"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 7Tres coches de alquiler trasladaron a Víctor, don Alfredo, Eduardo y a López Carrillo y a su familia, así como a dos criadas, a la fuente del Lleó, en Pedralbes. Allí aguardaban las dos cuñadas de Juan de Dios López Carrillo con sus respectivos maridos y numerosa chiquillería, con la que Eduardo hizo buenas migas nada más llegar. Enseguida dispusieron unos tableros sobre unos caballetes bajo un pino centenario. Adolfo Tusell, uno de los cuñados de López Carrillo y que era catedrático en la Escuela de Arquitectura, colgó un columpio de una de las recias ramas para solaz y deleite de la docena de niños que correteaban felices arriba y abajo. Víctor se alegró de reencontrarse con la mujer de su amigo, Eugenia Rusiñol, que parecía haber estabilizado a aquel tunante de López Carrillo. Era muy común entre las familias barcelonesas pasar las jornadas festivas en el campo y comer al aire libre. Las cuatro fámulas que sumaron entre las tres familias se encargaron de todo: había manteles, servilletas y cubiertos. Sacaron unas tarteras de metal que contenían apetecibles tortillas de patatas y barras de pan, que cortaron en rodajas para preparar el consabido pantumaca, había crispells, que así se llamaban los buñuelos de bacalao y, por supuesto, López Carrillo y sus dos cuñados se encargaron de preparar un arroz a la leña, una vez que las criadas avivaron un buen fuego. «Hoy cocinan los hombres», dijeron con aire dispuesto. Víctor y don Alfredo comieron a gusto en aquel ambiente relajado y familiar aunque, obviamente, echaban de menos Madrid y a sus familias. A los postres, los hombres se acercaron a tomar café y coñac a la Venta, junto a la cual había una especie de pequeño estanque donde remansaba el agua de la fuente. Se sentaron a la mesa Adolfo Tusell, el arquitecto, don Alfredo, López Carrillo, Víctor Ros y el otro cuñado de Juan de Dios, Andreu Cadafalch. – Bueno, bueno, ¿se quedarán ustedes a vivir aquí, en Barcelona, como mi cuñado? -preguntó Adolfo Tusell. – No, no -dijo Víctor sonriendo-. Nos gusta mucho Barcelona, pero tenemos a la familia en Madrid. – Viajo a Madrid regularmente -declaró el otro de los cuñados, Andreu-. Y debo decir que es una ciudad agradable. – ¿Por negocios? -preguntó don Alfredo. – Aquí mi cuñado Andreu está metido en política. Ahí donde lo ven es un gerifalte en el Centre Catalá. – Nada, nada, colaboro un poco, sólo eso. – De Valentí Almirall -dijo Víctor. – Exacto -apuntó López Carrillo. – Es el fundador del Diari Catalá, ¿no? -añadió Víctor. – Vaya, está usted informado, Ros. – Procuro estarlo. Me gusta leer y hojeo la prensa con atención, sólo es eso. – No hagáis caso, tiene una memoria portentosa -añadió López Carrillo. – Andará usted muy ocupado -dijo Víctor refiriéndose a Andreu. – No se imagina, además las aguas vienen revueltas y pronto sufriremos una escisión. Al tiempo. – Vaya. – Yo procuro no meterme en política -dijo Adolfo Tusell-. Lo mío son los cálculos y los contrafuertes, qué los alumnos me salgan preparados y que construyan con solidez y armonía, – Se viven momentos interesantes en esta ciudad -intervino Ros-.El panorama político es muy variado, estimulante. Están ustedes, los regionalistas, que viven un renacimiento, ¿cómo lo llaman ustedes? – La Renaixenca. – Eso es -dijo Víctor. Don Andreu Cadafalch tomó la palabra: – Es cierto que vivimos una buena época, cuando los liberales tomaron el poder, con Isabel II, la cosas pudieron ponerse feas. Son partidarios del libre comercio y pretendían levantar los aranceles sobre los paños de Manchester. Afortunadamente, con la Restauración se nos aseguró que el gravamen sobre los productos ingleses se mantendría. – Vaya -se sorprendió don Alfredo-. Pensaba que los liberales apoyarían más sus demandas de un Estado descentralizado. – Pues en principio, sí -dijo Andreu-. Pero no podemos obviar que Cataluña es el único enclave industrializado aquí y, aun así, si nos comparamos con el norte de Europa, se puede decir que estamos en un momento de mecanización incipiente. Aún no podemos competir con los ingleses o los franceses. Poco a poco, hay que ir poco a poco. Al menos, en los últimos años hay cierta apertura. Con la Restauración y los acuerdos entre Cánovas y Sagasta parece que estamos recuperando nuestra cultura y nuestra lengua, sobre todo a través del excursionismo, el movimiento coral, por el que Clavé ha hecho mucho, y por la propia literatura. Hay gente muy notable que escribe en catalán y es muy leída por el pueblo, como Jacint Verdaguer, Ángel Guimerà y Narcís Oller. – ¿Y qué tal van ustedes con la clase obrera? ¿Gozan de predicamento entre ellos? -preguntó Víctor. Parecía que trataba de poner el dedo en la llaga. – Poco, poco. El socialismo y, lo que es peor, el anarquismo. Ésas sí que son ideologías que pujan entre los más humildes -dijo Andreu con semblante preocupado. Juan de Dios López Carrillo tomó la palabra: – Debo decir que el asunto pinta mal, mira si no la algarada de ayer. Aquí mi amigo, el inspector Ros, quedó vivamente impresionado. – Debo reconocer que siempre he sido muy crítico con las ideologías radicales, pueden dar al traste con las reformas -dijo Víctor, observando cómo sus interlocutores asentían-. Pero lo que presencié ayer me afectó, la verdad… los ojos de esa gente, el hambre. No tienen nada que perder y el socialismo y el anarquismo por lo menos les prometen algo. Habría que mejorar las condiciones de vida de esa gente si no queremos que las revueltas estallen. Las jornadas son de doce horas, muchos viven en chabolas inmundas y la mortalidad infantil es altísima. Así, cuando uno no tiene nada que perder, es fácil lanzarse a las barricadas. – No se ha hecho público -continuó Juan de Dios-, pero el otro día cazamos a un joven anarquista, un criajo de Huesca, que intentaba entrar en el Liceo con una bomba. Su intención era lanzarla desde el anfiteatro a la platea. – ¡Menuda carnicería podía haberse armado! -exclamó don Adolfo Tusell-. No quiero ni pensarlo. – Hasta ahora hemos mantenido a esa gente controlada. Tenemos infiltrados, pero el asunto se nos va de las manos. Un buen día nos la arman -sentenció López Carrillo. – El asunto es peliagudo -dijo Víctor-. Y la dinámica política de aquí, muy compleja. Todo depende de un equilibrio muy delicado, si se me permite decirlo. Por ejemplo, dentro de los regionalistas, sin ir más lejos, tienen sus más y sus menos, muchas tendencias, me temo. Usted apuntaba algo de una escisión, Andreu… – No se hace usted una idea, don Víctor -contestó éste-. Al principio el catalanismo era un movimiento más cultural que otra cosa, pero ahora, en los últimos tiempos, está adquiriendo una verdadera dimensión política. La cosa es más compleja de lo que parece. Así a vuela pluma podemos citar hasta cuatro corrientes: la primera, suscrita por una élite intelectual, se ciñe sólo al ámbito cultural, a saber: la Renaixença. La segunda es la del catalanismo republicano, los federalistas. No tiene visos de triunfar, la verdad, porque está dirigida a un auditorio más humilde al que seducen más las ideas socialistas. Además, la mayoría de los obreros no piensa en si se gestiona desde Madrid o desde Barcelona. Lo que quieren es comer y mejorar sus condiciones de trabajo, por no decir que la mayoría son de fuera de Cataluña. La tercera -unos reaccionarios- es la del catalanismo ligado al movimiento carlista y, por tanto, de origen rural. No goza de muchas simpatías entre la gente de la ciudad y no tiene futuro. Pura reacción, amigos, pura reacción. Y la cuarta, nosotros, la que se impondrá. Somos realistas y sabemos que en gran parte dependemos del proteccionismo en lo referente a los paños de Manchester, eso nos hace necesitar, en cierta medida, a Madrid. Por eso, un catalanismo serio, sustentado en una burguesía laboriosa, laica y de perfil moderado, nos permitirá poco a poco ir consiguiendo nuestros objetivos, ir ganando cotas de autogobierno a la vez que creamos riqueza. Algunos nos acusan de pactistas, pero es mejor un mal acuerdo que un buen pleito. Es lo que aquí llamamos el seny. Pienso. – Me alegro, es un camino largo y difícil, pero saldrá bien a poco que los radicales no den la excusa perfecta para que se desencadene un violento movimiento de reacción -dijo Ros. Todos asintieron. – Sabias palabras -dijo don Adolfo Tusell, el profesor de arquitectura-. Somos muchos los que, no estando de acuerdo con las ideologías de los demás -particularmente me considero apolítico-, creemos que esta sociedad debe modernizarse y pienso, como don Víctor, que los cambios deben hacerse poco a poco, de manera paulatina. Volvieron a asentir al unísono. En eso entraron dos excursionistas vestidos de sport. Llevaban botas de montaña y se apoyaban en sendas varas que eran casi tan altas como ellos; transportaban mochilas a la espalda. – ¡Dichosos los ojos! -dijo Tusell-. Vengan, vengan. Miren, aquí unos amigos de Madrid, dos policías de relumbrón, don Víctor Ros y don Alfredo Blázquez; aquí dos conocidos míos, José Luis Tornell, ingeniero, y Antonio Gaudí, que fue alumno mío. A mis cuñados ya los conocen ustedes. Todos se estrecharon las manos y tomaron asiento. Los dos excursionistas pidieron café. – Aquí don Antonio es un hombre que promete -dijo Tusell-. Siendo aún un alumno de la facultad, los cálculos que hizo sobre el depósito de agua que deberá alimentar la cascada de la Ciudadela demostraron que los que había hecho el encargado eran erróneos. – Sólo fue cuestión de suerte -dijo el excursionista, un hombre joven, de rostro agraciado, amplia frente, pelo abundante peinado con raya a un lado y una muy luenga barba algo ensortijada. – ¡Qué va, qué va! -insistió Tusell mientras traían el café a los dos recién llegados-. Han pasado muchos alumnos por mis manos y les aseguro que este joven llegará lejos. Hará cosa de un par de años ganó un concurso para diseñar y ejecutar unas farolas en la plaza Real y en el Pía del Palau: échenles un vistazo, merece la pena. – Sí, sí, las hemos visto, admirables -dijo don Alfredo. – Y esa casa, Antonio, la que prepara usted para el año que viene… – Viçens. – Ésa. Tengo una copia de los planos que don Antonio me dejó -dijo el cuñado de López Carrillo muy entusiasmado-. Y los diseños de la fachada, atrevidos, ¡exquisitos! Debería venir a verlos, don Víctor. ¿Le interesa la arquitectura? – Algo, sí, me interesa más la innovación, que las ciudades sean repensadas, como está ocurriendo ahora con Barcelona. – Ha hablado usted bien -dijo el joven Gaudí. Repensadas. Tusell abundó en el tema – Pues entonces lo llevaré a mi casa a ver los planos que mi ex alumno llevó a cabo para una vivienda de lujo en la calle de las Carolines. ¡Una maravilla! Ya hay quien define un nuevo movimiento… ¿Cómo dicen?… ¡El modernismo! Gaudí sonrió y se excusó. Debían seguir su camino. – Soy muy aficionado a la historia de mi tierra, y patear el campo y la montaña es una buena forma de recuperar el pasado. Además, es un buen ejercicio y mejora la salud -sentenció con un aire quizá demasiado afectado. Se pusieron en pie ante la salida de los dos caballeros y volvieron a tomar asiento. – Un tipo algo raro, ¿no? -dijo Andreu-. Apenas han apurado los cafés y ya se han ido. – No, no, es muy buena gente, pero, como todos los genios, un poco reservado. Cuando le firmó el título, mi amigo Elies Rogent me dijo: «He aprobado a un loco o a un genio». Le costó terminar la carrera porque no tenía posibles, pero retengan su nombre, llegará lejos. Después de la sobremesa, Víctor hizo un aparte con López Carrillo, el cual tenía información sobre el amante de don Gerardo Borrás, Paco Martínez Andreu. – He tenido ocasión de hojear su expediente -dijo Juan de Dios mientras los dos caminaban bajo un enorme ficus-. El atestado de su última detención es impresionante. Tiene antecedentes por todo: prostitución, robo, agresión, extorsión, participó incluso en el secuestro de otra prostituta… – ¿Tuvo cómplices en ese secuestro? – Dos desgraciados, marselleses, que murieron en una refriega con la policía. Su última fechoría no tiene precio: regentaba un prostíbulo… especializado. – ¿Especializado? – Sí, ya sabes, jóvenes, casi púberes. Hay clientes muy caprichosos que buscan cosas especiales. – No te sigo. – Vírgenes. – ¿Cómo? – Como lo oyes. Una virginidad se paga a un buen precio, no creas, y hay tipos adinerados a los que les atrae mucho ser los primeros. La policía entró en su piso por una denuncia anónima. Prostituía a chicas de diferentes edades, desde doce a dieciséis años. Había también algún que otro crío, varones. – Todo concuerda. Según me dijo Eduardo, el enano contrataba a chicas, casi niñas, de los poblados marginales. Quizá el amante de don Gerardo y el enano están conchabados. El alcahuete le suministra mercancía a Paco Martínez Andreu, chicas de gente pobre. ¿Tienes su última dirección? – Estuvo casado con una pintora que reside en el Poblé Sec. Acabaron separándose. – Vaya. ¿Y después? ¿Tienes otra dirección? ¿No sabes dónde vivió después? – Sí, claro, lo del prostíbulo ocurrió en la calle Petritxol, pero ya no vive allí, fue detenido por aquello. – ¿Y cómo es que no está en la cárcel? – Con él fue detenido un joven de la alta sociedad, Santiago Berga. No sé muy bien cómo, pero ambos salieron absueltos. Me temo que las influencias del joven fueron de gran ayuda. – Poderoso caballero… -sentenció Ros. El lunes, de buena mañana, Víctor desayunó y ayudó a Eduardo a disfrazarse con sus antiguas ropas para que saliera a la calle a buscar con sus pilludos al enano, al que parecía haberse tragado la tierra. Nadie en Jefatura lo conocía y no había ni rastro de él. Víctor pensó que era cuestión de tiempo, se sentía optimista a esas horas del día. Entonces se encaminó hacia el Poblé Sec. Tomó un tranvía de muías y luego continuó un buen trecho a pie, no le importaba caminar. Pensaba y repensaba en el caso mientras se empapaba del paisaje: era curioso, pero la ciudad había ido creciendo hasta engullí las poblaciones cercanas, con lo que el panorama alternaba la existencia de zonal nuevas y modernos edificios con huertas, lavanderías con fábricas o vaquerías con nuevos almacenes. Iba a ver a la ex mujer de Paco Martínez, el amante de don Gerardo. El marido de doña Huberta había resultado un tipo interesante, con doble y hasta triple vida. No tardó en encontrar el domicilio de la pintora, una pequeña casa encalada, de planta baja, aislada del camino polvoriento por una endeble valla de cañas. Llamó a la puerta y le abrió una joven escuálida, de aspecto apocado y hermosos ojos azules, que vestía un inmenso guardapolvos con manchas de múltiples colores. Mostró su placa y ella dijo: – Viene a verme por Paco, ¿no es así? Ros asintió y la pintora añadió: – Pase. Tomaron asiento, Víctor en una silla plegable de madera, endeble, y ella en un taburete desde el que atacaba un cuadro, un desnudo que al detective le pareció horrible. Apenas sí se distinguía el cuerpo de la joven del entorno. – Lo titulo Desnudo conceptual -dijo la joven. – Ah -contestó Ros. Al fondo había cuadros de santos, crucifixiones y martirios de prohombres de la Iglesia. Era evidente que se ganaba la vida con aquel tipo de obras para poder dedicarse a otro tipo de pinturas de aspecto modernista. – Bueno -comenzó a decir Víctor-. No le he preguntado, pero supongo que es usted Juana Baños. – Sí, sí, claro, ¿qué ha hecho ahora? – De momento, que yo sepa, nada, pero quiero hablar con él lo antes posible. – Hace dos años que no lo veo. Nos separamos. – Lo sé. Cuénteme cosas sobre él. – Yo la quería, ¿sabe?, señor… – Ros, Víctor Ros. ¿Ha dicho «la»? – Sí, es a la vez hombre y mujer, un ser especial. Cuando se viste con ropas hermosas es toda una dama. – Ya, bueno, decía usted que… – Pues lo dicho, que lo quería, y creo que a mi manera aún lo quiero. Lo conocí en el mercado de la Boquería, cuando trabajaba como cochero para una casa muy seria. Una belleza, un hombre muy guapo, siempre lo ha sido. Me volví loca por él y lo pinté mil veces. Su señorito iba tras él, lo acosaba, así que dejó el trabajo y nos vinimos a vivir juntos. Entró a servir en otra casa como externo, de mozo, pero se cansó, porque siempre fue ambicioso. Decía que aquélla no era forma decente de ganarse la vida. «Quitar mierda de los demás no es para mí», farfullaba de continuo. – ¿Sabía usted que era homosexual cuando se casaron? – No. – ¿No lo sabía? – No lo es. Es una persona muy ardiente… muy sensual, sus gustos no entienden de sexos, igual puede sentirse atraído por un hombre que por una mujer. – Ya. ¿Y por eso se separaron? – No. Fue a raíz de lo de la sesión de espiritismo. El es muy aficionado a lo esotérico, le gusta mucho leer libros viejos, de espíritus, brujas, esas cosas… Una noche vino muy raro, había estado en una sesión espiritista con unos amigos suyos de la ciudad. Al día siguiente, cuando volví a casa de vender unos cuadros, me lo encontré vestido de mujer, bellísima. Lo pinté. Luego hicimos el amor. – ¿Se vestía mucho de mujer? – Al principio, no, pero luego poco a poco sí, más. Pero usted no lo entiende, no es que se vistiera como una mujer, ¡era una mujer! Me dijo que se llamaba Elisabeth. – A ver si lo entiendo, Juana, usted me está diciendo que su marido tenía algo así como una personalidad doble. – Podría decirse así, pero… no. Yo creo que esa mujer fue poco a poco comiéndole el terreno. Al principio fue como un juego, me pareció excitante, incluso trajo a algún hombre que otro, bebimos e hicimos locuras los tres. Pero empecé a cansarme, era como si fuera dos personas distintas; por un lado, Paco, un hombre bueno aunque con mala suerte en la vida; por otro, Elisabeth, culta, refinada, bella pero mala, muy mala. – ¿Por qué dice eso? – Empezaba a estar cansada y un día dije que echaba de menos a mi marido. Me dio una paliza. Nos separamos y sé que empezó a prostituirse. Le iba bien, ganaba dinero. Luego volvimos a intentarlo, hasta hace dos años, que se fue. Yo lo adoraba pero, la verdad, estaba harta de cuernos, de señores poderosos que aparecían por mi casa a buscarlo. Es una furcia, señor Ros, una furcia. Yo me cansé de sus historias, las detenciones, ¡si hasta participó en una especie de secuestro! No quiero ni pensar en otras cosas que hace. – ¿Como qué? – Está obsesionado con los libros de brujería, hace pócimas y, no crea, había idiotas que se las compraban. Gente decadente. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho? – Le he dicho que no lo sé. Aún. ¿Sabría localizarlo? – No. – ¿De dónde es Paco? – De Cádiz. – ¿Sabría contarme algo de su infancia? – No hablaba nunca de ello. Su madre murió y su padre estaba siempre fuera, era pescador. Se vino a Cataluña muy joven, con apenas dieciséis años. Tiene un pasado duro. Sólo me habló de aquello una vez que había bebido. Me confesó que su padre había matado a su madre y que lo había visto todo siendo un niño. – Y… cuando era Elisabeth y luego, de nuevo… volvía a ser Paco, ¿se acordaba de lo que hacía? – Sí, claro. – O sea que ambas personalidades codirigen su mente. -Le he dicho que mi marido no tenía doble personalidad. – Perdone, Juana, pero por lo que usted me ha contado es así. ¿Tiene usted otra explicación? – Se lo he dicho, esa noche, con el espiritismo, se coló un espíritu en su interior, el de esa mujer, una condesa. Es mala, muy mala. No tiene salvación. Poco a poco se fue haciendo la dueña de su mente, vino de lejos para hacerse con él. – ¿De lejos? – Sí, a veces hablaba en húngaro. – ¿En húngaro? ¿Está usted segura? ¿Cómo lo sabe? – El me lo dijo. – Ya. Quedaron en silencio. Ros pensó que aquella mujer justificaba como podía el que su matrimonio hubiera resultado un fiasco. Sintió pena por ella, aunque si lo que contaba era cierto, aquel tipo estaba realmente como una cabra. – Yo con mis pinturas soy feliz. Víctor se levantó y justo antes de salir añadió: – Si vuelve a verlo o tiene noticias de él, ¿me lo hará saber? – Descuide. – Me gustan más sus otros cuadros, los del fondo. – ¿Ah, ésos? Los hago a granel. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de… – De Besos. – No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba -corrigió ella. – Sant Adrià de Besós. – Exacto. Si tuviera un par de aprendices me hacía de oro. La gente es muy pía en este país. Víctor empleó el resto de la mañana en volver a la urbe, al hotel, donde había quedado con Eduardo para que le informara. Este le dijo que su pequeño ejército de confidentes se hallaba al tanto del negocio, pero que no había ni rastro del enano que siempre vestía de negro. Entonces se acercaron a la calle Petritxol, el último domicilio conocido del amante de don Gerardo. En el número 4, en el tercer piso, había residido aquel hombre que, sospechaba, había arrastrado a don Gerardo a la muerte en vida. No era mala zona aquélla, una calle céntrica, paralela a las Ramblas. Cuando llegaron al portal se encontraron con una niña que jugaba con una muñeca de trapo. Dijo ser la hija de la portera y salió a buscarla a toda prisa en cuanto Víctor se identificó como policía. La mujer estaba en el mercado de la Boquería haciendo la compra. Víctor y Eduardo se sentaron en los escalones del primer tramo, en el portal. El detective encendió un cigarro. Entonces, más para hacer tiempo que para otra cosa, dijo: – Esta calle tiene una leyenda, ¿la conoces? -el crío puso cara de no saber de qué le hablaban, así que Víctor continuó hablando-: cuando Barcelona estaba bajo dominio de los moros, creo que por el año 800, no se podía escuchar misa en la ciudad. Sólo era posible hacerlo en una pequeña y vieja iglesia, la iglesia del Pi, y a las cinco de la mañana, antes de que saliera el sol, para no ofender a los musulmanes, porque justo cuando salía el sol comenzaban a hacer las llamadas a la oración desde los minaretes. – ¿Minaretes? – Algo así como nuestros campanarios. Los cristianos se habían visto obligados a vivir en el Raval, de manera que para llegar a la iglesia tan temprano tenían que dar un gran rodeo. Un buen día, el capellán de dicha iglesia, un hombre mayor, fue a sacar agua del pozo y se le cayó el cubo dentro. Se descolgó con una cuerda para cogerlo y halló un cofre lleno de monedas. Supuso que lo había escondido allí alguna familia cristiana antes de la llegada de los musulmanes. Inspeccionó bien el lugar y halló varios cofres más. Se había hecho con una fortuna. Entonces se presentó delante del emir y le dijo: «Sé que vuecencia anda corto de dinero y necesito que mis líeles puedan llegar hasta mi iglesia, ¿me venderíais el suelo que va desde la muralla hasta mi iglesia?». El gobernador se rió mucho con aquella ocurrencia y le dijo que sí, siempre y cuando cubriera de oro el trayecto que había desde la Portaferrisa hasta la iglesia del Pi. Entre los muchos cofres que había hallado y las donaciones de los cristianos, el cura juntó un buen dinero. Llegó el día de la prueba y comenzaron a traer los cofres y a extender las monedas sobre el piso, pero, mala suerte, quedaron a apenas unos metros de la Portaferrisa. – ¿Y qué pasó? -preguntó Eduardo intrigado. – Que el emir dijo que no importaba si no llegaban a la Por taferrisa, que les vendía ese trayecto y que mandaría hacer un nuevo pórtico por el que los cristianos podrían entrar a oír misa. Ese pórtico, de Petritxol, dio nombre a la calle. – ¡Vaya, menuda historia!-exclamó el crío con la boca abierta. – Sí, me pirran las leyendas y leo mucho sobre ellas. Víctor se quedó pensativo unos segundos y, tras dar una calada a su cigarro, dijo: – ¿Sabes, Eduardo? Esto me recuerda algo. Cuando yo era joven, mucho mayor que tú, era un delincuente. No creas, de los buenos. Nunca o casi nunca me trincaban y me las prometía muy felices. Entonces se cruzó en mi vida un sargento de policía que me ayudó: me sacó de la calle y me llevó por el buen camino. Yo conocía bien las calles de Madrid, pero él me descubrió otra ciudad, leía mucho y conocía muchas leyendas. Con él, pasear por las calles era una delicia; me relató un montón de viejas historias sobre Madrid que no conocía. – ¿Por eso te gustan tanto las leyendas? Víctor puso cara de pensárselo y contestó: – Por eso y porque cuando volví a Madrid investigué un caso muy difícil, una casa que incitaba a sus ocupantes a matar. – ¿De veras? Víctor sonrió: – Cómo pasa el tiempo -dijo-. Parece que fue ayer cuando don Armando… – ¿Murió? – Sí, hace tiempo, y lo echo de menos, de veras. El crío sonrió con desparpajo y dijo: – Y ahora tú haces lo mismo conmigo. Víctor rió a carcajada limpia y pasó la mano por el pelo al rapaz. – Vamos fuera, esa portera no llega. Cuando iban a salir al exterior les salió al paso la portera, malencarada, con una sola ceja y una enorme verruga en la nariz. Fea como ella sola, vestía una amplia falda, delantal y camisa de lunares y llevaba un enorme pañuelo de cuadros anudado al cuello que casi le cubría los hombros. – Ros, policía, quisiera ver el piso donde vivió Paco Martínez Andreu. – ¿Cómo dice? – Sí, Martínez Andreu, fue sonado, una casa de citas… – ¡Ah, sí! La Elisabeth. Pero de eso hace ya lo menos dos años. Se la llevaron presa. – No, no, Paco. – ¿Cómo dice? – Que era un hombre. – Imposible. Si era guapísima. Vestía como una reina. ¿Y dice que se llamaba…? – Paco. – Pues me deja usted de piedra. Yo siempre la vi vestida de mujer. Una dama. – ¿Sabría usted dónde para? – Estará en la cárcel. El piso que ocupaba ha tenido ya más de media docena de inquilinos desde entonces. Víctor pensó que cualquier evidencia que hubiera podido quedar en el piso era ya historia, así que decidió sonsacar a aquella cotilla, porque a lo mejor averiguaba algo. – ¿La conocía usted bien? – Nadie conoce bien a esa arpía, era una tipa rara -dijo aquella mujer apoyándose en el palo de la escoba. – ¿Podría aclararme eso? ¿De verdad tenía un prostíbulo? – Sí, ¡y de crías muy jóvenes! Cuando entré a limpiar, cuando quedó libre el piso, no se imagina usted lo que vi… Tenía dos habitaciones muy lujosas, con alfombras, cortinas de terciopelo y sábanas de raso. No me sorprendió, la verdad, aquí venía gente muy pero que muy importante, ¡tienen vicios! Por la noche paraban carruajes bien historiados, lujosos, y bajaban señores embozados en capas de buen paño, llevaban chisteras y se cuidaban de taparse el rostro. Hasta venían damas con ellos. – Vaya. – Sí, gente bien, ¿sabe? De posibles -dijo frotándose el pulgar y el índice como el que habla de dinero-. Además, aquella loca era medio bruja, no se puede usted hacer una idea de lo que tuve que limpiar: tenía un altar horrible, con velas negras, una especie de estrella pintada en un círculo y un dibujo de un hombre cabra o algo así, el demonio; y había cabezas de gallo. ¡Se me pone el pelo de punta de pensarlo! Jesús, María y José! Y un cuadro de una mujer de esas antiguas. Las chicas eran pobres, las traían de los poblados de obreros. Pobres crías, se les llevaban la virtud por unos pocos dineros para sus padres, a los que Dios confunda. Una cosa es ser pobre y otra dejar que a tus hijas les hagan cosas esos ricos pervertidos. Entonces Víctor tuvo una corazonada. Recordó que ya había reparado en que era mucha casualidad que el enano buscara chicas vírgenes y que el amante de don Gerardo hiciera de alcahuete de chicas pobres. Decidió arriesgarse: – Se las traía un enano misterioso, claro. La mujer se le quedó mirando. – ¿Cómo? – Sí, un enano, siempre vestido de negro y con un perro pequeño. – Ah, eso es otra historia… porque de misterioso, nada. – ¿Cómo? – Sí, era su criado. – Perdone, no la entiendo. – Sí, el enano era su criado. Un tipo raro. Un par de locos, ¿sabe? Estaban como cabras. Una tarde oí como el enano, Higinio, le decía a Elisabeth: «¿Se le ofrece algo más, señora condesa?». Víctor, con el corazón en un puño, miró a Eduardo de soslayo. Tenía que pensar: aquel hombre, el amante de Borras, era un criminal consumado. Era la misma persona que prostituía niñas y cuyo criado recorría los bajos fondos para hacerse con los servicios de chicas vírgenes y pobres para prostituirlas. El mismo enano que andaba metido en algún negocio con el Tuerto, el enano que acompañaba a veces al tipo de la cicatriz en la barbilla, el del incidente, el que había despachado a Agapito Marín de una certera puñalada en el corazón. Todo formaba parte de un plan, ese hombre era listo y entre él y sus compinches habían preparado el secuestro, pero ¿cómo habían desaparecido el dinero y los valores de la caja fuerte de Borras? ¿Estaría implicado Guzmán, su secretario? La policía lo estaba vigilando y no había nada raro en él. Una cosa era segura: Paco Martínez no tenía escrúpulos, era ladrón, parece que extorsionador, se creía brujo y traficaba con la virtud de chicas pobres. Y la vida de don Gerardo Borras, o mejor dicho, lo que quedaba de él, estaba en sus manos. Temió por aquel pobre hombre. – ¿Habéis visto? -dijo López Carrillo haciendo su entrada en el cuarto con varios periódicos en la mano-. Más detalles sobre don Gerardo. Han publicado lo de Icaria. ¿Cómo han podido saberlo? – De eso hablábamos. Yo lo filtré. Envié una nota anónima a La Vanguardia con Eduardo. Nos conviene que piensen que vamos por ahí, que seguimos el rastro de los socialistas -contestó Ros. Pero siéntate, amigo, y toma un café. – Pero entonces, ¿no vamos por ahí? -dijo López Carrillo. – No, no -sentenció Víctor-. De socialistas, nada. Ésa es una pista falsa, puesta ahí a propósito. – Pero ¿por quién? – No quieras saberlo aún. No me creerías. Los cuatro guardaron silencio. Víctor tomó la palabra: – Definitivamente esto se nos va de las manos. Así no puedo pensar, necesito parar, repasar los detalles. Espero los análisis de la tierra que había en las ropas de Borras. Necesito los resultados. – Sí, yo los sé: tierra del infierno -bromeó López Carrillo. Víctor lo miró haciéndose el enfadado. – No digas eso ni en broma. A ver, veamos, ¿qué tenemos?: un hombre que sube a su coche y desaparece. Bien, es un hecho evidente que se volatilizó. Pero ¿cómo? Se abren ante nosotros dos posibilidades: primera, desapareció de manera mágica, sobrenatural. Segunda, lo secuestraron. Y hay una tercera de la que, de momento, no hablaré. Descarto por motivos obvios la primera. Así que, de alguna manera empírica, se le hizo desaparecer. No sabemos cómo lo hicieron pero a la misma hora se produjo un incidente en su calle. ¡Qué casualidad! Todo el mundo miró hacia el lugar en que un tipo de mala vida, el Tuerto, montaba un altercado porque le molestaba el sombrero de una dama que pasaba por allí. Ridículo. Dos tipos lo sujetan, uno de ellos con una cicatriz en la barbilla, pero luego, curiosamente, no se presentan a declarar. Por otra parte, yo averiguo por mi cuenta que la caja fuerte de don Gerardo está vacía, otra extraña casualidad. – Quizá para eso lo torturaron, para saber la clave, luego debieron de ir con su llave a su despacho y la vaciaron. Una vez que se hicieron con el botín lo soltaron en tan lamentable estado -dijo don Alfredo Blázquez. – Interesante teoría, Alfredo -prosiguió Víctor. Y debo decir que en ningún modo es descartable. El caso es que al mismo tiempo averiguo que don Gerardo era un asiduo de los lupanares y que tenía un amante, un joven muy atractivo al que había retirado y que tenía antecedentes por extorsión, robo, prostitución de niñas y ¡secuestro! Este hombre, al que sus vecinos tomaron por una mujer, fue procesado por tener un prostíbulo y, con él, un joven de la alta sociedad, por lo que se fue de rositas. Sigamos. Eduardo vio a su padre en tratos con un enano que recluta chicas para realizar servicios sexuales a caballeros acaudalados y ese mismo enano fue con el tipo de la cicatriz a buscar al Tuerto a casa de Blasa, su novia. Lo mataron, eso está probado. Y ahora descubro que el hermoso amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, la pasión oculta de don Gerardo, tiene un criado que le hace de alcahuete, ¡un enano! Un enano estaba en tratos con el Tuerto, al parecer un asunto de enjundia. Dije que en este negocio habían participado tres hombres y una mujer, ahora sé quiénes y debo rectificar: fueron cuatro, los dos hombres que redujeron al Tuerto: el tipo de la cicatriz y su compañero; el enano y el amante. Ojo con este último. Es un hombre peligroso, frío e inteligente. Parece leído y cuando se viste de mujer da el pego. Cuidado. Supongo que el enano contrató al Tuerto para que montara aquel numerito, pero debió de pasarse de listo. Ese tipo, el amante, lo preparó todo. Necesitamos más información. – Pero don Gerardo está fuera de juego -adujo López Carrillo. – Sí, es una lástima. Eso del Endemoniado del Ensanche es una tontería mayúscula, no hay ni que rebatirlo. Pero debo confesar que me preocupa, no facilita las cosas sino que entorpece la investigación. Dime, Alfredo, tu prima Huberta, ¿es tan religiosa como parece? – Mucho. – Mal asunto. Llamaron a la puerta y apareció un botones. – Un telegrama para el señor Ros. Víctor tomó el papel de la bandeja y, tras dar una propina al chico, rompió el pequeño sobre y leyó el contenido de la esquela. Sonrió. – Señores, recordarán ustedes que pedí un informe a Madrid sobre las actividades que don Gerardo iba a realizar allí, ¿verdad? Don Alfredo y López Carrillo asintieron. – Bien, pues he de decir que mi teoría, la tercera tesis, la intermedia, se impone. Y no hablaré más porque no quisiera equivocarme. Y ahora, debemos esperar. Tú, Eduardo, aprieta a tus pilluelos, moveos, dóblales el sueldo y no dejéis un rincón sin revisar. Tenéis que encontrar al enano. – ¿Ros? Víctor alzó la mirada y dejó el periódico a un lado. Levantándose de la butaca, tendió la mano al recién llegado, un tipo alto, en la cincuentena, calvo, de poblados bigotes y dijo: – ¿Velarde? – El mismo. – Muchas gracias por venir. No sabía si podría usted acudir. ¿Podemos hablar un momento? – A eso venía. Me avisó Juan de Dios López Carrillo, es un buen amigo. Me ayudó mucho con mi hijo en un asunto acaecido hace unos años. – Siéntese, siéntese. ¿Querría tomar algo? – Un café. Víctor hizo un gesto al botones, que se acercó, y le ordenó que avisara a un camarero. En un momento les habían servido y Víctor comenzó la conversación: – Es usted un eminente psiquiatra y necesito ayuda. Juan de Dios le habrá puesto en antecedentes. – Sí, parece que busca usted a un tipo con doble personalidad. – En efecto. Pero hay algo que me llama la atención. – Usted dirá. – Por lo que he deducido, antes de comenzar a manifestar su segunda personalidad, este hombre, Paco, ya era, digamos… liberal en asuntos del tálamo. – ¿Perdón? – Sí, vamos, que no hacía ascos a la compañía de ambos sexos. -Era bisexual. – Eso creo, sí. A su mujer no le importaba y, según parece, hasta participaba con él en ciertos juegos. – Artistas -dijo el psiquiatra despectivamente. – El caso es que esa mujer comenzó a aparecer tras una sesión de espiritismo. – Ya. ¿Y quiere usted saber si puede estar poseído por un espíritu? – No, no, espero que no. Pero me parece muy llamativo. ¿Es posible algo así? ¿Por qué apareció esa segunda personalidad tras una experiencia espiritista? Adolfo Velarde sorbió su café ruidosamente y se atusó los bigotes. Se daba importancia. Sonrió. – Puede ocurrir que un fenómeno como éste, un caso de doble personalidad, se manifieste tras ciertas experiencias… A veces, un traumatismo en la cabeza, un fuerte golpe; otras, una experiencia personal traumática y, las menos, esto ocurre en circunstancias ciertamente especiales, como por ejemplo una sesión de hipnosis. – Pero ¿tras una sesión de espiritismo? – Un hombre puede convertirse, o creer, en todo aquello que crea su mente. – ¿Entonces? – Estimo que esas sesiones de espiritismo, en mentes débiles, llegan a hacer mucho daño. Yo mismo tuve el caso de una mujer que iras una sesión comenzó a ver cosas que nadie veía. Apariciones, ruidos, decía que había un fantasma en su casa de Gerona. Nadie veía nada solo ella – ¿La curó usted? – Se suicidó. – Ya. Un tipo con doble personalidad… ¿es especialmente peligroso? – No tiene por qué. Aunque depende del motivo por el que su mente crea ese nuevo ser. No sé, digamos, por ejemplo, que un tipo que soporta estoicamente una vida de padecimientos, una personalidad servil; un tipo humillado podría crear otra personalidad fuerte, cruel, peligrosa, sí. – Y piensa usted que éste es el caso. – Puede ser, sí. ¿Tuvo una infancia traumática? – Creo que su padre mató a su madre. – Pues quizá tenga usted ahí la respuesta. |
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