"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 6

Aproximadamente a las seis de la tarde Víctor y Eduardo salieron del hotel.

– Voy ridículo, parezco un panoli -refunfuñó el rapaz.

El crío iba vestido con una camisa blanca de manga corta, pantalón corto azul marino, calcetas hasta la rodilla del mismo color, y llevaba unas botas nuevas, lustrosas y resistentes a la vez. Cerraba el conjunto una gorra, esta vez de su talla, de idéntica tonalidad del pantalón.

– Vas perfectamente, Eduardo.

– A mí me gusta mi ropa, ¿qué tiene de malo?

– Que son harapos, pero descuida, tendrás que volver a ponértela para espiar.

– Esto es una mierda.

Víctor se paró en seco y lo miró a los ojos:

– No vuelvas a decir una palabrota más. Por cada una que digas te caerá un guantazo, es bueno que lo sepas ya. Me he propuesto ayudarte, sacarte de la calle, y te haré una persona de bien, con un futuro. Tú te lo mereces.

El crío lo miró avergonzado:

– Perdone, don Víctor, es la falta de costumbre.

– Apéame el don, para ti soy Víctor, a secas, y de tú. Somos socios, ¿entendido?

– Entendido.

Tomaron un tranvía de mulas, de Catalana Ripperts, a la carrera. El detective por poco se cae y el pilluelo, muerto de risa por la impericia de su nuevo amigo, le contó durante el trayecto que eran muchos los barceloneses que habían sufrido serios percances (algunos incluso mortales) por intentar subir a lo que los más conservadores tildaban de invento maligno.

Llegaron pronto a su destino y el crío dijo:

– Aquí bajamos.

Llevó a Víctor atajando por varias calles, algunas angostas, y se encontraron frente a J. amp; M. Smith, una inmensa construcción de ladrillo rojo propiedad de un potente grupo inversor escocés. Víctor tomó nota de que el paisaje barcelonés había ido cambiando lentamente hacia esos tonos que daban un aire más moderno, pero también más triste, a la ciudad. Alguien, decían que Francesc Cambó, llegó a definirla como «la Manchester del Mediterráneo».

– Aquí es -dijo el crío y entró en aquel edificio, una mole tras la que se adivinaban unas inmensas chimeneas. Unas amplias letras de color rojo rezaban: «J. amp; M. Smith».

Víctor se presentó dando su tarjeta al portero y al instante se personó un capataz, un tipo de Linares que se llamaba Tristán.

– Buenas, soy Víctor Ros, vengo a ver a una trabajadora, Blasa, asunto oficial.

– Mira, Víctor, allí está -dijo Eduardo, señalando al fondo de una enorme sala que se veía a través de una inmensa cristalera. Allí cientos de mujeres se afanaban en los telares. La llegada de la maquinaria de origen inglés, las llamadas «selfactinas» -término que provenía de la expresión inglesa self-acting-, había transformado el ramo del textil. De ser una industria familiar pasó a convertirse en un auténtico maremágnum de empresas y grandes fábricas que, aprovechando las ventajas de la mecanización y la mano de obra barata, había originado un auténtico despertar económico. Aquellas máquinas podían accionar más de mil husos a la vez y, manejadas por sólo dos operarios, producían miles de metros de tejido al día. Blasa era una de ellos, parecía menuda y vestía falda larga de color gris, la camisa era negra y asomaba bajo una especie de guardapolvos gris sin mangas que le protegía la ropa. Llevaba el pelo recogido en un moño

– No puede ser, está trabajando-protestó el capataz.

– Por eso hemos venido ahora, no sé dónde vive, además, serán unos minutos.

– No puede ser.-No quiero montar un escándalo -dijo Víctor.

– Acompáñenme -contestó el otro.

Al final del pasillo se hallaba el despacho del administrador. El capataz abrió la puerta y los hizo pasar. Un tipo de fino bigote y cara de comadreja los miró y, sin levantarse, dijo con fastidio:

– ¿Qué pasa?

– Aquí, un policía que quiere hablar con una trabajadora.

– Al acabar el turno.

El capataz se giró mirando a Víctor como diciendo: «¿Ve?».

– Es un asunto oficial. Víctor Ros, ¿usted es?

El administrador contestó de malos modos:

– Wellington, el duque de Wellington.

El capataz rio la ocurrencia.

Víctor sacó la placa:

– Su verdadero nombre. Ya.

– Eusebio Rius, puede usted hablar con ella al acabar el turno. A las nueve.

– Es un momento. Apenas serán unos minutos

– Mire, don Importante, tengo una fábrica que llevar, ¿sabe? Mis jefes no quieren que se pierda ni un minuto. Así que, ¡aire!

Para entonces aquel tipejo se había levantado y agitaba el brazo delante de la cara de Víctor; era un maleducado, un tipo miserable. El policía, más rápido, le cogió el dedo corazón y se lo retorció; luego, la mano, y al instante, el brazo, que le clavó a la espalda. Aquel desgraciado se dobló como un junco por el dolor y cuando quiso darse cuenta estaba esposado, con las manos en la espalda y la cara pegada a su escritorio.

– Me veo obligado a detenerlo por obstrucción a la justicia.

A una voz del capataz aparecieron tres matones en el quicio de la puerta. Iban armados con garrotes. Víctor sacó el revólver y los apuntó directamente a la cabeza:

– Tú, aquí, a mi lado -ordenó a Eduardo-. Ni un paso u os vuelo la cabeza. Este tipo se viene detenido a Jefatura y al que intente atacarme le descerrajo un tiro entre los ojos y que lo lloren en su casa.

Uno de los hombres adelantó un pie y Víctor hizo fuego en el marco de la puerta. Recularon esquivando las astillas que volaron por los aires y uno de ellos corrió incluso por el pasillo. El policía, que sujetaba al detenido por el pelo, golpeó su cara contra el escritorio y dijo:

– ¡Dile a tus perros que se aparten, explotador!

– Ya se van… ya se van… -murmuró con la boca llena de sangre-. Esto es un malentendido, no hace falta que me lleve usted preso, no nos hemos entendido, ahora mismo avisan a la joven… ¿se llama?

– Blasa.

– Date prisa, Tristán; y vosotros, fuera de ahí.

En un momento, apenas un par de minutos, la joven estaba junto a la puerta y el panorama despejado de matones. Eran muchas las trabajadoras que se asomaban ya al pasillo, pese a que el disparo apenas se había percibido por el ruido de la maquinaria.

– ¡A trabajar! -les gritó Tristán.

– Pon ahí esa silla -dijo Víctor a Eduardo y señaló al pasillo. Sentaron en ella al encargado, que no cesaba de preguntar si iba detenido-. Ya veremos si se ha enmendado usted. Que le limpien la sangre de la boca.

Eduardo miraba con la boca abierta a Víctor, como se mira a un héroe. Obviamente, estaba acostumbrado a que aquellos explotadores se salieran siempre con la suya y aquel tipo que había aparecido de pronto en su vida se comportaba como un salvador.

– Pero ¿no le vas a quitar las esposas? -acertó a preguntar.

– Aún no -le susurró Víctor al oído.

El detective cerró la puerta y ordenó a Blasa que se sentara en una silla frente a la mesa de despacho. Él tomó asiento en el propio pupitre y Eduardo hizo otro tanto, pues a fin de cuentas «eran socios». Las piernas le colgaban y las movía rítmicamente, como jugueteando.

– Yo no he hecho nada -dijo la joven, que parecía un poco lenta.

– Soy Víctor Ros, policía, e investigo la muerte del Tuerto. Este es su hijo, Eduardo.

– Lo sé, una vez lo vi de lejos.

– Era tu hombre ahora, ¿no?

– Sí.

– ¿De dónde eres?

– De Gijón.

– ¿Viniste sola?

– Sí. Me escapé de casa con un sargento de artillería que me dejó a las dos semanas, aquí, sola y sin sustento. Este trabajo es lo único que tengo y por su culpa lo voy a perder, no quiero volver a la calle.

– Descuida, que eso lo arreglo yo -dijo el detective, que se levantó y comenzó a abrir cajones aquí y allá mientras no dejaba de hablar-. ¿Sabes si alguien perseguía al Tuerto? ¿Temía por su vida? ¿Sabes si estaba intentando chantajear a alguien?

– Sé que andaba metido en un negocio que me dijo «le iba a dar mucho dinero».

– Ya -dijo Víctor mientras abría los cajones de un inmenso mueble archivador-. ¿Tenía miedo?

– Pues ahora que lo dice… -dijo la joven con expresión pensativa-. Recuerdo que el día que lo soltaron vino a verme en la pausa del almuerzo y…

– Voilà! -dijo Víctor agitando una goma larga como una serpiente que tenía en la mano. La había hallado en un cajón del escritorio. Entonces miró detrás de un cuadro y observó que allí se escondía una caja fuerte. De pronto volvió la cara hacia la chica y dijo-: Perdona, perdona, te he interrumpido. El día que lo soltaron…

– Vino a verme aquí, en la pausa, muy nervioso y hablamos. Quería venirse a vivir conmigo a mi cuarto. Yo le dije que habían pasado a verme dos personas y que preguntaban por él.

– ¿Quiénes?

– Un hombre y un enano. Un enano de negro, con un perro… -Víctor y Eduardo se miraron-. Y un señoritingo con una cicatriz muy grande en la barbilla.

– ¡Ahí está! ¡La conexión! ¿Ves, Eduardo? Método, paciencia e inteligencia ¡Un hombre con una cicatriz en la barbilla! Sigue, hija mía, ¿qué ocurrió entonces?

– Que se puso «histórico».

– Histérico.

– Sí, lo que yo he dicho, «histórico».

– Nervioso.

– Sí, sí, muy nervioso, comenzó a agitarme por los hombros y me hizo repetir cómo eran esos dos. Gritó, me dio un bofetón y salió por piernas. No lo volví a ver con vida. Una hora después estaba muerto.

La joven se tapó el rostro con las manos y estalló en sollozos. Eduardo se le acercó y le puso la mano en el hombro.

– Lo que me has contado es muy importante, me va a ayudar a cazar a esos miserables, Blasa, y descuida, que no te quedas sin trabajo. ¡Que pase el señor Rius!

El administrador entró en el cuarto y Víctor le quitó las esposas, esperó a que Blasa saliera y ordenó a Eduardo que cerrara la puerta. Quedaron los tres a solas y tomó la palabra:

– Señor Rius, no lo llevo preso de milagro y sé, porque conozco a muchos como usted, que en cuanto me vaya de aquí intentará despedir a Blasa como venganza. ¿Me equivoco?

El otro sonrió desafiante.

– Bien -continuó diciendo el detective-. Pero eso no va a ocurrir porque usted no es tonto y no quiere quedarse sin trabajo, ni siquiera ir a la cárcel, porque… ¿desde cuándo es usted cocainómano? Adquirió esa costumbre en la marina, ya sabe, cuando estuvo usted en Inglaterra.

– ¿Cómo? ¿Qué dice?

Víctor agitó la goma.

– Que usted se inyecta cocaína, una sustancia que, fuera de los usos médicos, no se puede comprar legalmente. ¿Quiere que pida al juez una orden para abrir esa caja? Repito: sé que se inyecta usted cocaína. He visto sus pupilas. Ahí tiene la droga, ¿verdad? O mejor, para qué llamar a un juez, mejor avisaré a sus jefes. Será más rápido.

– No, no. Espere.

– ¿Nos entendemos?

– Nos entendemos.

– Mire, Rius, esa joven no tiene la culpa, yo la he interrogado como testigo de un suceso importante y no debe pagar lo ocurrido aquí esta tarde, ¿entendido? Si usted la despide lo sabré al instante, tengo mis fuentes, y ese mismo día vendré a por usted. No creo que sus jefes quieran saber que tienen su patrimonio en manos de un vicioso.

– Descuide, descuide. No ha pasado nada.

Los dos hombres se dieron la mano para cerrar el trato.

– Pero ¿cómo ha sabido lo de la marina?

Víctor sonrió y dijo:

– Pues por ese tatuaje que asoma bajo la manga de su camisa y que usted ha intentado borrar con tan poco éxito.

La puerta se abrió de golpe y apareció uno de los matones:

– ¡Se van! -exclamó muy alarmado.

– ¿Quiénes? -repuso Rius, algo cansado de aquella maldita tarde en la que nada le salía bien.

– Los trabajadores. Hay un paro -dijo el otro.

Víctor recordó que López Carrillo le había dicho que habría algaradas. No lo había tomado en serio, la verdad. Salieron a la calle. Los trabajadores, tanto hombres como mujeres, salían en tropel de las fábricas dejando las máquinas en marcha. También había obreros de otras empresas de aquella misma zona: el Vapor Vell, el Vapor Industrial, Justerini Company, Tablada Hermanos y La España Industrial.

– Esto se va a poner feo -sentenció Eduardo.

Víctor lo cogió de la mano. Se sintió bien haciéndolo. Había cientos de obreros en la calle, entre hombres, mujeres e incluso niños. Llevaban una gran pancarta sacada de no se sabía dónde que decía: «POR LA JORNADA DE OCHO HORAS».

Víctor sabía que era una reivindicación histórica de los obreros de la ciudad, que vivían en condiciones de semiesclavitud con jornadas de doce horas. Pedían ocho horas al día de trabajo y una jornada libre a la semana y, probablemente, no lo conseguirían nunca. Algunos llevaban pañuelos encarnados al cuello y otros agitaban alguna que otra bandera roja. Un tipo con una especie de embudo metálico en la mano que ampliaba algo su voz dictaba consignas y daba órdenes.

– Es Ruggero- aclaró Eduardo, quien los conocía a todos-. Un anarquista italiano

Frente a la masa obrera había dos guardias civiles que, visiblemente nerviosos, les apuntaban con sus enormes mosquetones.

– Los civiles -dijo Eduardo.

Víctor se giró a la derecha y al minuto vio aparecer a unos veinte guardias armados. Decididamente, aquel crío era un superviviente, tenía un sexto sentido:

– Deberíamos irnos -insistió el niño.

– Espera -contestó Víctor.

Se metieron bajo un soportal de la fábrica.

Detrás de los agentes a caballo venía una treintena de guardias urbanos con sus porras en ristre.

Un teniente de la Guardia Civil, a caballo, desenvainó su sable.

– Pero ¿va a usar eso? -preguntó Víctor alarmado.

– No, no, normalmente golpean con el sable por el lado plano, para asustar a la gente y que se disuelva. No es nada -dijo el crío, que parecía familiarizado con aquel tipo de incidentes. Víctor vio a Poveda, el policía infiltrado, entre los obreros. Se escabullía discretamente.

Salieron varios matones de los que servían a los patronos al paso, iban pertrechados con trancas y dos de ellos llevaban escopetas. Los guardias urbanos cargaron contra la gente. Víctor vio cómo unas pequeñas cosas negras, como moscas, volaban a ras del suelo.

– Son bolas de metal de las rodaduras de las máquinas de vapor. Hacen caer a los guardias -aclaró Eduardo con toda naturalidad.

En efecto, tres civiles que intentaban avanzar tras calar las bayonetas rodaron por el suelo. Los obreros se abalanzaron sobre ellos. Víctor vio cómo otro de los guardias, el teniente, aún a caballo, era rodeado por la masa. Un obrero salió despedido con un tajo en el cuello. Los matones cargaron y los guardias de las porras también. Las piedras volaban por encima de la pancarta. Le pareció escuchar disparos, primero al aire, pero luego observó que la masa se dispersaba. Corrían asustados. Un obrero partió un madero, literalmente, en los riñones de un guardia urbano, que cayó como un peso muerto.

Hacia la derecha, varios guardias apaleaban a un hombre menudo que no acertaba a levantarse. Víctor no perdía detalle. Vio cómo un matón derribaba a un paisano golpeándolo con la tranca en la cabeza, y observó consternado cómo otro disparaba con una pistola por encima de las cabezas de los que huían al fondo. Un tipo cayó a lo lejos. Vio a Ruggero tirar una especie de paquete con una mecha que hizo explosión junto a la cara de un guardia, que cayó llevándose las manos al rostro mientras gritaba que no veía. El italiano escapó por un callejón lateral. Una mujer lloraba llevando a un niño de la edad de Eduardo en brazos. Tenía una herida en la ceja y parecía inconsciente.

En un momento, las fuerzas del orden se habían hecho con la situación. Los obreros corrían al final de la calle. Uno de los guardias civiles no volvía en sí y algunos oficiales presentaban heridas en la cabeza y en el rostro. Víctor contó una decena de obreros tendidos, dos de ellos inmóviles. El teniente de la Guar dia Civil al mando saludó militarmente desde su caballo hacia una cristalera donde varios tipos trajeados fumaban puros habanos como si aquello fuera un espectáculo.

– Siempre al servicio del pueblo -murmuró irónicamente el detective-. Vamos, Eduardo, aquí no hay nada que ver.


Víctor y Eduardo recogieron a don Alfredo en la puerta de la casa de la calle Calabria. Ros no quiso entrar a ver a doña Huberta. Había más de cincuenta curiosos en la acera.

– Quizá le hubiera tranquilizado hablar contigo. Está decidida a llevarse a Gerardo a un monasterio.

– Quizá sea lo mejor. Lejos de este circo.

– Está enfermo. Fiebres reumáticas.

Ros sonrió con aire divertido.

– No le veo la gracia -dijo don Alfredo poniéndose muy serio.

– Pues a mí me parece una excelente noticia.

Echaron a andar. Víctor quería caminar un rato por el paseo de Gracia. Tomó la palabra:

– ¿Le has contado lo de su marido? Ya sabes, lo de su otra vida, los lupanares y su amante, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth.

– No, por Dios, ¿cómo iba a contárselo?

– Tarde o temprano lo sabrá. El confesor lo sabía, por eso dijo el día que lo liberaron que era un pecador. Ella debe saber-lo. Ese es el motivo por el que no he querido entrar; si me pregunta, se lo cuento. Por no hablar de su juventud como miembro de los icarianos a los que, dicho sea de paso, levantó un buen capital. ¡Menudo pájaro!

– Ya, Víctor, pero no soy optimista con respecto a este asunto, me temo que está perdido para siempre y, de ser así, ¿qué necesidad tenemos de tirar por tierra la buena fama de un hombre demente?

– Visto así… -dijo Ros.

Llegaron al cruce del paseo de Gracia con la calle Aragón. Víctor miró hacia el fondo y dijo:

– Allí, al final, queda la Diagonal. Quiero echar un vistazo, caminemos.

Aquello le recordaba el paseo del Prado, donde años antes había conocido a Clara, de la que se enamoró al instante. El ambiente era similar. Barcelona estaba creciendo y no pudo evitar que su mente comparara el paisaje fabril, las casetas de los inmigrantes, el hacinamiento del casco antiguo o la Barceloneta, con las amplitudes del Ensanche o aquel hermoso paseo que tenía ante sus ojos: una inmensa avenida, arbolada, con una amplia calzada central y dos hileras de árboles, a los lados, de hermosos falsos plataneros. Aquella vía estaba ya casi tan transitada por paseantes como las Ramblas, aunque no estaba asfaltada ni empedrada aún. Todos los paseantes iban muy peripuestos, no en vano era sábado. Había competencia, como en el Prado, en Madrid, por pasear a la grupa del mejor caballo o lucir los mejores carruajes, que ahora en verano iban descubiertos. Las damas vestían con elegancia, imitando la moda parisina, mientras que los hombres copiaban más la moda inglesa.

– Esta tarde, en la fábrica, he averiguado algo. La novia del Tuerto dice que el enano y un tipo con una cicatriz fueron a buscarlo. Al saber que iban tras él se puso «histórico» -bromeó Ros.

– ¿Histórico?

Víctor miró a Eduardo, al que había comprado una bolsa de almendras garrapiñadas, y ambos se sonrieron.

– Una tontería mía. Se puso histérico. ¿Te das cuenta, un tipo con una cicatriz?

– No te sigo -dijo don Alfredo tocando el ala de su sombrero para saludar a dos damas realmente hermosas que se les cruzaban.

– Sí, hombre, es la conexión. ¿No recuerdas que la chica a la que atacó el Tuerto, Ana María…? -Velázquez.

– Eso, Alfredo, Ana María Velázquez dijo que uno de los dos tipos que redujeron al Tuerto tenía una gran cicatriz en la barbilla. ¡Y un tipo con una cicatriz en la barbilla fue a buscarlo al trabajo de su novia cuando lo soltaron! Es obvio. Además, iba con el enano con el que, según Eduardo, el Tuerto tenía un negocio. Por lo menos esto demuestra que el incidente de la calle Calabria no fue algo casual. Ya le he encargado a Eduardo que coordine a sus amigos para que estén atentos. Todos los días, nuestro joven colaborador se vestirá con sus antiguas ropas, le tiznaremos la cara y oteará en busca del enano al que él y sus amigos ya conocen. Si lo encuentran lo seguirán sin aspavientos y nos mandarán aviso de inmediato. ¿Entendido?

El crío asintió.

Llegaron a la intersección del paseo con la avenida Diagonal.

– Grandioso -dijo Víctor.

Aquella zona aún estaba por terminar, pero ya se intuía que la ciudad iba a resultar amplia y hermosa a partir de allí. La Dia gonal atravesaría la ciudad de parte a parte. Decidieron acercarse a los Campos Elíseos. Hasta apenas unos años antes el paseo de Gracia no era más que el camino que unía la ciudad con uno de los pueblos que la rodeaban. Algo más arriba del cruce con Aragón se había instalado un jardín, trasladado desde el portal de Sant Antoni. Había fuentes, merenderos, salas de baile, un auditorio para conciertos e incluso atracciones, montañas rusas incluidas. Era la réplica del Prater vienés en Barcelona, sus Campos Elíseos. Eduardo se quedó mirando embobado un tiovivo.

– ¿Quieres montar? -dijo Víctor mirando al niño. Los ojos del crío brillaron de ilusión. Eran muchos los niños que pululaban por la ciudad sin infancia, vagabundeando o acaso en las fábricas, sin juegos, sin ilusión y trabajando de sol a sol por sobrevivir.

En un momento se hallaron junto a la atracción. Eduardo, subido en un caballo blanco, como un vaquero del Oeste americano, disfrutaba como el niño que era.

– ¿Te das cuenta, Alfredo? El incidente no fue casual: ¿para qué iba a montar nadie una opereta como aquélla sino para distraer la atención de la gente en aquel mismo momento? Es mucha casualidad que cuatro mangantes urdan algo así y que a apenas unos pasos se produzca un secuestro.

– Sí, dicho así…

– Sospecho que el Tuerto se enteró del verdadero calibre del negocio y pidió más. No es bueno pasarse de listo con gentuza de esa calaña.

– Bueno, ¿y ahora qué?

– Confío en que Eduardo y sus amigos localicen al enano. Nos llevará al tipo de la cicatriz.

– ¿No crees que se está encariñando demasiado contigo?

– Y yo con él.

– Tú te irás a Madrid y él volverá a la calle, Víctor.

– No ocurrirá tal cosa. Yo me encargaré de él. No te quepa duda.

Se hizo un silencio. Don Alfredo volvió a tomar la palabra:

– Ha venido a verme López Carrillo. Mañana estamos invitados a una excursión con su familia, a la fuente de la Magne sia, en Pedralbes.

– Nos vendrá bien un poco de aire puro.

– Me ha dicho que ha hecho indagaciones sobre el amante de don Gerardo, como le pediste. Parece que es un buen elemento. Mañana te dará los datos.

– Bien, bien.

– ¿Crees que esa pista nos llevará a alguna parte? -Nunca se sabe, pero ya conoces el dicho: «Trahit sua quemque voluptas».

– «A cada cual lo arrastra su vicio».

– Exacto. Me alegra que recuerdes tus lecciones de latín, Alfredo, ya no eres un niño -dijo Víctor riendo. Don Alfredo hizo un mohín a su amigo por esta alusión a su edad.

– ¡Noticias, noticias! ¡El Brusi, compren El Brusi! -pregonaba un pilluelo que vendía el Diario de Barcelona-. ¡Nueva chica desaparecida misteriosamente!

Víctor pagó al chico y tomó un ejemplar. Leyó en voz alta:

– «misteriosa desaparición otra vez: Ha desaparecido otra joven, esta vez en la Ciudadela. Antoñita Medina montaba en el tiovivo que hay instalado en la explanada junto al Arsenal vigilada por su niñera, cuando el caballo en que iba subida apareció solo. La policía teme que sea un caso más de secuestro de adolescentes de los que tanta alarma crean cutre nuestra ciudadanía. Las autoridades policiales están in albis, y desde aquí tenemos que exigir a nuestros gobernantes que se esmeren para poner fin a esta lacra». Y escucha, Alfredo, el gobernador civil ha declarado: «Es completamente falso el rumor que se está extendiendo por Barcelona acerca de la desaparición durante los últimos meses de niñas en edad de merecer que según las habladurías populacheras habrían sido secuestradas…».

– Lo que faltaba -dijo don Alfredo.

Víctor tiró el periódico al suelo, visiblemente enfadado.

– Anda, vayamos a comer algo.