"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)Capítulo 13Once días tardó Máximus en volver a dar señales de vida. Durante ese tiempo nadie supo dónde estaba; ni él, ni Alphonse, ni su aristocrático mentor, el conde de Chiaravalle. Habían desaparecido. Obviamente, los parroquianos de El Bou Trencat suponían que Max, un tipo inteligente como el que más, había decidido quitarse de en medio por unos días después del revuelo creado por su «actuación» y la consiguiente entrada de la policía en la nave. Cuando finalmente, acompañado por su joven criado y por su mentor, el artista entró en El Bou, todos los presentes se levantaron aplaudiendo a rabiar. – ¡Bravo, bravo! -gritaban entusiasmados. – ¡Sublime espectáculo! -exclamó alguien. – ¡Artista, artista, artista! -comenzaron todos a corear. Max, poco amigo de aquel tipo de efusiones, hacía gestos con la mano derecha, calmando a los parroquianos. – No es para tanto, no es para tanto -decía muy modesto. Al fin tomó asiento en una mesa en la que apenas si cabía un alfiler y que aparentemente agobiaba al propio artista, el cual no era muy amigo de multitudes. Firmó incluso autógrafos. Una vez pasado el alboroto inicial, Berga, Elia Vidal y otros miembros de «la tribu» tuvieron ocasión de charlar con aquel excéntrico y su mentor, quien resultó ser un noble italiano, Giaccomo Bermetti, el conde de Chiaravalle. Un tipo viajado Ya por la tarde Santiago Berga pudo dar un largo paseo con Max, por las Ramblas y hasta casi la mitad del paseo de Gracia. Varias personas se interesaron por conocer personalmente al artista, quien parecía haberse hecho famoso, e incluso dos damitas, de aristocrático origen y acompañadas por sendas carabinas, se acercaron a pedirle ¡un autógrafo! – Decididamente es usted un fuera de serie -dijo Santiago. – ¡Qué va, qué va! Además, estas performances me dejan exhausto. Tuve que ausentarme más de una semana, pues al acabar mis representaciones desfallezco. Me entrego tanto a mi público… – Claro, claro. – Me dicen que la reacción mandó a sus perros. – Sí, sí, la policía irrumpió en el último momento. – ¡Cuánto atraso! ¡Cuánto freno a la imaginación! – Y que lo diga, y que lo diga, es lo que tiene la represión. – Y ahora que hablamos de represión, ¿se sabe algo de aquella amiga suya? Me refiero a esa que regentaba aquel local, ese círculo del placer del que usted me habló. – No, no, sigue fuera de la circulación. – Ya, es que después de tanto agotamiento necesitaría expansionarme, ya sabe usted. Quizá, aunque no haya reabierto su negocio, su amiga podría proporcionarme algún «entretenimiento». – ¡Qué más quisiera yo! Yo mismo me encuentro… tenso, desquiciado, hace tiempo que no… – Que no prueba la carne joven. – Exacto. – Ya. ¿Y esa amiga suya? ¿Qué género trataba? – Su local era maravilloso. Allí te preparaban cualquier cosa y, no crea, iba gente muy importante porque ya se sabe, lo mucho cansa y la gente de posibles termina buscando oíros alicientes. No sólo trataba el género púber -se podía optar por una amplia gama de edades-, sino que cualquier fantasía se hacía realidad, Chicas, chicos… Si yo le contara lo de un prohombre y un marrano… – ¿Cómo? – Un cerdo. Era una fantasía que acariciaba desde su niñez. Elisabeth, mi amiga, se la hizo realidad. – ¿Y la ve usted aún? – No. No sé dónde para, pero anda por aquí, seguro. Hace un par de semanas se me apareció, es una maestra del disfraz. – Sí? -dijo Max riendo. – Sí, ¡iba vestida de criada! La muy ladina. – ¿Y qué le dijo? – Me pidió dinero. Al parecer está en un apuro. – ¿Y no sería posible que me concertara una cita? Seguro que ella me busca alguna jovencita… no se asuste pero me gustan vírgenes. – No sé, no sé, si vuelve a aparecer le hablaré de usted. – Gracias, hermano. Y ahora, si usted gusta, mi mentor nos invita a cenar en el Club Catalán de Regatas, en el puerto. – Vaya, qué rumboso. No le diré que no. Ese amigo suyo es un hombre notable, ¿no? – Y rico, muy rico. – Ya. – En realidad el dinero no es suyo, proviene de la familia de su mujer, que apenas sale de Milán. El, por su parte, no para. Viaja, se mueve, experimenta. No hay proyecto que le parezca descabellado ni demasiado atrevido. – Es mi héroe. – Y el mío, hermano, y el mío. Dependo de él por completo. Hace un par de meses casi pierdo el chollo. – ¿Y eso? -se interesó Berga al tiempo que saludaba con su sombrero a una conocida. – Sí, el conde de Chiaravalle tiene una debilidad: las mujeres bellas. Se lio la manta a la cabeza y por poco vende todos los bonos de su mujer en Suiza para fugarse a Sudamérica con una corista de Hamburgo. – ¡Qué dice! – Sí, sí, las faldas lo vuelven loco. No sé ni cómo logramos convencerlo. Esos impulsos le pueden acarrear un disgusto. Imagínese usted que diera con una panda de facinerosos. ¡Fugarse con todo el dinero! De locos. Es víctima propiciatoria de cualquier espabilada que sepa llegar a su corazón. – Y que usted lo diga, pero c'est l'amour. – Sí, o mejor, tiran más dos tetas… Berga soltó una tremenda risotada. – Aunque la verdad, el suyo fue un caso un poco extraño… – ¿Sí? – Perdió la cabeza por una dama que en realidad no era tal dama. – ¿Cómo? – Un hombre, que se vestía, vivía y se sentía mujer. – Pero era un hombre… – Sí, sí, tenía de todo. Era francés, de Limoges. Era un hombre físicamente hablando, pero se vestía como una dama. Daba el pego. – ¡Vaya, qué casualidad! -exclamó Berga. – ¿Cómo dice? – Nada, nada, cosas mías. ¡Qué tipo, el conde! Se fueron hacia el Club Catalán de Regatas, situado en el vapor Europa que, fuera de funcionamiento, permanecía anclado en el puerto. Allí los esperaba el conde de Chiaravalle para invitarlos a cenar. Madrid, 2 de agosto de 1881 Amada Clara: Después de haberme incorporado de nuevo al trabajo, el recuerdo de estos días que he pasado contigo y con los niños en San Sebastián se torna más nítido y claro. No hay como el impulso de la memoria, la mente, la imaginación, para sacar fuerzas de flaqueza y seguir adelante en esta labor con la que a veces disfruto, a qué negarlo, pero otras… Debo reconocer que en mi trabajo no hay rutina, ningún día se parece al anterior y eso me agrada, pero, por primera vez en mi vida, mi ánimo comienza a verse superado por la naturaleza del caso que investigo. La visión (continua en mi mente) de nuestros hijos riendo, jugando con las olas y chapoteando en la bella playa de La Concha me debilita, sí, me debilita porque por una vez me he sentido vulnerable a través de ellos, a través de ti. No pecaré de falsa modestia diciendo que no soy imprescindible, Clara, sé que soy un buen detective, probablemente de los mejores de España. La prensa y el gran público han aplaudido mis descubrimientos, los casos que he resuelto, pero ¿sabes?, creo que el ser un ciudadano anónimo alejado de estos menesteres haría más feliz a mi mujer y a mis hijos, y os pondría mucho menos en peligro. Mi relación con el Sello de Brandenburgo está finiquitada. Lewis me ha decepcionado y sólo espero resolver los asuntos que tengo pendientes para hacer mutis por el foro. Como mínimo pediré una excedencia. Quizá me dedique a escribir, a lo mejor cuento mis aventuras en alguna novela, aunque seguro que a algún vivales ya se le habrá ocurrido hacerlo, no sé. Dile a tu madre que no tenga miedo por su marido, es un gran hombre, no ocultaré que lo admiro y dile que no tema, a mi lado no corre peligro. Nos acercamos mucho, Clara, nos acercamos. Siempre tuyo, te quiere, Víctor Elia Vidal abrió la puerta de su estudio muy ilusionada. El vivo interés que el conde de Chiaravalle había mostrado por ver sus obras y, sobre lodo, por la posibilidad de que pudiera convertirse en una especie de mecenas para ella la hacían sentirse nerviosa e insegura, como si fuera una colegiala. El amplio ático que poseía junto a la calle del Hospital, en el mismo edificio en cuyo entresuelo se ubicaba su academia, era amplio, bien iluminado y con una buena orientación que hacía los veranos medianamente pasables en él. – Pase, pase, señor conde, la criada nos ha preparado un ligero refrigerio. Chiaravalle caminó por el piso de madera con parsimonia, observando los enormes lienzos que se alineaban en las paredes del enorme habitáculo. – Mandé tirar los tabiques para dar paso a la luz. – Excelente idea, excelente idea. Se había parado frente a una inmensa tela en la que, sobre un fondo entre azulado y rojizo, unos delicados trazos en diferentes tonalidades de verde asemejaban las ramas de los árboles. – Lo titulo Olmos al atardecer. – Magnífico, genial, great. Me parece increíble su forma de contar algo con el menor número de elementos. Minimalista, diría. – Me lee usted el pensamiento, pero siéntese, siéntese y tomemos unos bizcochos con jerez. La joven se había encargado de que, desde su asiento, el noble italiano gozara de una inmejorable vista de las obras que ella consideraba mejores, con más posibilidades. – Excelente, este jerez. Y dice usted que ha expuesto en Madrid. – Sí, sí, y aquí, y en La Coruña. – Esto tiene que saberse, querida. Es usted tan buena como me había dicho mi buen amigo Max. – Max, qué encanto de hombre. ¿Sabe?, bajo su apariencia de transgresor, de hombre al margen de cualquier norma, sé que se encuentra un corazón bondadoso y tierno. – Lo ha retratado usted a la perfección. Es un gran amigo de sus amigos y tiene, si se me permite decirlo, una especie de sexto sentido con la gente. Elige bien sus amistades. Le cuesta trabajo otorgar su confianza a alguien, pero si lo hace, es para toda la vida. No suele equivocarse, la verdad, y ha trabado mucha amistad con ese joven, Santiago Berga. – Sí, lo conozco desde hace mucho tiempo. – Me alegro, porque ya que estamos, me gustaría hacerle una pregunta, seguro que usted me puede ayudar. – Diga, diga. – Es que resulta que me ha surgido la posibilidad de hacer un negocio con el tal Berga, y quisiera asegurarme antes, claro. – Ya. – El caso es que he oído algo de no sé qué problemas con la ley. – Sí, fue detenido por un asunto de prostitución de menores. – Ya, lo pillaron de paso por el prostíbulo. – No, no, me consta que era socio de la arpía que lo regentaba y que luego, por cierto, resultó ser un hombre. No le negaré que Santiago no es santo de mi devoción; sé de buena tinta que escapó por poco de la cárcel. Su padre, que siempre ha sido muy tacaño, le niega el pan y la sal desde entonces. Le costó sangre, sudor y lágrimas evitar que fuera a la cárcel. Nuestro amigo Higinio intervino, pues el gobernador es su tío. – Vaya. ¿Y sigue en negocios con esa mujer? ¿O quizá debería decir… hombre? – ¡Qué va! Está desaparecida, un asunto muy desagradable. No sólo prostituía a chicas pobres, casi niñas, sino que usaba su sangre como cosmético. – ¿Qué me dice? – Lo que oye. Mire, yo no soy una mojigata, estoy muy viajada, pero tampoco una libertina y hay ciertas cosas que no rae gustan. Una noche, en El Bou Trencat, escuché que todo comenzó con una cría que se resistió en una juerga con gente importante. Ya sabe, quizá la chica, una vez en faena, se echó atrás. Esa mujer, Elisabeth, la abofeteó y la cría sangró por un labio, según se rumorea la visión de la sangre la excitó, y ahí empezó todo. – No me sorprende, hay gente muy rara. Y eso que yo he visto de todo. – Parece que esa arpía, la socia de Berga, era aficionada al tarot, la brujería y las pócimas. – Qué macabro -convino el conde italiano-. Una loca, o loco, según se mire. – Sí, querido amigo, y espero que algún día pague por ello, Siempre habrá gente sin escrúpulos. – ¿Y dice usted que Berga era su socio? – Aquellos dos eran uña y carne. – ¿Amantes? – No, no creo. Berga busca… otras cosas. – Es homosexual, ¿no? – No, no, digamos que si fuera asunto de cartas él jugaría a varios palos. Pero cartas bajas, de números pequeños. – Ya. – Le gustan las emociones fuertes. Ella, Elisabeth, se acostaba con dos tipos, dos hermanos. Uno murió hace poco, en un encuentro con la policía, y el otro escapó pero su fotografía ha salido en todos los periódicos. Dos matones que traficaban con arte robado. Algo se comenta también de que tenía un criado enano que le daba placer; también murió en la refriega con la ley. Se dice que era un hombre… ya sabe… muy dotado. – Ya. Pues vaya amistades que tiene el joven Santiago. – Sí, y no he añadido ni una coma, todo es la pura verdad. Entonces, el conde italiano apuró su copa y, levantándose, dijo: – Y esa maravilla del fondo, ¿cómo la titula usted? Barcelona, 10 de agosto de 1881 Estimado Víctor: ¡Al fin algo sale bien! Si en mis cartas anteriores sólo te hablaba de fracasos, al fin he podido conseguir algo positivo. Antes te diré que la pobre doña Huberta ha enfermado; al parecer y según me contó el médico, don Federico, la pobre mujer no ha podido soportar tanta tensión y quizá debido al remordimiento permanece postrada en cama por fiebre cerebral. Deben de saber que algo hicieron mal porque ese cura detestable que causó la muerte a don Gerardo ha sido trasladado a las misiones, a Molokay, y el obispo, llamado a consultas a Roma. Los rumores sobre el caso de don Gerardo son imparables. Hasta se ha publicado una novelita al respecto titulada El Endemoniado de la calle Calabria que se ha agotado nada más ponerse a la venta, es de locos. Bien, el asunto del vampiro que viste de mujer va cayendo en el olvido y creo que todos piensan que la pobre Antoñita yace enterrada junto a algún camino intransitable durmiendo el sueño de los justos. Pero lo prometido es deuda y ahí va la buena noticia: tenías razón, amigo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, no se hizo con el dinero y los valores de don Gerardo. Al golpe sufrido por la familia de Borrás había que añadir la quiebra económica que representaba la desaparición de sus ahorros de su caja fuerte y, lo que es más grave, los valores que poseía y en los que al parecer había invertido su cuantiosa fortuna. Pues bien: los he recuperado y obran en poder de sus legítimos dueños, esto es, al hallarse enferma doña Huberta, del crápula de Alfonsín. Y dirás… ¿cómo los he hallado? La suerte, me temo, la suerte. Resulta que el bueno de don Gerardo (menudo elemento) tenía alquilado un piso en la calle Nou de San Francesc, a un paso de su oficina. Según parece lo usaba como lugar de encuentro para sus citas amorosas. Uno o dos días antes de su secuestro (esto lo he podido deducir por el testimonio de la portera) se presentó en la portería con mucha prisa y dejó una bolsa negra, como de viaje, diciendo que ya pasaría a recogerla. Luego transcurrió el tiempo y no dio señales de vida. Unos ladrones asaltaron el piso hasta en tres ocasiones, como buscando algo, rajaron los colchones, registraron armarios e incluso intentaron levantar alguna baldosa que otra. Fue por entonces cuando don Gerardo volvió a aparecer y, tras el incidente del obispo, falleció, así que la dueña, suponiendo que no volvería por allí y que no cobraría las dos mensualidades que se le debían, ordenó a la portera que limpiara el piso, retirara cualquier pertenencia del interfecto y lo dejara como una patena para volverlo a alquilar. En aquel momento la portera le dijo a la propietaria que don Gerardo se había dejado una bolsa en la portería. La abrieron y se quedaron de piedra al ver que contenía una gran cantidad de dinero y valores. Asustadas por el descubrimiento se presentaron en comisaría y asunto resuelto. Dada la gran cantidad de dinero hallado en la bolsa supongo que las dos arpías tomarían un buen fajo cada una. Además,.han sido generosamente recompensadas por Alfonsín, quien pagó además las dos mensualidades que debía el pícaro de su padre. Así que, asunto resuelto. Pero digo yo, ¿por qué retiraría el dinero y los valores don Gerardo horas antes del secuestro? ¿Sabría que iban a por él? No entiendo nada, amigo, ojalá estuvieras aquí y no vegetando como un oficinista en tu despacho de Madrid. Te envidio y te echo de menos. Atentamente, Juan de Dios López Carrillo En los días siguientes el conde de Chiaravalle causó una gratísima impresión allí por donde pasó. Hombre rumboso aunque nada dado a los alardes innecesarios, se vio rodeado enseguida por toda una corte de aduladores, la mayoría de ellos artistas, a los que trataba con educación aunque con cierta displicencia. Max parecía moderarse en su presencia, pues aunque el conde era hombre de mundo, parecía evidente que no eran muy de su agrado los excesos de su pupilo. Se decía que el italiano se había hecho con un palco del Liceo por la friolera de cincuenta mil pesetas y allí se daban cita Max, Berga, Elia Vidal y el resto de los zalameros. Max no protagonizó ningún incidente más en aquellos días. El conde de Chiaravalle era amigo de los deportes, del ejercicio físico y solía bañarse a diario en la playa de la Mar Bella, en la Barceloneta, la preferida por los habitantes de la ciudad. Socio del selecto Círculo Ecuestre, todas las tardes acudía a montar a los terrenos que dicha asociación poseía en el paseo de Gracia. Pasaba las veladas en el Hotel Continental, en el local del Círculo Ecuestre de la calle Sant Pau o se pasaba por el Liceo, el Club Catalán de Regatas o el Club de Regatas de Barcelona, del que también era socio. Derrochaba buenas maneras, pedigrí, y llamaba mucho la atención entre las damas de mediana edad. Con él, Berga y Max acudieron a tomar una sauna (costumbre a la que se había aficionado el conde en uno de sus viajes a Finlandia) en el prestigioso gimnasio del doctor don Eduardo Tolosa, en la calle Duque de la Victoria, número 5. Allí también practicaron la esgrima en su amplia sala de armas y supieron lo que era un buen masaje. Fueron a los toros, a la vieja plaza del Torín, situada en la Barceloneta; pasaron por el Turó Park y el Saturno Park del Tibidabo, y se dieron grandes homenajes gastronómicos en el Suizo y Le Grand Restaurant de la France, ambos sitos en la plaza Real. También asistían a algunas funciones al Teatro Principal e incluso se acercaron a presenciar alguna que otra representación del género chico en locales del Paralelo como La Pajarera Catalana o El Dorado. El conde de Chiaravalle parecía sentirse cómodo en esos ambientes populares y no le hacía ascos a pasarse por tabernas o cafés como La Maravi lla, la taberna D'en Paperines o La Estrella. Llegaron incluso a realizar una multitudinaria sesión de espiritismo tras el escenario del Liceo. Santiago Cusí, el retratista, era muy aficionado a las leyendas y encontró en Max un apoyo al respecto, pues el enigmático «artista mental» parecía interesarse muchísimo por aquellas historias de naturaleza ultraterrena que pasan de generación a generación. Por eso, una noche, gracias a las influencias de Berga y del conde, llegaron a realizar una sesión de guija con una vidente del Barrio Chino en el interior del teatro una vez que éste hubo cerrado sus puertas. Al parecer, y siempre según Cusí, el teatro era un lugar maldito, pues había sido construido sobre las ruinas de un antiguo convento de los Trinitarios, frailes que se dedicaban a rescatar esclavos cristianos capturados por los piratas de Berbería. El primer inmueble databa de 1662 pero fue utilizado por las tropas napoleónicas como almacén. Después, durante los años del liberalismo, fue club político, para volver a utilizarse como edificio religioso hasta que fue incendiado durante los desórdenes de 1835. Después de eso, y sobre las ruinas del convento, se edificó el Liceo. Y según Cusí, aquélla era la causa de la maldición. Allí se celebraban, en los primeros años de su existencia, no sólo representaciones teatrales sino incluso actos sociales y bailes de carnaval. Enseguida los más cenizos comenzaron a pregonar que dichas celebraciones habían terminado por ofender a los espíritus de los frailes y que el teatro sería destruido por un diluvio de fuego y otro de agua. En el año 1861 el teatro se incendió y un año después el diluvio se hizo real y una inundación anegó las Ramblas. No se pudo esclarecer la causa del incendio, pero decían las malas lenguas que entre las cenizas se encontró una misteriosa inscripción que decía: «Soy el búho y voy solo, si os volvéis a acercar lo quemaré de nuevo». Algunos, como Elia Vidal e Higinio Mestre, se negaron a participar en la sesión de espiritismo, la cual apenas duró unos minutos, pues Santiago Berga, más por efecto de la absenta que por otra cosa, dio al traste con el clima ideal alcanzado tras echar a correr dando alaridos y proclamando que había visto un fraile tras las inmensas cortinas. Después de aquello todos pusieron pies en polvorosa entre las lamentaciones de la médium, que se quejaba porque no le habían pagado sus emolumentos. Aquella misma noche se fueron a rememorar la aventura a El Bou, muertos de risa. Por las tardes, Max y el conde frecuentaban las tertulias más de moda, como la de la librería Verdaguer, la de la farmacia de Félix Giró, en la calle Conde del Asalto, o la de la pastelería de Agustín Massana, donde Max sí que se despachaba a gusto vertiendo sus incendiarias opiniones. Una tarde, mientras Máximus y Berga tomaban un café en el Continental, llegó muy animado el conde. Nada más tomar asiento les dijo con voz queda, como el que cuenta un gran secreto: – He conocido a una dama muy especial. Max, siempre tan cáustico, respondió al instante: – ¿En sentido bíblico? – No, hombre de Dios, no. Esta es de las buenas. Bellísima. – Vaya, pues me alegro mucho -repuso Berga-. ¿Y le ha gustado? – No -contestó el italiano-. No me ha gustado, me he enamorado. Máximus dio un puñetazo en la mesa: – ¡Acabáramos! -exclamó riendo-. Ya estamos otra vez al lío, al lío; querido Giaccomo, acuérdese usted de las otras veces, no será más que una yegua… – No hables así de ella, Max, es una diosa, una mujer de las de verdad, la madre de mis hijos. – Pero ¿no está usted casado? -preguntó Berga. – Paparruchas, tonterías. Al amor no se le pueden poner barreras -afirmó el conde, que pidió una botella del mejor champán de la casa-. Miren, estaba yo en la sala de armas del gimnasio practicando esgrima cuando entró ella: iba a tomar una clase, me miró, nos miramos… y voila, el amor. Tuve el atrevimiento de esperar a que acabara. Cuando salió la abordé y le dije que si no me permitía invitarla a tomar un café me suicidaba allí mismo. Ella me contestó que la halagaba, pero que no era una cualquiera. Yo saqué el estilete que llevo en el botín para casos ele apuro y, al ver que era capaz de degollarme a mí mismo y en medio de la calle, accedió. Tomamos café, amigos, y me perdí en sus ojos: lindos, hermosísimos, es una mujer de una belleza exuberante, serena, segura de sí misma. Hemos quedado en vernos mañana a la misma hora. Entonces levantó su copa y obligó a los dos jóvenes a brindar por el amor. – Se llama Bárbara, Bárbara Miranda -dijo medio atontado. Se excusó y se fue a la toilette. – Este se ha vuelto a enamorar. Veremos si no la lía de las gordas -sentenció Max. – Es hombre de mundo, ¿no? -preguntó Santiago Berga. Max, mirándolo por encima de sus gafas oscuras, dijo: – Mira, hermano, las otras veces que mi mentor se lio la manta a la cabeza por una mujer, ni siquiera me habló de ellas en su primera cita. Esta vez le ha dado fuerte, te lo digo yo que lo conozco mejor que nadie. Apañados vamos. Máximus Aeternum leyó en Santiago Berga una indudable sonrisa de satisfacción. En los días siguientes el conde de Chiaravalle se comportó como un colegial. Max definía a su mentor como «el último romántico» y la verdad era que aquella definición le iba como un guante. Algo melodramático, casi ridículo, muy afectado por el asunto y verdaderamente cargante al contar la historia a todo el que quería escucharlo, el noble italiano se mostraba ilusionado a ratos, para al momento adoptar un tono en exceso fatalista aderezado con efectistas intentos de suicidio (más para llamar la atención que para otra cosa) que Max, Berga y los demás frustraban solícitos. En aquellos días el conde de Chiaravalle en un par de arrebatos había intentado arrojarse bajo un coche de caballos e incluso saltar desde el salón contiguo a sus habitaciones del hotel. Todo comenzó cuando, al día siguiente de su primera cita con la joven, el conde regresó del gimnasio completamente desanimado. La mujer le había dado plantón, pero uno de los empleados le entregó una nota que su dama había enviado para él. La leyó en voz alta delante de Elia Vidal, Berga y Max: -«Querido Giaccomo, siento el más profundo de los dolores por no haberme presentado a nuestra cita, pero debo decirte que soy una mujer distinta a las demás. A veces el corazón le marca un camino y el cerebro o, lo que es peor, la realidad, otro. Te mentiría si te dijera que no quería ir, es más, me muero por hacerlo. Es extraño para mí decir algo así y más después de saber que eres el hombre de mi vida y puede que pienses que esto es ridículo. Aunque mi mente me dice una y otra vez que apenas te conozco, después de hablar contigo sólo una hora te diré que no, que es como si te conociera de toda la vida, como si fuéramos sólo uno y que te quiero. Tengo un gran secreto que no te puedo contar y que se interpone entre nosotros. Hasta siempre. Tuya: Bárbara Miranda.» – Pero ¿de verdad se cree usted eso? -preguntó la pintora sonriendo. El conde la miró con desprecio, por lo que, en lo sucesivo, la joven eludió hacer cualquier comentario crítico al respecto ante la perspectiva de perder el favor del italiano que la iba a hacer exponer en Roma. Todos quedaron en silencio, sin saber muy bien qué decir. – Pues a mí me parece una carta sincera. Esa joven lo ama, conde -dijo Berga. – Lo peor es que no sé cómo encontrarla -repuso el noble italiano cariacontecido. En los días que siguieron removió la ciudad, la recorrió arriba y abajo y contrató a varias agencias de detectives para localizarla, pero no dieron con ella. El conde de Chiaravalle era un hombre enamorado, enamorado tras un encuentro de apenas una hora. Una tarde, en El Bou Trencat, Max sufrió un ataque de tos. Se cubrió la boca con el pañuelo, porque parecía asfixiarse, y se echó a un lado. Cuando volvió a incorporarse se aseguró de que nadie lo veía pero Berga, el único que compartía la mesa con él, acertó a distinguir una terrorífica mancha roja en el inmaculado trozo de tela. Max se guardó el pañuelo y lo miró avergonzado. – Ahora ya lo sabes. Me la diagnosticaron hace apenas dos meses: tuberculosis. Me muero, hermano, me muero, ésa es la verdadera razón de que nada me importe, de que sea tan valiente a la hora de correr riesgos, de escandalizar. En el fondo, pienso que si estuviera sano sería el más burgués de los burgueses. Llevaría una vida de oficinista. – ¡De eso nada, mi buen amigo! -exclamó Santiago-. Tú eres un artista, un iluminado, y lo serías igual aunque fueras inmortal. Créeme, te conozco. – Eso lo dices para animarme, pero ¿sabes?, tengo miedo, Santiago, no quiero morir. Lo daría todo, cualquier cosa por no irme de este mundo. – No seas fatalista, te pondrás bien, ya verás. Hay gente que se salva. – ¿Conoces a alguien que haya sobrevivido a la tisis? Santiago Berga bajó la cabeza. Entonces Max volvió a tomar la palabra: – Haría cualquier cosa, lo que fuera, por curarme, hermano. Se hizo un silencio entre los dos. – He oído que hay remedios… un tanto espectaculares -dijo el enfermo. – ¿Cómo? – Sí, ya sabes, en París se decía que si bebes sangre joven, de una chica virgen, puedes sanar. – ¡Eso son tonterías de viejas! -se indignó Santiago Berga. Max miró al suelo de nuevo, parecía un hombre hundido. Santiago quedó consternado al ver al artista mental doblegado. Lo creía invencible. – Estoy tan desesperado, hermano… El dinero no es problema, el conde me quiere vivo. – Ya. – ¿Conoces a alguien aquí que…? Santiago Berga adoptó una expresión pensativa. – Es peligroso. Además, la persona que podía ayudarte está desaparecida. – Tu amiga. – La misma. – ¿Cómo se llamaba? Silencio. – ¡Hermano! – Elisabeth, Laco, qué sé yo. Pero está huida. Además, Max, está loca, créeme. – Haría lo que fuera, hermano, lo que fuera. El dinero no es problema, repito. Sufrió otro ataque de tos. Santiago Berga puso cara de comenzar a pensárselo. |
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