"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 14

El mercado del Borne aparecía imponente a ojos de los dos forasteros, el conde de Chiaravalle y Max, quienes caminaban mirándolo todo con asombro, extasiados como palurdos. La enorme estructura de metal, la cúpula que bajaba hacia los laterales, abierta, sin sujetarse en una sola columna, dejaba pasar la luz del sol, que iluminaba los tenderetes, las frutas y los puestos de especias, de vivos colores. Había voces que pregonaban los productos aquí y allá, un ciego que pedía limosna, limpiabotas, criadas haciendo la compra, algún que otro ratero y muchos desocupados. El olor de los puestos de carne, las moscas, el fuerte aroma del pescado fresco y el efluvio de la sal del cercano mar influían en el ambiente, que, caluroso y húmedo, incitaba a quitarse la chaqueta y pasear.

No les fue difícil encontrar la carnicería de la Colasa, una mujer gorda, de cuello grueso, fuerte, con la voz ronca de tanto vocear y discutir con las comadres.

– Assumpta -dijo Max como le había indicado Berga.

La mujer, dejando al cargo a dos empleadas, pasó bajo una portezuela del mostrador con agilidad, y sin mediar palabra les instó a que la siguieran. Entraron en una oscura tasca de la calle Comercio.

El ambiente era opresivo, cargado, y algunos paisanos mal encarados los miraron con desconfianza al entrar. La mujer hizo un gesto y les trajeron una botella de aguardiente y tres vasos.

– Ustedes dirán -dijo la gorda atizándose de un trago todo el vaso.

– Estoy enfermo, tisis.

– Ya no trabajo ese tipo de artículos.

– Nos dijeron que usted… -empezó el conde.

– Muy arriesgado, no merece la pena. Daba dinero, no crean, la gente bien paga lo que sea por la tuberculosis.

– ¿Y no habría manera de ponernos de acuerdo? -repuso Max, lastimero.

– No hay suficiente dinero en el mundo. Por eso te dan garrote. Ustedes no son de aquí, ¿no?

El italiano le enseñó un buen fajo de billetes.

– ¡Carajo! -exclamó la mujer-. Pídanme otra cosa, puedo hacerles algún amarre, filtro de amor… Tengo una pomada que pone el miembro como un hierro ardiendo, duro y…

– ¿Sabe de alguien que trabaje ese tipo de artículo?

– Soy bruja, no agente comercial.

El conde puso un montón de billetes encima de la mesa. -Ustedes sí que saben motivar a la gente, ¿eh?

Silencio.

– Hay una mujer, bueno, un hombre. Se cree bruja. Comenzó conmigo, pero acabé por darle pasaporte. Demasiado sanguinaria. Se cree la reencarnación de una condesa húngara, Erzsébet Báthory. Una especie de vampira que despachó a cientos de jovencitas en el siglo XVI, ¿conocen el caso?

– Ni idea.

– Bueno, pues ese chico, que cada vez más a menudo vestía de mujer, se hacía llamar Elisabeth. Tras una sesión de espiritismo salió convencido de que era su reencarnación. Está como una auténtica cabra.

– Su dirección -dijo Max.

– Está huida.

– ¿Podría localizarla?

La mujer permaneció en silencio. Al cabo de un rato habló:

– Hará cosa de un mes se pasó por mi puesto. Iba justa de dinero y curiosamente me ofreció un par de tarros con sangre. Me aseguró que eran de virgen.

– ¿Los tiene usted?

– Les digo que ya no trabajo esa clase de género.

– ¿Adonde fue? La mujer esa -insistió Max.

– No lo sé, es escurridiza y lista. Si vuelvo a verla se la envío.

– Coja el dinero. Si ella viene a vernos le daremos el doble. Estamos en el Continental, pregunte por Chiaravalle -dijo el conde.

Y dicho esto, arrojó unas monedas para pagar la botella y él y su protegido salieron de aquel antro.


Al fin el conde de Chiaravalle tuvo un encuentro con su amada a resultas del cual llegó tarde a su palco del Liceo.

– Ya era hora. Te esperaba -le dijo Max recriminándole.

– Ha aparecido -contestó el conde con una sonrisa de oreja a oreja.

– ¡Fantástico! -exclamó Max-. Cuéntame, cuéntame.

Alguien chistó desde el palco de al lado, pues la función había comenzado.

Los dos hombres, que disfrutaban de todo un reservado para ellos solos, bajaron el tono de voz.

– Me la he encontrado fuera. Me han tocado en el hombro y me he girado. Dice que me esperaba, que no podía soportar la vida sin verme.

– ¿Y?

– La he invitado a un café, en uno de los reservados del Cercle del Liceo. Una vez a solas le he pedido que se fugara conmigo, que olvidara lo de «su secreto». He intentado besarla, pero no me ha dejado.

– Bien, bien -asentía Max.

– Entonces he decidido apostar fuerte -añadió Chiaravalle-. Y le he dicho que todo mi dinero era de mi mujer pero que podía movilizarlo en una semana, convertirlo en efectivo y fugarme con ella. «Estás loco, Giaccomo», me ha dicho. Yo he insistido, le he dicho que no quería a mi mujer, que es una vieja arpía…

– ¡Bien hecho! ¡Bien hecho!

– Entonces he pensado: está aquí, conmigo, en un recinto cerrado, podría echar la cerradura y… pero antes de que pudiera darme cuenta había volado. Ha dicho que tenía prisa cuando salía.

– ¿Has vuelto a quedar con ella? -No, me ha dicho que me encontrará.

– ¡Maldición!

– Sssssh -chistaron desde el palco contiguo.

Max, muy enfadado, se asomó y miró fijamente a la señora que los importunaba. Estaba acompañada por dos caballeros, casi ancianos, y tres jovencitas de buen ver.

– Señora profirió amenazante-. ¿Quiere que vuelva a sacar las coliflores?

Todos los ocupantes del palco miraron hacia otro lado atemorizados. Una de las jóvenes suspiró enamorada. Máximus Aeternum tenía sus admiradoras.


Barcelona, Í4 de agosto de 1881


Estimado Víctor:


Te escribo para comunicarte que, definitivamente, considero los casos de don Gerardo Borrás y Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, cerrados. Sobre don Gerardo poco más podremos averiguar: ¿dónde estuvo?, ¿qué le pasó?, ¿cómo desapareció? Todo eso para mí es un misterio y me temo muy mucho que seguirá siéndolo, porque no ha quedado nadie que pueda aclaramos nada: don Gerardo, muerto; el Tuerto, ídem; el tipo de la cicatriz en la barbilla, Pérez, criando malvas; su hermano,Licinio, huido, porque a estas alturas su fotografía la conocen en el campo, el mar y la montaña; el enano, reventado, y el verdadero culpable, esa horrible y maldita Elisabeth, supongo que a muchas, muchas jornadas de viaje. Total, la cosa queda así; al menos recuperé el dinero de la familia Borras que, dicho sea de paso, tampoco me parece gran cosa. Doña Huberta está muy enferma y el hijo va a pulírselo todo en juergas.

El otro día, sin ir más lejos, protagonizó un incidente en pleno Liceo que ha dado mucho que hablar. Iba borracho y comenzó a recriminar a Berga diciendo a voz en grito que ya no quería saber nada de él, que ya no eran amigos y que no quería volver a verlo. Al parecer Santiago Berga le había dicho que aquella noche se quedaría en casa, y al llegar al Liceo y verlo en compañía de ese conde de Chiaravalle y del tal Max, montó en cólera. Este último propinó un puñetazo a Alfonsín Borrás, que rodó por el suelo medio inconsciente. Menudo pájaro.

Aquella misma noche me di una vuelta por la ciudad -mi Eugenia y los críos están en casa de su abuelo, a la fresca, en el Pirineo leridano-, y me sentía solo. Bebí más de la cuenta y me pasé por El Bou Trencat. Una vez allí, esperé a que el tal Max saliera al patio donde está el excusado y lo aborde aprovechando que no había nadie. Lo cogí por las solapas y le dije que en mi ciudad no iba a armar más escándalos, que si volvía a protagonizar otro incidente lo encerraba en Montjuïc y tiraba la llave.

¿Y sabes lo que hizo el muy canalla?

Empezó a reírse. A carcajada limpia. Yo, entonces, le propiné un golpe con el pomo de mi bastón en salva sea la parte y se dobló por el dolor.

«¿Me has entendido?», le dije. El, sonriendo y con una extraña mueca en el rostro, sin apenas conseguir levantarse me tendió una tarjeta ¡tuya!

Decía: «Víctor Ros Menéndez, inspector, Brigada Metropolitana».

Me dijo que hacía unos años había trabajado para ti, como confidente, en Madrid. Aquello lo salvó, la verdad, porque le dejé ir sin darle una buena paliza, que es lo que debería haber hecho. ¡Qué tipo tan despreciable! Un sodomita que goza abusando de niños, como ese gitano que lo acompaña como un perrito faldero a todas partes. Le di una semana de plazo para que desapareciera de Barcelona. Si tienes ocasión de hacerlo, adviértele que salga de aquí, ya.

No me queda más que decirte, amigo, sólo que espero que nos veamos pronto, que eches barriga, que disfrutes de tu familia y que tengas salud, tú y los tuyos.


Recibe un cordial abrazo de tu amigo,


Juan de Dios López Carrillo


El conde de Chiaravalle había recuperado la alegría, las ganas de vivir y el impulso de meterse de lleno en negocios descabellados tras su reencuentro con la misteriosa Bárbara Miranda. Fue a raíz de trabar conocimiento con dos jóvenes, Jaume Massó y Casas-Carbó. Éstos, pasando mil penalidades, habían conseguido editar una revista llamada L'Avenc y que frecuentaban El Bou Trencat. Al conde se le ocurrió entonces hacerse editor de una publicación periódica en Barcelona. Hombre inquieto, siempre embarcado en mil negocios, se hizo acompañar por Berga y Max para recorrer la ciudad en busca de una imprenta. Se decía que había hecho una oferta elevadísima por hacerse con la Librería Espanyola, que editaba tanto L'Esquella de la Torratxa como La Campana de Gràcia, dos semanarios satíricos, ilustrados y de trasfondo literario, que hacían las delicias del conde, sobre todo por una viñeta humorística que solían llevar al final. En aquellos días, el noble italiano se hallaba muy excitado porque intuía que el asunto con su amada iba viento en popa. Max comenzaba a mostrar ciertos síntomas de cansancio por aquel asunto ya que, no en vano, era un egoísta presuntuoso que solo pensaba en sí mismo y que quería la atención de Chiaravalle para él solo.

Una tarde, según contó el conde a Max y a Berga, se había encontrado a su dama de improviso, mientras paseaba por el parque de la Ciudadela. Pudieron tomar asiento en un banco, cerca de la cascada, y charlaron un rato. El le pidió una cita amorosa.

– Ya he retirado todos mis efectivos. Dígame usted la hora y el minuto exactos y allí estaré con todo mi capital para comenzar una nueva vida con usted, Bárbara. Lo tengo todo preparado. La semana que viene sale un vapor para Cuba y tengo dos billetes en primera clase. Allí nadie nos conocerá y empezaremos una nueva vida. Hágase cargo, amada mía, de que he corrido un gran riesgo por usted, es cuestión de días que la noticia llegue a Milán. En cuanto mi mujer sepa que he retirado el dinero me echará a la policía detrás.

Según el conde, la joven, entre lágrimas, le confesó que tenía un problema personal, físico, y además, un padre anciano al que no se atrevía a abandonar de aquella manera.

El veía que lo amaba pero no terminaba de decidirse debido a la férrea educación que había recibido.

– Tráelo con nosotros -propuso-. Lo trataré como si fuera de mi familia.

Ella le dijo que no, que si se fugaba lo haría sola, dejándolo todo y sin mirar atrás, para que su amor se impusiera al mundo. El conde sintió que le estallaba el corazón de gozo. Entonces le pidió una sola cosa. Una cita amorosa en la que expresar su amor físico. Quería saber cómo era estar con ella. Lo necesitaba antes de dar el gran paso. La joven pareció entenderlo y prometió pensárselo al menos.

Entonces, el conde, henchido de optimismo y satisfacción, se levantó de pronto. Fue hacia un fotógrafo ambulante que se ganaba la vida en el parque y pidió que le hiciera una foto junto a su amada.

– ¿Y ella se dejó? -interrumpió la narración un muy sorprendido Berga. Su rostro se había cubierto con un velo de preocupación.

– ¿Cómo lo sabe, joven? -preguntó el conde-. Cuando me giré, en efecto, había desaparecido una vez más, pero sobre el banco estaba su pañuelo; miren, miren: perfumado. Una firme promesa de que la semana que viene nos fugamos.

– Si usted lo dice… -dijo con retintín Max, cuyos ataques de tos eran cada vez más frecuentes y, para qué negarlo, preocupantes. La gente comenzaba a rehuirlo, pues todos temían la tisis y Berga también se planteó dejar de frecuentar tanto su compañía y tantear de nuevo un acercamiento a Alfonsín Borras, el cual empezaba a gastar el dinero de los negocios de su padre a espuertas.

– Eso es amor, querido conde, eso es amor -dijo entonces.

– El comportamiento de esa mujer me parece muy sospechoso -sentenció Max.

– ¿Cómo? -exclamó el conde de Chiaravalle.

– Sí, ya sabe. Siempre aparece de improviso, como si lo vigilara. Los mejores detectives de Barcelona no han hallado su casa, no existe, y encima, evita hacerse una simple fotografía como si fuera una proscrita.

A Santiago Berga se le escapó el café a presión de la boca.

Chiaravalle, visiblemente molesto, dijo:

– ¿Qué quieres decir, Max? No te entiendo.

– Que esa mujer es una farsante, una buscavidas, actúa, interpreta y va a por su dinero.

– ¡Cómo! No te consiento… -exclamó el italiano.

– Un momento, un momento -terció Berga-. Es completamente normal que la dama eluda las fotografías, es decente.

El conde miró a Max elevando las cejas, como diciendo: «¿Ves? Tenía razón». Pero éste se levantó con cara de pocos amigos y añadió:

– Me voy a mi cuarto, creo que tengo fiebre.

A Santiago Berga le pareció evidente que Max y el conde se estaban distanciando por momentos.

Pensará que soy un mezquino -se justificó el conde.

– ¿Cómo?

– Sí, mi querido amigo Santiago, es por algo que necesito decirle. No tengo empacho en afirmar que esa mujer es la criatura más maravillosa que ha dado la creación y que estoy resuelto a fugarme con ella arriesgándolo todo. Tengo el dinero a buen recaudo, pero en cualquier momento puedo acceder a él. Es cuestión de horas. Sin embargo, antes debo cerciorarme de una cosa, amigo.

– Usted dirá.

– Si ésta es la definitiva, la mujer con la que he de pasar el resto de mis días, a riesgo de parecer un miserable, debo decir que me gustaría estar con ella aunque sólo sea una vez. Es un gran paso el que voy a dar y para mí eso es importante, ya sabe, amigo, saber si en la pareja hay compatibilidad en el tálamo, en la coyunda. Sé que tener intimidad con ella será como tocar el cielo, lo sé. ¡Dios, cuánto la deseo!, pero antes de lanzarme al vacío necesito hacerlo aunque sólo sea una vez.

Se hizo un silencio.

– Parece despreciable, ¿no? -insistió el conde. -No, no, ¡qué va! -dijo Berga-. Es algo absolutamente normal. Lógico.

– Ya, pero ella pensará que soy un cerdo, como todos los hombres.

– No, hombre, no, ella le quiere, lo comprenderá. Además, sepa usted que soy un gran conocedor del bello sexo y le aseguro que ella lo desea tanto como usted.

– ¿De veras?

– Estoy seguro.

– Ay, Santiago, últimamente tengo la sensación de que es usted el único que me comprende. Max se muestra tan contrario al asunto que a veces, no crea, me hace dudar. Tengo en muy alta estima su opinión. Además, ella es una joven decente, no accederá a que nos citemos; la han educado bien y no querrá arriesgar su honra, su buen nombre.

– Yo no lo vería tan negro, querido conde, no lo vería tan negro… -sentenció Santiago Berga con expresión pensativa.


Aquella misma noche Máximus Aeternum y el conde de Chiaravalle tomaban café en sus habitaciones del Hotel Continental. Era la una de la madrugada y el niño, Alphonse, dormía a pierna suelta sobre su cama. Entonces, excusándose por la hora pero alegando que había visto luz, un botones trajo un mensaje para Max. Después de dar una generosa propina al empleado del hotel, el «artista mental» echó un vistazo a la nota:

– Es de Berga, dice que me ha concertado una cita con alguien que puede venderme algo para mi tisis. Su amiga.

– ¿Cómo?-exclamó el conde.

– Sí, dentro de una hora, en la calle dels Pescadors, en la Bar celoneta, en la esquina frente a la iglesia de San Miguel. Me dice que lleve mucho dinero e insiste en que vaya solo. Supongo que tendrá sangre que venderme.

– Es una trampa.

Max guardó silencio, parecía valorar los pros y los contras. -Tengo que arriesgarme, merece la pena aunque sólo sea intentarlo.

– Voy contigo.

Miraron al crío. Dormía.

Unos minutos después un carruaje de alquiler los dejó a la entrada de aquel barrio artificial de bloques rectangulares y alargados, muy estrechos. Max caminó escuchando el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento. Al fondo sonaba una guitarra. Llegó a la esquina en cuestión y se pegó a la pared del templo de forma que quedó oculto en su sombra. Al rato apareció un tipo con pinta de marinero.

– ¿Max? -preguntó.

– Aquí -dijo éste saliendo de su escondite.

– ¿Trae el dinero?

– ¿Y la mujer? ¿Y la mercancía?

Entonces percibió que se acercaban. Dos. Por la espalda. Mientras se giraba saco el delgado estilete de su bastón y vio el brillo de dos navajas que buscaban su pecho. Gracias a que su arma era más larga golpeó de revés en el cuello al primero de ellos y se ladeó ante la embestida del segundo, que se ensartó él solo en el delgado sable por el impulso que llevaba.

Max se volvió de nuevo esgrimiendo la porra que llevaba en la zurda para esperar el envite del que quedaba, y lo vio correr calle abajo. Salió tras él, pero corría mucho. No lo alcanzaría, era un tipo fuerte, bragado. Entonces el coche de alquiler salió de una esquina con los caballos al galope y arrolló con estrépito a aquel tipo, que quedó inmóvil sobre el suelo.

Max llegó hasta donde estaba e intentó incorporarlo. Se había roto la columna.

– No me noto las piernas -se lamentó el matón.

Chiaravalle y el cochero llegaron al instante.

– ¿Quién te envía? Di.

– Una mujer -dijo entre balbuceos. Tenía los ojos vidriosos. Se iba.

– ¿Cómo era? ¿Cómo era?

– Hermosa. Nos dijo que un tal Max pasaría esta noche por la Barceloneta con mucho dinero encima para un negocio, que era un asunto seguro, pero que el tipo era duro, que había que eliminarlo primero…

De pronto, enmudeció. Max lo agitaba por los hombros, pero el tipo había muerto.

– Vámonos de aquí, no nos interesa tener asuntos pendientes con la justicia -dijo el conde, soltando al cochero una bolsa repleta de monedas para asegurarse su silencio.


Tres días después el conde de Chiaravalle apareció por El Bou Trencat acompañado tan sólo por Alphonse. Tomó asiento en una mesa con Santiago Berga y le preguntó sin siquiera dar las buenas noches:

– ¿Ha visto usted a Max?

Santiago Berga, haciéndose el sorprendido, respondió:

– No, pensé que andaría con usted. Hace un par de días que no lo veo

– Pues eso, que hace dos noches salió del hotel de madrugada y no ha vuelto, me lo dijeron en recepción. Comienzo a estar preocupado por él.

– No tema, ya lo conoce.

– Sí, sí, pero esta vez nuestras desavenencias habían llegado muy lejos, temo que se haya ido para siempre.

– Luego su amor queda libre de obstáculos, ¿no? -dijo Berga dibujando una amplia sonrisa.

– Pues de eso se trata, joven, que precisamente ahora necesitaría hablar con él. Esta misma mañana he recibido una nota de mi amada. ¡Accede a tener un encuentro amoroso conmigo!

– ¡Vaya, hombre! Eso hay que celebrarlo. ¿Cuándo?

– Esta misma tarde, en la calle Lleida, al pie de Montjuïc, en la pensión Doña Joana.

– Ah, sí, es un lugar que se ha especializado en alquilar habitaciones por horas, precisamente para encuentros amorosos. ¿Y se lo piensa usted?

– No, no, claro. Entonces… voy, ¿no?

– La historia no la han escrito los cobardes, querido conde -dijo Berga muy seguro de sí mismo-. Y Max ya no está aquí para interponerse.


Comenzaba a atardecer cuando el conde de Chiaravalle descendió del coche de alquiler. Había ya poca luz. En el portal lo esperaba una vieja, la alcahueta. Le hizo una seña y él la siguió muy nervioso tras indicar al cochero que lo aguardara allí mismo. Atravesaron un mugriento y oscuro pasillo, muy largo y lleno de humedades, para subir un pequeño tramo de escaleras hasta un entresuelo. La vieja llamó tres veces a la puerta, hizo una pausa y luego otras dos. Una contraseña.

La puerta se abrió y apareció Bárbara Miranda.

– Pasa -dijo mirando hacia ambos lados. Parecía temerosa de que alguien pudiera verla allí.

Chiaravalle despidió a la anciana con una suculenta propina, se acercó a la joven, la tomó por el talle y, cerrando la puerta de un taconazo, la besó apasionadamente. Ella gimió y por un momento pareció desfallecer. Entonces se separó un poco y propuso:

– Tornemos un poco de té primero. ¿Te parece?

Se sentaron a la mesa. Frente a frente. Ella hizo los honores y le cogió la mano. Entonces habló:

– Pero… -dijo extrañada al ver que él no llevaba ninguna maleta-. ¿No has traído el dinero?

– No, no, querida, cuando vayamos de camino al barco. Sólo faltan dos días. ¿Estás segura? Te deseo.

– Yo también -asintió la joven.

Sus ojos eran hermosos, grandes, gatunos. Lo miraban con una mezcla de suspicacia e inteligencia.

– Te amo, Bárbara -confesó él poniendo cara de embelesado. Ella sonrió. Entonces se escuchó un crujido del suelo. Venía de fuera del cuarto, del pasillo. El conde se dio cuenta al segundo de que había errado. Al escuchar el sonido había mirado hacia un lado, de manera apenas imperceptible pero lo suficiente como para estropear un buen timo. Lo sabía, era un profesional.

Ella lo miró muy profundamente, leyendo en su interior.

Con su mejor sonrisa dijo:

– Voy al cuarto, a prepararme.

Entonces lo dejó a solas. Ahora o nunca, se dijo Chiaravalle. Caminando lentamente, con tiento, para no hacer ruido, se acercó a la puerta del pequeño apartamento. Esos segundos se le hicieron eternos. Abrió la puerta, que crujió demasiado, y allí estaba Max, con el revólver en la mano. Le señaló el cuarto con la cabeza y el «artista mental» comprendió. Max recorrió el pequeño salón sin hacer ruido y se situó junto a la puerta. Le hizo un gesto que el conde entendió y éste se encaminó hacia el cuarto.

– ¿Estás lista ya, querida? -preguntó abriendo la puerta del mismo. Antes de que pudiera darse cuenta, el brillo del acero surgió desde el dormitorio. El conde de Chiaravalle esquivó el brutal zarpazo de milagro y sufrió una herida en el pecho que apenas si le rasgó la ropa y algo de piel. Max hizo fuego al instante y la puerta se cerró. Todo había sido muy rápido.

– ¿Estás bien? -se preocupó Max.

– Sí, no es nada.

Entonces Máximus Aeternum derribó la puerta de una patada con el arma en ristre. La mujer se descolgaba ya por el balcón que daba al paseo de Santa Madrona. El artista corrió hacia allí, se asomó y contempló cómo ésta era abordada por Alphonse justo cuando iba a subir a un coche que la esperaba. El cochero iba embozado, sin duda era el hermano del tipo de la cicatriz en la barbilla. Vio brillar la navaja en manos de aquella arpía y temió lo peor. Disparó al aire. Ella se soltó del niño y éste cayó al suelo, inmóvil.

– Nooooo -gritó Max mientras ella subía al coche, que ya rodaba calle abajo.

Max bajó las escaleras a toda prisa y salió a la calle. Alphonse ya estaba de pie sacudiéndose el polvo de la ropa.

– Estoy bien, estoy bien. No me ha tocado -aseguró con voz muy tranquila-. Lo que lamento es que ha escapado.

Subieron al apartamento, donde el conde apuraba su taza de té.

Miraron la mesa. Aquella arpía había tenido que huir sin su bolso.

Max lo registró a fondo.

– Nada -dijo-. Un pañuelo, un frasco de perfume, un monedero y poco más. Lo único útil, quizá, este pequeño billete de tranvía

– Maldición-soltó el conde

Entonces Máximus Aeternum, quitándose el sombrero, se despojó de sus sempiternas lentes, se quitó la peluca, el bigote y la perilla postizos y ordenó:

– Eduardo, avisa a Juan de Dios López Carrillo, dile que vamos a casa de Santiago Berga, que vaya para allá con una docena de agentes a la mayor brevedad posible. Dile que es un mensaje de parte de Víctor Ros.