"El Enigma De La Calle Calabria" - читать интересную книгу автора (Tristante Jerónimo)

Capítulo 16

Víctor, Lewis, don Horacio y don Gilberto entraron en el salón de la casa de la calle Calabria, donde aguardaba una nutrida concurrencia; todos se hallaban sentados en multitud de sillas dispuestas aquí y allá, como si aquello fuera un teatro. Allí estaban López Carrillo, Blázquez, el conde, Eduardo y Alfonsín Borrás, quien, sentado en un diván, permanecía expectante cogido de la mano de la pintora Elia Vidal. Víctor tomó nota de ello visiblemente complacido. Le agradaba la joven. Era una mujer de mundo y parecía más madura que sus compañeros de correrías. Quizá era la influencia positiva que el hijo de don Gerardo necesitaba en su vida. También estaban los hermanos Torrents, los escultores, siempre juntos, don Fulgencio, el casanova, y el pintor, el sobrino del gobernador, don Higinio Mesure. Santiago Cusí, el otro joven retratista, permanecía de pie, al fondo, y también se hallaban presentes Segismundo Cifuentes, el dueño de El Bou Trencat, y el chino Takeo acompañado por sus sempiternos matones.

Esta extraña y variopinta parroquia contrastaba con las tres hermanas de doña Huberta, que estaba postrada en la cama, las cuales iban acompañadas por sus respectivos esposos y algunos de los sobrinos y sobrinas del infortunado don Gerardo. En primera fila esperaba nervioso don Trinitario, el gobernador. Tres tipos jóvenes, con lápices y cuadernos de notas, aguardaban impacientes. Las criadas de la casa habían servido té y café a todos los presentes.

Víctor aguardó a que don Horacio, don Gilberto y Lewis tomaran asiento.

– Veo que estamos todos -dijo antes de beber un vaso de agua-. Bien, amigos, les he citado aquí por dos motivos: el primero, aclarar todos los detalles referentes al caso, y el segundo y más importante, ayudar a que la memoria de don Gerardo no quede reducida a ese desgraciado incidente que la gente del vulgo ya conoce como «El Endemoniado de la calle Calabria». Como ven ustedes están aquí presentes tres periodistas -hubo un murmullo de desaprobación.

Víctor, impertérrito, continuó hablando:

– Yo les he llamado sin ningún temor y dirán ustedes: ¿por qué? La respuesta es bien sencilla. En una sociedad como ésta, tan aficionada a lo esotérico y al espiritismo (no olviden ustedes que hay quien hace de ello hasta su verdadera religión), era de esperar que los detalles más truculentos del caso fueran los que más habían de llamar la atención de la opinión pública. Ya saben ustedes, los del viaje al infierno y la supuesta posesión del fallecido don Gerardo. Bien, he llamado por ello a don Rafael Zamora, del Diario de Barcelona, a don Sebastián Losada, de La Vanguardia, y a don Obdulio González Cantos, de la Veu de Catalunya, para que sean fieles testigos de lo que voy a contar aquí y acabar de una vez por todas con esa idiotez de «El Endemoniado de la calle Calabria».

Alfonsín Borras sonrió visiblemente complacido y el inspector Ros continuó, muy serio, con su alocución.

– Don Gerardo fue un hombre con sus virtudes y sus defectos, y aunque, en cierta medida, sucumbió a sus vicios, como dijo alguien antes que yo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Y dicho esto, sé que estos tres señores periodistas evitarán caer en lo más íntimo y se ocuparán de los detalles de este crimen que de verdad interesarán al gran público. -Los tres plumillas asintieron-. Bien, prosigamos. Supongo que casi todos tenemos claro que don Gerardo no fue tragado por el infierno, sino que fue víctima de un secuestro inhumano y cruel. -Entonces levantó la vista y vio que algunos asentían con la cabeza.

Bebió otro poco de agua y siguió hablando.

– Hay dos puntos en los que me apoyaré inicialmente para demostrarles a todos ustedes y a estos señores periodistas que don Gerardo no fue absorbido por el infierno. Porque, a ver, aunque sabemos que fue secuestrado, seguro que hay detalles que les hacen dudar, ¿no? Por ejemplo… digan, digan.

Los espectadores se miraron unos a otros.

– Desapareció de su coche como por arte de magia -dijo uno de los hermanos Torrents, Arcadi.

– Exacto -respondió Víctor-. ¿Otro detalle que nos haga pensar en un posible viaje al infierno?

– El azufre en la ropa, la tierra -apuntó don Alfredo.

– Exacto, ¿y algo más?

– La fotofobia -sugirió uno de los sobrinos de don Gerardo.

– Bien. ¿Alguien tiene alguna otra evidencia?

– Sí, es evidente que don Gerardo no podía soportar la visión de símbolos sagrados -observó uno de sus cuñados.

– Bien. -Víctor tomó de nuevo la palabra-. Pues esta mañana demostraré que todo eso no son más que patrañas y echaré por tierra la teoría del infierno, que, dicho sea de paso, le costó la vida a este pobre hombre.

A ninguno se le escapó que miraba a Lewis.

– Bien, bien. Primero y antes que nada les contaré un chiste, una anécdota.

Todos se miraron como pensando que aquel hombre, además de excéntrico, estaba loco. Víctor, como siempre a lo suyo, siguió adelante con su propósito.

– Erase una vez una señora que hacía de ama de llaves de un cura. El sacerdote tenía un gato desagradable, malcriado y negro, y ella estaba harta de aquel animal que lo ensuciaba todo con sus deposiciones, le enredaba los ovillos de lana y se afilaba las uñas con sus mejores colchas. Un día le dijo al cura qué no se deshacía de aquel animal y el párroco le contestó que no, que le tenía mucho cariño. Entonces aquella mujer adoptó una costumbre: cada vez que se cruzaba con el gato se santiguaba y a continuación le arreaba una buena patada. Así lo hizo disciplinadamente durante dos semanas, al cabo de las cuales, un buen día, se acercó al sacerdote y le dijo: «Padre, creo que el gato está endemoniado», a lo que el cura contestó confuso: «¿Cómo?». Ella insistió: «Sí, mire», y se santiguó delante del animal. Entonces, el gato, creyendo que a continuación recibiría una buena patada, salió corriendo. El cura no quiso tener en su casa un gato que huía ante la señal de la cruz y se deshizo de él inmediatamente.

Algunos rieron el chiste de Víctor, pero él continuó: -Pero ahora, dejémonos de chanzas y vayamos al trabajo. Síganme.

Entonces salió al exterior acompañado de aquel gentío, al que situó en la escalera de acceso a la casa. Justo en la puerta había un carruaje, el de don Gerardo, con su cochero presto en el pescante.

– Imaginen que soy el mismísimo Borrás. Me voy a Madrid.

Y dicho esto subió al carromato. Tomó asiento, cerró la portezuela y se despidió de los presentes. Otro carruaje venía en sentido contrario por la misma calle y aminoró el paso. Entonces, cuando el coche de don Gerardo apenas iniciaba la marcha, un gran estruendo hizo que todos giraran la cabeza. Eduardo había encendido una ristra de petardos que espantó a una bandada de palomas que se había posado en el tejado de la casa de al lado. Algunos sonrieron por la travesura de aquel chiquillo de mirada viva y amplia sonrisa.

Cuando volvieron a mirar al carruaje de don Gerardo, éste había avanzado ya una decena de metros; entonces, López Carrillo, que había ido hasta allí por indicación del inspector Ros, detuvo el coche y conminó a los presentes a que se acercaran.

Al principio algunos se quedaron parados en la acera, pero, poco a poco, ante la insistencia de López Carrillo, todos se fueron acercando. Una vez que la totalidad de los asistentes a aquel acto final estuvo a su altura, incluidos los tres periodistas, Juan de Dios López Carrillo abrió la puerta del carruaje.

– ¡No está! -exclamó uno de los plumillas.

– ¡No puede ser! -exclamó don Trinitario.

– Si lo hemos visto entrar… -decía uno de los sobrinos de don Gerardo.

El asiento en el que unos segundos antes se había sentado Víctor estaba, en efecto, vacío. Los periodistas se miraban unos a otros riendo, con aire divertido.

– ¡Increíble, increíble! -repetía uno de ellos.

Los asistentes se miraban extrañados buscando respuestas. Entonces, un guardia urbano hizo sonar su silbato. Estaba en el otro extremo de la calle, al fondo, junto a otro carruaje, y todos tuvieron que girar sus cabezas hacia la izquierda para verlo. Una vez que se aseguró de que todos lo miraban, el agente golpeó con su porra la portezuela de aquel otro coche.

De pronto se abrió la puerta del mismo y bajaron Víctor Ros y otro guardia.

– ¡Oooooh! -exclamaron todos al unísono.

– Pero… ¿cómo puede estar allí si…? -se extrañó Alfonsín Borrás.

– ¡Es cosa de brujas, es cosa de brujas! -gritaba Elia Vidal totalmente asombrada.

Víctor se acercó trotando y dijo:

– ¿Han visto?

Le faltaba el aliento.

– ¡Increíble, increíble! -repetían los periodistas aplaudiendo-. Pero ¿cómo diablos lo ha hecho?

Víctor hizo colocar de nuevo los carruajes en su posición inicial ante la expectación general.

– Bien, vayamos por partes -comenzó a decir tras tomar otro vaso de agua, con voz alta y clara, exactamente como el profesor que da una lección magistral a sus alumnos- Es imposible hacer desaparecer a alguien así, por ensalmo. Cuando comencé con la investigación supe que precisamente en el momento en que salía el carruaje se había producido una trifulca a la derecha, justo ahí, donde Eduardo ha hecho explotar los petardos a petición mía. El día de autos un tipo apodado el Tuerto atacó a una joven que pasaba con el absurdo pretexto de que le molestaba su sombrero. Bien, observen.

Víctor subió al carruaje y dijo:

– Miren hacia aquí.

Dio un golpe en el techo y antes de que el coche comenzara a andar y justo cuando se cruzaba con el carruaje que venía en dirección contraria, bajó del suyo, alguien abrió la puerta del otro carruaje y subió al mismo. Pararon y descendió de nuevo. Algunos comenzaban a aplaudir.

– ¿Ven? Puede hacerse. En la primera ocasión ustedes miraban hacía allí, a la farola donde está Eduardo, justo donde se produjo el altercado y, de hecho, me pasé al otro carro, donde un guardia me aguardaba con la puerta abierta. Todo ello duró apenas dos segundos. Ni siquiera han tenido que parar la marcha. En esta segunda ocasión ustedes me miraban y me han visto hacerlo. Al saber lo del incidente del Tuerto y, sobre todo, que lo habían asesinado nada más salir de prisión por dicho altercado, supe que ahí había gato encerrado Los testigos me aseguraban que habían visto un coche en dirección contraria, unos que parado, otros que circulando muy lentamente. Pregunté en la casa de enfrente y me aseguraron que ellos no habían pedido ningún coche. Lo vi claro. Los dos tipos que retuvieron al Tuerto ni acudieron luego a declarar a comisaría: era una treta, una escenita.

– Pero… -dijo Alfonsín-, para eso se requería la colaboración de mi padre.

– Exacto. Pero eso es un asunto más delicado -contestó Víctor-. Vayamos adentro.

Esperaron a que todos se hallaran en el salón y volvieran a tomar asiento. El inspector Ros tomó de nuevo la palabra.

– Cuando me hice cargo del caso comprobé que en el interior del carruaje de don Gerardo había una inscripción: «Icaria», una comuna socialista que fracasó en parte porque el propio Borrás, siendo aún joven, se fugó con la mayor parte del dinero de sus compañeros socialistas, a los que estafó en Estados Unidos en la compra de unos terrenos. De acuerdo. Luego, cuando visité su oficina, comparé una copia de dicha inscripción que extraje en papel vegetal con un documento de puño y letra de don Gerardo. Eran de la misma persona, o sea, que el propio don Gerardo había escrito «Icaria». Y digo yo: ¿con qué propósito?

Todos quedaron en silencio.

– Que se sospechara de los socialistas -apuntó uno de los periodistas.

– Correcto -añadió Víctor-. Yo comprobé que ya no quedaban icarianos en Barcelona, luego, ¿qué interés tenía don Gerardo en dirigir nuestra investigación hacia esa vía muerta? Segundo punto: el secretario de don Gerardo me hizo saber que éste iba a Madrid a cerrar unos negocios con un corredor, Augusto de las Heras; pues bien, telegrafié a Madrid y en la oficina del señor De las Heras no tenían ni idea de quién era don Gerardo Borrás. -Hubo un murmullo de sorpresa entre los asistentes-. Además, don Gerardo insistió en hacer él mismo una reserva en el Hotel Londres de la capital y me consta que allí no se hizo ninguna a nombre de Borrás. Don Gerardo mintió: ni iba a Madrid ni allí lo esperaba nadie. Tercer detalle: unos días antes de su desaparición, el dinero y los valores de la caja de don Gerardo volaron y sólo Guzmán, su secretario, y él mismo sabían la combinación. ¿Casualidad? Entonces pensé en el asunto del secuestro: me parecía imposible sacar a un adulto de un carruaje y hacerlo entrar en otro que se cruzaba en tan pocos segundos y a la fuerza, ¿no? Esa maniobra, con un hombre de cierto peso, por poca resistencia que opusiera, requeriría un gran esfuerzo, dos personas como mínimo y, lo más importante: tiempo, demasiado tiempo. El «pase» al otro vehículo se había hecho en apenas dos, tres segundos. Era obvio que el propio don Gerardo nos había enviado tras una pista falsa, Icaria, ¿y por qué? Porque estaba implicado en su propia desaparición.

– Evidente -convino Lewis.

– Hasta ahí había llegado yo en mis disquisiciones cuando me planteé: ¿qué puede hacer que un varón adulto, entrado en años, rico, con amistades, se líe la manta a la cabeza y organice de esta forma su propia desaparición?

– ¿Una mujer? -repuso don Alfredo.

– Eso mismo pensé yo. Por eso, cuando descubrí que se entendía con una antigua prostituta, o mejor, con un hombre que se vestía de mujer con antecedentes por otros delitos (incluido el secuestro y la prostitución infantil), supe que debía tirar de ese hilo. Don Gerardo había sido seducido por Elisabeth, cuyo verdadero nombre es Paco Martínez Andreu, una persona con un grave trastorno de personalidad, un asesino múltiple. Santiago Berga fijó el objetivo gracias a las informaciones que tenía sobre el enorme patrimonio de Borras y que le había proporcionado su amigo, Alfonsín. Poco a poco esa mujer, Elisabeth, le fue sorbiendo el seso a don Gerardo, el cual retiró su dinero para fugarse con ella en un golpe perfectamente preparado. El Tuerto cumplió con su cometido, pero debió de pedir más o simplemente lo eliminaron para que no hablara. El plan era sencillo: el pobre Gerardo se pondría sin saberlo en manos de Elisabeth y sus compinches, el enano y los hermanos Férez, que participaron en el incidente del Tuerto. Ella iba en el carruaje que se detuvo en la acera de enfrente y abrió la portezuela para que Borras entrara. Este creía que iba con su nuevo amor hacia una nueva vida. Asunto resuelto. La idea era matarlo y quedarse con su dinero, pero don Gerardo era un hombre desconfiado y por algún motivo le dejó el dinero a la portera de un edificio donde tenía alquilado su nidito de amor. No sé, quizá no lo vio claro, quizá sospechó de Elisabeth. Cuando esta banda de facinerosos comprobó que don Gerardo no llevaba el dinero encima, el pobre ya estaba en sus manos. Lo llevaron al sótano de una casa que tenían alquilada en Sant Adrià, apenas una casamata, en mitad de la huerta y con un amplio sótano. Lo torturaron brutalmente. Su mente, desquiciada por el dolor, decidió migrar a otro mundo. Allí, en aquel sótano, entre sacos de azufre que antaño se usó para fabricar pólvora y los cuadros religiosos que almacenaba la ex mujer de Elisabeth, el pobre Borras sufrió los más espantosos dolores. No confesó dónde guardaba el dinero. Sé por la declaración de esta arpía que sólo encendían la luz cuando lo iban a torturar, de manera que justo antes de que le llegara el dolor, este pobre hombre veía a san Jerónimo, el martirio de san Esteban, escenas de la Biblia, altares, crucifixiones, santos y vírgenes. Por eso desarrolló una fobia a los símbolos sagrados.

– ¡Como el gato del cura! -soltó una de las criadas, que escuchaba desde el pasillo.

– En efecto. Este hombre, don Gerardo, poseía una fuerza extraordinaria. No cantó pese a la tortura. Le quitaron dos uñas, le clavaron astillas, le quemaron sus partes y le infligieron cortes en la espalda. Nada. No habló. Es más, perdió la razón. Entonces Elisabeth y sus compinches asaltaron hasta tres veces el piso donde tenían sus encuentros amorosos y no hallaron nada. El dinero lo tenía la portera, sin saberlo, en una bolsa de viaje. Cansados, esos canallas abandonaron a don Gerardo a su suerte. Decidieron dejarlo morir de inanición, abandonado en aquel mugriento sótano. Apenas le dejaron algo de agua y estuvieron más de doce días sin pasar por allí. Doce días en los que el pobre hombre, con la mente perdida, cavó un túnel con sus propias manos hasta que al fin logró salir. Entonces, como un animal herido que busca cobijo para morir, y tras una espantosa caminata, su mente perdida lo trajo hasta esta su casa. Mandé analizar la tierra que llevaba encima y eso me ayudó a localizar el lugar donde estuvo recluido. Después, en pleno apogeo de los rumores sobre su «posesión», averigüé que tenía reuma. ¿Reuma contraído en el infierno? ¡Con el calor que debe de hacer en el averno! -Muchos de los asistentes sonrieron-. Supe que no, que había estado recluido en un lugar fresco y húmedo. El reuma no se coge en un ambiente seco y extremadamente cálido como el que debemos suponer reina en el infierno. Poco a poco conseguí acercarme a aquella mujer e incluso molesté a su socio, Santiago Berga. A punto estuvimos de capturarla gracias a aquí mi joven ayudante, Eduardo, y a sus amigos, pero escapó. En ese incidente resultaron muertos dos de los compinches de la mujer y descubrimos la identidad del otro, cuya fotografía salió en la prensa. Estrechábamos el cerco, porque Licinio Férez ya no podía moverse a su antojo por ahí, estaba quemado. Con Berga vigilado, dos compinches muertos y el otro perseguido por la justicia, aquella mujer, de la que no teníamos ni una mísera fotografía, empezó a sentirse acorralada. Como todos ustedes saben, rescatamos a la joven Teresita, pero hicimos horribles descubrimientos en aquel piso. Paco Martínez Andreu, Elisabeth, estaba detrás de las desapariciones de niñas de la ciudad; era, además de alcahueta, una vampira o eso creía ella. Era una demente. Había que cazarla al precio que fuera y condenarla al garrote.

Entonces me hizo creer que había secuestrado a mi hijo y sentí que íbamos por detrás, que habíamos perdido la iniciativa. Por un momento perdí el control, lo reconozco. Además, llegué a una conclusión que me obligó a reflexionar: ellos sabían dónde estábamos pero nosotros no sabíamos donde estaban ellos y eso suponía una clara desventaja. Habíamos perdido el norte, Era preciso desaparecer, quitarse de en medio, que no pudieran saber de dónde les venía el golpe. Pensé que la mejor manera de acercarme a Berga y al propio Alfonsín, del cual debo confesar sospechaba entonces, era convertirme en un bohemio, ganarme su confianza. Entonces creé un personaje: Máximus Aeternum, artista mental; debo pedir disculpas a algunos de los presentes por esta pantomima, pero no me quedó otro remedio. Lo conseguí y para ello me ayudó el marido de mi suegra, aquí presente, Gian Carlo, que años ha tuvo un trabajo digamos que un tanto teatral

– Puedes decido, Víctor, fui timador -terció el italiano.

Algunos no pudieron evitar la carcajada.

– Y de los buenos. El caso es que accedió a ayudarme por una buena causa. Poco a poco, pacientemente, me gané la confianza de Berga y de su entorno. Cometí muchos excesos y excentricidades para ganarme su respeto y su admiración. Saben ustedes que, hoy en día, los artistas quieren transgredir, hacer algo nuevo, sobrepasar los límites de lo que la sociedad considera correcto en la búsqueda de nuevas vías de creación. Lamento reconocerlo, pero en determinados momentos llegó a resultarme divertido. Pido disculpas por lo del Liceo, no estuvo bien profanar aquel templo de la lírica con el asunto de las coliflores podridas y, además, sepan que no me gusta Wagner.

Algunos rieron este comentario.

– Tuve que ir mucho más lejos y montar una escenita en una nave de Sants que, dicho sea de paso, me encumbró al Parnaso de los bohemios y «modernos» de la ciudad.

– Pero, todo eso… -intervino Elia Vidal-. Los festines, las fiestas, su actuación con la cena y las «sustancias» que allí se sirvieron… todo eso debió de costarle un dineral y ¿cómo…?

– … ¿y cómo un simple policía y su suegro consiguieron los fondos para ello? -continuó Víctor la frase de la pintora-. En este asunto me permitirán ustedes que guarde silencio. El origen de los fondos con los que pudimos desarrollar esta treta queda para mí porque no aporta nada para que el gran público conozca los detalles del caso y así se me pidió que hiciera.

Todos los asistentes se miraron intrigados, pero Víctor, tras pedir un café a las criadas, siguió hablando.

– Yo sospechaba que Berga debía de seguir en contacto con Elisabeth y le tendí dos cebos: primero el de mi mentor, el conde de Chiaravalle, un noble italiano excéntrico con tendencia a enamorarse y llevarse su fortuna para huir detrás de unas faldas y que se pirraba por los hombres vestidos de mujer, más o menos el mismo caso que don Gerardo. No sé cómo no lo intuyeron, era tan obvio… Y en el segundo, el mío propio, fingí una tuberculosis y alardeé delante de Berga de que haría cualquier cosa, pagaría lo que fuera con tal de curarme. Elisabeth estaba oculta, necesitaba dinero, y supuse que caería en la trampa. Es una mujer muy inteligente, precavida, pero hay algo que le pierde: la ambición. No apareció para venderme sangre como yo esperaba, no; es más, aquel asunto por poco me cuesta la vida en una celada que me tendieron en la Barceloneta; pero volvamos al otro cebo, al del conde. Al poco de contarle yo a Berga la propensión del conde a perder la cabeza por los miembros de su propio género con tendencia a caracterizarse como los del bello sexo, apareció una hermosa y misteriosa dama con la que mi amigo no conseguía concertar una cita. El se hizo el enamorado como teníamos preparado, pero no podía verla a su antojo. Aparecía sólo cuando ella quería. Era ella. Gian Carlo intentó fotografiarla en la Ciudadela pero se escapó, era muy prudente, muy lista. Entonces le tendimos la trampa suprema. El conde había retirado su dinero para fugarse con ella, pero antes necesitaba conocerla en la intimidad. Le pidió un encuentro amoroso. Mordió el anzuelo, le pudo la ambición. Aquel encuentro era lo único que necesitaba para que el conde se fuera con ella como hizo don Gerardo, pero esta vez sí, con el dinero. Entonces matarían al conde y podría salir del país con una fortuna y dejar de huir de la justicia. Casi la cazamos en una pensión, pero olió la trampa y saltó por el balcón. Entonces, y gracias a la información que me proporcionó mi billete del tranvía, a que recordé que la ex mujer de Paco Martínez Andreu tenía sus cuadros almacenados en Sant Adrià y a los análisis geológicos de mi amigo Córcoles y sus colaboradores, pude deducir dónde se hallaba. Anoche la capturamos y lo ha confesado todo.

Todos permanecieron con la boca abierta.

Uno de los periodistas se levantó y comenzó a aplaudir. Blázquez, López Carrillo, Alfonsín y los demás hicieron lo propio. Aquello se convirtió al momento en una sentida ovación, como si Víctor fuera, ahora sí, un artista consumado


– Me va usted a perdonar -dijo don Trinitario Mompeán, el gobernador, interrumpiendo aquel emocionante momento-, pero me parece todo muy traído por los pelos: pruebas, ninguna, todas circunstanciales. Eso no llega ajuicio.

– Vaya, lo mismo dice Elisabeth o, perdón, Paco Martínez Andreu -observó Víctor.

Hubo sonrisas entre los presentes con evidente mala intención.

– ¿Qué insinúa?

– Yo, nada. Usted se lo ha dicho todo -repuso Víctor-. Además, quemó usted su dietario.

Entonces el gobernador se encaró con el detective y gritó:

– ¡No le consiento! Sepa que se enterarán de esto en el Ministerio de la Gobernación.

El acompañante de don Horacio Buendía tomó la palabra poniéndose en pie.

– No será necesario. Me llamo Gilberto Honrubia, subsecretario del ministerio, y aquí tengo una cosa para usted -dijo tendiendo un papel sellado al gobernador.

– ¿Cómo?

– Está usted cesado. Su sustituto, don Vicente Costa Ruiz, viene de camino.

– Pero ¡esto es inaudito!

– En efecto -apuntó don Gilberto mientras el otro miraba los papeles consternado-. Inaudito, y dé usted gracias por no acabar en la cárcel. Tiene orden de presentarse en Madrid a la mayor brevedad posible para que le comuniquen su nuevo destino. He oído algo del norte de África.

Don Trinitario se quedó inmóvil. Con el rostro colorado por la vergüenza levantó la cabeza y echó un vistazo a la concurrencia. Con una amplia sonrisa, uno de los periodistas levantó el índice y se preparó para hacerle una pregunta, pero antes de que pudieran darse cuenta el cesado había abandonado la sala hecho una auténtica furia entre las risas de los presentes.

– Bien está lo que bien acaba-apuntó don Horacio Buendía, el Mastín.

– Quisiera decir algo más -pidió Víctor tomando de nuevo la palabra-. Sé que a veces se me tacha de teatral por estos «actos finales» con los que me gusta rubricar mis casos; hay quien dice que es una falta de humildad, pero creía necesario limpiar en cierta medida la memoria del pobre don Gerardo, ya que él solo se buscó la ruina, y dejar para siempre a un lado esa leyenda que surgió tras su reaparición. Sí que tuvo una debilidad, sí, era un hombre con una doble vida, pero demasiado cara pagó el pobre su pasión oculta por Elisabeth. Además, les he reunido por otro motivo: quiero pedir disculpas a todos mis amigos artistas que me conocieron como Max por mis mentiras, y especialmente a Elia por aquella exposición que quedó pendiente en Roma y que nunca se celebrará. Al menos, de momento. Hay aquí un joven, Alfonsín, que espero honre la memoria de su padre y que ayude a su madre, doña Huberta. -Ella apretó la mano del heredero de Borras-. Sé que el joven Borrás no es una mala persona y me consta que con la ayuda de estos amigos logrará encontrar su camino. Quisiera dar las gracias a mi amigo Takeo, a Segismundo de El Bou Trencat y por supuesto a Eduardo, a mis amigos los inspectores López Carrillo y Blázquez, y sobre todo a mi querido Gian Carlo, quien con su magistral actuación como el conde de Chiaravalle nos permitió atrapar a Elisabeth. Se jugó la vida y nunca podremos estarle lo suficientemente agradecidos. Y dicho esto, les comunico a todos ustedes, al subsecretario don Gilberto, a mi superior, don Horacio, y a la prensa aquí presente que, des de este momento, ceso en mi actividad policíaca y entro en situación de excedencia. Y ahora, estoy seguro de que sabrán disculparme, pero a Gian Carlo y a un servidor nos espera nuestra familia en San Sebastián.

Cuando salieron de la casa les pareció escuchar un emotivo murmullo de admiración.

En el corto trayecto hasta el coche de alquiler, Víctor sufrió el acoso de los tres plumillas, que querían más y más información. No contestó ni a una sola pregunta aunque sí accedió a ser fotografiado como un héroe, pero eso sí, junto a Gian Carlo, Eduardo, don Alfredo y Juan de Dios López Carrillo.


Un grupo de notables se hallaba sentado en la sala de prensa del Cercle del Liceo degustando un buen coñac y fumando unos puros habanos mientras debatían los detalles referentes a la organización de los próximos juegos florales. De aquellos prohombres se decía que eran los verdaderos gobernantes de Barcelona: Eusebi Güell, Manuel Girona, Antonio López y López, Enric de Duran, el alcalde, y media docena más de eminencias charlaban en animada conversación.

– ¡Vaya! -dijo Eusebi Güell poniéndose de pie al ver que Víctor Ros entraba acompañado de un ujier.

Todos se levantaron para estrechar la mano del hombre del momento y se deshicieron en elogios agradeciéndole vivamente que hubiera limpiado de aquella manera su ciudad. Al fin, el recién llegado tomó asiento en una silla, rodeado en semicírculo por las de tan distinguida concurrencia. Parecía algo cortado. Accedió a tomar un café y en cuanto le fue posible dijo:

– Esta misma tarde, en apenas un par de horas, parto hacia Madrid. Tengo allí unos papeleos pendientes para cerrar el caso y supongo que en cosa de tres días podré hallarme en San Sebastián con mi familia.

– Unas merecidas vacaciones, ¿eh? -observó Manuel Girona.

– Me temo que definitivas -respondió Ros.

– ¿Cómo?

– Creo, mi buen amigo Manuel, que don Víctor deja la policía -aclaró Güell.

– Vaya -contestó Víctor muy sorprendido-. ¿Cómo lo sabe usted?

– Es nuestra obligación saber lo que se cuece en esta maravillosa ciudad-comentó el heredero de Joan Güell con una sonrisa en los labios.

Víctor se puso muy serio y volvió a tomar la palabra:

– No quería marcharme sin venir a darles las gracias. De no haber sido por su generosa contribución económica no habríamos podido tejer la red que nos permitió capturar a esa mujer y desarticular su pequeña banda.

– No, no -protestó Antonio López-. Es a usted a quien debemos estar agradecidos por habernos hecho ver la importancia de este asunto. La ciudad es más segura, más bella y más noble sin esa gentuza.

– En esta ocasión -dijo Víctor-, debo reconocer que me han apoyado desde el Ministerio de la Gobernación e incluso, dicen, desde el Palacio Real. Por cierto, ¿han recibido la lista de los nombres que les envié esta mañana?

Eusebi asintió.

– ¿Están todos? -preguntó.

– Creo que se calla alguno -apuntó el policía-. Insiste en que su caso no llegará a juicio.

Todos sonrieron. Entonces, el alcalde dijo:

– El nuevo gobernador viene de camino y, gracias a esa lista, en cuanto llegue instaremos a algunos «notables ciudadanos» a que cambien de aires, ya saben, tendrán que mudarse a vivir al extranjero, lo más lejos posible.

– Nada trascenderá, claro -musitó Víctor.

– En efecto, amigo -afirmó Güell-. Los escándalos no benefician a nadie, pero supongo que así al menos se hace justicia.

– Sí, en cierto modo -respondió Víctor, que no parecía demasiado convencido, mientras se levantaba-. Y ahora, si me perdonan, he de irme. Reitero mi agradecimiento, señores, han prestado ustedes un gran servicio a esta ciudad.

Todos le estrecharon la mano. Güell y López le acompañaron incluso a la puerta, hasta su coche de alquiler. Justo cuando iba a subir, Eusebi Güell le dijo:

– Ahora que estará usted en excedencia, considere seriamente la posibilidad de venir a Barcelona, me encantaría que trabajara para mí.

Víctor sonrió y subió al carruaje:

– ¿Sabe? Adoro esta ciudad que, en su momento, conocí bien. En cuanto pase un tiempo y los sórdidos detalles del caso no estén tan frescos en mi mente, traeré a mi mujer y a mis hijos para que la conozcan y terminen amándola como yo.

La portezuela se cerró y el coche inició su camino.

– Ahí va un hombre notable -observó López.

– Y que lo digas, amigo, y que lo digas -contestó Güell.


Eduardo


La despedida era triste, ahora sí. López Carrillo y Eduardo, en el andén, apuraban los últimos minutos en compañía de aquellos amigos con los que habían vivido una increíble aventura. Blázquez y Gian Carlo, después de dar un abrazo a López Carrillo, besaron al crío y subieron al vagón. Los mozos pasaban junto a ellos empujando carros que contenían varios pisos de maletas sujetos por cuerdas. Víctor se quedó el último. Apretó a Juan de Dios en un fuerte abrazo como si quisiera romperlo e hincó una rodilla en tierra para abrazar al crío. Olía bien. Al fin había conseguido hacer de él lo que era, un niño, y no una especie de espectro con el rostro negro y vestido con harapos.

– Cuídate, hijo -dijo con un nudo en la garganta. Allí estarás bien, el aire es sano y aprenderás mucho, irás a la universidad.

Eduardo lo miró con el rostro demudado por la tristeza, pero no le hizo ningún reproche. Víctor siguió hablando:

– Vendré a verte pronto, ahora tendré más tiempo, iremos de excursión.

El silbato del tren sonó.

– Víctor, el tren -dijo López Carrillo.

Después de besar al crío Víctor Ros se giró sin mirarlo a la cara y subió de un salto al vagón. Tenía un peso en el estómago que apenas le dejaba respirar. El zumbido del vapor le indicó que el tren se ponía en marcha y desde la puerta se asomó a decir adiós. Allí estaba Eduardo de la mano de López Carrillo, que, junto a él, parecía inmenso, triste y serio. Víctor reparó en que aquel crío no lloraba. Nunca lo había visto llorar. Ni en la peor de las situaciones. Bueno, apenas dos lágrimas el día en que lo citó en su habitación del hotel. Los comentarios de don Alfredo resonaban en su cabeza y sabía que su amigo, en el fondo, tenía razón. El tren comenzó a moverse lentamente, con desgana, y se fijó de nuevo en el rostro de Eduardo: no lloraba. Una lágrima rodó por la mejilla del detective. Sintió que el corazón se le partía. Pensó en el chiquillo caracterizado como Alphonse, en lo mucho que le había ayudado y en su mente apareció una imagen: la de Férez sujetando al niño, su navaja al cuello. En aquel momento sintió un pánico atroz, como cuando creyó que habían secuestrado a Victítor. Sintió miedo sólo de pensar en que algo le ocurriera a Eduardo y le voló la cabeza a aquel tipo, como si estuviera defendiendo a su hijo. A su propio hijo. El tren se movía y el niño no lloraba. Sintió que algo se rompía en su interior y se metió dentro.

Eduardo y López Carrillo iban a girarse cuando, de pronto, vieron cómo una sombra saltaba desde el tren. Apenas si tuvo tiempo de reaccionar, pues Víctor estaba ya a su altura y, empujándolo con una mano en la espalda y otra en el codo, le obligó a correr. ¿Qué estaba pasando?

– ¡Vamos, Eduardo, vamos!

– Pero ¿qué haces? -musitó el rapaz.

– ¡Corre, corre! ¡Te vienes a Madrid conmigo!

López Carrillo, sorprendido, quedó rezagado en apenas un momento.

Eduardo corrió sin saber por qué y antes de que pudiera darse cuenta los brazos del detective, más fuerte que él, lo habían lanzado de un salto al interior del vagón. Se asomó y vio a Víctor que corría un par de metros más atrás. El tren comenzaba a tomar velocidad.

– ¡Víctor, corre!-gritó Eduardo. En un último intento Víctor Ros aceleró la marcha corriendo todo lo que le daban sus piernas. Tomó la mano de Eduardo, apoyó un pie en el estribo, saltó y cayó rodando por el interior del compartimento.

– Decididamente tu mujer tiene razón. Tienes que ponerte a régimen -sentenció el bueno de Gian Carlo.

Víctor, de rodillas y abrazado a Eduardo, supo lo que era reír y llorar al mismo tiempo. Vio de reojo que una lágrima caía por el rostro del crío, el cual, por primera vez en toda su infancia, lloraba desconsoladamente. Entonces el desencantado detective, hipando y sorbiéndose los mocos como un infante, alzó la vista y contempló el rostro de don Alfredo.

Este sonreía satisfecho a la vez que asentía como diciendo: «Bien hecho».