"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 5

Aquella misma noche, durante la cena en el hotel, Víctor contó a sus dos amigos lo que había averiguado. Les refirió la historia de Eduardo sin poder evitar que lo invadiera cierta sensación de pena y remordimiento. También les relató su visita al despacho del secuestrado. Al parecer don Gerardo es un asiduo de los lupanares.

– Quién lo hubiera dicho -exclamó don Alfredo hojeando la Guía nocturna de color rosa-. Si Gerardo era un hombre…

– Sí, probo, lo sé -contestó Víctor, algo cansado de aquella coletilla de doña Huberta.

– Esos son los peores -aseveró López Carrillo-. Dios nos libre de los que se dan golpes de pecho en la iglesia. No hay cosa peor que un hipócrita. Quizá de ahí le vengan esos ataques cuando ve símbolos religiosos. De su pasado libertario y de su doble vida con los asuntos de damas.

Víctor tomó la palabra y dijo mirando a su buen amigo Juan de Dios:

– He telegrafiado a Madrid. Quiero aclarar lo de esos negocios que iba a hacer Borrás. ¿Habéis adelantado algo sobre el asunto de la caja fuerte?

López Carrillo contestó:

– No; parece claro que la combinación sólo la tenían don Gerardo y su secretario, Guzmán.

– Creo que el secretario es honrado apostilló Víctor.

– Eso asegura mi prima -apuntó don Alfredo.

– Le he puesto vigilancia y hemos registrado su casa. Nada. Además, apenas tiene dinero en el banco -añadió Juan de Dios.

– ¿Debemos suponer que don Gerardo se llevó el dinero y los valores? -preguntó Víctor.

Quedaron en silencio. López Carrillo pidió café, coñac y habanos para los tres.

Entonces don Alfredo dijo:

– Pero ¿para qué iba alguien a robarse a sí mismo?

– Es una buena pregunta, Alfredo, es una buena pregunta. Mañana por la mañana me entrevistaré con la joven a la que el Tuerto atacó junto a la casa de tu prima, quiero asegurarme de una cosa.

– ¿Sabéis? -López Carrillo tomaba de nuevo la palabra-. Esta mañana, en la Jefatura de Policía, he podido hablar con uno de los agentes que levantó el cadáver del Tuerto. Según le dijo una testigo presencial, en la agresión no hubo discusión previa. Un tipo se le acercó por la espalda y le metió la navaja por la axila, hasta el fondo.

– Un ajuste de cuentas. Está claro. Una ejecución, buscando el corazón.

– ¿Y por qué había de estar relacionado con el secuestro de Borras? Todo esto es circunstancial -dijo don Alfredo.

– No tenemos otra cosa, piensa, ese hombre se volatilizó, desapareció del interior de su coche. La única, y digo bien, la única posibilidad lógica que entreveo es que aquel incidente junto a su puerta no fuera algo casual, y si así fue, vuelve a aparecer otra nueva casualidad. ¿De verdad no te parece demasiada coincidencia que ejecutaran al tipo al que detuvieron por dicho incidente el mismo día en que quedó en libertad? Piensa: protagoniza el incidente, es detenido, dos días al calabozo y nada más salir lo matan. Es demasiado.

– No sé, chico, no lo veo claro -repuso don Alfredo-. Pero la experiencia me hace tener fe en tu instinto, hijo, no nos queda otra opción que seguir así.

– Bien dicho, amigo, bien dicho. Pero hablemos de cosas más agradables, ¿qué hay de interesante en los teatros de la ciudad, Juan de Dios?


A la mañana siguiente, Víctor se personó en casa de Ana María Velázquez, que vivía en un coqueto edificio de tres alturas situado nada menos que en el paseo de Gracia. Estaba presente el marido, de nombre Julián, al parecer un joven abogado que, salido de la nada, se iba labrando un porvenir en la ciudad. El piso, un principal, denotaba que las cosas les iban bien.

Víctor tomó asiento en un incómodo sofá mientras los dos tórtolos lo hacían en sendas sillas frente a él. Ana María era una joven hermosa, de profundos ojos azules y pelo castaño, lacio. Él era moreno, de ojos marrones, y lucía una perilla recortada seguramente con el propósito de parecer mayor ante sus clientes.

– Bien, bien -dijo el detective mientras sorbía el café que le habían servido-. Cuénteme usted lo del ataque.

– Pues fue una cosa rarísima. Era muy temprano. Yo iba a casa de mi hermana, que vive en esa misma calle, porque tenía que cuidar a su hijo pequeño; ella tenía que ir al médico por un sarpullido que…

– Al grano, querida -le dijo su marido demostrando que sabía de aquellos asuntos.

– Perdón. El caso es que, de pronto, iba yo caminando a paso vivo cuando un borracho, un tipo feo como él solo, tuerto y muy mal vestido, todo harapos, se lanzó sobre mí dando manotazos a mi sombrero diciendo: «¡Moscas, moscas, todo está lleno de moscas!».

– Vaya -dijo Víctor.

– Sí, sí, a voz en grito. Afortunadamente, no pudo arrancármelo porque iba bien sujeto por alfileres; además, dos caballeros que caminaban tras él lo agarraron bien fuerte por los brazos, aunque él seguía gritando.

– Esos dos caballeros, ¿cómo eran?

– Altos, más bien robustos.

– ¿Cómo vestían?

– Bien. Hombre, no creo que fueran de la alta sociedad, si se refiere a eso, pero llevaban traje, creo que los dos de mezcli11a, y bombín.

– ¿Vio sus rostros?

– No me fijé mucho, la verdad. Pero me parecieron muy normales, excepto… -¿Sí?

– Uno de ellos, el más alto quizá, tenía una cicatriz en la cara, junto a la barbilla.

– Bien observado, Ana María -la felicitó Víctor tomando nota-. ¿Le parecieron vulgares o educados?

– Más bien educados.

– Cuando detuvieron al loco, ¿éste siguió gritando?

– Sí, sí, no paraba. De hecho, incluso cuando se lo llevaban los guardias seguía dando berridos.

– Ya.

– Es una pena que esos dos caballeros que me auxiliaron no acudieran a declarar, me hubiera gustado saber sus nombres para agradecerles su intervención.

– Igual eran de fuera y estaban de visita en la ciudad; ¿tenían acento de aquí?

La joven se lo pensó:

– Pues ahora que lo dice… no. Tenían un acento así…, como el de una criada que tuve yo, de pequeña, creo que era sevillana o quizá de Murcia.

– De acuerdo, Ana María, me ha sido usted de gran ayuda. Y ahora, si me disculpan, debo hacer otras gestiones relacionadas con el caso.


Joaquina Vendrell era la madama de una casa de citas de acertadísimo nombre, Las Hijas de Venus, que estaba situada, como tantas otras, en la calle Quintana. Abrió ella misma la puerta e invitó a Víctor a entrar. De inmediato lo acomodó en un salón demasiado recargado, atestado de sillones y con asientos de cuero rellenos de plumas como los que usaban los árabes de los cuentos que Víctor leyera de pequeño. Sentado en uno de ellos, y luchando por no caerse, el detective acertó a preguntar por doña Joaquina, a lo que aquella añosa alcahueta contestó:

– Soy yo, guapo. Tranquilo, que estás en las mejores manos de Barcelona para encontrar el placer, te guste lo que te guste.

Llevaba un vestido ajustado en la cintura, negro, y el pelo bien recogido en un peinado bastante recargado. Iba discretamente maquillada. Parecía haber recibido una buena educación por su porte y maneras. Había sido guapa de joven, no cabía duda.

– No, no -dijo él-. No quiero ver a las chicas.

– ¡Cómo! No me digas que un buen mozo, tan guapo como tú, nos ha salido «rarito»…

– No-continuó mientras sacaba su placa-. Sólo quiero hacerle unas preguntas.

– ¡Acabáramos! Ya pagué la semana pasada.

Víctor hizo oídos sordos a aquel inquietante comentario Y dijo:

– Perdone, pero no es ni mucho menos mi intención importunarla. Mire, investigo un secuestro. He venido de Madrid exclusivamente para ello. El tiempo corre en nuestra contra, porque el secuestrado está como ido. Quiero capturar a los secuestradores y considero que usted podría ayudarme.

– Usted dirá. Por cierto, ¿quiere tomar alguna cosa?

– No, gracias, Joaquina. Se trata de un cliente suyo: don Gerardo Borras.

Ella puso cara de pensárselo.

– No se haga la tonta, sé por experiencia que ustedes conocen hasta el último detalle de la vida de sus clientes. Se hizo un silencio.

– Ya no viene mucho por aquí, pero hubo una época en que fue asiduo de la casa. Ya sabía yo que tú eras rarito… Frecuentaba mucho a una chica de aquí, Laurana.

– ¿Está aquí?

– Pues curiosamente, sí. En este momento está ocupada, pero si espera usted un momento, está con un cura de Badalona que suele aliviarse demasiado rápido, si usted me entiende. Mientras espera, ¿quiere que le atienda alguna chica? Tengo una recién llegada de Cuba que…

– No, gracias, esperaré aquí -repuso él.

En efecto, el cura terminó pronto. Víctor vio salir a un tipo trajeado con un enorme sombrero que medio le tapaba la cara y que en el colmo de la hipocresía se dejó besar el anillo por la dueña del prostíbulo.

– Pase por aquí.

Llegó a una habitación en la que la cama estaba deshecha. Las cortinas eran de terciopelo rojo y había un espejo sobre el lecho. Una joven, de hermoso trasero y turgentes senos, se lavaba sus partes en una jofaina con agua y jabón. Tenía las piernas abiertas, sin asomo alguno de pudor, y sin levantar apenas la cabeza dijo:

– Usted dirá.

– Víctor Ros -repuso él.

Ella giró la cabeza y dijo:

– Tú, yo te conozco.

El rostro de la joven, bastante agraciado, le resultó familiar.

– Sí, en efecto, te conozco. Tú eres el detective de las putas, el que cazó a aquel animal que rajaba compañeras como si fueran cerdos.

– Sí, soy yo.

– Viví en Madrid, Trabajaba en La Casa Rosa. Tú estabas muy encoñado con una chica muy guapa, la llamaban…

– La Valenciana -contestó él, corroborando que el recuerdo de aquella pobre chica aún lo hería profundamente. Se sentía culpable por lo que le pasó.

– Sí, sí -decía señalándose con el índice a la vez que añadía, mirando a su jefa-: este hombre es el único policía serio de todo Madrid. Cuando a nadie le importaba, él se dedicó a seguir la pista de un degenerado que mataba compañeras. En Madrid todas las putas lo adoran.

– Rediez, eso se dice antes -contestó la madama-. Ayúdalo en lo que puedas.

La joven, Laurana, comenzó a secarse. Tenía el cuerpo húmedo y Víctor, de pie a un par de metros, percibía el olor a jabón y a perfume. No pudo evitar fijarse en sus hermosos senos.

– Si gustas… -dijo ella solícita.

– No, no -contestó Ros muy azorado-. Vengo a verte por un cliente tuyo, don Gerardo Borras. La joven hizo memoria:

– Sí, muy buen cliente. Un reprimido que venía aquí a desfogarse como tantos. No creas, era un tipo incansable.

– Dejó de venir.

– Sí, se encoñó con una que conoció en otra casa, una de la calle de la Lleona. No sé si le puso un piso o algo así. Una tiparraca, la Elisabeth, una zorra de la peor calaña. Pregunta allí, ojazos. La madama se llama Petra, dile que vas de mi parte, me conoce y sabe que soy seria.

– De acuerdo -dijo el inspector saliendo de allí a toda prisa-. ¡Y gracias!


No supo bien cómo, pero al llegar a la casa de la calle de la Lleona, tuvo la sensación de que la encargada, Petra, ya lo esperaba. Parecía a la defensiva y ni siquiera lo dejó pasar.

Cuando le mencionó el nombre de Elisabeth escupió en el suelo.

– Si la localiza me lo dice, la tienen que rajar de mi parte -dijo-. Maldito maricón.

– ¿Cómo? No entiendo.

– Sí, que era un tío.

– No le sigo.

– Se vestía de mujer y los volvía locos, y ojito que estaba bien armado…

– Vaya, me sorprende.

– Un mal bicho, guapo, muy guapo, tanto vestido de hombre como de mujer, y con buena educación, muy leído. Facturaba más él solo que la mejor de mis chicas, no crea, tenía una buena clientela.

– Deduzco que su paso por aquí no dejó buen sabor de boca -dijo Víctor intentando disimular su sorpresa.

– No crea, no crea. Como puta era buena, o bueno, de las mejores que he conocido. Cuando quiere dejar satisfecho a un cliente se emplea y los vuelve locos. Es puta, muy puta; reputa, diría yo, y le gusta su oficio…

– ¿Pero…?

– Es un mal bicho, sólo creaba problemas. Se pasaba el día leyendo libros raros, cosas de brujas. Asustaba a las demás chicas y las manipulaba. Le tenían miedo. Decían que podía echarles mal de ojo y que sabía conjuros que le secaban el huerto a la más dispuesta.

– ¿Lo retiró un tal Gerardo Borrás?

– No sé, puede ser. Justo cuando le di puerta me dijo que le daba igual, que se había buscado un buen arreglo. -¿Sabría usted describírmelo?

– Alto, muy guapo, de pelo negro como el azabache y de ojos marrones pero tirando a verdoso, muy parecidos a los tuyos. ¡Qué ojos tienes, morenazo!

– Gracias, señora. Y ése era su alias…

– ¿Su qué?

– Elisabeth era su nombre de guerra, su mote. ¿No sabría usted su nombre y apellidos?.Los verdaderos.

– Pues claro: Paco Martínez Andreu.

Ahora tenía algo a lo que agarrarse. No pensaba dejar escapar aquel hilo, era lo único que tenía. Salió de allí algo perplejo. Don Gerardo era una caja de sorpresas y su amante, Paco, o Elisabeth, no parecía trigo limpio.


Víctor, López Carrillo y don Alfredo aguardaban sentados a la mesa en sus habitaciones del hotel.

– Tú dirás qué esperamos. Primero me sueltas la bomba de don Gerardo y ahora aquí nos tienes, aguardando no sé qué -protestó don Alfredo Blázquez.

– Paciencia -repuso Víctor-. Paciencia. Y aclararé que lo de don Gerardo no es culpa mía. Además, ¿no era de moral intachable?

– Me lo tengo merecido -declaró Blázquez-. Quién lo iba a decir, don Gerardo visitando hombres en un lupanar…

– Hombres… lo que se dice hombres… -apuntó Juan de Dios-. Se llama Elisabeth, ¿no?

– Es un hombre -dijo Víctor-. Sin duda.

– ¿Pero con…? -preguntó don Alfredo arqueando las cejas cómicamente.

– Con todo lo que tienen los hombres -afirmó Ros.

– Fíjate, don Gerardo acostándose con un hombre «armado» y que se disfraza de mujer. ¡Qué cosas! -recalcó Juan de Dios.

– Sí, un hombre tan… -comenzó a decir Blázquez.

– Tan pío, sí, Alfredo, tan pío. Ya lo sé -dijo Víctor sirviendo algo más de vino a sus compañeros.

– Si sigues así, nos vas a emborrachar. ¿Cuándo se come aquí?

Víctor no contestó. Hojeaba el periódico, el Diario de Barcelona, con cierto aire indolente y esperando no se sabía qué. De pronto alzó las cejas, como si algo llamara su atención:

– «Sin noticias de Teresita Jiménez.» Vaya, vaya, ¿qué es esto? «La niña sigue desaparecida y se teme lo peor»

– Un feo asunto-sentenció López Carrillo. -¿Un secuestro?

– Quizá peor. Lo lleva un compañero mío, Ángel Silla. Ha causado cierto revuelo en la ciudad.

– ¿Y eso? -preguntó don Alfredo Blázquez, mirando por encima de sus características garitas.

Juan de Dios tomó aire y comenzó a hablar:

– Pues eso, hará cosa de unos diez días, quizá algo más, una señora volvía al caer la tarde de dar un paseo con su hija de trece años, Teresita. La chica le dijo a su madre que subía a casa de una amiguita que estaba a poca distancia, en la misma acera. Nunca más se supo de ella. No llegó a casa de la amiga. Se evaporó, un misterio. Un periodista que estaba por Jefatura a la caza de noticias supo del asunto y le dio la máxima publicidad en La Vanguardia al día siguiente. Me extraña que no lo hayáis visto, porque han empapelado Barcelona con carteles con una fotografía de la cría. Han comenzado a surgir rumores, ya sabéis, que si hay muchas crías desaparecidas… pero que el asunto se oculta porque son pobres. La gente comienza a hablar y se está desatando cierta psicosis.

– Vaya -repuso don Alfredo-. Pero ¿es verdad? ¿Ha habido varias desapariciones de niñas?

– Pues me temo que sí. Bueno, niñas, niñas… Digamos que mujeres jóvenes de entre doce y diecisiete años.

– Mal asunto -dijo Víctor dando un salto en su silla.

– Sí. El gobernador ha ordenado cautela y discreción. Algunas desapariciones no están del todo constatadas, tened en cuenta que hablamos de gente de clase baja: hay chicas que se fugan o incluso a veces las familias van y vienen, vuelven a sus regiones, en fin, que es difícil saber a ciencia cierta el número. Hay gente que prostituye a sus hijas, o incluso las venden.

– Ya, pero… ¿de cuántas hablamos? -dijo Víctor-. Aproximadamente.

– Pueden ser unas diez.

– Rediez -añadió Ros pasándose la mano por la frente-. Una vez detuve a un tipo así. Fue un caso espeluznante: el Sacamantecas de Almadén, que había secuestrado, violado y asesinado a veinticinco infantes.

– ¿Por qué Sacamantecas? Yo creo que esto debe de esconder un móvil más… sexual. No irás a decirme que el hombre del saco existe, es un cuento con el que asusto a mis hijas para que se tomen la sopa.

– No quieras saberlo, Juan de Dios, no quieras saberlo -dijo Ros.

Entonces se abrió la puerta y apareció un botones y, tras él, un niño escuálido, harapiento y con la cara negra por el tizne.

– Os presento a Eduardo, mi nuevo colaborador. El nos ayudará a capturar a los secuestradores de don Gerardo Borrás.

Los dos amigos de Ros se miraron con sorpresa mientras que éste decía:

– Pasa, pasa, Eduardo, siéntate. Que traigan la comida.

El botones salió del cuarto para cumplir con la orden que le habían dado. Víctor, sirviendo agua en su copa al pilluelo, dijo:

– Aquí mi buen amigo Eduardo es hijo de Agapito Marín.

– El Tuerto -apuntó don Alfredo.

– Exacto. ¡Pero vaya, aquí está!

Todos se giraron para ver cómo entraban un camarero y el maître del restaurante portando una paellera inmensa.

– Tu plato favorito -dijo Ros-. Arroz con conejo.

El crío tenía los ojos abiertos como platos.

– Huele bien, huele bien -dijo López Carrillo.

– Gracias, pueden irse, nosotros solos nos serviremos -declaró Ros y despidió al servicio. Entonces, tomando al crío del brazo, lo hizo levantarse y lo llevó hacia la puerta de su cuarto, que abrió mientras decía-, te diré lo que haremos, Eduardo. Primero comeremos; luego, ¿ves ese pequeño catre que he mandado instalar en mi cuarto? Hay ropa limpia sobre él, te bañarás y te vestirás correctamente. No tires la ropa que llevas ahora, la necesitaremos. Dormirás aquí.

El crío se zafó del brazo del detective y dijo:

– Pero ¿qué quiere?

Era todo desconfianza. Víctor lo miró con calma y repuso:

– Ayudarte, Eduardo, ayudarte. Aquí estarás bien, comerás y dormirás a cubierto.

– Ya, y luego… ¿qué? ¿Qué querrá a cambio? Es usted un pervertido como los demás.

– No, te dije que quiero cazar a los energúmenos que mataron a tu padre. Tengo mujer e hijos. Créeme, yo fui como tú. Sé lo que piensas. No quieres depender de nada ni de nadie, te crees fuerte, invulnerable, eres listo y la policía nunca te cogerá, ¿verdad? Pero en el fondo tienes miedo, estás cansado y te gustaría tener algún lugar al que volver, alguien que se preocupara por ti, ir a la escuela y jugar, como un niño.

El discurso hizo su efecto. Dos lagrimones caían por las mejillas de Eduardo. Don Alfredo lo tomó de la mano y le dijo:

– Ven, mi nieta tiene tu edad. Comamos.

Se sentaron a la mesa. López Carrillo comía incluso con más ansia que el niño vagabundo, por lo que Víctor y don Alfredo rieron divertidos.

– ¿Está bueno? -dijo Ros.

– Sabe a gloria -repuso Eduardo.

– ¿Y dices que este pilluelo te ayudará? -preguntó Juan de Dios mientras atacaba una pata de conejo-. ¿Cómo? A la que te descuides te sisará la cartera.

Víctor miró al crío muy serio:

– Esta tarde iré a ver a la mujer que me dijiste, a la novia de tu padre, ¿vendrás? -Entonces aclaró a sus compañeros-: Trabaja en J. amp; M. Smith.

– Ten cuidado Víctor, esta tarde habrá algarada por allí -dijo Juan de Dios sin levantar la cabeza del plato.

– ¿Cómo?-dijo Ros

– Sí, los anarquistas y los socialistas preparan una huelga, un paro, creo. La gente no está por la labor pero…

– ¿Y cómo lo sabes? Poveda, claro.

– Y otros. Tenemos gente infiltrada, hombre, asisten a las asambleas y nos adelantamos a sus planes.

– Vaya. Sí que le dedicáis energías al asunto -exclamó Ros-. Eduardo, tú tienes amigos en la calle, gente de tu edad, ¿no?

– Sí -dijo el crío.

– Bien, podríamos, a cambio de unas monedas, hacer que trabajen para nosotros con un único fin: encontrar a ese hombre, el enano que andaba en tratos con tu padre.

– Se puede hacer -contestó Eduardo. Parecía mucho mayor de su edad. Víctor reparó en que eran miles de niños los que no tenían infancia, como aquél, y se lamentó por ello.

Trajeron el postre: un inmenso soufflé de limón que sirvieron a Eduardo y que éste devoró manchándose cómicamente la nariz.

Cuando hubo terminado aparecieron dos camareras con toallas.

– Y ahora, el baño -dijo Víctor.

– Pero… ¿de verdad voy a vivir aquí? -preguntó el pilluelo, que no podía dejar atrás su desconfianza.

– Pues claro, hijo, y ahora ve.

Eduardo se fue con las dos sirvientas como si lo llevaran al garrote y los tres hombres quedaron en silencio.

– Sé lo que estás haciendo y te equivocas -sentenció don Alfredo.

Víctor, encendiendo un cigarro, dijo:

– Sospecho que me vas a explicar por qué.

– Pues sí, querido amigo, él no es como tú.

– Y eso ¿quién lo dice? Puede que sea incluso mejor que yo.

López Carrillo tomó la palabra:

– A ver, a ver-repuso alzando la mano-. Me he perdido, ¿es posible saber de qué collons estamos hablando?

Don Alfredo y Víctor se miraron sonriendo, el primero de ellos tomó la palabra:

– Mira, Juan de Dios, Víctor llegó a Madrid de niño con su madre, sólo tenían lo puesto. Su padre había fallecido de tuberculosis en Extremadura. Su madre trabajaba horas y horas de costurera y él pasaba mucho tiempo en la calle; llevaba camino de terminar convertido en un criminal, y de los buenos, pero un sargento de policía, don Armando, lo apartó del mal camino, lo apadrinó y consiguió que ingresara en la policía, porque logró entrever en él ciertas cualidades que lo han llevado a ser lo que es. Como conozco a nuestro mutuo amigo como si fuera su mismísima madre, sé que se siente en deuda con el mundo por aquello y me temo que piensa hacer lo mismo con este pilluelo, pero… -entonces miró a Víctor y añadió-, ¿tú te has parado a pensar qué será del crío cuando regreses a Madrid? Será más duro para él volver a la calle.

– Lo tengo pensado. No volverá a la calle.

– Ya.

Juan de Dios López Carrillo volvió a hablar: -¿Pero no fue ese tal Alberto Aldanza el que te enseñó lo que sabes, Víctor?

– Más o menos. Don Armando me encarriló; fue a su muerte, cuando yo investigaba el misterio de la Casa Aranda, cuando se cruzó en mi camino un dandi, don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que me ayudó en el caso del asesino de prostitutas. Me enseñó nuevas técnicas: dactiloscopia, química, botánica, geología y, sobre todo, ciencia forense, pero… ¿sabes?, no sé si podré soportar durante toda la vida el peso de aquellas lecciones, hablemos de cosas más actuales. Este tema me torna el ánimo sombrío. Centrémonos en el caso. Tenemos dos vías abiertas: una, la querida de don Gerardo, o mejor dicho, su querido, porque es un hombre; creo que era un mal bicho y a veces los placeres suelen traer la perdición a los hombres respetables. Seguiremos ahondando en el asunto. ¿Y la otra? preguntó don Alfredo.

– El asesinato del Tuerto. Estaba en ciertos tratos con un enano, un alcahuete que prostituye jovencitas de los bajos fondos. Además, quiero hablar con la mujer que frecuentaba el Tuerto, una especie de novia que tenía, esta tarde. A lo mejor ella nos pone al tanto de qué negocios se llevaba entre manos.

– No veo qué relación tiene el enano con el caso -dijo don Alfredo.

– Al parecer, el Tuerto llevaba un asunto a medias con él. Además, no debe de ser difícil de localizar: un enano, de negro y con un perrito… demasiado llamativo, ¿no?

López Carrillo apuntó:

– ¿Y dices que se dedica a traficar con jóvenes vírgenes? No me suena. Hablaré con mis compañeros. De todas maneras, hay más de diez mil putas en Barcelona y el setenta y cinco por ciento son menores de edad, todas de clase baja, claro. Pero haré lo que pueda.

– Te lo agradeceré.

– ¿Y el asunto de Icaria? ¿Qué hay de los socialistas? -preguntó de nuevo López Carrillo.

– Esa pista es falsa -sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

– Pero ¿cómo lo sabes? -volvió a preguntar el policía de Barcelona-. ¿Tienes alguna hipótesis ya? ¿Crees que hallaremos a los secuestradores?

– Te contesto a las tres cosas y por orden: ya lo explicaré, sí y no sé.

– Aclárame eso -pidió don Alfredo. Víctor tomó de nuevo la palabra:

– No es un asunto de socialistas, es evidente. Aún tengo que atar algunos cabos al respecto, pero estoy casi seguro. Veamos, segunda pregunta: sí, tengo una hipótesis, claro, y muy sólida, pero no me creería nadie. Tengo que reunir pruebas y estoy en ello. En cuanto a si llegaremos a encontrarlos, no lo sé, me temo muy mucho que don Gerardo estuvo en manos de una banda muy peligrosa, de gente sin escrúpulos… y lisios, muy listos.

– ¿Una banda, dices?

– Sí, al menos son cuatro.

– ¿Cuatro?

– Sí, y me atrevo a decir que cuatro. Sí.

López Carrillo estalló en una violenta carcajada:

– ¡Eres el acabóse, amigo! Nos tomas el pelo.

Don Alfredo negó con la cabeza:

– No creo que lo haga, Juan de Dios, nunca bromea con el trabajo.