"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 2El coche de alquiler volaba hacia la casa de la calle Calabria, donde residía la familia Borras. Ros parecía impaciente y algo confundido a la vez. La expectación se leía en el rostro de don Alfredo. – Pero -dijo el inspector Ros-, ¿cómo lo han encontrado? ¿Dónde? – Fui yo, señor. En la misma puerta de su casa -contestó el guardia. – Perdone, ¿usted se llama? -preguntó el detective sacando su bloc de notas. – Fulgencio Costa. – Cuéntemelo todo. – Pues estaba a punto de terminar mi turno de guardia en la puerta de la casa de don Gerardo, no hará ni una hora; el caso es que de pronto levanté la mirada y vi que había un tipo raro frente a mí. No me di cuenta de cómo había llegado. No regía, eso estaba claro, miraba al frente, como perdido, y se negaba a circular. El caso es que me acerqué al hombre que, dicho sea de paso, parecía un eccehomo, y le dije que despejara la acera, que allí no había nada que hacer. Ni caso. Miraba al infinito, como ido. Reparé en que tenía un ojo morado, contusiones, un corte en el pómulo y hasta me pareció que le faltaba algún diente que otro, así que lo hice pasar a la casa, porque empecé a sospechar que le habían dado una paliza. Una vez dentro comprobé que era, en efecto, el mismísimo don Gerardo. Me han dado una buena propina. – ¿Va bien vestido? – Quiá, en chaleco y con la camisa medio rota, con manchas de sangre. Iba todo perdido de tierra y olía mal, muy raro. El coche llegó a destino y Víctor bajó de un salto. La fachada y el pequeño jardín delantero de la casa de la familia Borras denotaban que allí habitaba gente pudiente. Situada en la calle Calabria, en pleno Ensanche, aquella vivienda amplia, moderna y de cuidados jardines era el prototipo de residencia que comenzaba a imponerse entre la pujante burguesía barcelonesa. Allí les esperaba un caballero al que don Alfredo presentó como don Herminio, el marido de una de sus primas: – Quiero verlo -dijo Ros, que ardía en deseos de entrevistarse con el secuestrado y aclarar el caso. Quizá ni siquiera era necesaria su presencia allí. ¿Cómo habían logrado los secuestradores que desapareciera del coche? La curiosidad le devoraba. – Se lo han llevado a su cuarto, para que lo atendiera su médico, con calma -dijo don Herminio. – ¿Tan mal está? -preguntó don Alfredo. – No te haces una idea. Cuando ha entrado en el recibidor ha mirado una lámina que lo preside, un Corazón de Jesús, y al verlo se ha puesto hecho una fiera, tenía convulsiones y echaba espuma por la boca. Entre cuatro no podíamos reducirlo. Cosa de locos, como si estuviera poseído. Ros dijo: – Indicios de tortura, me dice aquí el guardia, Fulgencio. – Sí, le faltan varias piezas dentales. Ha perdido el chaleco en el forcejeo y lleva la camisa manchada de sangre en la espalda, como si lo hubieran azotado. Creo que está fuera de sí. Ha debido de escaparse de sus captores. Tiene las uñas llenas de tierra y huele que apesta a huevos podridos. Tiene como un polvillo amarillo en algunas parles de la ropa. – Azufre -dijo Ros muy serio. Entraron. Hallaron la casa de la calle Calabria llena de gente: cuñados, cuñadas, algún conocido que otro, varios agentes de uniforme y criadas que iban de acá para allá. Una dama, que resultó ser doña Huberta, la mujer del secuestrado, lloraba en un sillón consolada por varias mujeres y el hijo, un petimetre de tres al cuarto, Alfonsín, que parecía divertido con todo aquello y bebía una copa de jerez tan tranquilamente. Víctor fue presentado a aquella buena mujer pero tuvo la sensación de que la pobre no se enteraba de nada. Entonces se escucharon voces destempladas que venían del recibidor y Víctor llegó a tiempo para mediar en una agria polémica entre un sacerdote y un señor de porte aristocrático, con monóculo, que resultó ser el médico de la familia. – ¡Silencio!-exclamó Víctor, que, mostrando su placa, hizo cesar el griterío-. Policía. Usted y usted, síganme. Alfredo, ven con nosotros. El inspector Ros cerró las puertas correderas del coqueto gabinete de los Borras y obligó a sentarse a los dos contendientes, que don Alfredo identificó como Celestino Guadarrama, sacerdote, dominico, confesor de don Gerardo y amigo de la familia, y don Federico Ponce, el médico de los Borrás. – A ver, explíquenme lo que pasa aquí y que sea rápido, tengo que hablar con don Gerardo cuanto antes: las primeras impresiones son vitales. – No podrá. Está sedado. Le he tenido que inyectar fenobarbital como para tumbar a un elefante -dijo el médico. – ¿Cómo? -repuso Ros. – Sí, se estaba autolesionando en una crisis convulsiva, echaba espuma por la boca. – ¡Está endemoniado! Hay que hacerle un exorcismo -terció el cura, un tipo con cara de fanático e inmensa papada-. ¡A la mayor brevedad! – No entiendo… dijo Víctor, Don Federico, el médico, tomó la palabra: – Después del ataque que ha sufrido en el recibidor hemos optado por sedarlo y llevarlo a su cuarto. Está como ido, no conoce, Huberta no para de llorar. Estaba intentando evaluar su estado cuando aquí, el sacerdote, entró en el dormitorio cantando en latín. Don Gerardo, al ver la cruz que este cura le mostraba se ha puesto así, como loco. Un nuevo ataque. Entonces, para rematar el desaguisado, aquí el páter ha sacado una estampita de la Virgen de la Merced… – ¡A la que él tenía mucha devoción! – … y se ha puesto peor aún. El cura, trastornado, añadió: – Huele a azufre, a huevos podridos, y lleva las uñas llenas de barro, como si viniera del interior de la tierra, ese hombre desapareció, se volatilizó en el interior de su coche. Ahora aparece un mes después en el mismo lugar, por ensalmo, por arte de magia. ¿Qué más necesitan para verlo claro? ¡Ha venido del infierno! Está poseído, el rechazo a los símbolos sagrados es la muestra más clara, es un signo inequívoco, hay que exorcizarlo. – Tiene una crisis nerviosa -sentenció el médico. – ¿Ha podido usted valorar sus lesiones? -dijo Víctor cambiando de tercio. – Apenas. Pero es obvio que lo han torturado, le faltan dos uñas, arrancadas de cuajo, golpes, moretones, le faltan dientes… ese hombre ha sido llevado al límite, brutalmente torturado, si se me permite decirlo. – ¡Las penas del infierno! Era un pecador, se lo advertí y el diablo vino a por él. Ha escapado a buen seguro por la intermediación de Nuestra Señora, pero el mal está aún en él. Hay que liberarlo. – Lo secuestraron -dijo Víctor. – ¿Sí? Quizá podría usted explicar cómo se volatilizó -declaró el cura desafiante. – No -dijo Víctor-. Aún no tengo todos los datos. Acabo de llegar. – Ya -contestó el fanático sacerdote muy ufano-. Aquí hay un cristiano en serio peligro de perder su alma y no me voy a rendir. Voy a hablar con doña Huberta personalmente, ella entenderá. Hay que actuar de inmediato. En esta ciudad están sucediendo muchas cosas raras. Y dicho esto salió del cuarto. – ¡Menudo asunto! -exclamó Blázquez. – Quiero verlo -repuso Ros. – Está sedado -dijo el doctor. – Es igual, sólo quiero ver sus lesiones. Me vendrá bien que no se mueva. Es imprescindible que eche un vistazo a sus lesiones. Víctor miraba por la ventana hacia el jardín, parecía pensar. Sabía que tenía que poner algo de orden en aquel caos. Con tiento, con pausa y usando la razón, las piezas volverían a encajar. – La ropa -dijo de pronto-. ¿Le han quitado la ropa? – Claro, está para tirar -dijo el médico-. Les he dicho a las criadas que la quemaran. En aquel momento y sin mediar palabra alguna, Víctor salió a toda prisa del cuarto, atravesó la casa corriendo como un loco y chocó con una doncella, a la que hizo rodar con estrépito por el suelo con el servicio de té que transportaba. – ¿Dónde queman la ropa? ¡Rápido! -gritó a la fámula. – Por allí -dijo ella señalando desconcertada una puerta al final del pasillo. Víctor salió corriendo de nuevo, llegó al patio trasero y, tomando unas pinzas, abrió el enorme horno hemisférico en que se hacía el pan de la casa. Metiendo medio cuerpo dentro, sacó un pantalón, una camisa, un chaleco, calcetines y hasta una bota. Por poco se asfixia. – Pero ¿estás loco? Víctor, tumbado boca arriba y luchando por respirar, logró balbucear: – Córcoles, mi amigo Córcoles… El cuarto de don Gerardo permanecía en una especie de penumbra para calmar el estado de ansiedad en que, al parecer, se hallaba el enfermo. El doctor, don Federico, y el propio Víctor entraron en la habitación, por lo que la enfermera que velaba sentada junto a la cama se levantó para dejarles espacio. – Ayúdeme -dijo el médico a la chica subiendo la manga del camisón a don Gerardo. Le pusieron otra inyección para que durmiera. Víctor observó que sobre la cama, en la pared, se veía una marca en la pintura dejada por un crucifijo. Faltaban varios cuadros de las paredes que, sin duda, representaban la vida y milagros de santos, vírgenes y demás motivos religiosos que tanto enfurecían ahora al doliente. Era algo extraño, la verdad, o al menos él no conocía un caso igual. A Víctor le pareció que aquel hombre debía de haber sufrido mucho. Lo habían afeitado y olía bien, a loción y colonia. El médico le subió el camisón y, girándolo un poco, alumbró con una lámpara de queroseno. Víctor inspeccionó las marcas. Su otrora mentor, don Alberto Aldanza, le había enseñado a distinguir qué herramientas provocaban los distintos tipos de herida, así que sentenció: – Un cuchillo, sin dientes, quizá una navaja. Lo hizo un diestro. Parecen estar cicatrizando. No son recientes. El galeno lo miró sorprendido. Víctor echó un vistazo a los tobillos del infortunado: – Lo ataron. -Luego le tomó las muñecas-. De pies y manos. Una maroma, gruesa. Le arrancaron dos uñas. Qué bestias. Dios, le han quemado los genitales. Y mire, esos pliegues en la tripa y aquí en la cara interna de los muslos. Este hombre ha perdido mucho peso, no le dieron apenas de comer, eso es seguro. Qué inhumano. ¿Ha comido algo? – No -dijo la enfermera. – Ya -repuso Ros, quien siguió con la inspección y le levantó el labio superior como se hace para examinar a un caballo-. Le faltan varias piezas. Acerque la lámpara, don Federico. Mire allí, al fondo, tiene una muela partida, con la corona rota. Un objeto romo, quizá el pomo de un bastón. Observe aquí: moretones en la mandíbula y en el ojo, y cortes en el pómulo. Este puñetazo es de un diestro, llevaba un anillo, grueso. Se hizo un silencio y Víctor quedó, una vez más, pensativo. – Es suficiente -dijo. Salieron del cuarto y se lavaron las manos en una jofaina que sujetaba una doncella. – ¿Qué opina? -dijo el doctor. – Mal asunto. ¿Recuperará la cordura? – No cuente con ello, al menos a corto plazo. Ese hombre ha sufrido mucho, ya lo ha visto, y su mente decidió irse de aquí, quizá a un lugar mejor. – ¿Qué podría hacerse? – En mi humilde opinión de médico de cabecera y siguiendo lo que me dicta el sentido común, yo aconsejaría que permaneciera en casa, tranquilo, bien alimentado y recibiendo el cariño de su esposa, buenos cuidados, pero… – ¿Sí? – Ese cura se ha tomado este asunto como algo personal, quiere llevarlo a un convento. Mientras usted ha ido a recuperar las ropas me lo he cruzado en el pasillo y me lo ha dicho. ¿Se da cuenta? ¡A un convento! Allí se volverá loco. – ¡No será posible! – Como lo oye, y doña Huberta parece escucharle. – Pero eso es lo peor que podrían hacerle. Manifiesta una clara fobia a los símbolos de la Iglesia. – Son gente religiosa, don Víctor, creen que así volverá a ser lo que era. – ¿Y la espuma? La de la boca. – Me temo que esos ataques han debido de activar un foco epiléptico latente. Peo asunto. Llegaron al recibidor y Víctor se encontró con don Alfredo: – Doña Huberta está histérica y el enfermo duerme, Alfredo, quizá deberíamos irnos a descansar y a reordenar nuestras ideas. Esto es una jaula de grillos. – Creo que tienes razón, Víctor. Vayamos a tomar el aire. Salieron de la casa sin despedirse y con el ánimo sombrío. Comenzaba una nueva jornada y Víctor y don Alfredo desayunaban en sus habitaciones privadas examinando la prensa en detalle: – ¡Maldición! Lo han sacado todo en primera plana -exclamó Ros al comprobar que el Diario de Barcelona se hacía eco del suceso con todo lujo de detalles. – Pues en La Vanguardia, otro tanto -dijo don Alfredo, que también repasaba la prensa con atención. – Escucha, escucha -afirmó Víctor-: «el endemoniado de la calle calabria: Ayer apareció tan misteriosamente como se había esfumado el celebrado empresario don Gerardo Borras. Su desaparición, que se suponía un secuestro, había sido llevada con la mayor discreción por la fuerza pública, pero los sucesos del día de ayer han dado al traste con el secretismo y cualquier explicación lógica. Al parecer, la situación en que se encuentra el pobre, así como las extrañas circunstancias que han acompañado su caso, han desatado toda suerte de rumores. Periódicos de toda Europa nos piden detalles vía telégrafo y es que el caso no es para menos. Don Gerardo desapareció hace unos días del interior de su coche de caballos para materializarse ayer mismo muy cerca del lugar donde se le había perdido la pista. Presenta indicios de severo maltrato, iba lleno de tierra y olía a azufre; presenta también fotofobia y, además, parece haber perdido la razón y sufre violentos ataques cuando se le presentan símbolos religiosos. El obispado ha tomado cartas en el asunto e incluso nos consta que el Vaticano va a enviar a un especialista en este tipo de casos. Ni la policía ni la familia han querido hacer declaraciones. Seguiremos informando». – Estamos apañados -repuso don Alfredo. – Sí, desde luego. – Y tú, ¿qué opinas? – Nada de nada. Un secuestro, eso sí, cruento. Observé sus lesiones y creo que fueron causadas por manos humanas. – Pero, Víctor, lo del azufre, la fobia a los símbolos religiosos… – Sí, reconozco que eso hace el caso más interesante, me temo que tendremos que emplearnos a fondo. – Admite que te gustan estos casos en los que lo paranormal parece cruzarse en nuestro camino. – Como en la Casa Aranda. En aquel momento entró López Carrillo. Agitando un periódico que llevaba en la mano dijo a modo de saludo: – Vaya caso. Lo que nos faltaba. – Precisamente hablábamos de eso, la prensa no nos lo va a poner fácil -contestó Víctor-. ¿Te apetece un café? – No te digo que no. Me vendrá bien espabilarme un poco, la verdad. Mientras don Alfredo le llenaba una taza, López Carrillo volvió a tomar la palabra: – ¿Qué hiciste con la ropa? Me han dicho que montaste un numerito. Víctor sonrió divertido: – Telegrafié a mi amigo Córcoles, eminentísimo químico de Madrid. Se las he enviado en una caja para que haga un análisis de todas las sustancias que pueda hallar en la ropa, ese polvillo amarillo es, casi seguro, azufre. Además, quiero que un colega suyo, geólogo, nos aclare algo sobre el tipo de tierra: en las botas había aún algunos restos interesantes. – Ya -dijo Juan de Dios con la boca abierta. – La ciencia, amigo, ésa si que es una compañera de viaje fiable y no la superstición. Apura el café, Juan de Dios, que mi prima nos espera-dijo don Alfredo dando por terminada la conversación-. Nos aguarda una jornada movidita, me temo. Se pusieron en pie, bajaron al recibidor y tomaron un coche de alquiler para ir a casa de don Gerardo. Doña Huberta, la prima de don Alfredo y esposa del secuestrado don Gerardo, les recibió al pie de las escaleras, que partían desde la misma acera de la calle para dar acceso a tan noble y hermosa vivienda. Parecía más calmada que el día anterior. Era una mujer que debía de rondar los sesenta, canosa, y que ahora lucía un elegante vestido granate con los puños de encaje negro y llevaba recogido el cabello en un peinado tocado con una pequeña gasa de color oscuro. Les hizo tomar asiento en el amplio salón, desde donde se veía la calle, que quedaba al abrigo del sol merced a unos hermosos falsos plataneros. El discurrir de paisanos y carruajes era algo monótono a aquellas horas de la mañana. – Ahora que llega usted sé que todo se va a arreglar. Me ha dicho Alfredo que no hay caso ni entuerto que se le resista. Además, nos ha traído suerte, fue llegar usted y aparecer mi marido -dijo la buena mujer mirando a Víctor tras ordenar a la criada traer bizcochos con jerez para todos. – Espero contribuir modestamente a que su marido vuelva a ser el que era y a cazar a los desgraciados que le hicieron eso. Ella puso cara de pocos amigos: – Comienzo a dudar de si lo que le pasó a mi marido fue cosa de seres humanos. Víctor y su compañero se miraron. Charlaron un poco de banalidades en espera de que las criadas terminaran de servir el refrigerio, y una vez a solas con la dueña de la casa don Alfredo cerró las puertas correderas del salón señalando a Víctor con las cejas que podía comenzar. – Bien, doña Huberta -comenzó diciendo éste mientras López Carrillo, muy aplicado, tomaba notas en una agenda-. En primer lugar, debo decirle que todo lo qué nos cuente queda en el más absoluto de los secretos. ¿Me entiende? – Perfectamente. – En segundo lugar, he de pedirle que nunca, nunca, me mienta. Si lo hace terminaré sabiéndolo, no le quepa duda, y además podría usted llevarme a encaminar la investigación por un sendero equivocado, lo que podría incluso provocar que nunca recuperemos a su marido. ¿Nos entendemos? – Nos entendemos -repuso la dama, que tenía ya evidentes bolsas bajo los ojos por el sufrimiento que su organismo acumulaba en los últimos tiempos. – Bien. Su marido desapareció, si no me equivoco, el quince de mayo. – Exacto. – ¿A qué hora? – A las ocho y cuarto más o menos. – Bien. ¿Dónde se despidió usted de él? – Salí a la calle, a las escaleras, le di un beso y subió al coche. – ¿Lo vio usted subir? – Sí. – No, no, digo físicamente, no si usted supone que subió… Pregunto si lo vio usted subir con seguridad. – Sí, subió por su propio pie; el cochero, Ambrosio, cerró la portezuela, trepó de un salto al pescante y partieron. – Le diría usted adiós con la mano al iniciar la marcha, ¿no? Vamos, que lo vio cuando se ponía en marcha el carruaje. – Pues no. – ¿Y eso? – Justo cuando iban a iniciar la marcha oí gritos y giré la cabeza. – ¿Por qué? – Un borracho la emprendió a golpes con una dama que pasaba junto a él, al parecer quería quitarle el sombrero. Dos caballeros que caminaban por la calle lo agarraron al instante. – ¿Y el coche de su marido? – Inició la marcha en ese momento. – ¿El cochero presenció el incidente? – Sí, creo que sí.-Ya. – Ese hombre, el borracho… – ¿Sí? – ¿Qué pasó con él? – Los dos caballeros que lo sujetaban aguardaron a que viniera la fuerza pública. Acudieron dos guardias, lo esposaron y se lo llevaron a empellones. – Muy bien. Ahora reflexione un momento, ¿tenía enemigos su marido? – No, que yo sepa. Supongo que como cualquier hombre de negocios. – ¿Vicios? – Ninguno. – Doña Huberta… – Ninguno, mi Gerardo es un hombre pío. Asiste a misa diaria a las siete de la tarde en la iglesia de San Agustín, al salir del trabajo. Es un hombre muy recto, apenas se permite un vaso de vino en las comidas y vive dedicado a su oficio. – Un hombre recto en todos los sentidos. – En efecto. – ¿Tiene su marido alguna «amiga»? – ¡Víctor! -exclamó don Alfredo. Ros miró a su amigo y dijo: – Blázquez, hay que llegar al fondo del asunto. – No pasa nada, no pasa nada… -lo tranquilizó doña Huberta alzando la mano izquierda mientras con la derecha se atizaba un buen trago de jerez-. Mi marido, don Víctor, no ha tenido ni tiene querida ni es amigo de visitar a coristas ni casas de mala nota. Es un santo. – Ya. ¿Conoce la naturaleza de los negocios que lo llevaban a Madrid? – Iba a comprar unos inmuebles para luego alquilarlos a través de un corredor que se encargaría de su mantenimiento, así como del cobro y de enviarle las rentas. – ¿Sabe su nombre? – Ni idea. Nunca me he metido en sus negocios. – Salgamos -dijo Víctor poniéndose en pie de improviso. Colocó a la dama en la puerta, en lo alto de las escaleras desde las que despidió a su marido, y mandó que viniera Ambrosio, el cochero. Le hizo sacar el elegante Brougham y aparcarlo donde el día de autos. – Bien, bien -dijo en voz alta-. Doña Huberta, ¿está en el mismo sitio en que estaba aquel día? – Sí -contestó muy resuelta. Víctor subió los ocho escalones de dos en dos y se situó junto a ella, mirando hacia fuera. – ¿Había alguien más en la calle? – Sí, gente que pasaba arriba y abajo. – ¿Algún otro coche? – Sí, uno en la acera de enfrente, recogiendo a algún vecino. – ¿Parado? – Creo que… sí, pero enseguida partió, me parece, no estoy segura del todo… – El borracho, ¿dónde estaba? – Allí, a la derecha -dijo la dama señalando una farola de gas. Víctor se acercó al lugar y echó un vistazo en derredor. – Bien -dijo-. Ahora necesito hablar a solas con Ambrosio. Pase dentro, doña Huberta, que enseguida volvemos. Alfredo, Juan de Dios, subid al coche, vamos a repetir el recorrido que hizo don Gerardo. De camino, abrid dos o tres veces la portezuela y la cerráis, e intentad no hacer ruido, ¿de acuerdo? – De acuerdo -respondieron los compañeros de Víctor. Este subió al pescante con Ambrosio, que era joven, pelirrojo y buen mozo. – Bien, Ambrosio, intenta recordar. Cuando subió tu señor, hubo un cierto revuelo por un tipo que gritaba. – Sí, ahí a la derecha, donde se ha colocado usted antes. – Bien. ¿No bajaste a socorrer a la dama? – No, dos señores lo agarraron al instante. – Ya. ¿Bien vestidos? – Sí, con traje y bombín los dos. – Aun así, ¿por qué no bajaste? – No era necesario, el Tuerto había sido reducido. Además, íbamos con el tiempo justo. – ¿El Tuerto? – Sí, un tipo alto, delgado y tuerto, me suena de verlo por las Ramblas, creo que era carterista. Sé que lo llaman el Tuerto. – Vaya. – Había un coche parado ahí enfrente, ¿no?, en sentido contrario. – Parado… no, venía lento y creo que, sí, que paró, no lo sé a ciencia cierta, pues quedaba detrás de mí, a la izquierda. Quizá llegó a parar, quizá no. – Y tú, al azuzar al caballo, miraste a la derecha, donde el incidente del Tuerto, ¿no? – Así es. – Arrea, haremos el mismo recorrido que aquel día. Ambrosio azuzó los caballos y el carruaje comenzó a andar. Víctor quedó en silencio durante unos minutos mientras pensaba. – El coche ese… ¿era de alquiler? – No me fijé, no puedo decírselo. – Ya. Se escuchó el ruido de la portezuela que se abría, un crujido característico, enseguida se escuchó un portazo. Víctor volvió a quedar en silencio. Miraba de reojo, hacia atrás. Pasaron unos minutos en los que Víctor se empapó del ambiente de las calles, colorista, laborioso: mujeres con amplios pañuelos en los que llevaban envuelta la comida para sus hombres, que vivían presos de sol a sol en las inmensas fábricas de ladrillo rojo; agricultores que arrastraban con esfuerzo carros repletos de hortalizas camino del mercado de la Boquería y pilludos de ropas raídas y enormes gorras que le recordaron a sí mismo cuando llegó de niño a Madrid. Escucharon un crujido. – La puerta de nuevo, se escucha con toda claridad -dijo Víctor por todo comentario. Otro portazo Al rato, tras observar con detalle el recorrido y poco antes de llegar, el inspector Ros retomó la palabra: – ¿Pudo saltar don Gerardo? – Imposible, es un hombre mayor e íbamos a paso vivo. Además, lo hubiera notado. – Y al llegar al apeadero te habrías encontrado la puerta abierta. – Claro. Llegaron a su destino. Pararon. Sin bajar del pescante, Víctor dijo: – Al llegar, ¿qué hiciste? – Miré a la derecha. Allí había dos cocheros amigos míos aguardando a los viajeros que llegan a las nueve y media, y les hice una seña para almorzar en cuanto dejara a mi jefe. – En ese momento, ¿aminoraste? – Sí, un poco, porque pasaron varios transeúntes por delante. – ¿Pudo bajar ahí tu señor sin que te dieras cuenta? Ambrosio puso cara de pensárselo. – No. Creo que no -dijo muy resuelto. – Ese montón de tierra que hay ahí, en la esquina, ¿estaba aquel día? Pudo saltar sobre él. – Sí, es de una obra de ahí al lado, creo recordar que sí estaba. Víctor tomó nota: – Y al llegar bajaste y no había nadie en el interior. – Exacto. – ¿Algún objeto? ¿Algún olor? ¿Algo que te llamara la atención? El joven quedó en silencio. – Sí, ahora que lo dice. Bajemos del coche. El joven y Víctor bajaron del pescante y abrieron la portezuela. Don Alfredo y López Carrillo parecían algo sorprendidos. – Ahí -dijo el cochero señalando un pequeño grabado en la cara interna de la portezuela. – «Icaria» -leyó Víctor. Aquella palabra había sido grabada con un objeto punzante, en letras mayúsculas. – ¿Os suena esta palabra de algo? -preguntó Ros. Sus amigos negaron con la cabeza. – ¿Se fijó usted si este grabado fue realizado antes de la desaparición de don Gerardo? -preguntó Víctor al cochero. – Pues no sabría decirle. Reparé en ello aquel día porque examiné el interior detenidamente. Víctor quedó pensativo: – Icaria -murmuró-. Me suena, ahora que lo pienso, y creo saber de qué. Un momento. Entonces Ros extrajo un breviario del bolsillo. – No irás a ponerte a rezar ahora, Ros -dijo López Carrillo en plan chistoso. – No, no, es mi enciclopedia particular. Don Alfredo sonreía mientras su amigo se afanaba en buscar la letra I en aquel pequeño libro que parecía un diccionario, y dijo: – Yo lo llamo la «Victorpedia». – Aquí está -repuso Ros. – ¡Si está escrito en chino! -exclamó López Carrillo. – Taquigrafía, Juan de Dios, taquigrafía. «Icaria», comuna socialista, ciudad ideal fundada en Estados Unidos por Cabet, socialista utópico francés, que fracasó rotundamente. – Vaya. Sí que llevas información ahí -dijo López Carrillo. – Apuntes, notas, dibujos. En casa tengo tres tomos ya, pero ésta es para viajar. Por eso está abreviada y además escrita con signos taquigráficos. – No imaginaba que esto fuera asunto de socialistas -murmuró Blázquez. – Tengo que hablar con alguno de ellos, de la ciudad -declaró Ros. – Eso no es problema -contestó López Carrillo. Entonces, en uno de sus extraños arrebatos, Víctor sacó un pequeño estuche de cuero del bolsillo interior de su chaqueta en el que llevaba su instrumental. Tomó un papel muy fino, semitransparente y, pasándole un lápiz por encima, obtuvo una copia del grabado. – Vaya -dijo López Carrillo, sorprendido por el truco. – ¿Volvió usted de inmediato a la casa? -preguntó Ros mirando al cochero. – No, esperé un rato, a la salida del tren. Me puse nervioso, la verdad. No sabía qué iba a contar en la casa. Me volví en cuanto partió el convoy y lo conté todo. Al principio me tomaron por loco, la verdad. – Ya. Me hago una idea del asunto. Ambrosio, volvamos a casa. |
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