"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 4

A la mañana siguiente, tras desayunar como es debido, Víctor y don Alfredo tomaron un coche de alquiler y se llegaron a Sant Martí de Provençals. No tardaron en hallar la casa del hijo de Monturiol, donde residía el inventor con su mujer, rodeado de sus hijas y nietos. Los recibió en una especie de despacho-taller donde permanecía enfrascado en complejísimos cálculos matemáticos.

A Víctor le pareció un hombre cansado. Calvo, de pelo cano, lucía unas inmensas patillas y unos bigotes blancos que enmarcaban un rostro severo, serio y pleno de determinación.

– Ustedes dirán -dijo sin apenas levantar la cabeza de su trabajo.

– Inspectores Ros y Blázquez -anunció Víctor.

– Dejen sus tarjetas ahí -contestó el inventor sin mirarlos. Era uno de esos hombres dotados de una gran energía, capaces de hacer varias cosas a la vez- Sean breves, el tiempo es oro.

Víctor comprobó algo sorprendido que en el cuarto había un crucifijo y algunas imágenes religiosas. Monturiol, por primera vez, los miró:

– No se asuste, joven, y no mire así mis cosas, con los años he redescubierto la religión. Pero digan, digan…

Los dos policías se miraron. No sabían muy bien cómo atacar el asunto:

Queríamos preguntarle sobre Icaria -se atrevió a decir Ros. Monturiol había vuelto a su trabajo.

– Aquello fracasó. Pura utopía. Como tocio.

Estaba claro que no iba a ponerles las cosas fáciles.

– Ya, pero usted fue el… líder del grupo en Barcelona.

– He sido muchas cosas, joven. Yo soy el inventor de un sistema para mover los submarinos con motor y de otro para generar oxígeno dentro de la nave; he inventado una máquina para fabricar carpetas, otra para imprimir papel de música, otra para liar cigarrillos, por no hablar de mi fusil, llamado la «culebrina»; diseñé un tranvía-funicular y un velógrafo; también he sido el descubridor de un procedimiento para sacar papel engomado que llegué a introducir en la Fábrica Nacional del Sello cuando fui su director y, ¿saben?, no me ha servido de nada. Me hallo enfermo, viejo y cansado. Bien es cierto que mis submarinos, los dos Ictíneo, gozaron del apoyo económico y emocional de unos cuantos buenos amigos, pero ¿tuve ayudas de la Administración? Ninguna. Ni siquiera la sociedad catalana, que tanto me encumbró en su momento, ha sabido valorar mis invenciones. Ahora he de verme acosado por las deudas, acogido por mi hijo, y dirán ustedes: ¿para qué?

Víctor y don Alfredo se miraron. Aquel hombre parecía cargado de razón.

– Intentamos resolver un secuestro, don Narcís -dijo Ros-. Hemos hallado una pista: alguien grabó la palabra «Icaria» en el interior del coche del secuestrado, don Gerardo Borras.

Monturiol levantó la cabeza por segunda vez en toda la entrevista:

– Maldito sea -profirió.

Volvió a sus cálculos al momento y dijo tras un rato de silencio:

– Sólo hay dos hombres a los que nunca perdonaré, y bien que me pesa. Uno, un secretario que se enriquece en Inglaterra con un invento mío para conservar la carne, y el otro, ese maldito mercader que usted ha nombrado.

– ¿Don Gerardo?

– En efecto. Nunca me gustó.

– ¿Lo conocía?

– Ojalá nunca se nos hubiera arrimado. Recuerdo que fue en torno a 1848, cuando Cabet se animó al fin a crear su ciudad, Icaria. El lugar elegido fue Estados Unidos. Se esperaba a unos veinte mil icarianos y sólo se sumaron setenta. Nuestras relaciones con Cabet eran excelentes; de hecho, dos años antes, un joven idealista, Gerardo Borras, había acudido a París enviado por nosotros con unos buenos dineros. Supo ganarse la confianza de nuestro líder, no en vano era un gran contable. Se pusieron en sus manos todos los fondos que los icarianos habían recaudado a lo largo del orbe y se adelantó para comprar los terrenos. El muy ruin se puso de acuerdo con el vendedor y entre los dos se embolsaron la mayor parte del dinero. Hicieron ver que el precio pagado era más alto y a Cabet le endosaron un terreno cerca de Shreveport, Luisiana, que era arenoso, pantanoso y estaba lleno de mosquitos. Nada se pudo probar, pues el vendedor y el comprador, Borras, que actuó en representación de la comunidad, decían que ése era el precio que se había pagado. Un timo. Fueron tres catalanes a Icaria. Uno de ellos, Rovira, un buen amigo mío, se pegó un tiro en Nueva Orleans a consecuencia de aquel fracaso. Cabet murió apenado en Illinois. Unos años después, Borras volvió a casa como un hombre rico. Maldito.

– Menuda historia -dijo don Alfredo.

– O sea, que es posible que los icarianos hayan querido vengarse-repuso Ros.

– ¿Qué icarianos? -contestó con tristeza Monturiol.

Quedaron en silencio. Aquel hombre volvió de inmediato a sus quehaceres y los ignoró de nuevo.

Salieron de allí apesadumbrados. Aquél era un inventor, un idealista, que había querido mejorar la sociedad en la que vivía y había terminado olvidado y frustrado, triste e impotente.

Como su modelo, Cabet.

Antes de subir al coche de alquiler, la mujer de Monturiol les despidió con una frase muy profética:

– Algún día, los logros de mi marido serán reconocidos, pero no creo que él viva para verlo.


Después de aquella triste experiencia acudieron a la calle Calabria. La pista de los icarianos tomaba fuerza. Allí, frente a la puerta, Ros colocó una piedra más o menos a un par de metros de la acera. Hizo lo mismo tomando como punto de partida la acera contraria y se quedó mirando hacia el suelo.

Medía la distancia que quedaba entre los dos carruajes.

Había una treintena de curiosos a la puerta de la casa de los Borras. Querían ver al poseído, pero, a falta de otro espectáculo, se acercaron a mirar las extrañas maniobras del detective.

– Puede hacerse. Apenas dos metros -dijo Ros mesándose la barba-. Aunque sacar a un hombre de un coche y pasarlo a otro a rastras es complicado, y a poco que se resista… difícil negocio. Aunque…

Víctor seguía mirando, ensimismado, el suelo. Había una boca de alcantarilla entre el espacio que aquel día ocuparon los dos carruajes.

– ¡Eeeeh!

Un grito y el fuerte brazo de don Alfredo que tiró de él le hicieron apartarse.

– No puedes estar aquí en medio -repuso Blázquez-. Ese coche casi te aplasta.

– Sí, sí -dijo Ros sin abandonar su mundo-. Quizá por la alcantarilla. Habrá que echar un vistazo. Pero ahora, hagamos la gestión que nos ha traído aquí.

Víctor llamó al picaporte de la casa de enfrente. Era bonita, aunque más modesta que la de los Borrás, pues estaba terminada en ladrillo rojo y las ventanas eran de madera blanca, con tiestos repletos de geranios que colgaban de dos pequeñas balconadas del primer piso.

Abrió una criada pequeña y de tez muy morena.

– ¿Los señores de la casa? -preguntó Víctor tendiendo su tarjeta.

Los hicieron pasar a un pequeño y luminoso salón, con cortinas de terciopelo rojo y con una estantería repleta de libros. Allí bordaba una joven, muy hermosa, y un anciano dormitaba en una silla de ruedas junto a la ventana.

– No tema, señora -afirmó Víctor-. Soy el inspector Ros y vengo a hacerle unas preguntas sobre el secuestro de un vecino, don Gerardo Borrás.

– ¿Cómo?-dijo ella, quien, tras ponerse en pie, tendió la mano a los recién llegados-. Pero, no sabía…

– Descuide, todo se está llevando en secreto. Cuento con su total discreción. Aunque la prensa ya ha hincado el diente al asunto, me temo -ella asintió-. Aquí mi amigo, el inspector Blázquez. Hemos venido desde Madrid.

– Tomen asiento. Felisa, café y pastas -ordenó la joven-. Me llamo Rosa, Rosa Guerra, y éste es mi padre, don Faustino Vicente, teniente coronel retirado. Está enfermo, a ratos demente. Yo lo cuido, pues mi madre murió cuando aún vivíamos en Filipinas.

La criada entró, dejó una bandeja de plata con la tetera y las pastas, y Rosa Guerra hizo los honores.

– Con leche, dos terrones -dijo Víctor.

– Yo solo, sin azúcar -añadió don Alfredo.

Se hizo un corto silencio y ella repuso:

– Ustedes dirán.

Víctor tomó la palabra:

– Su vecino, don Gerardo, fue secuestrado hace ahora un mes y creemos que lo hicieron aquí mismo, delante de su propia casa. En ese preciso momento había dos carruajes en la calle: uno, el de su vecino, y otro que paró aquí en su puerta. Sé que debe de ser imposible acordarse de ello, pero ¿recuerda usted si pidieron un carruaje por aquellos días?

– Rotundamente, no.

– ¿Cómo?

– Que no. Mi padre está inválido y no sale nunca, y yo, cuando lo hago, apenas doy un corto paseo y voy a misa. No uso carruaje, no tenemos, y tampoco suelo alquilarlos. No hemos tenido una sola visita en años, mi padre no tiene ni un solo amigo o familiar en la Península.

– Vaya -dijo Víctor-. Esto resulta muy interesante, porque… -añadió mirando a su amigo-. Si esta joven no pidió un coche, ¿qué hacía uno parado en su puerta en la mañana de autos?


Víctor y don Alfredo aguardaban a Juan de Dios López Carrillo sentados a una mesa del Gran Restaurant de France, conocido más popularmente como Justin. Era un local lujoso, situado en el número 12 de la plaza Real, donde según decían se comía muy bien.

Esta plaza, que quedaba muy cerca de las Ramblas, era sin duda la obra más destacable de Francesc Molina i Casamajó. Formaba parte de un viejo proyecto que pretendía desarrollar un eje que comunicara las Ramblas con el futuro parque de la Ciudadela. La plaza Real era un recinto sereno, alejado del bullicio de las Ramblas, y que se comunicaba con el exterior por tres bellos pasos para peatones. Las farolas, de seis lámparas, eran un diseño de un joven arquitecto que comenzaba a despuntar, Antonio Gaudí, y en el centro destacaba una fuente de hierro con las Tres Gracias.

Pese a que la plaza, de reminiscencias obviamente europeas, había sido concebida como lugar de residencia de familias bien, iba poco a poco cediendo el testigo al paseo de Gracia y a zonas más amplias del Ensanche. Aun así, era hermosa, con unos amplios arcos que llegaban hasta el segundo piso de los edificios, la bella cornisa y sus características buhardillas. En el restaurante, los dos policías aguardaban en una buena mesa rodeados de hombres de negocios y prebostes que aprovechaban aquel local para relacionarse y hacer negocios que les reportaban pingües beneficios.

– Mira, ahí está -dijo Víctor señalando con la barbilla a la vez que apuraba su vermú.

López Carrillo agitó la mano y se dirigió hacia ellos:

– No he podido llegar antes -dijo mientras tomaba asiento.

– Hemos pedido ya para los tres -apuntó Víctor-. Si no te importa. Lomo relleno con alubias, creo que aquí lo hacen especial, y luego bacallà a la llauna.

– Perfecto, perfecto. Estoy hambriento. Tráigame una cerveza, por favor -indicó López Carrillo al camarero, a la vez que atacaba un trozo de pan-. Luego pediremos un vinito, aquí la bodega es excelente.

– ¿Has hecho los deberes?

– Sí, lo tengo, aunque me ha costado trabajo encontrarlo. ¿Y vosotros?

– Algo hemos adelantado -dijo Víctor.

Don Alfredo tomó la palabra:

– En la casa de enfrente no habían pedido ningún coche, así que debemos suponer que estaba ahí parado por algún motivo.

– ¿Como cuál? -preguntó Juan de Dios con la boca llena de pan.

– Hacer de pantalla. Con un coche a cada lado de la calle, lo que pasara en medio quedaría medio oculto a los ojos de la gente. Además, el incidente del Tuerto hizo que todo el mundo mirara hacia allí. Ese fue el momento. O lo metieron en una alcantarilla que había entre los dos coches o lo subieron al carruaje que había en la casa de enfrente. Los dos coches estaban a un paso.

– Ya.

Les sirvieron el primer plato y López Carrillo pidió un buen vino.

Víctor, tras entornar los ojos al probar aquella delicia, dijo muy resuelto:

– Hay otra cosa: el incidente. Si el Tuerto hubiera montado el numerito él solo atacando una pobre viandante, la cual me parece probado que no estaba en el ajo, el mismo cochero hubiera podido bajar en su ayuda…

– ¡Y entonces hubieran secuestrado a don Gerardo!

– No, el cochero se habría dado cuenta al volver -dijo Víctor-. No sé por qué pero quisieron ganar tiempo. Era obvio que lo querían trasladar a algún sitio. Los secuestradores quisieron que el cochero se llegara hasta el apeadero. Eso les dio, al menos, una hora extra para escapar. Por eso intervinieron dos hombres, bien vestidos, que redujeron al Tuerto. Para que la gente mirara hacia allí pero el incidente no interrumpiera la salida del coche de don Gerardo.

– No lo veo claro -dijo don Alfredo-. Me parece muy retorcido. Además, eso implica que hicieron falta dos hombres para reducir al Tuerto, el propio Tuerto y, como poco, otros dos más para reducir a don Gerardo. O sea, un mínimo de cinco tipos.

– ¿No estará metido el cochero? -preguntó López Carrillo con mirada desconfiada.

– No creo -continuó Víctor-. Tenemos muchos puntos que aclarar, amigos. Pero por ahí van los tiros. Aquello fue una maniobra de distracción. Roma no se hizo en un día.

– Sigo sin verlo claro, Víctor, ¿cómo iban a trasladar a un tipo contra su voluntad de un coche a otro en tan poco tiempo? Es, simplemente, imposible.

Víctor se quedó pensativo y declaró:

– Ahí me pillas, sin paliativos. Tendré que buscar una teoría alternativa. Junto al apeadero hallé un montón de tierra que me da qué pensar, no sé. Tal vez saltó. ¿Y qué hay de lo tuyo?

Mientras servían el bacalao, y tras limpiarse con la servilleta, López Carrillo dijo:

– En respuesta a tu pregunta, Víctor, te diré que me ha costado encontrar el atestado porque nadie se acercó a identificar el cadáver ni se interesó por el cuerpo. Agapito Marín, alias el Tuerto, salió de la cárcel tras su fechoría del sombrero en la calle Calabria el 18 de mayo por la mañana, n las siete y cuarto. A las dos de la tarde del mismo día yacía en el depósito del cementerio a consecuencia de una puñalada en el corazón. Lo enterraron donde los indigentes, en una fosa común. He podido hablar con el médico que certificó la defunción: una sola herida, mortal, una buena cuchillada que entró por la axila izquierda, por detrás, buscando el corazón. Según me ha dicho el matasanos, «un trabajo de profesional».

Víctor sonrió como diciendo: «Ahí lo tenéis. Un trabajo de profesionales».

– Me parece de perogrullo que a este fulano se lo quitaron de en medio. Es mucha casualidad que lo mataran nada más salir de la cárcel tras el incidente. Esta misma tarde espero poder hablar con su hijo, en un pequeño poblado de chabolas junto a la Sagrera -dijo Ros.

– No deberías ir por allí -repuso López Carrillo- Ni siquiera nosotros entramos en esos sitios, ¡ni la Guardia Civil!

– Descuida, lo tengo bien atado.

Juan de Dios dijo entonces:

– Esta tarde he recibido una esquela del gobernador civil, dice que quiere resultados, que tanta histeria no es buena y que ahora que están las cosas tranquilas no quiere complicaciones. La idea de que pueda ser un asunto de socialistas le pone los pelos de punta. Prefiere incluso lo del infierno.

– Ya -dijo Víctor.

Permanecieron en silencio, pensativos.

Ros tomó de nuevo la palabra:

– Os diré qué haremos, éste es el plan. Por cierto, este bacallà está de muerte…

– Víctor, el plan -dijo don Alfredo.

– Sí, sí -repuso Ros volviendo a entornar los ojos-. Alfredo, tú, con la familia, no te despegues de ellos. Por si el Endemoniado recupera la cordura. Observa mientras tanto por si ves algo raro. Vigila. Tu sobrino, ese…

– Alfonsín.

– … eso, no me gusta ni un pelo. Tú, Juan de Dios, a lo tuyo, sigue con tus cosas, Iremos necesitando que nos mires informes en comisaría, como ahora. Y yo, a lo mío, a patear la calle. Comenzamos a intuir el buen husmillo. Y ahora, amigos, disfrutemos de este placer, que enseguida vienen los postres y me han dicho que aquí hacen una crema catalana de impresión.


Madrid, 15 de junio de 1881


Querido Víctor:


Comienzo a escribirte estas líneas pese a que aún es pronto y no he recibido noticias tuyas. Aquí, en casa, todo va bien. Los niños preguntan por ti constantemente y yo les digo que su papá está persiguiendo a los hombres malos. La prensa recoge los detalles del caso que has ido a investigar: lo llaman «El caso del Endemoniado de la calle Calabria», y debo decir que los hechos que relatan me ponen los pelos de punta. Mantenme informada de todo, porque ardo en deseos de saber. Ni me planteo otra línea de investigación (conociéndote como te conozco) que el posible secuestro. Ten cuidado, me parece obvio que tratas con gente inmoral. ¡Hacerle algo así a un pobre hombre!

Nuria y Teodoro siguen bien, cumpliendo con los trabajos de la casa y viendo crecer a su retoño, que dicho sea de paso hace buenas migas con nuestro Victítor. Sé que te agrada que juegue con el hijo de los criados y no se lo recrimino. Tu «preferida», Blasa, sigue como siempre. Ahora que te has ido se empeña en cocinar tus platos favoritos. Al final será verdad que te tiene manía. Mi madre y su conde acaban de llegar de Lisboa de ver a mi hermana Aurora. ¡Parecen tan felices!


Espero que vuelvas pronto. Siempre tuya, te quiere,


Clara


Después de dormir una reconfortante siesta, don Alfredo acudió a la casa de la calle Calabria y Víctor se dirigió dando un paseo hacia la oficina de don Gerardo Borrás. López Carrillo tenía asuntos pendientes en la comisaría y había prometido averiguar algo más sobre la muerte del Tuerto.

La oficina de don Gerardo era amplia, bien iluminada y parecía funcional, moderna, propia de un hombre práctico. Allí trabajaban dos oficinistas más su secretario personal, Guzmán, un tipo con cara de roedor, fino bigote, pulcro y muy delgado.

Víctor le hizo saber que quería ver el despacho del desaparecido hombre de negocios y de inmediato lo llevaron a un despacho lujoso, con alfombras y amplias ventanas. Había una inmensa chimenea y las cortinas eran de terciopelo rojo. Se acercó a una gran estantería repleta de libros y extrajo uno: Ivanhoe. Era un libro de pega. Sólo tenía lomo, una excentricidad de nuevo rico que pretendía dárselas de hombre culto.

– Los cajones -dijo.

Guzmán abrió los dos primeros cajones de la mesa del despacho de su jefe: había dietarios, algún pagaré y cartas comerciales.

– Abra el tercer cajón, por favor.

– No tengo la llave, es de uso personal.

– Ya -dijo Víctor.

Entonces tomó una carta escrita de puño y letra del propio Endemoniado y sacó la copia del grabado hallado en su carruaje, el que rezaba: «Icaria», para comparar las escrituras.

Su cara dibujó al instante una amplia sonrisa. Se giró y dijo:

– ¿Podría aclararme la naturaleza de las actividades de su jefe?

– Pues, comenzar, comenzar… lo hizo como constructor. No crea, ha ganado mucho dinero con el asunto del Ensanche, pero últimamente hemos ido diversificando los riesgos y hemos invertido en textiles, en varias fábricas. También hemos adquirido varios barcos y traemos materias primas desde Filipinas y llevamos allí manufacturas.

– ¿Hemos?

El otro, algo azorado, repuso:

– Perdone, llevo catorce años en la empresa y me implico mucho en ella. Don Gerardo me consulta en casi todas sus transacciones y…

– ¿A qué iba a Madrid?

– A comprar tres inmuebles. Quería actuar como rentista. Creo que da dinero.

– ¿A quién se los compraba?

– A tres propietarios distintos. Lo hacíamos a través de un corredor.

– ¿Su nombre?

– Augusto de las Heras.

Víctor tomó nota:

– Haré que lo investiguen -dijo-. ¿Iba a hacer algo más su jefe en Madrid? No mienta.

Guzmán puso cara de pensárselo y entonces comentó en voz baja:

– Bueno, disponía de cierta información. Al parecer, se rumorea que hay un caballero en Barcelona, un gallego llamado don Eugenio Serrano, que ha tenido una idea para la que pretende recabar apoyos: realizar una Exposición Universal. Al principio la gente se lo tomó a broma. Aún hay quien hace chanzas al respecto, pero mi jefe, según me dijo, adquirió cierta información de primerísima mano que indicaba que la cosa saldrá adelante. Por eso iba a Madrid, a cerrar unos contratos con varias empresas que serán proveedoras. Quería hacerse con la exclusiva.

– ¿Qué empresas?

– No lo dijo.

– ¿En qué hotel iba a hospedarse?

– En el Londres.

– ¿Hizo usted la reserva?

– No, me dijo que la haría él aprovechando que iba a pasar por correos: envió un cablegrama. -Ya veo. ¿Hay caja fuerte?

El secretario, solícito, se giró y descubrió la caja de caudales, que quedaba tras un cuadro que había sobre la silla de don Gerardo. Giró varias veces la ruedecilla y abrió la gruesa puerta de pesado acero.

Enmudeció señalando hacia el interior de la caja.

– ¡Est… est… está vacía! -exclamó.

– ¿Cómo? -Víctor miró al interior-. ¿Qué falta? ¿Qué había dentro?

– Dinero, mucho dinero. ¡Y valores! Casi toda la fortuna del señor Borrás estaba invertida en acciones y bonos.

Víctor se aplicó al momento, impregnando tanto el interior como el exterior de la caja fuerte con unos polvos que sacó de una cajita que llevaba en el bolsillo de su chaleco, luego tomó una lupa y echó un vistazo detenidamente.

– No hay huellas -dijo-. ¿Quién conocía la combinación?

– Don Gerardo y yo mismo.

– ¿Se puede forzar esta caja?

– ¡No, por Dios! Es una Eagleston, es americana y es inviolable.

Víctor volvió sobre sus propios pasos. -Apártese -ordenó el detective empujando al secretario con el brazo.

Sacó una pequeña navaja del bolsillo y se agachó, introduciéndola en el cierre del tercer cajón de la mesa de despacho.

– Pero… ¡debo protestar! -exclamó Guzmán. Una sola mirada de Víctor, fría y plena de determinación, lo hizo apartarse.

Víctor dio un golpe seco y el cierre salló.

En el cajón había multitud de fotografías de damas en ropa interior, algunas estaban desnudas y otras practicaban el sexo con tipos de fieros bigotes.

– Jesús, María y José! -dijo el secretario.

Víctor, sin dejar de inspeccionar el interior del cajón, dijo al secretario:

– Vaya a avisar a la policía, pregunte por López Carrillo; aquí ha habido un robo y tendrán que denunciarlo. ¡Rápido!

Entonces se fijó en una extraña cartulina de color rosa. La tomó en sus manos y la contempló con atención. Parecía una pequeña libreta; el título rezaba: Guía nocturna. Otro subtítulo, algo más pequeño, decía: «Casas de huéspedes para caballeros». Debajo, el precio, cincuenta céntimos.

La abrió, era una guía detallada de los mejores burdeles y casas de citas de Barcelona. También había nombres de chicas como La Francesa, Pepita o Chantal. Aquello no le sorprendió, la verdad. Don Gerardo no era tan pío, o al menos tan probo esposo como pensaba doña Huberta. Echó un vistazo y comprobó que había subrayada una casa: Las Hijas de Venus, en la calle Quintana. Había anotado un nombre al lado, Joaquina Vendrell. Tendría que ir a ver. Decididamente, don Gerardo era un tipo más complejo de lo que parecía: antiguo socialista, traidor a la causa, timador y, ahora, mujeriego. Aquel hombre tenía su miga.


Eran más de las ocho cuando Víctor hizo su entrada en la chabola de Rosalía.

– Ahí lo «tié usté» -dijo la mujer señalando a un crío que esperaba sentado en una silla con el asiento de esparto-. No vea lo que me ha costado traerlo, es listo y resabiado como él solo.

Eduardo era un niño alto, espigado. Estaba demasiado delgado, era evidente que pasaba hambre; de rostro agraciado aunque muy sucio, tenía unos hermosos ojos verdes de enormes pestañas que daban a su mirada un cierto aspecto felino. Era un pícaro, estaba claro, sus ojos brillaban inteligentes y escrutadores. Cuando Rosalía se le acercó tomó tierra del piso y se la arrojó a los ojos, lanzó la silla sobre Víctor y corrió hacia la puerta. El detective, que había caído al suelo por el impacto, logró estirar la pierna haciéndole tropezar, por lo que pudo abalanzarse sobre él para retenerlo. Se sentó encima del crío y le sujetó los brazos mientras éste le escupía diciendo: -¡A mí, no! ¡No!

Víctor tuvo que protegerlo de las iras de Rosalía, que quería emprenderla a golpes con aquel rapaz, a la vez que le gritaba:

– ¡Soy policía, Eduardo, soy policía!

Viendo que el crío no se calmaba, le puso las rodillas sobre sus brazos, sujetándolo con fuerza, y le mostró la placa. A continuación sacó el revólver y lo lanzó lejos, a un rincón.

– ¿Ves? -dijo-. No tienes nada que temer.

Rosalía había tomado asiento en la silla frotándose los ojos con un paño húmedo mientras soltaba lindezas. Entonces Ros se levantó de un salto y se separó todo lo que pudo del chico, que se quedó sentado en el suelo.

– Sólo quiero hablar contigo, hijo.

Eduardo guardó silencio, pensativo. Se levantó. Llevaba unas botas que daban pena, a través de una de ellas se le veía el dedo del pie, que incluso se salía del calcetín de color rojo por un orificio. El otro calcetín era marrón y el pantalón, que le quedaba muy ancho, ni siquiera le llegaba a los tobillos. Quedaba sujeto por un único tirante que, cruzado, lo mantenía en su sitio. Debajo llevaba una camisa que un día fue blanca y cubría su cabeza con una inmensa gorra de obrero.

Se quitó la gorra y quedó al descubierto su pelo, corto, de punta y de color castaño claro.

– Perdone dijo -. Al verlo a usted tan trajeado pensé…

– Sólo estoy intentando aclarar qué le pasó a tu padre. Quiero cazar al hombre que lo mató.

El crío parecía más tranquilo.

Víctor le dejó unas monedas a Rosalía y dijo:

– Ven, Eduardo, vamos a que comas algo.

Salieron de aquel poblado sin decir palabra y, tras coger un coche de alquiler, llegaron al puerto. Desde allí se plantaron en un momento en una horchatería de la calle Santa Mónica, donde Víctor pidió una limonada y un buen vaso de leche con magdalenas para el crío. El camarero, un tipo estirado de pelo rizado, lo miró extrañado. Mostró la placa y aquél desapareció para buscar lo que le habían pedido.

– Tu padre -empezó Víctor-, ¿sabes quién lo mató?

El chaval miró al suelo.

– Veamos -volvió a decir el detective-. ¿Sabes si Agapito estaba metido en algún lío? Eduardo comenzó a hablar.

– No lo veía mucho. A veces, con suerte, un par de veces a la semana.

– Era carterista, ¿no? Se sacaría unos buenos dineros. Es un oficio que da rendimiento -repuso Víctor, recordando la época en que era un raterillo como Eduardo.

– No crea -dijo el crío-. Bebía mucho y le temblaba la mano. La gente de la calle decía que había perdido «el toque».

Trajeron el refrigerio.

– Come -dijo Víctor.

Lo contempló mientras mojaba las magdalenas y se las introducía, casi enteras, en la boca. No tenía modales, pero sí mucha hambre. Recordó cómo su mentor, don Armando, lo había sacado de la calle cuando apenas era un crío para convertirlo en policía. Quizá era ley de vida, quizá él debía hacer otro tanto con alguien como él, con Eduardo. Sintió pena por el crío.

– ¿Tu madre?

– Murió; cólera.

– Lo siento, hijo.

– No lo sienta, no la conocí.

Víctor volvió a compadecerse.

– ¿Dónde vives?

– Ahora, en la calle, claro. ¿Dónde si no?

– ¿Y en invierno?

– Buf, ya veremos.

– ¿Y de qué vives?

– Hago recados.

– ¿Qué recados? -Dos damas que iban a sentarse a una mesa miraron al crío con asco y siguieron su camino. Víctor tuvo que controlarse para no soltarles cuatro frescas.

– Pues recados, llevo paquetes para gente.

– Ya. ¿Robas?

– Claro, en la Boquería sobre todo. Para comer. Pero no va a detenerme por eso, ¿verdad? -dijo Eduardo mirándolo con malicia y deparándole la mejor de sus sonrisas. Se le notaban los hoyuelos de las mejillas. Era un crío.

– ¿Estaba tu padre metido en un lío? -insistió.

– No sé, él hacía su vida y yo la mía. A veces venía a la chabola a dormir y a veces no, pero casi nunca me hablaba. Sé que algo se traía entre manos con el enano ese, el de las chicas.

– ¿El de las chicas?

– Sí -dijo Eduardo sin dejar de mirar el vaso y la magdalena que mojaba-. Un enano, de negro, que siempre va con un perro pequeño, a veces viene y se lleva chicas del poblado, ya sabe… pagan bien.

– ¿Chicas? ¿Para qué?

El otro lo miró como si fuera tonto.

– Pues para algunos caballeros de mucho parné a los que les gustan sin estrenar. A mí me dijo una vez que si quería ir, pero le dije que no, que no quería. Es un alcahuete.

Víctor sintió más pena aún de que aquel crío supiera tanto de la vida.

– Y esas jóvenes, ¿vuelven?

– Pues claro.

– ¿Y les pagan bien, dices?

– El lo arregla con sus padres.

Víctor sintió asco. La pobreza sólo traía aquellas cosas. Volvió a preguntar:

– ¿Podría hablar con alguna de ellas?

– No, bueno, de las que han ido sólo conocía a la hermana de mi amigo Sebastián y regresó a Cáceres con sus padres. Fue varias veces y venía contenta, decía que le daban cosas bonitas. Pero debió de ponerse enferma, porque estaba siempre muy pálida y decidieron volverse al pueblo a que se recuperara. Dice la gente que ganó mucho dinero para la familia.

– Ya. Dices que tu padre tenía algo con él. Con el enano.

– Sí, últimamente lo vi con él dos veces, hablando.

– ¿En tu casa?

– No, una vez en las Ramblas y otra en la Boquería. Un día me dijo que iba a conseguir un dineral con un asunto que se traía entre manos. Supongo que con él.

– Ya.

Víctor le dio todo el dinero que llevaba encima.

– No te lo gastes todo de golpe. ¿Tienes dónde dormir?

– Con esta fortuna, ¡claro!

– Bien, Eduardo, estoy en el Hotel Continental. Pásate a verme mañana a la hora de la comida, hablaremos.

– Gracias, señor. Es usted bueno.

– Ahora tengo que irme, hijo, cuídate.

Justo cuando se despedían, el crío le dijo:

– ¿Sabe? Es usted distinto a los demás; aunque va así vestido, como los ricos, en el fondo parece usted uno de nosotros.

Víctor se quedó pensativo. Aquel crío tenía instinto. Como él a su edad.

– ¿Sabe? El Agapito tenía una mujer.

No había dicho mi padre, sino el Agapito, Víctor reparó en aquel detalle. Qué pena.

El crío siguió hablando:

– Sí, se llama Blasa, es mucho más joven que él y trabaja en Sants, en una fábrica de telas. Es de unos ingleses, se llama J. amp; M. Smith.

– Gracias otra vez. Te espero mañana -le recordó encaminándose al hotel-. Por cierto, ¿cuál es tu comida favorita?