"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 3Cuando llegaron a la calle Calabria descendieron del carruaje. Ya en las escaleras de acceso a la casa y mientras golpeaba la recia puerta de roble con el pomo de cobre, Blázquez dijo: – ¿Y bien? – Creo que me he hecho una idea bastante aproximada del asunto. No pudo ser secuestrado durante el trayecto ni pudo saltar, porque la apertura y el cierre de la puerta se escuchan desde el pescante. Lo hicieron aquí, justo antes de salir, o al llegar al apeadero, cuando Ambrosio aminoró la marcha; hemos visto un pequeño montículo de tierra muy interesante. Una de las doncellas les hizo pasar al salón, donde doña Huberta bordaba junto a la ventana. – ¿Ha despertado su marido? – Sí. Parece tranquilo. – Quisiera verlo. – El doctor ha dicho que nada de visitas. – No lo importunaré, señora, pero necesito echar un vistazo, sólo eso. – Sea. Acompáñeme. ¿Vienes, Alfredo? Subieron la escalera y entraron en el cuarto, que parecía más grande. Habían abierto los postigos y entraba mucha luz. La enfermera estaba dando unas natillas a aquel pobre hombre que, con la mirada perdida en el infinito, permanecía sentado en la cama, con las manos quietas sobre los muslos. – Al menos come bien -dijo don Alfredo. -Sí -dijo la enfermera-. Es el segundo tazón de natillas que ingiere. – Don Gerardo, me llamo Víctor Ros y soy policía. Silencio. El secuestrado seguía a lo suyo, abriendo la boca cuando la enfermera le acercaba la cuchara pero impertérrito, ajeno a cualquier otro estímulo. Víctor chasqueó los dedos delante de su nariz, pero ni parpadeó siquiera. – Su mente está lejos de aquí -dijo Ros. Aquel hombre había sido torturado y su inteligencia y su mente habían volado hacia un lugar mejor. ¿Cómo había vuelto a casa? ¿Había logrado escapar o quizá había sido liberado? Doña Huberta se abrazó a don Alfredo y comenzó a sollozar. – Debe ser fuerte, señora. Su marido la necesita más que nunca -dijo Ros. – Sí, tiene usted razón. Salieron del cuarto y bajaron la escalera. – Ya nos vamos -afirmó Víctor-. Esto no ha hecho más que empezar, tenga paciencia. Ella lo miró esperanzada: – Si necesitan alguna cosa… – Pues sí -dijo Víctor-. Su marido, ¿tiene algún despacho u oficina? – Sí, claro-contestó ella-. En la calle Fernando, número ocho, en el principal. – Quiero verlo. – Puede usted pasarse cuando quiera. – ¿Mañana a las cinco de la tarde? – Avisaré a su secretario, Guzmán, para que lo tenga todo a punto. Un ruido le izo girarse y pudo contemplar a un tipo alto, espigado, con perilla y pelo demasiado largo tapándole media cara. Iba en camisón de dormir y llevaba un gorro con una borla. Tenía un zumo de tomate en la mano derecha. – ¿Qué es todo este ruido? Me duele la cabeza. – Este es mi hijo, Alfonsín -aclaró doña Huberta-. Aquí, el detective don Víctor Ros, que ha venido de Madrid para encontrar a tu padre. – Ah -dijo el otro sin mostrar interés alguno en el asunto y perdiéndose escaleras arriba con su aparente resaca. – Ayer no nos presentaron como es debido, joven. Por cierto, tenemos una entrevista pendiente -dijo Víctor, pese a que el otro ni lo escuchó-. Y usted, doña Huberta, quisiera que no hiciera caso a esas tonterías, me refiero a lo de la posesión demoníaca, ya sabe. Ella lo miró con calma y sonrió: – Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar, es a lo que algunos llamamos fe. Usted no vio cómo reaccionaba mi marido al ver el Corazón de Jesús, o la cruz del párroco. Hemos tenido que ocultar todas las imágenes y, créame, mi marido es un hombre muy, muy religioso. No creo que unas oraciones le hagan mal, aunque tenga que atarlo a la cama para ello. – Es un asunto familiar y usted decidirá al cabo. Tenga buenos días, señora. Cuando salieron a la calle y ya a solas, Víctor le dijo a su amigo: – Mal asunto, la superstición no va a ayudarnos y, ¿has visto al hijo? ¡Menudo moscardón! – Sí, no se puede decir que mi sobrino sea un portento. Había varios curiosos al pie de la escalera: la información aparecida en la prensa comenzaba a surtir efecto. – Habrá que llamar a Jefatura -dijo López Carrillo-para que pongan de nuevo un guardia en la puerta. Decidieron volver al hotel dando un largo y reconfortante paseo, más que nada para abrir el apetito. Barcelona, a 14 de junio de 1881 Querida Clara: Acabo de llegar, como quien dice, y para variar ya me hallo metido en profundidades insondables. Dile a Mariana que Alfredo está bien. Esta mañana ha aparecido el secuestrado, que se encuentra, dicho sea de paso, en un estado lamentable. Ha aparecido como desapareció, por arte de magia, lleno de tierra y oliendo a azufre. Para más inri, el cura de la familia dice que ha estado en el infierno y, además, el asunto ha trascendido a la prensa. Supongo que en breve los periódicos de Madrid se harán eco del suceso. Nada podría importunarme más que este tipo de cortina de humo que, como en el caso gracias al cual te conocí, el misterio de la Casa Aranda, no hace más que ocultarnos la verdad, que siempre está ahí, dispuesta, esperando. He encontrado la ciudad muy cambiada, pero en el fondo sigue igual: llena de energía comercial e intelectual. Hay muchas publicaciones, algunas de ellas en catalán, por lo que me cuesta entender bien lo que dicen. Algunas son muy satíricas, como La Esquella de la Torratxa o La Campana de Grácia, que no dan tregua, la verdad. Otras, más serias, como La Van guardia o el Diario de Barcelona. Los leo todos y procuro encontrar noticias de Madrid, de casa. Llevo apenas dos días fuera y ya os añoro. Cuéntame cómo están Cecilia y Víctor, y mantenme al tanto de todo. No os metáis en líos. Sí, me refiero a ti y a esas sufragistas suicidas a las que tan bravamente capitaneas. Te ruego que no hagas ninguna locura de las tuyas, al menos hasta que vuelva. Te echa de menos, te añora y te quiere, Víctor Víctor aprovechó la tarde para acercarse a la Jefatura de Policía con López Carrillo, mientras don Alfredo se echaba una siesta. Una vez allí, hojearon los atestados del día 15 de mayo. En efecto, un borracho, de nombre Agapito Marín, había protagonizado un altercado en la calle Calabria al lanzarse sobre una dama porque al parecer no le gustaba su sombrero, que intentó destruir de un manotazo. Según constaba en el acta de detención, dos viandantes lo habían retenido y entregado a la guardia pública, comprometiéndose a pasar aquella misma tarde por la comisaría para declarar. La joven implicada en el asunto había testificado acompañada de su marido al día siguiente, pero de los dos probos ciudadanos que la habían ayudado no se supo más. El alborotador había sido llevado a una celda a la cárcel de la calle Amelia y puesto en libertad dos días después. Agapito Marín, alias el Tuerto, no tenía dirección conocida, pero uno de los guardias le dijo a Víctor que vivía en un pequeño poblado de chabolas de la Sagrera, en Sant Martí de Provençals. Decidió que no perdía nada por pasarse por allí, pese a que a López Carrillo le pareció una tontería, pero antes convinieron en que era necesario realizar alguna indagación sobre la misteriosa inscripción hallada en el interior del carruaje: «Icaria». López Carrillo lo llevó, casi sin mediar palabra y a paso vivo, a una pequeña tasca de la calle de la Plata; justo donde la calle moría en un callejón ciego, arrancaba una estrecha escalera que bajaba a una especie de sótano donde algunos desocupados bebían distribuidos en varias mesas de madera. A Víctor aquel lugar le recordó algunas de las tabernas de su barrio, La Latina. El mostrador era de mármol y había inmensos toneles al fondo que impregnaban el lugar, mal iluminado y algo húmedo, de un olor mezcla de vino y canela. López Carrillo, sin mediar palabra, pasó junto a la barra y, tras abrir una portezuela, se adentró en un estrecho pasillo que acababa en un patio pestilente y lleno de trastos. Allí abrió una puerta desvencijada y con la pintura roída por los años, y se hallaron en un reservado con una mesa y cuatro sillas. Los postigos estaban echados y la sola luz de una vela sobre el tablero les mostró a un obrero que, al parecer, les aguardaba. Se levantó al verlos llegar y les tendió la mano. Llevaba una gorra, un amplio blusón de color gris, pantalones raídos y alpargatas. Su cara estaba negra por la mugre y sus manos eran fuertes y correosas, con las uñas oscurecidas por la suciedad. – Poveda, Ros -dijo López Carrillo a modo de presentación. Tomaron asiento y entró el tabernero con una botella de aguardiente y tres vasos. Se sirvieron y quedaron a solas. – No me gusta que me llames -le dijo Poveda a López Carrillo-. Prefiero otras vías de comunicación, es arriesgado. – Ya, pero tenemos que preguntarte una cosa. Víctor observaba al obrero con atención: – Eres policía, ¿no? El otro asintió. – Yo hice lo mismo años ha, en Oviedo. -¡Acabáramos! -exclamó Poveda golpeando la mesa- ¡Tú eres Ros, Víctor Ros! – Exacto. – Hiciste un buen trabajo infiltrándote en las filas de los radicales. Fuiste el primero. – En efecto, pero ahora no sería capaz de hacer una cosa así. – ¿Y eso? -Tengo familia. – Te comprendo. – Además, llegó un momento en que me convertí en uno de ellos, me metí demasiado en el papel. El otro pareció pensárselo y declaró: – Es cierto, este upo ele trabajo es duro, yo mismo he llegado a sentirme parle del movimiento, ya sabes, a veces hay que intentar mantener cierta distancia. Pero, vayamos al grano, cada minuto que paso aquí es un riesgo extra que corro. ¿Qué queréis? – Aquí mi amigo Víctor y un servidor investigamos la desaparición de don Gerardo Borras. – El Endemoniado. – El mismo. – He leído los detalles en la prensa -dijo Poveda-. Feo asunto. – Bien -contestó Ros tomando la palabra-. En su coche hallamos una inscripción: «Icaria». – Vaya. – Sí, me consta que era el nombre que Étienne Cabet dio a su ciudad utópica, que, por cierto, resultó un fiasco, pero ¿qué relación puede tener eso con Barcelona? ¿Hay seguidores suyos por aquí? Poveda asintió y se echó al coleto un buen trago de aguardiente: – En el pasado, sí. No te haces una idea, compañero, una panda de locos, creo yo. Mirad, Cabet fue un auténtico profeta del socialismo utópico, en Francia sus ideas pasaron casi desapercibidas, pero aquí, en Cataluña, y sobre todo en Barcelona, hallaron terreno fértil. Por decirte algo, fue el principal inspirador del socialismo republicano catalán. – Algo leí sobre él cuando estaba infiltrado en Oviedo, pero claro, resultaba demasiado bienintencionado para mis compañeros radicales -dijo Víctor. – En efecto -continuó Poveda-. Pero aquí gozó de gran predicamento. Tened en cuenta que, después de los fracasos de sus esfuerzos revolucionarios, los exaltáis miraron hacia interpretaciones más tibias de la utopía. Cabet quería crear una sociedad perfecta, escribió un libro: Viaje a Icaria, en el que hablaba de crear la utopía, una sociedad de iguales con una asamblea de dos mil diputados, y un gobierno con un presidente y quince ministros. – ¿Y aquí hay seguidores suyos? preguntó Víctor, – Los hubo, los hubo -siguió diciendo Poveda-. Eran seguidores de Monturiol. – ¿El del submarino? -preguntó Ros. – El mismo. Comenzó siendo un seguidor de Cabet, pero cuando lo de Icaria se fue al garete encaminó sus esfuerzos hacia cosas más prácticas. Llegó a fundar una revista con sus seguidores icarianos. Se llamaba… -dijo con expresión pensativa- algo así como ¡Vamos a Icaria! Pero en cuanto lo de Cabet se vino abajo, ya digo, comenzó a diseñar submarinos. Creo recordar que botó un par, el Ictíneo y el Ictíneo II. Fue todo un éxito. Aquí fue un héroe nacional catalán. Pero chico, no hubo interés por parte de nadie y las deudas que había ido contrayendo se lo comieron, literalmente. Acabaron vendiendo el Ictíneo II como chatarra y ahora mismo no quedan icarianos, en el sentido estricto, al menos que yo sepa. – Y… este hombre, Monturiol, ¿vive? – Sí, creo que en casa de un hijo, en Jefatura seguramente tendrán la dirección. – ¿Crees que algún icariano puede estar detrás del secuestro de Borras? – Que yo sepa ningún socialista está metido en ese negocio. De momento no se les ha ocurrido nada referente a secuestros como vía de financiación. Ni siquiera se plantean realizar atentados, eso es cosa de los anarquistas, con los que, dicho sea de paso, andamos a la greña. – ¿Andamos? -repuso López Carrillo irónico. Poveda miró al techo desesperado: – ¿Ves? Estoy cansado. Dile al comisario que busque a otro, yo lo introduciré. Estoy harto de no saber quién soy. En dos meses lo dejo y espero que me den un buen destino. – Harás bien -dijo Víctor-. Por cierto, ¿conoces a un tipo apodado el Tuerto? No, ni idea. – Es un delincuente común, un carterista. – En círculos socialistas no se mueve, eso seguro. Bueno, amigos. -Poveda ya se había puesto de pie y echaba un vistazo al patio-. No hay moros en la costa. Hablad con Monturiol, igual os aporta algo, pero no me parece una pista seria. Hasta otra. Víctor y López Carrillo esperaron unos minutos y salieron a la calle. Ros insistió en pasarse por el poblado de chabolas donde vivía el Tuerto. – Ten cuidado, esos poblados de inmigrantes son ciudades sin ley -le dijo cuando se despidieron en la calle, pues Juan de Dios quería pasar, como siempre, por casa a cenar. Quedaron en verse más tarde en el hotel. Habían llegado caminando al final de las Ramblas. El inspector Ros se acercó a echar un vistazo al puerto; el agua estaba en calma y sobre un pantalán, corto, descansaban más de veinte barcas pequeñas de pescadores. Al fondo, había anclados cuatro barcos de vela, más grandes, de dos y hasta tres mástiles. Tenía algo de tiempo. Se encaminó hacia la Barceloneta, que atravesó recordando viejos tiempos entre las voces de las comadres, «agua va», y las llamadas de un par de prostitutas que, apoyadas en la pared y pintarrajeadas en exceso, le prometían descubrirle todos los placeres del mundo. Aquel barrio había sido proyectado por Verboom, el ingeniero que había diseñado la fortaleza de la Ciudadela. Para construir dicho recinto amurallado, los Borbones habían borrado del mapa el barrio de la Ribera, así que se había decidido crear un nuevo espacio habitable para muchos de los desplazados por aquella reforma. El propio Verboom había diseñado una cuadrícula de bloques rectangulares muy estrechos que debían construirse sobre un triángulo de tierra ganada al mar. En realidad fue el mismo ingeniero militar que remodeló las Ramblas, Juan Martín Cermeño, quien lo llevó finalmente a cabo. A Víctor le gustaba pasear por la ciudad así, sin rumbo fijo, como cuando venía a disfrutar de sus días libres cuando estaba destinado en Figueras. Decidió volver al puerto, donde contempló por un momento el edificio de la Aduana, de cuya fachada se decía que «era más falsa que Judas», y la Lonja de aspecto neoclásico tras ser remodelada por Joan Soler i Fanez. Allí tomó un coche de alquiler para acercarse al poblado donde vivía el Tuerto. Según le había dicho López Carrillo, estaba en Sant Martí de Provençals, un municipio a punto de ser engullido por la urbe, que devoraba insaciable a todos los pueblos de los alrededores. Sant Martí estaba constituido por los barrios del Clot, Poblé Nou, la Verneda, Camp de l'Arpa, la Sagrera y Pekín, este último un poblado de emigrantes chinos. Gracias al cochero no tardó en hallar unas pocas chabolas situadas junto a una fábrica de alpargatas en la Sagrera donde se hacinaban cientos de andaluces, extremeños y murcianos que trabajaban en la Maqui nista o en las fábricas textiles. Aquellos inmigrantes aparecían de pronto allí donde había trabajo y era frecuente que fueran desalojados de tal o cual barrio, porque con ellos llegaban también las chabolas. Víctor pagó al cochero y le dijo que lo esperara allí. Lo primero que le llamó la atención de aquel lugar fue el olor. Un pequeño albañal recorría las calles por el centro, buscando el camino más fácil, la pendiente. Olía a podredumbre, a heces y a enfermedad. Contempló una multitud de ropa secándose al viento colgada de cordeles que se tensaban entre las chabolas de un lado y otro de la estrecha calle. En muchos espacios apenas llegaba la luz del sol. Como una verdadera ciudad medieval, aquél era un lugar de trazado complejo y caótico que había ido creciendo, cambiando de aspecto, no ya en cuestión de días sino de horas. Auténticas hordas de chiquillos jugaban persiguiéndose y disparándose unos a otros con fusiles de palo, luchando en guerras imaginarias mejores que el hambre, en ellos vio Víctor la sombra de la necesidad, la desnutrición y la enfermedad. Tenían las cuencas de los ojos hundidas y sus pies descalzos le hicieron pensar en sus dos hijos. Concluyó que eran afortunados por no vivir en la miseria que él mismo había conocido de pequeño. Enseguida lo vieron y corrieron en tropel hacia él. Sacó la placa, porque sabía que si se le acercaban a menos de un metro no volvería a encontrar ni su reloj ni su cartera. Salieron por piernas gritando: – ¡Polizonte, polizonte! La primera paisana con la que se cruzó ya le miró de manera aviesa. Mal empezamos, pensó mientras se adentraba en aquel mar de chabolas hechas de adobe, fragmentos de hojalata, maderas y cartón. Pasó junto a una que no era más que un toldo que quedaba sujeto por cuatro postes gruesos y altos. Una mujer de rostro agitanado y pelo negro y despeinado descansaba sobre una concha de retales con una niña en brazos. La cría era medio rubia y sus ojos, claros. A la madre se le marcaban los pómulos de hambre y los dientes se le salían como si su boca fuera la de un caballo. Bajo el toldo había una alacena de madera de tres alturas en la que descansaba un solo plato. Estaba limpio. Víctor sacó la cartera y le dio todo lo que llevaba, acallando así su conciencia. Una fortuna para aquella mujer, que le besó la mano como si fuera un obispo. Siguió caminando a paso vivo. No sabía adónde iba. Y además, acababa de quedarse sin dinero. ¿Cómo iba a sobornar a nadie para que hablara? Se sintió vulnerable, triste por ver cómo vivía aquella gente. Vio a algunos hombres que, sentados, permanecían aferrados a la botella viendo pasar el tiempo. Eran parados. La mayoría de los varones, los que podían, estaban trabajando. Continuó caminando entre las chabolas por espacio de unos quince minutos, esquivando heces y charcos de orines. De vez en cuando le llegaba el olor del potaje que preparaba alguna mujer, enfrascada en avivar el fuego mientras se secaba el sudor de la frente con el delantal. De pronto, vio a una mujer que lo miraba. Rondaría los cuarenta y parecía resuelta. Tenía los brazos en jarras y permanecía de pie, observándolo, con las piernas algo abiertas. No es que estuviera gorda, pero era de constitución robusta, no parecía tan desnutrida como las demás. – Perdone -dijo tocándose el bombín con la diestra-. Soy policía y busco a un tal Agapito Marín, es tuerto y, según me han dicho, vive por aquí. Ella lo miró como si hubiera llegado de la luna y sonrió. De pronto, dos mujeres comenzaron a chillar. En un momento las rodeó el gentío. Una arreó un sopapo a la otra, que se lanzó uñas por delante a arañarle la cara. Rodaron por el suelo y terminaron por caer en un inmenso charco, asqueroso y pestilente. La muchedumbre bramó pidiendo sangre, animándolas a pelear, y la matrona con la que Víctor intentaba hablar corrió hacia ellas. El hizo otro tanto. Las separaron. Víctor cogió a la suya por detrás cuando ya arrastraba a su rival por el pelo, negro y sucio, y la agarró con fuerza. – ¡Basta! -gritó la mujer de más entendimiento, que con su fuerte brazo inmovilizó a la otra contendiente por el gaznate-. No merece la pena pelear por un hombre. Aquí no hay nada que ver. ¡Cada mochuelo a su olivo! Dos mujeres, negras por la suciedad, se llevaron a la que sujetaba Víctor, mientras que la otra, que parecía hacer esfuerzos por no asfixiarse, pareció entrar en razón ante la inquisitiva mirada de la grandullona que había detenido la pelea. Parecía tener mando en plaza. Después de soltar a su presa, que se perdió en dirección contraria, aquella impresionante mujer miró a Víctor y le sonrió como dándole las gracias. Fue entonces cuando un pilluelo pasó frente a él y le empujó. Otro diablillo se había situado detrás de él y le hizo trastabillar y caer a un charco. Pensó que acabaría cogiendo el tifus. Quedó empapado entre las risas del respetable, íntegramente formado por féminas, pues la mayoría de los hombres no había vuelto aún del tajo. – Rosalía de la Cruz -dijo la mujerona tendiéndole el brazo. Lo levantó de un tirón sin apenas esfuerzo. – Víctor Ros -contestó él sacudiéndose la ropa y el sombrero. Estaba empapado. Se miraron. Estallaron en una carcajada. – Hueles a policía desde más de un kilómetro. – Lo sé -dijo él-Pero en ningún momento he querido ocultarlo. – ¿Quieres secarte? – Sí, mejor, aunque hace calor. Ella lo llevó a su caseta. Era de las mejores, casi toda de ladrillo y limpia por dentro. El piso, de tierra, había sido aplanado. Víctor se quitó la chaqueta y la puso junto a un fuego sobre el que aquella mujer calentaba una especie de puchero. Olía bien. – Mi hombre llegará pronto. – ¿Trabaja por aquí? – Sí. En una fábrica -dijo ella-. Doce horas diarias por una miseria. – ¿De dónde eres? – Nací aquí, pero mis padres vinieron de Extremadura. Él arqueó las cejas diciendo: – Yo soy madrileño, vivo en Madrid, pero nací en el valle del Jerte. Se hizo un silencio: – Vaya, somos paisanos entonces. ¿Quieres un café? Dijo que sí venciendo cierta aprensión. – Tú eres como nosotros -añadió la mujer.-En efecto. En mis primeros años en Madrid fui un rateri11o. Conocí el hambre. – Otro en tu lugar hubiera sacado eso y se hubiera liado a tiros -dijo ella señalando el revólver de Víctor, que descansaba en la funda, bajo la axila. – No me separo nunca de él desde un incidente que tuve en Córdoba que por poco me cuesta la vida. Lo del charco ha sido una trastada de crios. Sólo me he mojado un poco. Observó que más de veinte mujeres se arracimaban en la puerta de la chabola. Rosalía se asomó y las echó de allí: – Les gustas -dijo sin aclarar nada más. Le sirvió el café. El policía lo encontró muy fuerte, pero le agradó. – ¿Tienes azúcar? -dijo arrepintiéndose de ello al instante-. Perdona. Otro silencio. – ¿Qué quieres? – Busco a Agapito Marín. – El Tuerto. Un carterista -repuso ella removiendo el puchero sin levantar la cabeza-. Está muerto. – ¿Cómo? – Sí, hace más o menos un mes. Le dieron una puñalada en el corazón, en el Barrio Chino. – Vaya. Víctor pensó mientras sorbía el café. – ¿Tenía familia? Quisiera hablar con ellos. – Un crío. Está en la calle. Se llama Eduardo. Ahora duerme en la playa, junto a la Barceloneta. Ha perdido la chabola donde vivían, no podía pagar el alquiler. – ¿Pagáis alquiler por estas… casas? – Pues claro, y Dios se apiade del que no lo haga. A la banda del Torrao. La mayoría de las chozas son suyas, y las que no terminan ardiendo, ya me entiendes. Luego construyen otra nueva. – Ya. Querría hablar con el chico… Ven mañana, a la misma hora. Y tráele algo de comer. – Descuida -dijo Ros tomando la chaqueta-. Toma mi tarjeta, Rosalía. Estoy a tu disposición, a cualquier hora. Apartó la manta que, a medias, tapaba la puerta y salió al exterior. En el trayecto que lo llevaba de nuevo a la ciudad se vio acompañado por una multitud de mujeres mugrientas que le lanzaban silbidos y le prometían amor eterno. Cuando pasó junto a la mujer del toldo, ésta lo miró con gratitud desde sus profundos y tristes ojos negros. Aquella misma noche, tras la cena, Víctor y sus dos compañeros se reunieron en las mesas que el Continental sacaba a la calle. Allí, tomando un poco el fresco, pidieron una botella de champán, y aunque don Alfredo no era muy aficionado a ello, brindaron por el reencuentro y por tener éxito en el caso. Era tarde, las diez y cuarto, pero aún quedaban paseantes a la luz de las farolas de gas. Víctor oteaba la plaza que, con sus plátanos de sombra, le recordaba a algún paisaje de su infancia, no supo si de Extremadura o quizá de las afueras de Madrid. Después de un buen baño y la reconfortante cena se sentía mucho mejor. – ¿Creéis que un hombre puede desaparecer así, de un plumazo? -preguntó y chasqueó los dedos con un gesto muy característico. – No -sentenció don Alfredo. – Yo tampoco lo creo -añadió López Carrillo. – Me parece evidente que tuvieron que hacerlo o a la salida o a la llegada. Yo apostaría a que lo hicieron justo en la puerta de su casa. ¿No os parece mucha casualidad lo del incidente del Tuerto? -repuso Ros. – Un loco, Víctor, un loco -dijo López Carrillo-. Carece de la menor importancia. – Ya, Juan de Dios, pero es que los dos tipos que enseguida lo redujeron no acudieron después a comisaría a declarar, me parece raro. Además, el Tuerto murió hace cosa de un mes, si tenemos en cuenta que pasó dos días preso, eso quiere decir que debieron de matarlo nada más salir. – Esa gentuza vive al límite, Víctor, y tú lo sabes. Un tipo de esa calaña tiene cuentas pendientes con media ciudad. Si yo te contara… se descerrajan un tiro o se rajan por un quítame allá esas pajas -contestó Juan de Dios. – Sí, sí, pero me parece mucha casualidad y yo… – No crees en casualidades -sentenció don Alfredo Blázquez-. Debo reconocer que ni aquí Juan de Dios ni un servidor habíamos dado con el asunto ese del Tuerto, y tú nada más llegar descubriste la existencia del incidente, que es quizá lo único a lo que podemos agarrarnos. Siempre llegas allí donde los demás no sabemos ni podemos; pero, chico, no lo veo claro, aunque reconozco que al menos nos da algo que pensar. – Exacto -dijo Víctor-. Supongo que habrá alguna diligencia referente a la muerte del Tuerto, necesito que me consigas ese sumario, Juan de Dios. – Mañana mismo te lo miro. ¿Tienes alguna idea de qué ocurrió? – La verdad, no. Pero me da que lo del incidente fue una maniobra de distracción. Había un coche al otro lado de la calle. Mañana haré unas averiguaciones al respecto, quiero pasarme por la casa de enfrente a hacer una gestión. No tengo muy claro lo que pudo pasar, pero me da que éste es un asunto complejo y raro, muy raro. – Por cierto -dijo López Carrillo tendiendo una esquela a Ros-, aquí tienes la dirección del hijo de Monturiol. Creo que el hombre no está para fiestas. – ¿Cómo? – Sí, ya sabes, en este país se encumbra a la gente y luego, de golpe, se la deja caer sin más. Me da que pasó de ser un héroe en su momento para caer en el anonimato. Una pena, según se dice, porque creo que fue un hombre notable. – Mañana por la mañana iremos a verlo. – Tengo un asunto urgente, no puedo -contestó Juan de Dios. – Es igual, Alfredo y yo nos pasamos y luego te lo contamos. Este caso parece complicarse y estamos en blanco con respecto a los icarianos. Es un hilo que no debemos dejar escapar. Don Alfredo tomó la palabra: – Esta tarde me he acercado a ver a mi prima. Me temo que cada vez hay más curiosos alrededor de la casa de la calle Calabria. Hoy han enviado a más guardias y éstos han tenido que dar unos buenos cachiporrazos para despejar la calle. Se ha liado una buena, de veras. Lo del Endemoniado ha llamado mucho la atención. – Mal asunto -repuso Víctor. – Hay varios periodistas pululando por allí y alguna que otra curandera pegando gritos. Todos quieren ver al Endemoniado y mi prima Huberta comienza a ponerse nerviosa de veras. Sólo faltaba ese maldito cura, Celestino Guadarrama, menudo elemento, está haciendo que la pobre dama pierda la poca cordura que podía quedarle. – Me gustaría verlo en un ataque. A don Gerardo, digo, igual así salíamos de dudas y sacábamos algo en claro… -dijo Víctor. – ¿Para qué? -preguntó López Carrillo. – No sé, a lo mejor aclarábamos alguna cosa más. – No creo que sea bueno para la salud de Gerardo, Víctor. Este puso cara de pensárselo y ladeó la cabeza al momento, como el que sale de un gran error. – Perdona, Alfredo, tienes toda la razón. No sé en qué pensaba, pero es que me niego a creer en la posibilidad de que éste sea un suceso paranormal. Sabes que nos hemos visto en situaciones similares y siempre hay una mano muy humana detrás. – Ya, pero la propia mujer cree que hay algo sobrenatural en el asunto -dijo López Carrillo-. Para mí es evidente que se fue de juerga a París, como poco, y cuando se le acabó la pasta, un par de chulos le dieron una buena somanta de palos. – Buena teoría -apuntó Víctor sonriendo. Se hizo un silencio. Pensaban. – Bueno, señores -dijo don Alfredo-. Uno que se va a la piltra. – Estás viejo, amigo -contestó Víctor a la vez que hacía un gesto al camarero para pedir otra botella-. Juan de Dios y yo nos quedaremos aquí, a la fresca, hablando de los viejos tiempos. Si no tienes prisa, claro. – Nada me apetece más -contestó López Carrillo mientras encendía con parsimonia un buen Veragua que había sacado del bolsillo de su chaqueta. Charlaron sobre la ciudad que crecía y cambiaba. Aquella misma semana se había inaugurado la Cascada, una inmensa fuente con un impresionante conjunto escultural que desembocaba en un pequeño lago en los ahora jardines de la Ciudadela. Poco a poco aquel parque comenzaba a convertirse en un espacio dedicado a los ciudadanos, como históricamente demandaba la ciudad. – Habrá que ir a verla -dijo Ros. – Es impresionante, te gustará. El parque está quedando muy bien. – ¿Aquello progresa? -preguntó Víctor. – Sí, sí, gracias a la insistencia de Prim, al que aquí recuerdan con cariño, y aprovechando el periodo revolucionario la Ciudadela fue derruida, apenas quedan tres edificios, pero la idea de convertirla en un gran espacio para solaz de la población avanza lentamente. Antes de que se construyera la fortaleza allí había un barrio, la Ribera, que fue derruido. Ahora, al tirar los muros y devolver ese espacio a la ciudad, muchos de los antiguos propietarios han reclamado indemnizaciones y eso, unido a que el presupuesto municipal es escaso, está ralentizando mucho las reformas. – Este país cambia, amigo, pero muy lentamente. Como un dinosaurio que despierta después de una siesta de millones de años. No se puede luchar contra el sistema, pero tenemos la obligación de hacerlo. |
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