabeth. – ¿Cómo? – Sí, para mantenerse joven. -Víctor decidió no contarle que Elisabeth era, en realidad, un hombre. – ¿Para mantenerse joven? – Sí, me pinchaba con alfileres en… ya sabe… en los pechos y… – ¿Bebía la sangre? – No. Se la restregaba por la cara, para darse color. Entonces se miraba al espejo y se ponía muy contenta. Víctor observó que la chica tenía una incisión en la muñeca. – Ya. ¿Había alguna otra chica contigo? – Sí -dijo ella-. Rosa. Cuando llegué aquí ya estaba. Un día escuché a Elisabeth que decía que necesitaba un baño, que aquello no era suficiente. A la noche siguiente se la llevaron. Nos drogaban. A veces he tenido la sensación de dormir durante días. La alusión al baño hizo que Víctor pensara en el cuerpo que habían hallado emparedado. ¿Cómo habían podido hacer aquellas laceraciones? – Tal vez logró escapar -dijo Teresita, que parecía haberse visto obligada a madurar de golpe. Don Alfredo, llegado ese punto, tuvo que salir del cuarto. López Carrillo, la portera y Víctor se miraron sorprendidos al ver cómo una mente herida se defendía tras haber vivido los más horribles sucesos. – ¿Estás segura de que mandaba la mujer? – Sí, el enano la llamaba señora condesa. – Vaya. Y esa Rosa que estuvo contigo aquí, ¿era morena? – No, era rubia, muy rubia. – ¿Ha pasado por aquí una chica llamada Antoñita? Morena. – Medina, sí. López Carrillo y Ros se miraron. Era la niña desaparecida en el tiovivo de la Ciudadela. – ¿Dónde está?-preguntó Ros temiéndose lo peor. – Estuvo unas horas, luego se la llevaron. Entonces se oyeron gritos en la calle. Alguien llegaba: eran los padres de Teresita, que lloraban de pena, miedo y alegría. Don Trinitario Mompeán apuraba una copa de coñac y un habano junto a la ventana, a la fresca. Faustino, su mayordomo, llamó a la puerta. – Están aquí. – Que pasen. Los tres hombres entraron. Tres copas los aguardaban sobre una bandeja de plata. – Ahí tienen, beban. Y fumen. Ros, López Carrillo y Blázquez tomaron asiento e hicieron lo que se les decía: – Ustedes dirán -dijo el gobernador. – El asunto es grave -repuso Juan de Dios-. La pista que seguía Víctor por el secuestro nos ha llevado a una banda de desgraciados. – No le sigo -contestó don Trinitario mirando a Víctor. Este tomó la palabra: – Mire, don Trinitario, don Gerardo Borrás tenía una querida, pero como ya sabe, no se trataba de una mujer. Era un hombre que se disfrazaba de mujer y ejercía la prostitución. Hay gente que busca cosas así, exóticas. – Sí, una dama con manubrio -dijo don Trinitario entre risotadas. – Se llama Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, si lo prefiere. Un caso extraño de doble personalidad, pero una masculina y otra femenina. Creo que supo que su amante, don Gerardo, era un hombre con dinero y decidió dar un buen golpe. Bien, creo que un tipo apodado el Tuerto fue contratado para llevar a cabo una maniobra de distracción y poder realizar el secuestro de don Gerardo. Ese tipo fue reclutado por un enano y un individuo con una cicatriz en la barbilla que participó en el incidente. Luego, el Tuerto fue asesinado, y poco a poco seguí la pista de la amante de don Gerardo, la cual resultó ser en realidad un hombre. Elisabeth, un mal bicho, prostituta, pederasta, ladrona, participó en un secuestro de otra prostituta y, sobre todo, fue madama de un prostíbulo de menores. – El asunto de Berga. – Exacto. Sospecho que él debía de ser quien ponía el dinero y ella llevaba el negocio. Pero no entró en prisión por ello. Hoy mismo hemos localizado a esta Elisabeth, pero ha escapado. Ha logrado saltar al edificio de al lado pese a que iba vestida de mujer. En su piso hemos hallado todo lo que usted ya sabe. – Y el tipo de la cicatriz ha muerto, ¿no? – En efecto. Me vi obligado a actuar. López Carrillo tiene sus datos. Juan de Dios tomó la palabra: – Eladio Férez. El y su hermano Licinio tienen antecedentes por traficar con obras de arte robadas. Al parecer recorrían los pueblos del Ampurdán y el Pirineo, ojeaban las iglesias y robaban objetos sagrados, que luego vendían en el extranjero. – Ahí tienen ustedes la clave del trastorno de don Gerardo. Debieron de tenerlo cautivo en su piso, junto a imágenes sagradas, y allí lo torturaron. Por eso desarrolló esa fobia -dijo don Trinitario. López Carrillo se atrevió a contradecir a su jefe: – Hemos registrado su piso y no había nada de eso. – Habrán dado salida al género. ¿Y el hermano? – Ni idea. Mañana sale su fotografía en todos los periódicos: teníamos una en Jefatura. – ¿Y el enano? – Despanzurrado. No tenemos ni idea de quién era. – ¿Y el mariquita ese? ¿Hay alguna fotografía? – Ninguna. Desapareció del expediente. No tenemos imagen suya alguna, ni vestido de hombre ni de mujer. Hs lisio, muy listo. El gobernador asintió cargándose de razón: – Ha volado. Y el otro, el compinche que queda, Licinio, en cuanto vea su fotografía en la prensa sale por piernas. Está quemado, al menos en esta ciudad. A ése y a la puta no les veremos el pelo. A ver, lo de las crías… Informen de lo que han averiguado, ya hay tres compañeros suyos haciéndose cargo del caso. Víctor volvió a hablar: – Elisabeth se llevó del piso a Antoñita Medina, apenas estuvo unas horas. Nos lo ha contado Teresita. Debe de tener otro escondite. – Mal asunto -dijo el gobernador. – Yo la puedo cazar -dijo Ros. – El caso está cerrado. Al menos para ustedes-sentenció don Trinitario. – ¿Cómo? -exclamaron los tres policías al unísono. – Lo que oyen. Don Gerardo se ha reventado la cabeza; la fulana esa o lo que sea ha volado; el cómplice que queda, también; y las crías, por desgracia, están muertas. Sólo se ha salvado Teresita. – No se da usted cuenta, don Trinitario -dijo Víctor intentando razonar con aquel reaccionario-. Paco Martínez Andreu es un criminal de primera línea, ha matado a más de diez niñas. Ya sé por qué lo hace: usa la sangre para rejuvenecer. – Veinticuatro desapariciones que sepamos en diez años -dijo el gobernador sin mostrar ni un atisbo de humanidad. Era obvio que para él aquellas crías pobres no eran más que una cifra. Todos permanecieron en silencio. – ¿Y? – Que la asesina ya está identificada. – No tenemos ninguna fotografía suya -repuso Juan de Dios-. Podría volver a actuar. – Ese tipo no es tonto -dijo el preboste-. Sabe que ha escapado por poco y que todo el mundo está al tanto. No volverá a actuar en mi ciudad. Asunto resuelto. – ¿Y Antoñita? Sigue en sus manos -dijo López Carrillo. – Haremos lo que se pueda, no en vano la cría es de buena familia. Ya les he dicho que tengo a tres hombres trabajando en el asunto y a esos amigos de Ros, los del Sello, pero mucho me temo que esa arpía la habrá despachado ya. Pobre. No creo que sea cómodo huir de la justicia tirando de una criatura. Pero no necesitamos ya la ayuda de don Víctor y don Alfredo. Pueden volver a casa. – Usted me disculpará -dijo don Alfredo muy serio-, pero la Brigada Metropolitana tiene jurisdicción única y yo no me muevo de aquí hasta que lo digan mis superiores. El gobernador quedó sorprendido ante la entereza del veterano policía. No sabía qué decir. – ¿Y el libro? Me refiero al dietario -añadió Víctor-. Había nombres, al parecer muy importantes: gente de Madrid, de aquí, de Sevilla e incluso extranjeros. De alcurnia. – Ese es asunto nuestro -dijo don Trinitario-. Aquí lavamos los trapos sucios en casa. Desde Madrid han tomado cartas en el asunto, no sigan por ahí. ¿Han leído ustedes los nombres? – No, no, algún guardia dijo algo -mintió López Carrillo. Don Trinitario suspiró con aire de superioridad. – Bien, bien, me alegra que sean ustedes inteligentes. Les diré, como muestra, que he recibido hasta un telegrama al respecto desde el mismísimo Palacio Real. Ese dietario no existe ni ha existido nunca. Ay del que se atreva a decir que lo ha leído. Y no es cosa mía, que quede claro. Sólo queda encontrar a esa cría, Antoñita, y es cosa de tiempo. Si vive, claro. Nada tienen ya que hacer aquí. – Pero el dietario… -añadió López Carrillo-. Esos nombres… – ¡Rehostia! -exclamó el gobernador dando un puñetazo en la mesa-. ¡Ese asesino ha volado y punto! Olviden el maldito libro, no se metan en líos. Se hizo un embarazoso silencio. – Además, Ros, usted se propasó con el obispo. Sepa que he cursado una misiva a Madrid. En cuanto se enteren los retiran del caso. Veremos si esto no le cuesta un expediente -entonces, mirando a López Carrillo, añadió-: estos señores se van de Barcelona, López Carrillo, y usted, chitón. Y ahora, salgan, estoy cansado. Barcelona, 24 de junio de Í881 Estimada Clara: Te escribo muy desanimado pero con el convencimiento de que pronto nos veremos y os podré abrazar a ti y a los niños, cosa que en este momento es lo único que me apetece. Sabes que no me gusta hacerte participe de los casos que investigo porque entiendo que, a menudo, me toca lidiar con el lado más oscuro del ser humano, pero éstas son circunstancias especialmente duras para mí. Me consta que llevas un gran detective dentro y que disfrutas, como yo, conociendo los detalles, planteando hipótesis y llegando a conclusiones como uno más del gremio. Así eras cuando te conocí, me ayudaste mucho en aquellas investigaciones de los primeros días, y así sigues siendo. Además, sé que la prensa se va a hacer eco de los detalles más truculentos de este caso, que comienza a asquearme y del que me temo vamos a ser relevados por Madrid ante las presiones del gobernador de la plaza, quien no nos quiere por aquí. Tú sabes que no es la primera vez que la investigación de un asunto me lleva a adentrarme en otro más enrevesado y horrible que el primero. Este ha sido el caso del secuestro de don Gerardo Borrás, que me ha llevado a seguir la pista de una mujer inteligente, o mejor, un hombre que se viste de mujer, intrépido como un varón, reflexivo como una mujer, pérfida y con rasgos psicopáticos que, la verdad, comienza a hacerme sentir miedo. Es un caso de doble personalidad muy raro. Tiene dos identidades: una de hombre y otra de mujer. Ya verás los detalles en la prensa de Madrid, pero hoy hemos hecho descubrimientos horribles. Este hombre-mujer no sólo ha participado de forma activa en el secuestro de Borrás (que fue brutal e inhumanamente torturado), sino que lleva años prostituyendo niñas y, lo que es peor, asesinándolas tras extraerles la sangre poco a poco. He encontrado un libro en la biblioteca que me ha aclarado el asunto. Hemos hallado un cuerpo emparedado, lleno de laceraciones, pequeño, de apenas una jovencita. Estaba acartonada, la habían sangrado como a una res y me temo que sé cómo lo han hecho. Eso me turba. Me enfrento a un loco que había convencido al menos a tres personas para que trabajaran para ella: dos hombres, uno de ellos muerto, el otro fugado, y un enano que murió por una tremenda caída. La visión del macabro hallazgo que hemos tenido que contemplar hoy me ha hecho pensar en los niños y sentirme vulnerable. He sentido miedo por ellos, por ti, por mí. Hacía tanto tiempo que no lloraba… Sé que este desalmado andará aún por aquí y me gustaría cazarlo, pero me temo que en breve llegará la orden de regresar a Madrid. En el fondo lo espero, así podré volver a casa, sentirme aliviado y olvidar esta pesadilla. Hay gente importante metida en el asunto: hemos hallado un dietario que ha confiscado el gobernador, así como abundante correspondencia cifrada en papel y sobres demasiado elegantes. Además, nos consta que cuando tuvo un pequeño lupanar, por las noches recibía clientes en coches de lujo que incluso iban acompañados por damas. Se creía bruja. Me gustaría hallar el lugar donde estuvo recluido don Gerardo, pero lo tengo difícil. Ha resultado malherido, según me ha dicho el médico esta misma noche, está en coma, probablemente irreversible debido a un traumatismo que ha sufrido tras autolesionarse en nuestra presencia. La culpa la han tenido a partes iguales su mujer, doña Huberta, el obispo, el cura de la familia y hasta el gobernador, que han montado un auténtico circo agobiándolo con signos religiosos para demostrar que estaba poseído. Por no hablar del Sello de Brandenburgo, del que ya te contaré. Yo sabía lo que iba a ocurrir, el médico también lo sabía, pero no hemos podido evitarlo, protegerlo de la ignorancia que Se aferra a este país en el que vivimos. ¿Dónde estuvo recluido? ¿Qué vio? ¿Qué padeció? El informe de Córcoles y su amigo el geólogo me han dado una idea, estuvo en algún lugar con materiales diluviales, o sea, arenas de río en cristiano. Sabemos que eran del cuaternario porque había unos pequeños organismos fosilizados en la tierra, Pupilla dentata, que son de esa época. La zona objeto de estudio es demasiado grande, la cuenca del río Besós cerca de Barcelona, la de su afluente, el Ripoll, y una amplia área al sur de Montjuïch, hacia el hipódromo, casi en el Llobregat. Además, iba cubierto de azufre y no he hallado ningún yacimiento en esos lugares. Necesito tiempo, Clara, y es justo lo que no tengo. Quizá sea mejor así, añoro tanto volver contigo… Siempre tuyo, te quiere, Víctor Dos jóvenes salían apoyándose el uno en el otro del fumadero de opio de Takeo situado en el corazón de Pekín. Ese poblado de chabolas, habitado íntegramente por inmigrantes de origen chino, albergaba a casi seiscientas almas. Una ciudad al margen de la ciudad, una pequeña parte de China inmersa en el corazón de Cataluña, con otro idioma, otros usos y otras leyes. Santiago Berga y Alfonsín Borrás se tambaleaban caminando por en medio del albañal mientras dos figuras los observaban, discretamente ocultas tras el aglomerado que hacía de pared en una casamata. Cuando aquellos dos jóvenes disolutos se perdieron en el mar de chabolas, un chino, pequeño, enérgico y enclenque, salió de su local abriendo una desvencijada puerta hecha con tablas de distintos tamaños y colores. Lo acompañaban dos enormes malones sin camisa, musculosos, con el cráneo rapado y una larga coleta que, saliendo de la nuca, les llegaba hasta bien abajo de la espalda. – Perdonen, pero no sé qué hacen ustedes vigilando mi local -dijo muy serio acercándose a aquellos dos desconocidos que, amparados en la oscuridad, veían alejarse a Berga y a Borrás. Uno de los dos vigilantes dio un paso al frente y la luz de la luna iluminó su cara: – Jodido chino, ¿ya no saludas a los amigos? – ¡Señor Ros! -exclamó Takeo lanzándose en los brazos del policía-. ¡Cuánto tiempo! – Y tú estás igual -repuso Víctor-. ¿Cómo va el negocio? – Muy bien, como siempre. – Sí, los viciosos nunca desaparecen. Los dos hombres rieron. – Este es mi socio, don Alfredo. Takeo estrechó la mano del compañero de Ros: – Los amigos de don Víctor son mis amigos. -Entonces se volvió para mirar a Ros y dijo-: ¿Cuánto tiempo hacía que no venía por Barcelona? – Buf, ocho, quizá nueve años. Ahora vivo en Madrid. Me va bien. Quisiera hacerte unas preguntas sobre esos dos que han salido. – Dos señoritos. – Ya. – Sabe usted, don Víctor, que un día me hizo un gran favor y yo le prometí que siempre que quisiera podría acudir a mí en busca de ayuda. – Estoy metido en un asunto complejo, Takeo, y no te digo que no. Si el negocio se me tuerce aún más de lo que está (cosa que creo harto probable), voy a necesitar tu ayuda. – Usted dirá. – Mira, Takeo, se trata de… Sentados en la barra de una tasca de la Barceloneta, Ros, López Carrillo y Blázquez apuraban sendos vasos de aguardiente. Estaban borrachos. – Santiago Berga y Alfonsín, amigos -dijo don Alfredo- Otra casualidad. ¿Creéis que mi sobrino estuvo implicado en el secuestro de su propio padre? – Sí -contestó López Carrillo. – No -añadió Víctor-. Es un pobre imbécil. Se hizo un silencio, denso, impenetrable. – Veinticuatro niñas -dijo Juan de Dios, que parecía indignado-. ¡Veinticuatro! Llevaba diez años actuando y el gobierno civil lo sabía. – Veinticuatro niñas que ellos sepan -añadió don Alfredo completamente ebrio, pues no solía beber y el aguardiente había surtido su efecto-. Pero no podemos ni hacernos una idea del número real. ¿Cuántos hijos de inmigrantes, de los poblados, habrán desaparecido sin dejar ni rastro? – No quiero ni pensarlo -declaró Víctor-. Maldita sea el hambre. – Todo esto es una gran mierda. Lástima no tener una fotografía y cazarlo como a una rata -apuntó Juan de Dios. – ¿De Paco o de Elisabeth? -espetó don Alfredo. – De cualquiera de los dos. Además, a estas horas estará en Cuba -comentó López Carrillo. – No -negó rotundo Víctor alzando su vaso-. Esa arpía sigue por aquí. Quiere el dinero de don Gerardo. – ¿Cómo? -preguntó don Alfredo-. ¿Pero no vaciaron ellos, los secuestradores, digo, la caja fuerte? – No, amigo, no. Tras registrar el piso lo he visto claro. ¿Acaso creéis que si don Gerardo les hubiera dado la clave hubieran necesitado llegar a ese extremo de tortura que lo dejó ido? No, no. Ahora debe esconderse. Necesita dinero. Además, sólo dos personas tenían llave de la oficina y sabían la clave: Guzmán, el secretario, y el propio don Gerardo. Fue este último quien sacó el dinero. – Pero ¿por qué?-preguntó Juan de Dios intrigado. Víctor dio otro trago asqueado. – Mirad, tengo el caso bastante claro, pero para cerrar el círculo debo capturar a los malhechores. Don Gerardo está listo, fuera, no cuenta. Creo saber más o menos lo que le ocurrió, pero me falta hallar la guarida. Ese loco se esconde allí, seguro, donde encerraron a Borrás. Allí está la cría, Antoñita. – Si sigue viva. – Ya. -Víctor volvió a tomar la palabra-. Es probable que esté muerta, sí. Depende de la sangre que le quede. Aunque lo último que he averiguado no me ha animado mucho. Ese loco de Paco se cree condesa. La portera del inmueble en el que tuvo su lupanar hace dos años y Teresita han coincidido en que el enano la llamaba señora condesa. Y en el dietario hallé una lámina de una mujer noble del medievo, de frente despejada, elegantes ropajes y ojos de loca. Muy blanca. Me la quedé. – ¿Y sabes quién era? – Sí, y ojalá no lo hubiera sabido: Erzsébet Báthory. – ¿Quién? -preguntó López Carrillo. – Una noble húngara, nacida en el año 1556. Fue una joven infeliz, casada con un tipo duro, un soldado, un sádico que casi nunca estaba en casa, el conde Ferencz Nadasky. Cuando éste murió, ella dio rienda suelta a sus instintos. Siempre había sido una sádica, torturaba a sus criadas brutalmente por nimiedades y se decía que gustaba de acompañarse en el lecho por jovencitas. Al verse libre del marido comenzó a buscar la compañía de brujas, viejas desdentadas que ejercían la magia en los bosques de alrededor. Le agradaba rodearse de una corte de tarados, viejas y horribles mujeres con malformaciones, porque así ella resaltaba más, parecía más bella. – Como el enano, el criado. – Exacto. Poco a poco fue elevando el nivel de su sadismo, aunque lo que le obsesionaba era no envejecer. Pinchaba a sus siervas con alfileres en los pechos y se restregaba su sangre como tratamiento de belleza. – Como dijo Teresita que le hacía a ella… – Se bañaba en la sangre de sus víctimas, literalmente. Por eso estoy tan afectado -dijo Víctor- El cuerpo que hallamos emparedado tenía múltiples laceraciones… – Sí, ¿y? Víctor se atizó un nuevo trago y tomó fuerzas. – Erzsébet Báthory -dijo- tomaba duchas con sangre de jovencitas vírgenes. Colocaban a la víctima en una especie de jaula de cristal pero llena de pinchos de hierro por dentro, un instrumento de tortura medieval. – La dama de hierro. – En efecto. Metían a una joven virgen dentro, subían la jaula en alto y la condesa se situaba debajo. Entonces, sus acolitas azuzaban a la joven con agujas y ésta, al moverse, se laceraba la piel con los pinchos de la dama de hierro provocándose una hemorragia múltiple. La sangre caía y, debajo, la condesa, se bañaba en sangre. – ¿Y crees que ese cuerpo…? Víctor Ros asintió: – Me temo que nos hallamos ante un emulador. Paco, o mejor, Elisabeth, se cree Erzsébet Báthory. Por cierto, ¿sabéis cuál es la traducción al castellano de ese nombre? – No. – Elisabeth. – ¿Y no crees que el espíritu de la condesa pudo entrar en el cuerpo de Paco Martínez Andreu? -terció don Alfredo. – No. Eso es lo que él quiso creer, pero este hombre padece un trastorno de personalidad grave. – Quizá Lewis te podría ayudar -apuntó Blázquez-. Te ha mandado más de diez recados. – No quiero hablar con él. Me ha decepcionado, él y el Sello. No logro entenderlo. ¿Por qué actuó así el Sello de Brandenburgo? ¿Qué sacan en claro de esto? – No te hagas mala sangre -dijo López Carrillo. – Sí, tienes razón. Quiero cazar a Elisabeth. Debo encontrar el escondite como sea. El subterráneo donde estuvo don Gerardo. – ¿Y para eso estás liado con todas esas historias de la tierra y los geólogos? Paparruchas -dijo López Carrillo. Víctor levantó la mirada abotargada, los ojos rojos por el alcohol y, dirigiéndose muy serio a su amigo, apuntó: – No es ninguna tontería. Los geólogos dividen la historia de la Tierra en cuatro eras, a saber: primaria, secundaria, terciaria y el cuaternario, en el que ahora estamos. ¿Me seguís? -Los otros dos asintieron-. La era primaria se llama también paleozoico, la secundaria, mesozoico y la terciaria, cenozoico. Bien, a lo que iba, conforme van pasando los años los materiales que forman las rocas se van depositando. Bien. Por tanto, es lógico pensar que los materiales más antiguos quedan debajo de los más nuevos. – Lógico -musitó Blázquez completamente beodo. Víctor siguió a lo suyo: – A veces hay excepciones a esta regla porque los materiales se pliegan, pero como norma general nos permite ir leyendo la historia de la Tierra en las rocas que se han ido formando, como un libro del que vamos pasando páginas. En cada época han existido seres distintos y, a veces, se fosilizan, por lo que si hallamos un fósil determinado, de una época determinada, en un material, pues ya lo hemos datado. – A ver, listillo -dijo Juan de Dios-. ¿Y cómo saben los geólogos la edad de un fósil? ¿Se la preguntan? Don Alfredo soltó una tremenda carcajada. – No -dijo Víctor muy serio-. A lo largo de la historia los geólogos han estudiado con qué estratos estaban asociados determinados fósiles. Si con materiales más antiguos (esto se sabe a veces por el tipo de roca, por ejemplo, un granito) o con materiales más modernos. Y por supuesto han comparado los de unas zonas con otras, los de diferentes continentes incluso, y así han ido reconstruyendo la cronología, la secuencia de las distintas especies que han poblado la Tierra. – ¿Y qué cono tiene eso que ver con Barcelona? -dijo López Carrillo tras soltar un tremendo eructo. – Bien -continuó Víctor exageradamente serio y rimbombante-. Barcelona está asentada sobre una llanura ligeramente inclinada que se extiende desde las montañas de la sierra litoral catalana hasta el mar. Queda enclavada entre los deltas del Besós y el Llobregat. Bien, bien. Hay dos zonas claramente delimitadas: una, las zonas montañosas, antiguas, muy antiguas, del paleozoico, o sea, de la era primaria. ¿Me seguís? – ¡Sí! – La otra, más nueva, la llanura, casi toda de materiales muy recientes, del cuaternario, que a su vez descansan sobre materiales viejos, como una mesa que los sostiene. Pero, amigos, nos interesa lo de encima, los materiales nuevos, me refiero a los de la llanura. Bien, el geólogo, el amigo de Córcoles, identificó un fósil en los restos de tierra de las botas de don Gerardo: se llama Pupilla dentata, son pequeñas conchas, como capullos de apenas un milímetro de tamaño, fácilmente identificables con una lupa, y son propias de materiales diluviales, o sea, depositados por arenas de río y del cuaternario. En cristiano, recientes. Esto nos permite descartar una amplia zona, que es en la que se encuentran los materiales de la era primaria: las montañas, de entrada, y luego el resto de la llanura excepto la cuenca del Besós, el Ripoll y el Llobregat. – O sea, que tienes demasiado terreno para buscar -sentenció Juan de Dios. Otro eructo. – Y que lo digas -le contestó Ros. – Y tiempo, lo que se dice tiempo… poco -apuntó Blázquez. – Nos van a mandar a Madrid de un momento a otro y no tengo ni idea de dónde ocultaron a don Gerardo, y ésa es la clave del caso -sentenció Víctor. – Pues, entonces, habernos ahorrado la maldita lección -dijo Juan de Dios. – ¿Y qué pasó con esa condesa? -preguntó don Alfredo. – Mató a seiscientas jóvenes. No había una sola moza en muchas millas alrededor de su castillo. Pero cometió un error: comenzó a asesinar a jovencitas nobles de su corte. El rey envió a su guardia y destaparon el pastel. A las brujas les cortaron las manos y las quemaron. – ¿Y a ella? – La emparedaron y murió a los tres o cuatro años. López Carrillo llamó la atención del tabernero con la mano y dijo lo que todos esperaban oír en un momento como aquél: – ¡Otra botella! |
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