"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 15

Santiago Berga pensó que todo aquello no era más que un sueño. Acababa de inyectarse una buena dosis de morfina y sus sentidos, abotargados por el sueño, comenzaban a sumergirse en ese mundo laxo y profundo que tanto lo ayudaba a superar el tedioso día a día. A su lado, en el diván, completamente desnuda y semicubierta por una sábana blanca, yacía una joven de pelo negro y tez blanca. Estaba sedada por la droga, el brazo caído, a un lado; la boca, abierta; y respiraba profundamente. Tenía los ojos perdidos, gélidos, ausentes. La había conocido la noche anterior y no sabía ni cómo se llamaba. Por eso creyó que todo era un sueño, extraño y perverso: su mayordomo gritando para impedir que entrara alguien y la puerta del salón reventada de una patada para dar paso a un extraño individuo, un híbrido vestido con las ropas de Máximus Aeternum y con el rostro de ese maldito policía, ese remilgado de Víctor Ros, que le decía:

– Santiago Berga, queda usted detenido.

En su sueño aquel tipo extraño, acompañado del conde y de Alphonse, le ponía las esposas.

– ¿Cómo? -preguntó una voz nueva. Era un tipo al que conocía, otro policía, Juan de Dios López Carrillo, que llegaba acompañado por multitud de guardias.

– Perdona, amigo, pero tuve que jugar esta baza para intentar detener a estos desalmados contestó Max, o Ros, lo que fuera.

– Pero… ¿Víctor? -exclamó López Carrillo sorprendido-. No entiendo. ¿Tú eras…? ¿Qué está pasando aquí?

– Te pido disculpas, Juan de Dios, pero no he tenido más remedio que recurrir a esta pequeña comedia para intentar atrapar a esa maldita mujer, Elisabeth, y aun así ha escapado.

Todo era tan confuso, pensó Berga. Sentía el efecto de la droga que corría por sus venas, le escocían los pulmones y le pesaban los brazos, las piernas. Se sentía muy cansado.

– Qué sueño más raro -observó antes de quedar inconsciente.


– Pueden pasar -dijo el guardia de fieros bigotes abriendo la puerta del calabozo-. Acaba de despertar.

Víctor Ros hizo su entrada en aquel oscuro cuarto acompañado de Juan de Dios López Carrillo y de un sargento. Había dos guardias junto a Santiago Berga, quien permanecía sentado y con las esposas puestas. Tenía un ojo tumefacto y le sangraba el labio.

Los tres recién llegados tomaron asiento tras una mesa.

– Este es el sargento Guarinós, que tomará nota de su declaración. A mí ya me conoce, y este caballero es López Carrillo. Va usted a confesar -dijo Ros por toda presentación.

– ¡Ustedes no saben con quién…!

Un sonoro bofetón de uno de los dos guardias que lo custodiaban hizo rodar por el suelo al detenido. Aturdido por el efecto de la droga, la resaca de la noche anterior y la violencia de sus guardianes tomó asiento con porte sumiso ayudado por los dos enormes agentes que lo vigilaban. López Carrillo tomó la palabra:

– Ha visto que aquí no se andan con chiquitas. Más le vale confesarlo todo. Ha participado usted en un intento de asesinato a un miembro del cuerpo de policía en acto de servicio.

– ¿Cómo?

– Sí, usted y su amiga le tendieron una trampa a Max, o sea, a mí. Luego intentó hacer otro tanto con el conde dijo Víctor.

– ¿Cómo? No entiendo.

Otro guantazo.

– Explícaselo, anda -repuso López Carrillo como asqueado. Víctor volvió a tomar la palabra:

– Es usted un pedófilo, amigo, y va a pagar por ello. Es usted cómplice de Paco Martínez Andreu, Elisabeth, y le va a costar el garrote, a no ser que…

– ¿Qué?

– Que nos cuente usted lo que sabe -añadió Víctor-. Mire, Berga, yo no soy amigo de violencias pero no puedo engañarlo. Aquí no aprecian la compañía de los pederastas, y no digamos en la cárcel. Ante usted se abren dos opciones: confiesa y cumple cadena perpetua en otra prisión con un nombre falso o guarda silencio y le dan garrote, o peor, va a la cárcel, donde me encargaré de que todos conozcan su verdadera identidad.

– Pero… el gobernador… -musitó el detenido.

– Bastante tiene el gobernador con lo suyo -observó Víctor-. ¿Lo ve usted por aquí, Santiaguito? -El detective miró a su alrededor.

– No -negó López Carrillo entre risas-. No lo ve.

– Pues eso, hermano -repuso Ros-. Habrá notado que en esta ocasión no lo tratan a usted con tanta deferencia, por algo será.

– Usted… usted era Max.

– Veo que su mente, o lo que de ella han dejado las drogas y el alcohol, comienza a atar cabos. -Víctor Ros reía divertido- Sí, amigo, soy Max.

– ¿Y el conde?

– Un buen amigo, el mejor. Pero diga, diga, ¿dónde se oculta Paco Martínez Andreu, Elisabeth?

– No lo sé.

Un guantazo más. No quiero dejarlo a solas con López Carrillo, es mi amigo, pero es un cabestro. – Víctor vio de reojo cómo aquel miserable comenzaba a sollozar-. Le tiene ganas, ¿sabe? ¿Cómo contactaba con ella?

– Aparecía por mi casa algunas noches y luego se iba, es muy lista.

– El cochero que la acompañaba es Licinio Férez, ¿no?

– Sí.

– ¿Está viva Antoñita?

– No, me dijo que no le era útil.

– ¿Dónde está esa bruja?

– No sé dónde se esconde. ¡Lo juro!

El guardia levantó la mano de nuevo y Víctor dijo:

– Deje, deje, no soy amigo de violencias. Vas a pagar por todo, Santiaguito, hermano. Tú solo.

– Pero usted es Max, yo lo vi, usted… él era como yo, el niño, Alphonse, tenía el calzón rojo…

– Ah, lo preparamos, pintura roja. Necesitaba que me creyeras un igual, un degenerado como tú. Intentaste matarme, en la Barceloneta.

– ¡No! ¡Fue idea de ella! Max se oponía a que el conde se fugara con ella y había que quitarlo de en medio, ella lo preparó todo, es mala, ¡muy mala! -gritó el detenido tapándose la cara con las manos.

– Este guiñapo es patético -dijo López Carrillo mirando a otro lado.

Entonces el detenido alzó la vista, no podía creer lo que estaba sucediendo y habló:

– Pero tú, Max, yo lo vi, las coliflores en el Liceo, el arte mental… ¡te pegaste con una monja!

Víctor sonrió divertido.

– Sí. Siempre me veo obligado a trabajar del lado de la ley y debo confesar que eso a veces cansa, pero por una vez me divertí. Sobre todo con lo de la monja, estoy deseando llegar a Madrid para contarlo. No les negaré que soy un tanto anticlerical. Además, gané yo.

Todos rieron la ocurrencia, aunque a Berga ya no le parecía tan divertido.

– Mira, hermano -prosiguió Víctor adoptando el tono de voz de Máximus-. Son las dos de la madrugada y estoy cansado. Pasado mañana, a las doce, tengo una cita importante para aclararlo todo, espero una confesión en firme. López Carrillo me dará los detalles. Te dejo con él. Va a disfrutar.

Víctor Ros se levantó y salió del calabozo escuchando de fondo las súplicas de Santiago Berga. En aquella ocasión y pese a no ser amigo de los métodos expeditivos, salió de los calabozos con una amplia sonrisa.


Por primera vez en mucho tiempo Víctor Ros durmió bien. Tuvo un hermoso sueño en el que aparecían sus hijos y jugaba con ellos en la playa, en San Sebastián. También vio el rostro de muchas chicas, apenas unas crías, pobres, mal vestidas pero sonrientes que le daban las gracias. Ya no tenía ansiedad, ni miedo, el mal se había esfumado, sentía que aquella maldita mujer se había ido de allí para siempre. Cuando despertó pensó en la pobre Antoñita. Estaba muerta. Eso había dicho Santiago Berga. Desayunó con ganas acompañado de Eduardo y de Gian Cario. A eso de las once llegó López Carrillo agitando unos papeles en la mano: la confesión de Santiago Berga.

– No habrás dormido -observó Víctor.

– ¡Qué va! Si vengo de casa. He podido hasta echarme un sueñecito, a la primera hostia cantó la Traviata. Créeme, no he visto un detenido con más miedo en mi vida. Aun así, lo van a tener sin dormir un par de noches para comprobar que todo lo que me dijo es verdad, pero no me cabe duda -repuso tendiendo los papeles a Víctor-. Aquí está todo lo que sabe. El y Elisabeth eran socios, pasó de ser su mejor cliente a compartir los gastos y las ganancias del negocio. Ya sabes, debían costear dos o tres piso en alquiler para, según dijo, «mantener el ganado en circulación». Según me contó, Elisabeth, una arpía sin escrúpulos, decidió sacar sangre a las crías. Estaba loca. A partir de ahí bajó el rendimiento del negocio. Según su declaración, se vio obligado a trapichear con ella porque tras su primera detención su padre no le daba un duro y a él le gustaba vivir a lo grande. La oyó decir que Antoñita estaba muerta, pero asegura que es una mentirosa compulsiva. Desconoce cuál es su escondite, pero afirma que está convencido de que se oculta en el mismo lugar donde ocultaron a don Gerardo. Insiste en que él no participó en el secuestro aunque se le ocurrió que podían desplumarlo porque supo de su fortuna gracias a las fantochadas de Alfonsín.

– ¿Está implicado?

– ¿Alfonsín Borrás? No. Berga dice que es inocente, un pobre imbécil gracias al cual llegaron hasta su padre. Pero tengo otra excelente noticia: hemos registrado la casa de Berga y voila -anunció López Carrillo agitando una fotografía.

– ¡Es ella! ¡Es ella! -exclamó Víctor-. O él.

– En efecto. Es él vestido de mujer, Paco Martínez Andreu vestido de Elisabeth.

– Hay que ir a los periódicos, tienen que publicarla.

– Ya lo he hecho. Mañana sale. No tendrá dónde esconderse, es sólo cuestión de tiempo que la gente de la calle la identifique. Pondremos carteles por todo el país. Asunto resuelto.

Víctor sonrió con un cierto deje de amargura. Siempre podría escapar vestido de hombre.

– Déjame la declaración, luego la leeré -repuso mientras volvía a mirar el mapa geológico de Barcelona.

– ¿Aún sigues con esa tontería? -le preguntó López Carrillo.

– Qué remedio -dijo Víctor-. No tengo otra cosa. Después de un arduo trabajo, después de infiltrarme entre ellos, de correr riesgos, de jugarme el cuello y poner en peligro al pobre Eduardo y al marido de mi suegra, sólo tengo esto para encontrar su último escondrijo: un billete de tranvía, azufre y materiales diluviales del cuaternario con Pupilla dentata.

– Me la pegaste bien, amigo. Por poco te doy una buena tunda, ¿eh? -observó López Carrillo entre risas.

– Menudo bastonazo, no sé si podré volver a tener descendencia.

Todos rieron la ocurrencia.

– Mi comisario, don Horacio Buendía, viene de camino, bien acompañado, y don Alfredo está ya en marcha. Mañana celebraremos la reunión en casa de don Gerardo -añadió Víctor.

– He preparado todo según me dijiste -contestó López Carrillo.

Víctor no respondió, estaba como ido. Miraba el billete del tranvía que hallara en el bolso de Paco Martínez Andreu.

– ¿Me has oído? -repitió López Carrillo.

– Sí, sí -dijo pensando en otra cosa.

Entonces, tras un silencio, colocó el mapa geológico sobre la mesa y con el boleto en la mano exclamó:

– Pero ¡claro, qué idiota! Si tenemos todas las variables.

– ¿Cómo? -inquirió López Carrillo.


– Sí, sí. Mirad, en el dorso de este billete vienen las siete paradas de la línea -dijo.

Se lo tendió a sus amigos para que lo vieran, un pequeño boleto de color rojo con una leyenda que decía: «Los tranvías de Barcelona»; al lado, un número de serie, el 34578, y debajo, los nombres de las paradas.

– Supongamos que esta mujer compró este billete recientemente, ¿no? Parece lógico, pues es de las pocas cosas que llevaba en el bolso.

– Mucho suponer -repuso López Carrillo.

– Bien, bien -continuó Víctor dibujando un camino con su pluma-. Si sobre nú mapa geológico trazamos una línea que siga el recorrido, nos bailamos con que discurre paralelo a la costa hacia el noreste. O seas, que descartaríamos, así de buenas a primeras, dos zonas diluviales del cuaternario como son la cuenca del Ripoll y los terrenos al sur de Montjuïc, y nos quedamos forzosamente con la cuenca del Besos.

– El Besós, Víctor, el Besós. Con acento en la o.

Víctor se quedó como extasiado, mirando a la pared. Al fin tomó la palabra señalando con el dedo a su amigo Juan de Dios López Carrillo:

– ¿Sabéis? Esto mismo ya me ha pasado otra vez, cuando me entrevisté con la mujer de Paco Martínez Andreu, la pintora; ella me dijo que tenía un almacén para guardar sus pinturas, lo recuerdo: yo le pregunté por unos cuadros que tenía con motivos religiosos. «¿Ah, ésos? Los hago a granel -me contestó-. Se venden fácilmente y me dan de comer. Pinto más de diez a la semana, si hasta los guardo en un almacén en Sant Adrià de…», y yo dije: «De Besos». Y ella me contestó exactamente como tú ahora: «No, no, de Besós. Con el acento en la última sílaba». ¿Os dais cuenta? La mujer de Paco, o de Elisabeth, tenía un almacén en Sant Adrià de Besós, que entra dentro de mi mapa, materiales diluviales del cuaternario con Pupilla y, además, es la última parada de la línea del tranvía que utilizó. Es eso, es eso.

– ¿Y el azufre? -preguntó López Carrillo.

– Ahí me pillas -reconoció Ros-. No hay un solo yacimiento de azufre en toda la zona.

Pemanecieron en silencio. Víctor volvió a hablar:

– Pensemos: usos del azufre, almacenes de azufre, ¿para qué se usa?

Volvieron a quedarse en silencio, pensativos. Ros dijo:

– Se usa en fotografía, como fijador. Siguieron pensando.

– En mi tierra se usa como fungicida, en los cultivos -intervino el italiano.

– Más, más, pensad -repuso Víctor.

– Para hacer pólvora -sugirió Eduardo.

Ros chasqueó los dedos índice y pulgar y dijo:

– Ahí está. Para hacer pólvora, para eso se usa en grandes cantidades. López Carrillo, tú y el crío acercaos a la Guardia Civil, necesito una lista de polvorines, fábricas de explosivos y depósitos de petardos y fuegos artificiales de Barcelona. Gian Carlo y yo haremos otro tanto en el Registro de Sociedades Mercantiles. Aquí dentro de una hora.

Salieron a toda prisa y volvieron a reencontrarse en el vestíbulo del hotel hora y media después. Se repartieron las dos listas y comenzaron a buscar. No era sencillo, pues la lista del Registro era muy larga, aunque a la media hora López Carrillo, que buscaba en el listado de la Guardia Civil, dijo:

– Tengo algo. Esteban Hermanos S.L., deposito de pólvora para fuegos artificiales, Sant Adrià de Besos.

– ¿Dice ahí el nombre del propietario?

– Sí, Faustino Rosell López.

– Materiales diluviales del cuaternario, el tranvía, azufre y Sant Adrià -enumeró Víctor contando con los dedos-. Anota la dirección, nos vamos.


Un parroquiano, algo pasado de peso y rozando la cuarentena, bregaba con la tierra intentando sacarle algo de partido a base de riñones cuando contempló dos carruajes que se paraban en el camino que había junto a su terreno. Del primero bajaron tres caballeros y un crío, y del segundo, cuatro guardias. Por un momento llegó a asustarse cuando uno de aquellos señoritos le preguntó, mostrando su placa:

– ¿Faustino Rosell?

– El mismo que viste y calza -dijo apoyándose en la azada.

– Inspector Ros, de la policía. Queremos hacerle unas preguntas. ¿Es usted dueño de Esteban Hermanos?

– Quiá, aquello quebró. Era el negocio de mi padre e intentamos continuarlo, pero hará cosa de cinco años que el Señor llamó a mi hermano Práxedes. No pude competir con los precios de las grandes fábricas y cerré el negocio.

– Pero conserva el terreno, ¿no?

– Sí, un terreno con varias casetas para manipular el material, a distancia unas de otras, y una pequeña casa, apenas un salón en una planta baja.

– ¿Conservan allí material?

– Poca cosa quedará -respondió el parroquiano como haciendo memoria-. En las casetas, nada, y en el sótano de la casa, que es bastante amplio pues se aprovechó una gruta natural, algunos sacos de material.

– ¿Puede ser azufre para fabricar pólvora?

– ¡Coño! ¿Cómo sabe usted eso? Sí, allí la temperatura es estable, fresca y hay cierta humedad, un buen sitio para conservar bien las cosas.

– ¿Tiene arrendada la propiedad?

– Sí, claro, precisamente hará ahora cuatro años.

– ¿A dos hombres y una mujer?

– Exacto.

– ¿Esta? -dijo Víctor mostrándole una fotografía de Elisabeth.

– Es ella, sí. ¿Qué ha hecho?

– Nada bueno. ¿Queda cerca?

– Ahí al lado.

– Acompáñenos, rápido.


– ¡Perfecto! -exclamó Licinio Férez contemplando su obra con las tijeras en una mano y el peine en la otra.

– No está mal. ¿Ha quedado corto? Lo quiero muy corto, como un militar -dijo Paco Martínez Andreu.

Se estaba mirando en un espejo de mano mientras se deshacía de la sábana que lo cubría. Sacudió los pelos sobrantes para que cayeran al suelo y lanzó el embozo a un rincón:

– Barre eso -dijo.

Entonces se puso un blusón de obrero y se caló una gorra hasta las orejas. Llevaba un pantalón de pana viejo, gastado, y unas alpargatas raídas.

– ¿Parezco un obrero?

– Das el pego perfectamente -asintió Licinio mientras tiraba el contenido del recogedor por la ventana. Se hizo un silencio y Paco ordenó: -Haz el equipaje, nos vamos.

Este, acostumbrado a obedecer, tomó una vieja maleta de la parte de arriba del armario y la abrió sobre la cama. Extrajo un par de camisas de la cajonera y comenzó a colocarlas con cuidado, evitando que se arrugaran. Entonces sintió algo frío en la garganta y, a continuación, un insoportable escozor, como una quemadura. Quiso hablar pero sólo le salió un extraño gorjeo. Se puso la mano en el cuello y notó que la sangre, caliente y húmeda, se le escapaba a borbotones.

– Lo siento, Licinio, pero tu fotografía ha salido en todos los periódicos. No puedo ir por ahí con un lastre como tú.

Antes de que pudiera darse cuenta, estaba de rodillas. Ella, ahora él, conservaba aún las tijeras en la mano, estaban manchadas de sangre. Licinio cayó como un peso muerto y se ahogó con su misma sangre. Ella, otra vez él, de obrero, echó un vistazo por la ventana. Casi había oscurecido. Decidió salir. Tampoco era cuestión de caminar por aquellas huertas totalmente a oscuras. Arrastró el cuerpo, abrió la trampilla y lo dejó caer al sótano. Limpió un poco la sangre. Un desperdicio que le hubiera venido muy bien a su piel, pero tenía prisa. Tomó el hatillo y tras echar un vistazo a aquel mugriento cuarto salió al exterior. Comenzó a caminar a paso vivo. De pronto, de detrás de unos matorrales salieron tres guardias. Se giró para huir pero ya era tarde, alguien le echó una manta por la cabeza y dijo: -Date prisa, Elisabeth,

Intentó resistirse, pero la esposaron y la llevaron adentro. Una vez atada a una silla le quitaron la frazada que le cubría medio cuerpo. Lo primero que vio fue la cara de ese detective, Víctor Ros.

– Al fin nos encontramos -comentó éste-. ¿Y su cómplice?

Los guardias ya habían encontrado el rastro de la sangre y abrieron la trampilla.

– Aquí está, señor -dijo una voz desde el subsuelo-. Lo ha despachado.

Ella, él, sonrió.

– Todo ha acabado -repuso Ros.

– Es usted un cerdo -contestó muy tranquila-. Y espero que se pudra en el infierno.

– Le gané la partida. Eso me basta. -Debo reconocer que es usted bueno.

– ¿Y Antoñita? ¿Está muerta?

Ella miró a otro lado.

– Vas al garrote, Elisabeth.

Ella asintió.

– ¿Te das cuenta -insistió Víctor- de que después de andar tras tus pasos durante tanto tiempo no te había visto el rostro hasta ahora?

– Porque soy buena en mi oficio -contestó ella, quien pese a su edad parecía un hombre joven, un obrero que empezaba una nueva vida.

– No se te ve muy apenada, o apenado -observó López Carrillo-. ¿Cómo prefieres que te trate?

– Soy Elisabeth… Ya viví hace trescientos años…

López Carrillo y Víctor se miraron como sorprendidos, aquel tipo estaba como una cabra.

– Sí -convino Ros con hastío-. Fuiste Erzsébet Báthory.

– Así es.

– ¿Desde siempre?

– No, comencé a ser consciente de ello a los quince años, creo. Yo lo negaba. Poco a poco fue entrando en mi mente. Llegué a casarme y todo, pero era superior a mis fuerzas, se fue apoderando de mí, yo soy ella y ella soy yo.

– ¿No sabes lo que es el remordimiento? ¿Te parece bien lo que has hecho con esas criaturas?

– No sé lo que es ni me importa.

Entonces Víctor Ros se le acercó mirándola a los ojos.

– Buen disfraz -aprobó.

– Gracias -contestó ella.

– Todo este tiempo soñaba con capturarte para hacerte una pregunta, Elisabeth.

– Usted dirá, Víctor.

– ¿Cómo supiste que tengo hijos?

– Un farol, casi todo el mundo los tiene. Por eso le mandé la nota y di en el clavo, lo supe cuando lo vi abandonar Barcelona de esa manera.

– Volví de inmediato.

– Sí, como Max. Muy listo.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que te habíamos tendido una trampa? Me refiero a ayer, en el apartamento.

– Aquí su amigo, el italiano, cuando crujió una madera en el descansillo tuvo un segundo de duda, se lo noté en la mirada.

– Estoy desentrenado -reconoció Gian Carlo.

– Bien, Elisabeth, o quizá debería decir Paco… -Víctor tomó la palabra de nuevo-. Esta noche será larga.

– No crea, voy a contarlo todo, ¡todo! Yo no voy ajuicio, en cuanto hable… Yo no caigo sola, tiraré de la manta y arrastraré conmigo a un montón de gente importante, al infierno, ¡al infierno!

Entonces comenzó a reírse a carcajadas, como una loca. Les heló la sangre. Tenía los ojos fuera de sí, la boca abierta y sus dientes parecían afilados. Era extraño, pues aunque era un obrero, vestía como un obrero y parecía un hombre, su voz, sus ademanes, sus ojos, eran los de una mujer, una mujer loca

Dejaron a dos guardias con ella y bajaron al sótano por una endeble escalera de mano. Había varias lámparas de gas aquí y allá. Vieron más de cincuenta cuadros con motivos religiosos, las obras de la ex mujer de Paco, aquél era su almacén. Las carcajadas de Elisabeth se oían al fondo y daban miedo, allí, en la oscuridad del sótano, apenas una cueva con el suelo de tierra.

También había sacos de azufre, llenos de un polvo amarillo.

– Aquí estuvo don Gerardo -dijo Víctor.

Entonces se acercó a una argolla a la que había atada una larga cuerda y observó un orificio en la pared. La tierra había sido removida hacía poco.

– Caven ahí -ordenó a dos guardias.

Al fondo, el cuerpo de Férez había sido tapado con una manta. Los guardias se emplearon a fondo y no tardaron en dar con el cuerpo de Antoñita. Se miraron con tristeza unos a otros. Su cuerpo estaba lleno de laceraciones. Víctor se agachó y vio que el pasadizo continuaba.

– Por ahí escapó don Gerardo, supongo que cavó con sus propias uñas. Esta gentuza debía pasar días sin atenderlo, apenas le dieron nada de comer -añadió-. Debe de haber más restos de niñas por aquí enterradas.

– ¿Y cómo vamos a hallarlos? Esto es grande -preguntó López Carrillo.

– Es fácil -respondió Víctor-. Envía a dos guardias, que busquen un par de perros callejeros, los más famélicos que vean. Que los bajen aquí y que no les den nada de comer en dos días, ellos hallarán los huesos si los hay.

– Bien pensado, amigo -aprobó López Carrillo.

Entonces vieron la jaula, al fondo: la dama de hierro. Colgaba del techo y debajo había una bañera.

– Ahí tomaba sus baños de sangre -dijo Víctor-. Colocarían a las jóvenes dentro de la jaula y las obligarían a moverse para que se clavaran los pinchos.

– Como la condesa esa comentó-López Carrillo

– ¡Cuánta maldad! -exclamó Víctor-. Esa mujer es el diablo en persona.

Decidieron salir de allí, la noche prometía ser larga.

Ya en el piso de arriba y cuando Víctor iba a salir por la puerta, ella, Elisabeth, dijo muy resignada:

– ¿Puedo hacerle una pregunta, Víctor?

El se giró y la miró. Allí, hablando así con ella, resultaba difícilmente creíble que aquel hombre fuera el monstruo que era.

– Dígame.

Elisabeth hizo una pausa y dijo:

– ¿Cómo me ha encontrado?

El inspector Ros la miró con cierto aire de tristeza impreso en su rostro y, siguiendo su camino, contestó:

– Gracias a la geología, Elisabeth, gracias a la geología.


A la mañana siguiente Víctor, Gian Cario, Eduardo y López Carrillo desayunaron juntos en el hotel y se encaminaron hacia el apeadero de Sants. No tuvieron que esperar mucho, porque el tren de don Alfredo llegó enseguida.

Víctor se lanzó a abrazarlo en cuanto lo vio bajar del tren y gritó:

– ¡La hemos capturado, Alfredo, la hemos capturado!

– ¡Qué me dices! -exclamó Blázquez -¿Cómo? ¿No se había escapado?

– Pues no te lo vas a creer: gracias a un billete de tranvía.

– ¡Eres un fenómeno!

– ¿Y Clara?

– Muy bien, te manda recuerdos, está exultante al saber que todo ha terminado y que volverás pronto.

– ¿Y los niños?

– Muy bien. Y doña Ana Escurza manda recuerdos para Gian Carlo. -El italiano pareció azorarse-. Dice que está muy orgullosa de usted. ¿Nos vamos?

– Yo he de esperar al comisario Buendía- dijo Víctor.

– Vaya -observó don Alfredo-. No sabía que venía el Mastín.

– Sí, sí, el asunto se las trae -contestó el inspector Ros.

Víctor se quedó en la estación esperando a su jefe y los demás acudieron a la calle Calabria, donde debían comprobar que todas las órdenes de Víctor se hubieran llevado a cabo.

A los quince minutos llegó el tren de Madrid. Del mismo descendió don Horacio Buendía, de fuertes mandíbulas, achaparrado y ancho de hombros, el Mastín; lo acompañaban un caballero bajo y poca cosa, de bigote gris, y Lewis, del Sello de Brandenburgo.

– No sabía que el Sello seguía metido en este asunto -comentó Víctor por toda presentación.

– ¿Qué tal un buenos días primero? -dijo don Horacio.

– Perdónenme ustedes pero no entiendo qué hacen ellos aquí.

– Vaya, Víctor, no se lo tome usted así -se defendió Lewis.

– No me agradó la participación del Sello en el episodio que causó la muerte de don Gerardo, los tenía a ustedes por gente civilizada.

– Pues sepa usted -intervino don Horacio-, que el Sello y el Ministerio de la Gobernación acaban de rubricar un convenio de colaboración. Ahora podrá usted trabajar oficialmente con sus amigos.

– Ni en sueños -cortó Víctor secamente-. ¿Y este caballero?

– Ah, sí, perdón -se disculpó don Horacio Buendía, algo desorientado por aquella situación-. Este es don Gilberto Honrubia, subsecretario del Ministerio de la Gobernación.

– Encantado -lo saludó Víctor.

– ¿Ha confesado? -preguntó don Gilberto.

– Sí, tenemos su confesión total.

– ¿Y la lista? -interrumpió don Horacio.

– Ha dado una lista de nombres de gente importante, sí, pero me temo que se ha callado algunos. Insiste en que su caso nunca se verá en un juicio.

– Ya -intervino el subsecretario- El dietario fue destruido por el gobernador, ¿no?

– Por desgracia, así es -contestó el inspector Ros.

– ¿Y lo ha citado usted en la casa de la calle Calabria?

– Sí, allí debe de estar con todos los demás -asintió Víctor.

– Pues entonces no perdamos tiempo -añadió don Gilberto Honrubia a la vez que comenzaba a caminar.