"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 8Santiago Berga echó un vistazo a la platea desde su palco del Liceo. El ambiente le pareció memorable, edificante; aquél era el verdadero escenario donde se podía tomar el pulso a la ciudad, o por lo menos a lo más granado de ella. Había una auténtica estratificación social en altura, una representación fidedigna de la sociedad barcelonesa ordenada de más a menos. Abajo, en la platea y en los primeros palcos, se situaba lo más granado de la alta sociedad y la burguesía catalanas. Luego, en los pisos intermedios, la incipiente clase media y al final, donde los iluminadores, en el gallinero, las clases más populares, la gente de la calle. Berga recorrió con su mirada la zona bien, los palcos más selectos y la platea en busca de conocidos, de algún gesto, una indiscreción o un buen cotilleo que llevarse a la boca. Nada. Dicen que una vez Josep Pía describió aquel ambiente como «un océano de joyas». Se sintió aburrido y decidió aprovechar el entreacto para acercarse al excusado. La función estaba resultando interesante y había quedado con Antoni Pujol para cenar en casa de los Ripollet al acabar la obra: Don Carlo, de Verdi. Pasó por las dependencias comunes al exclusivo Cercle del Liceo, adyacente al edificio, y al que sólo unos pocos varones de entre lo más selecto de la sociedad barcelonesa tenían acceso, y buscó un poco de intimidad en el urinario. El Cercle era un espacio sublime, elitista, exquisito y reservado a la cultura, a las tertulias de alto nivel y a las buenas maneras. El gran salón, los billares, la sala de lectura, las salas de juego, el comedor o la barbería formaban parte ya de una serie de espacios comunes exclusivos de los más adinerados que sonaban a oídos de la gente del pueblo como ensueños más propios de las mil y una noches. Una vez a solas sacó del bolsillo del frac una pequeña cajita y sobre un pequeño espejuelo dispuso un par de líneas de aquel polvo blanco que comenzaba a hacer furor entre los más avezados noctámbulos de la ciudad. Había adoptado esa costumbre durante los dos años que pasara en Londres y le había resultado muy difícil hallar un buen proveedor en Barcelona. Afortunadamente, no era cuestión de dinero y un marino malencarado que le presentara el chino Takeo en una tasca de la Barceloneta traía un buen género que venía desde el mismísimo Londres. Después de esnifar aquel oro blanco sintió que surtía su efecto. Unas pequeñas luces blancas siguieron al estado de omnisciencia que aquella droga le solía producir. Notó cómo fluía su sangre, estaba vivo y la noche era larga. Quitó el pestillo, sorbiendo hacia arriba por la nariz, y abrió la puerta. Un tipo lo aguardaba detrás de ella. Vestía de calle, iba con un traje que le pareció más bien corriente con una corbata quizá demasiado llamativa. Llevaba un bombín en una mano y en la otra una tarjeta. – Víctor Ros, policía. – ¿Cómo? -dijo el otro bastante alarmado. -Es usted Santiago Berga, ¿no? – Este… sí, claro. – Tengo que hablar con usted -dijo Ros estudiando atentamente sus facciones. Le pareció evidente que aquel fulano no era trigo limpio-. Lleva usted algo en la nariz. Berga se limpió rápidamente, muy azorado. – Es un hábito nocivo -dijo el policía sonriendo muy ufano. – ¿Cómo? No entiendo qué me dice. Estoy resfriado. – ¿Podemos hablar a solas?, le digo que es urgente. – La función va a continuar -dijo el joven aristócrata. – No lo entretendré mucho. Víctor siguió a Berga y tomaron asiento en una mesa, junto a la entrada. Desde allí la vista de la entrada al Liceo era magnífica, y perfecta para presenciar la llegada de los carruajes, la pompa y los vestidos de las damas. Se decía que la función era a veces lo de menos, lo que de verdad importaba era relacionarse, ver a la sociedad barcelonesa en su esplendor y hacer negocios, urdir conspiraciones y estrechar alianzas. – Blas, dos copas de champán -dijo Berga a un camarero, parecía acostumbrado a mandar. Víctor lo estudió con atención: alto, delgado, muy delgado, de maneras aristocráticas, pelo moreno con un largo flequillo que le caía sobre la frente, lucía perilla y finos bigotes, a la manera de los tan conocidos poetas románticos. Era obvio que una vida de excesos, adicciones y fiestas le había conferido aquel aspecto, con unas profundas ojeras que a Víctor le recordaron las de los obreros hambrientos de las fábricas de la ciudad. Qué paradojas. – Usted dirá -espetó Berga apurando su copa. – Paco Martínez Andreu. El otro permaneció impertérrito, como si no supiera de qué le hablaban. – Alias Elisabeth -apuntó Víctor. Berga negó con la cabeza arqueando las cejas. – Sabe usted de qué le hablo. Su buen amigo Paco. No me haga recordarle el sumario en el que usted estuvo implicado. – Aquello se archivó, falta de pruebas. – Ya. – Necesito que me ayude a capturarla. – Solo la vi una vez, casualmente… – No me mienta, joven. Escapó usted por poco y no va a volver a tener tanta suerte. – ¡Usted no sabe…! – … con quién estoy hablando, sí. Torres más altas han caído. ¿Dónde puedo encontrarlo? Se ha esfumado. – No lo sé, hace tiempo que no la veo. Desde aquel desagradable incidente que usted menciona, ya sabe, mi detención al hallarme en aquella casa, no he vuelto a verla. Mi padre me amenazó con desheredarme y, créame, no soy tonto. Me gusta la buena vida, lo admito. No diré que no me he corrido buenas juergas y que conozco todos los ambientes lúdicos de Barcelona, pero esa mujer por poco me trae la ruina. – ¿Mujer? – A él le gusta pensar que lo es, y resulta convincente, créame. Es bellísima aunque, fíjese que ya no cumple los cuarenta. – Vaya. – Sí, se conserva joven, tiene un cutis… Acudí a aquella casa recomendado, pensaba que era un burdel más. No sabía que era un lugar donde se prostituía a chicas tan jóvenes. – Y a chicos. – Vaya, ha hecho usted los deberes, pero eso son rumores. – Miente. – ¿Cómo? – No me tome por tonto. Su amigo Paco se ha metido en un buen lío. Es más que probable que esté implicado en el secuestro de Borras. – Ah, ¡el Endemoniado! – Eso es una tontería. De endemoniado, nada. – Tengo amigos ocultistas que no opinan lo mismo. – ¿Es usted espiritista? ¿También? Se hizo un silencio. – Mire, señor… – Ros. – Le he dicho que no sé dónde para Elisabeth. – Paco. – Elisabeth o Paco, ¿no se da cuenta? Son dos caras de una misma moneda. Cuando nos detuvieron, en el cuartelillo tardaron dos días en darse cuenta de que era un hombre. Y fue gracias a las quejas de las reclusas, que le vieron el miembro al orinar. – Ya. – Mi relación con ella terminó hace tiempo y además no la conocí apenas, créame. Me está usted haciendo perder el tiempo y creo que ya he sido suficientemente amable. -Sonó la campana que llamaba a los espectadores para reanudar la función-. Esta ciudad es compleja, usted no sabe con quién se la juega ni por qué camino transita. Vuelva a su casa, buen hombre, y no moleste más. Si va a acusarme de algo, dígalo, y si no, me voy. Víctor se levantó dando la entrevista por terminada. No le agradaba aquel sujeto. El inspector Ros salió por la puerta principal del Liceo muy enfadado. De pronto, se quedó muy quieto cuando se dio de bruces con un caballero alto, de aspecto extranjero, con la chistera en la mano y que le tendía la diestra: – ¡Lewis! -exclamó Ros estrechando la mano del inglés efusivamente-. ¿Qué hace usted aquí? Víctor se sintió invadido por una gran alegría al encontrarse con aquel amigo que tanto le ayudara en la resolución del que la prensa llamó «El caso de la Viuda Negra». – Recuerdo haber recibido un telegrama tuyo diciéndome que estabas en Barcelona, ¿no? – Sí, sí, pero no pensé que fuera usted a venir. – El asunto ese del Endemoniado es suficientemente interesante. – No sabe cuánto me alegro de verlo, estoy metido en un embrollo que, según me temo es delicado. Pero vayamos al hotel y hablemos, aquí hay demasiada gente -dijo Ros-. Además, estoy hambriento. Una vez que Ros, don Alfredo, López Carrillo y el propio Lewis tomaron asiento en el coqueto gabinete de las habitaciones que habían tomado en el Continental, y mientras aguardaban que les sirvieran la comida, el inglés dijo: – Vaya, vaya. ¿Y Clara? – Bien, muy bien, y los niños, también. ¿Cuánto hace que no nos veíamos? – Dos meses. He estado en Vladivostk. Un asesino de viejas. – ¿Lo ha cazado usted? – Ya es historia. – Muerto. – Sabes, querido Víctor, que el Sello de Brandenburgo no se anda con tonterías. – Vaya -dijo López Carrillo-. No les sigo. ¿De qué va esto? ¿El Sello de qué…? Víctor rio, bebió un buen trago de vino, y le dijo a su amigo: – Aquí mi buen amigo Brandon Lewis pertenece a una elitista organización de ámbito europeo llamada el Sello de Brandenburgo. Está financiada por algunas de las más acaudaladas familias del Viejo Continente y cuenta con algunos de los mejores investigadores policiales del momento. Su objetivo es investigar a los grandes asesinos, prevenir sus fechorías y eliminarlos dándoles caza sin piedad. Para ello cuentan con unos medios… diría que ilimitados. Lewis sonrió asintiendo. – ¿Y tú…? -preguntó Juan de Dios. – No, no -aclaró Lewis-. Su buen amigo Víctor ha rehusado obstinadamente nuestras invitaciones para ingresar en el Sello, pues debe su lealtad al cuerpo de policía para el que trabaja. A lo más que ha accedido es a mantenernos informados sobre los casos más complejos que se dan en este país y a recibir unas lecciones del profesor Berkowitz en Viena sobre inteligencia intuitiva. – ¿Cómo? – Sí -dijo Víctor-. Una idea de Lewis y su grupo. Dicen que todas las capacidades del ser humano son mejorables y que con un buen entrenamiento podemos depurar al máximo nuestras aptitudes. – ¿Y eso te sirve para adivinar cosas? -repuso incrédulo el bueno de López Carrillo. – No, no, pero sí para seguir a veces el camino correcto, ya sabes, para vislumbrar la buena senda, el husmillo correcto. Hay una cosa que los investigadores llaman inconsciente… – ¿Inconsistente? – No, inconsciente. Cosas que percibimos sin darnos cuenta pero que nuestro cerebro almacena. Algunos lo llaman intuición, pero en realidad es una observación que realizamos de forma no consciente. Se puede entrenar. – Ah -contestó López Carrillo, el cual, evidentemente, no terminaba de entender aquellas paparruchas. Continuaron hablando durante la cena sobre el caso que les ocupaba y Lewis se mostró muy interesado al ir conociendo los detalles de aquel asunto que la prensa había bautizado como «El caso del Endemoniado de la calle Calabria». Hizo preguntas sobre don Gerardo, los icarianos y le llamó mucho la atención aquella figura que comenzaba a adquirir importancia en el sumario, la de Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth: hombre, mujer, timador, prostituta, secuestrador, ladrón y alcahueta que prostituía a chicas vírgenes. – Ese tipo puede ser un muy digno rival, Víctor -dijo con el rostro muy serio-. Además, parece un espécimen interesante. Un trastorno bipolar como ése no es algo muy habitual. – ¿Y no será que simplemente es un poco «tralará»?-dijo López Carrillo muy campechano. – No, no -dijo Víctor-. La verdad es que el asunto parece raro. Según me dijo su mujer, la pintora, es como si tuviera dos personalidades: una de hombre, Paco, y otra de mujer, Elisabeth. – La verdad, Víctor, es que eso que apuntas sobre la segunda personalidad de este individuo… – ¿Sí? – No sé, suelen ser casos difíciles, cruentos -repuso el inglés. – La mujer dice que todo fue a raíz de una sesión de espiritismo -dijo don Alfredo. – No irás a creer que un espíritu entró en su cuerpo y se ha ido apoderando de él, Alfredo -añadió Víctor-. Lo que nos faltaba, ya tenemos bastante con un endemoniado. – Es obvio que el origen de esa doble personalidad estriba en un desorden nervioso. Dices que vio cómo su padre mataba a su madre, ¿no? -dijo Lewis. – Nunca te puedes creer lo que dice un delincuente -sentenció López Carrillo. Lewis insistió: – Y contabas que su criado, el enano, recluta chicas vírgenes, ¿no? – Sí, en efecto. – Esto no me gusta un pelo. ¿No te parece mucha casualidad? – No le sigo, Lewis -dijo don Alfredo. – Sí, sabes que han desaparecido algunas chicas en la ciudad… – Es la comidilla -apuntó López Carrillo. – El Sello dispone de cierta información confidencial que sólo barajan el tipo que lleva el caso, un tal Ángel Silla, y el gobernador. Los tres policías se quedaron mirando a Lewis, expectantes. – Bien, como ustedes sabrán, a las chicas se las ha tragado la tierra. Nada. Sólo se ha tenido noticia de una de ellas, una tal… Gertrudis Bermejo. Es confidencial -dijo Lewis consultando un pequeño bloc de notas-. Sus padres, obreros muy pobres venidos de Cádiz, la encontraron a la puerta de su casa, una humilde chabola, dos días después de su desaparición. Casi no podía moverse, estaba exhausta, pálida. – ¿Y? – Tenía una incisión cerca del cuello y apenas si le quedaba sangre en el cuerpo. – ¿Cómo?-repuso don Alfredo. – ¿Quién se la llevó? ¿Cómo la atacaron? – No recordaba nada -continuó Lewis-. Quizá la atacaron por la espalda, con cloroformo o fenobarbital, es fácil. Debieron de tenerla drogada. El gobernador civil nos avisó directamente. No quiso ni que el asunto trascendiera a la policía. Es mal asunto hablar de vampirismo. – ¿Vampi qué? -dijo López Carrillo. – No muertos, amigo, no muertos que chupan la sangre de los vivos. Supersticiones -aclaró Ros-. ¿Y la joven? – Está siendo estudiada por el Sello en Zurich, con sus padres. No le falta de nada. Se recupera bien. – ¿Y el Sello piensa que las otras chicas…? Lewis asintió. Permanecieron en silencio y el inglés tomó de nuevo la palabra: – Esa Elisabeth o Paco y su criado… buscaban vírgenes, para mí está claro, ¿no? – Sí -dijo Víctor. – Sería digno de estudio, ese tipo. – Vampirismo… -murmuró por lo bajo López Carrillo. – Sí, amigo, hay casos documentados de personas, auténticos psicópatas que sienten la necesidad de ingerir sangre humana apuntó Lewis-. Algunos, tras la ingesta, quedan en estado de coma durante un rato o incluso alcanzan el orgasmo. Una disfunción muy interesante para el estudio de la psique humana. Yo mismo investigué el taso del sargento Bertrand, en París, en 1841. Un loco que asaltaba cementerios para despanzurrar cadáveres y abrazarse a sus intestinos. Un loco, un necrófago. – ¿De verdad cree que desangraron a esa chica? -preguntó don Alfredo. – No lo creo: el Sello lo ha comprobado. El agente que investiga el caso lo está llevando con el mayor de los sigilos. Nada debe trascender y si aparece el enano, debemos saberlo. Yo, por mi parte, haré otro tanto, moveré mis hilos -dijo el inglés. – Vamos, que piensa usted que puede haber alguien suelto por ahí que se cree vampiro y que puede estar relacionado con nuestro enano alcahuete -apuntó don Alfredo. – Más o menos -dijo el inglés. – El secreto está a salvo con nosotros -lo tranquilizó Víctor-. Después de lo del Endemoniado sólo nos faltaba que la gente se pusiera histérica con asuntos de brujas y «chupa-sangres». Ya a los postres llegó un telegrama para el inspector Ros. – Vaya, lo que esperaba -dijo abriendo el sobre sonriente. Leyó con atención y dijo: – Es de Córcoles, el químico. Me envía un informe más extenso por correo que ya llegará, pero me adelanta que el polvillo amarillo era, en efecto, azufre. Como ya sabrán ustedes, si el grado de humedad es alto, reacciona con el hidrógeno del aire produciendo sulfhídrico, lo que provoca el olor a huevos podridos. Los restos de tierra de las botas de don Gerardo han sido productivos, me dice que eran materiales diluviales, en concreto arenas con Pupilla dentata. Del cuaternario. Los tres compañeros de Víctor lo miraron como si fuera un bicho raro. – Sé lo que me digo, sé lo que me digo -repuso-. Sólo necesitaré un buen tratado de geología y algunos mapas de la zona. Algo avanzamos, amigos, algo avanzamos. Barcelona, 21 de junio de 1881 Querida Mariana: Te echo de menos. Te mentiría si te dijera que las cosas van bien y eso provoca quizá que os eche más de menos a ti, y sobre todo a nuestra nieta. Dale un beso de mi parte y dile que su abuelito piensa en ella todas, todas las noches. Víctor, como siempre, se muestra hermético en exceso y yo, por mi parte, procuro frenar sus ansias y sus ganas que, a veces, le llevan demasiado lejos. Gerardo está hecho una ruina, lo torturaron y quedó como ido, eso cuando no le muestran símbolos religiosos, porque entonces se vuelve loco. En suma, que no va a poder contarnos nada. Como siempre, mi compañero parece saber más de lo que demuestra, a veces se sonríe, pero yo creo que no las tiene todas consigo. Se niega a pensar que el secuestro es cosa de socialistas y anda enfrascado en no sé qué asuntos relacionados con unos análisis que un químico hizo de las ropas del secuestrado. La prensa abunda en el asunto del viaje al infierno de Gerardo, es la opción que más vende y que, la verdad, da que pensar. Sé que en Madrid estáis al tanto y que La Época, El Imparcial y los demás periódicos están cubriendo el asunto. Aunque no tanto como Víctor, me tengo por hombre racional, pero la verdad, no acierto a entender cómo se volatilizó don Gerardo del coche y cómo pudo volver a aparecer lleno de azufre, tierra y odiando todo lo que suena a religión. Víctor parece seguro al respecto y ahí anda con no sé qué estudios de geología, de materiales «diluviales» y no sé cuántos organismos microscópicos fosilizados. De locos. Espero volver pronto, la verdad, porque creo que aquí poco nos queda por hacer. Me parece obvio que unos facinerosos secuestraron a Gerardo, lo torturaron y consiguieron hacerse con el dinero y los bonos de su caja fuerte. Mi prima Huberta se a volcado en la religión y cree firmemente que su hombre ha vuelto del infierno. En definitiva, el único testigo tiene la mente perdida y el dinero y los malhechores volaron. Espero que pronto estemos ahí aunque nos apuntemos un fracaso en nuestro curriculum. Total, no se puede ganar siempre. No me gusta nada mi sobrino, Alfonsín, pero no quiero decirle nada a Víctor al respecto. Menudo es. Recibe un fuerte abrazo y un beso de tu marido, Alfredo Víctor salía del hotel con la intención de acercarse a la universidad para realizar unas consultas cuando fue abordado por don Federico Ponce, el médico de la familia Borrás. – ¡Alabado sea Dios! ¡Menos mal que lo encuentro! – Buenos días, don Federico. – Sí, sí, buenos días. Disculpe mis modales, pero necesito su ayuda. Es urgente. – Usted dirá. – Doña Huberta y ese cura… – ¿Sí? – Quieren demostrar al obispo que don Gerardo está endemoniado. – Vaya. – Sí, ahora mismo, en su casa. Quieren llevárselo a un monasterio y han llamado al obispo. Creen que si lo ve se convencerá y presionará a las autoridades para que les dejen trasladarlo. – Es un testigo en un caso importante y no debería salir de la ciudad, por lo menos hasta que haya podido declarar. – Usted lo ve como policía, pero yo lo veo como médico. No creo que aguante el estar rodeado de símbolos religiosos, con curas, monjas y exorcismos. – Mi amigo Alfredo ha salido hace unos minutos para allá. Lo acompaño. No tardaron mucho en llegar a la calle Calabria, pues el cochero se empleó a fondo. Al llegar por poco no pueden bajar del coche de alquiler. Un gentío medio histérico ocupaba la calle, varios coches lujosos con sus cocheros aguardaban y media docena de guardias propinaban empellones a los curiosos porque resultaba imposible transitar. Cuando Víctor bajó y se disponía a entrar escoltado por dos urbanos, un periodista le dijo: – ¿Es verdad que han exorcizado a don Gerardo? Le pareció ver a dos plumillas que hablaban entre sí en inglés. Un tipo orondo, de afilados bigotes, les tendió una tarjeta: – ¿Son de la familia? -preguntó entre el gentío- Soy del Circo Columbus, tengo planeada una gira mundial. Don Gerardo puede ganar mucho dinero. Una vez dentro, el médico y Víctor se miraron con alivio mientras dejaban sus bastones y sombreros a la criada. – Víctor, ¡dichosos los ojos! -repuso don Alfredo, que salió a recibirlos-. Te he mandado aviso, esto es una locura. Víctor entró en el salón y se encontró con doña Huberta, el cura de la familia y el obispo de la diócesis, Emeterio Cuenca, un hombre menudo, de rostro afilado y ojos escrutadores que le estrechó la mano sin hacer fuerza, como con aprensión. – Pero… -acertaba a decir Víctor cuando sonó la campana de la casa. Todos se giraron y pudieron ver cómo entraban Lewis y un caballero desconocido. El inglés dijo a modo de presentación: – Estos son Víctor Ros y don Alfredo Blázquez. – Don Trinitario Mompeán, gobernador civil de la plaza -dijo aquel tipo, bajo, rechoncho y de enormes bigotes, estrechando su mano-. Tenemos que hablar. Víctor señaló el gabinete. Aquello se le iba de las manos. Sonó de nuevo la campana y llegó López Carrillo. – Pero ¿qué demonios es esto? -exclamó con su característica bonhomía. Entraron todos en el gabinete: Víctor, don Alfredo, López Carrillo, Lewis y el gobernador – Ustedes dirán -protestó Víctor, que no podía disimular su enojo-. Me dice el médico, don Federico, que van a hacer no sé qué ceremonia de exorcismo… – Tranquilo, joven, tranquilo -dijo el gobernador, don Trinitario, alzando la mano-. Aquí no se va a hacer exorcismo alguno, es tan sólo que el sacerdote de la familia… – ¡Un fanático! -exclamó Víctor. – … el sacerdote de la familia-continuó el gobernador, visiblemente molesto por la interrupción- quiere que tanto las autoridades eclesiásticas como las civiles (yo mismo en este caso) contemplen el estado en que se halla don Gerardo. A nadie se le escapa que este hombre es testigo y parte directa en un caso de secuestro pero, al parecer, el cura quiere demostrar dos cosas: que no se encuentra en condiciones de declarar, algo que, me temo muy mucho, es cierto, y que su trastorno tiene una base… digamos religiosa o relacionada con las creencias del individuo. – Pero… ¿de verdad vamos a dar pábulo a estas cosas? -dijo Ros. – No se me escapa, joven, que este don Gerardo es hombre piadoso, mojigato, pero que tiene un pasado socialista, robó, timó y ahora, además, resulta que frecuentaba los lupanares. Algo me ha llegado de sórdidos encuentros con hombres… No, no me malinterpreten, no me escandaliza que el hombre tuviera sus expansiones, yo mismo soy un admirador del bello sexo y tengo mis devaneos lúdicos pero, claro, en un tipo tan mojigato, de comunión diaria, que se amanceba con otros hombres, los remordimientos han podido más y, bueno, su mente ha volado. – ¿Cómo conoce usted todos los detalles? -dijo Víctor. – Soy el gobernador, joven, sé todo lo que ocurre en la ciudad-dijo mirando hacia López Carrillo, que bajó la vista-. Opino que este hombre necesita una expiación, aligerar su alma, purgar sus pecados. – Pero ¿cree usted en esa paparrucha del endemoniado? – No, Ros, no. Pero sí creo que, de alguna manera, un hombre de comunión diaria, sometido a una brutal tortura y viéndose cerca de la muerte, acabó cediendo bajo el peso de sus remordimientos. Además, prefiero que la gente crea esa historia de la volatilización y su viaje de ida y vuelta al infierno a que se dé publicidad a historias de socialistas y secuestros de revolucionarios. – Ah, es eso -dijo Víctor-. Prefiere usted quitarse el muerto de encima y entregárselo a los curas antes que tener un problema de orden público. ¿Y qué me dice de la nota de los secuestradores? – Algún bromista. – Ya. -Víctor hizo una pausa-. Si es por el asunto de los socialistas, esté tranquilo, la pista es falsa, la palabra grabada en el carruaje, «Icaria», está escrita con la letra de don Gerardo, lo comprobé. – ¿Y? -dijo con aire escéptico el gobernador. -Pues eso, que él mismo estaba interesado en hacernos seguir una pista falsa. – ¿Insinúa usted que…? ¡Qué tontería! Es obvio que el hombre se estaba desmoronando y, volviéndose medio loco, desapareció por ahí, se metería en líos y el poco entendimiento que le quedaba lo hizo volver a casa -contestó don Trinitario Mompeán. – ¿Y cómo se volatilizó? -preguntó don Alfredo. – Se tiraría del carro en marcha, ¡qué sé yo! -repuso el gobernador. – Lewis -dijo Víctor-. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué hace el Sello en esto? Debió decírmelo. No entiendo lo que está pasando. – Sabes que la naturaleza de nuestras investigaciones es siempre secreta. No sólo nos interesa el asunto de las jóvenes desaparecidas. En los últimos tiempos hemos ido ampliando nuestras miras y hay ciertos fenómenos que el Sello quiere investigar, ya sabes, si un caso como éste sólo producto de la sugestión o si existen ciertas fuerzas que hoy por hoy no conocemos. La familia quiere llevar al enfermo al monasterio de Nuestra Señora de Laspaúles; allí acudirán dos especialistas nuestros, un psíquico y un psiquiatra, tenemos que aprovechar esta ocasión. – Es un testigo, me niego a que sea trasladado y el médico también. – ¡Usted hará lo que se le ordene! -exclamó el gobernador-. Mire, Ros, ha ido usted demasiado lejos, está molestando a gente importante. – Ya, lo dice usted por Berga. – Entre otros. Su familia es muy poderosa y no puede usted venir a apretar las tuercas a… – Es un pedófilo. – Tuvo un traspié y punto. – Ya, se fue de rositas. – No empiece usted guerras que no va a ganar -dijo Mompeán señalándolo con el dedo-. Sepa que he telegrafiado al ministerio para que le ordenen volver a Madrid. – La Brigada Metropolitana es de jurisdicción general, usted no me da órdenes. – No, en efecto, pero aquí mando yo. Al salón. Pasaron a la estancia principal de la casa. El obispo y el gobernador tomaron asiento junto a doña Huberta. Víctor observó que el prelado se quitaba la cruz, costosa y de oro macizo, para no importunar de entrada al poseído. Lewis, Blázquez, López Carrillo y Ros permanecieron de pie, junto al médico y el cura, que sonreía muy satisfecho. La enfermera y el mayordomo entraron con el enfermo, que arrastraba los pies, estaba ido, como un niño que apenas entiende el mundo que le rodea. Lo hicieron sentarse en una silla en el centro del salón. El cura tomó la palabra: – Hay sucesos, a Dios gracias, que escapan a la razón -dijo mirando de reojo a Víctor y al médico-. Y éste es uno de ellos. Verán todos ustedes cómo este hombre, en apariencia sereno y tranquilo, se transforma en una bestia a la más mínima visión de un símbolo sagrado. Entonces se giró y levantó un mantel que cubría una serie de objetos sobre una mesa. Una cruz de oro, un cáliz y una especie de recipiente con un hisopo que el cura sacó para rociar de agua bendita al secuestrado. Don Gerardo, nada más ver la cruz, comenzó a removerse, pero al ver que el cura se le acercaba recitando una letanía y echándole agua, saltó de la silla y comenzó a agitarse como un poseso. – ¡Atrás! -gritó el sacerdote al médico y a Víctor mostrándoles la cruz que había tomado de la mesa. Don Gerardo puso los ojos en blanco y su cuerpo comenzó a agitarse frenéticamente, con violentas convulsiones. Entonces el obispo se levantó y, colocando ante él una estampa de la Vir gen de la Merced, gritó: – ¡Vade retro, Satanás! Doña Huberta rezaba un Padrenuestro de fondo y el cura dibujaba círculos en torno a don Gerardo rociándolo con agua bendita. Este, de pie, se retorcía presa de convulsiones. El obispo recitaba una plegaria en latín que nadie comprendía y el enfermo se agitaba cada vez más. Víctor se giró y vio que las criadas y la cocinera se habían sumado a los rezos de su señora. El médico lo miró, impotente, y Víctor le devolvió la mirada, dirigiendo sus ojos a continuación hacia su maletín; el otro comprendió y fue a cogerlo. De pronto, don Gerardo, en un momento en que todos los presentes habían ido alzando sus voces en una extraña letanía mezcla de distintas oraciones, se quedó de pie, de puntillas, con los brazos en cruz, los ojos en blanco y con la boca llena de espuma, agitándose convulsamente como si su cuerpo, lleno de calambres, fuera a romperse. – ¡Libéralo, libéralo, Señor! -gritaba el menudo obispo mostrando una cruz al pobre enfermo que, en ese momento, se lanzó corriendo contra la pared v empezó a darse cabezazos. La casa entera tembló por el el efecto de aquellos impactos que nadie podía frenar, pues don Gerardo era dueño de una fuerza suprahumana. Entre Víctor, López Gárrulo, don Alfredo y el mayordomo apenas lograron reducirlo. Afortunadamente, don Federico acertó a ponerle una inyección tranquilizante antes de salir despedido por una coz que el enfermo le propinó. Al fin, después de llegar al paroxismo y gracias al efecto del sedante, quedó dormido sujeto por cuatro hombres. Sangraba abundantemente por una brecha que se había producido en sus frenéticas embestidas, se le adivinaba un pequeño fragmento de cráneo algo desprendido con cuero cabelludo, piel y fragmentos de sesos. También salía sangre de su boca, se había mordido la lengua y parecía tener el brazo derecho como descolgado, pues debía de haberse fracturado el hombro. Lo subieron a su cuarto para que el médico se aplicara al momento y lo dejaron a solas con el galeno. Cuando Víctor salía, el obispo le dijo: – ¿Ve? Debe ir al monasterio. El inspector Ros cogió a aquella comadreja por el pecho y casi lo estampa contra una pared. Alfredo y López Carrillo lo sujetaron. Intervino el gobernador y ordenó que lo sacaran a la calle. – Ros, en Madrid sabrán de esto. – No le quepa duda -dijo Víctor mirando amenazador. Lewis permanecía al margen, observando-. Están todos ustedes locos. Parecen trogloditas. – Está usted fuera de este caso, me encargaré personalmente de ello -dijo el gobernador-. Don Gerardo se va al monasterio. – Eso si no ha terminado de quedarse idiota, se ha reventado la cabeza. – Quizá sea mejor así -sentenció don Trinitario-. ¿No ve que prefiero que éste sea un asunto de ultratumba a un negocio de socialistas? Si la prensa quiere carnada ultraterrena la tendrá. – Carnada ultraterrena -dijo Ros sonriendo para sus adentros-. Pues va usted a tener un poco de eso. Le recuerdo que hay más de diez jóvenes desaparecidas y alguien les chupa la sangre. – Ya es suficiente. ¡Fuera de aquí! -gritó el gobernador furibundo. El público, apenas contenido por los guardias, los observaba atentamente. Por fortuna, el griterío hacía imposible que los escucharan. – Aquí no hay nada que hacer ya -dijo Víctor a don Alfredo. Fue entonces cuando un pilluelo, con la cara llena de tizne, logró abrirse paso entre los guardias y dijo: – ¿El inspector Ros? – Sí, soy yo -contestó Víctor. – Me envía Eduardo: lo hemos encontrado. Cuando llegaron a la calle Riera Alta el pilluelo que los acompañaba, el Pedrín, saludó a un compinche que hacía guardia frente al número ó, el Bolas. – Dime, Bolas, ¿y Eduardo? -dijo el inspector Ros. – Ha entrado a buscarlo. Es ahí, en el entresuelo. Víctor miró a don Alfredo y a López Carrillo con cara de preocupación. – Sí, señor -prosiguió el Bolas-. Yo lo he visto, al enano, en la Boquería, y lo he seguido hasta aquí, he mandado aviso a Eduardo y hemos hablado con la portera. El enano vive en el entresuelo. Entonces, hemos visto una cara de chica que nos miraba a través del cristal, en esa ventana, y hemos pensado en las crías secuestradas, las del periódico, porque nos hacía señas pidiendo ayuda. De pronto, la cara de la chica ha desaparecido y hemos visto la del enano, que nos miraba, y se ha girado rápidamente. «Se escapa», ha dicho Eduardo, y se ha ido para dentro. – Esperad aquí -les ordenó Víctor sacando su revólver-.Juan de Dios, Alfredo, ¡vamos! Los tres hombres se encaminaron hacia la vivienda y atravesaron el portal; después de subir un corto tramo de escaleras cubierto de manchas de humedad, giraron a la izquierda y, antes de que pudieran darse cuenta, Víctor había reventado la endeble puerta de una patada. El piso estaba vacío y sucio, muy sucio. Hedía. Se dividieron. – ¡Aquí! -dijo don Alfredo. Víctor corrió hacia la voz y se encontró a Blázquez en la cocina con una jovencita que llevaba un vestido de cuadros y que estaba encadenada a una argolla en la pared. – El enano. ¿Dónde está? La cría les señaló las escaleras y contemplaron el tramo que ascendía. – ¡La azotea! -exclamó Víctor-. ¡Rápido, Juan de Dios, conmigo! ¡Tú, Alfredo, quédate con la cría y pide refuerzos! Subieron los cuatro pisos a toda prisa mientras escuchaban fuertes golpes. Al final, una especie de estallido, como de maderas que crujen y se rompen, les hizo saber que alguien había echado abajo la puerta que daba a la azotea. Cuando llegaron acertaron a ver un bulto negro, con largas ropas de mujer, que se descolgaba hacia el edificio de al lado perdiéndose de vista. – ¡Ni un paso! Era una voz masculina, grave. Un tipo que no había podido saltar mantenía agarrado a Eduardo y sujetaba, amenazante, un enorme cuchillo junto a su cuello. A su lado, sin saber muy bien qué hacer, estaba el enano, un tipo de enorme cabeza con un perrito de aguas en los brazos. – Si se mueven un pelo lo degüello. ¡Quietos! -dijo el alto. Tenía una gran cicatriz en la barbilla. Víctor y López Carrillo comenzaron a moverse lentamente. – ¡He dicho que quietos o me lo cargo como hice con su padre! Al escuchar esto último, Eduardo, presa de la indignación y la rabia, le soltó un codazo a aquel tipo, que bajó la guardia un segundo. Sonó un disparo y su cabeza voló por los aires. Víctor, con la pistola humeante al frente y sujeta con las dos manos, suspiró de alivio. El agresor se desplomó como un peso muerto. Mientras Ros se abrazaba al crío, el enano soltó el perrito y saltó por donde había escapado la mujer. Se escuchó un ruido sordo, un golpe, un grito y luego un impacto brutal. López Carrillo se asomó y enseguida se descolgó al edificio contiguo para perseguir al fugitivo. Era demasiado tarde. Paco Martínez Andreu, vestido de mujer, de Elisabeth, había volado. El enano, tras calcular mal el salto, yacía estrellado contra el suelo después de haber tropezado en una cornisa. Había errado en el salto. – No tenías que haber entrado, hijo -dijo Víctor abrazando al chico, que apenas si podía llorar. – Se escapaban. – Ya, ya, pero si hemos de ser socios debes esperar siempre mis órdenes, ¿entiendes? El crío asintió. – Quería ser útil, ayudar, ser como tú. – Tiempo habrá, Eduardo, serás uno de los mejores, créeme; pero para ello debes cuidarte. Un policía listo sabe mantenerse vivo. El crío asintió, tomando nota. Se abrazaron. Una vez en la puerta del entresuelo, López Carrillo, don Alfredo y Víctor se reencontraron. – Ha volado-dijo Juan de Dios, que volvía desde el inmueble de al lado por el portal. – ¿Y la cría? -preguntó Víctor. – Dentro -repuso Blázquez. Pidieron a la portera que se encargara de Eduardo y entraron en el piso. Se escuchó ruido en las escaleras: los guardias llegaban. López Carrillo subió a la azotea para echar un vistazo al cuerpo del tipo de la cicatriz en la barbilla. – ¡Registrad con cuidado! -dijo Víctor, que se acercó a la cocina, donde la joven permanecía sentada en una silla. Llevaba unos zapatos viejos, raídos, con dos calcetines que se deshacían por momentos. Víctor la miró al rostro. Estaba pálida y tenía incisiones en el cuello y en las muñecas. Ros volvió a mirar a aquella cría, desnutrida y blanca como un cadáver. Había algo en su cara que le resultaba familiar. Todo comenzaba a encajar, no podía ser de otra manera. – Un momento. Tú… eres Teresita, ¿verdad? Ella asintió entre sollozos y se le abrazó. Pensó en que el caso de las vírgenes desaparecidas confluía con el de don Gerardo. – ¿Eran cuatro? -dijo señalando con la cabeza hacia arriba, hacia la azotea. – Sí, una mujer, Elisabeth, que era la jefa, el enano y dos hermanos. La cría hipó y dos lágrimas rodaron por sus mejillas. – ¡Dios! -dijo el inspector Ros-. Avisad al gobernador y llevad a la cría con la portera. Hay que registrar esto a fondo. No me extrañaría que el dinero de don Gerardo estuviera por ahí. Rápidamente se repartieron el trabajo. Aquel tipo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, era un verdadero delincuente. No sólo había participado en el secuestro de don Gerardo, como demostraba su relación con el tipo de la cicatriz en la barbilla y con el Tuerto, sino que también estaba implicado en el asunto de las chicas secuestradas que tanto perturbaba a la opinión pública barcelonesa. Era lógico, por otra parte, pues era un alcahuete, un corruptor de menores acostumbrado a vender los favores de crías pobres a la gente bien. Víctor no podía creerlo. Se las veían con una auténtica mente criminal a la altura, quizá, de Eduardo de la Rubia, el tipo al que persiguiera en el caso que la prensa tituló «El caso de la Viuda Negra». Aunque éste quizá era peor, pues era dos personas en una. Víctor pensaba que el dinero y los bonos de don Gerardo podían estar en aquella casa, así que ordenó que el registro fuera concienzudo, a fondo. Golpeó incluso las paredes con su bastón buscando compartimentos, pequeños escondrijos, y halló uno. Mientras los guardias buscaban un pico y comenzaban a golpear la pared llegó López Carrillo de la azotea. – El muerto llevaba sus papeles. Eladio Férez, se llamaba -dijo. – Deberías pasarte por Jefatura, a ver qué hay sobre él. – Sí -dijo Juan de Dios. Estaban en el pequeño salón y don Alfredo se asomó a la puerta caminando despacio, como con miedo: – Víctor… -su voz temblaba como si fuera un niño-. Tienes que ver esto… |
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