"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)EL REGRESO2 de enero de 19… El último día de nuestra estada en Marte fue el más penoso entre todos los que pasamos en ese planeta. Es muy difícil relatar todo lo que tuvimos que experimentar, pero tengo el deber de hacerlo. A mediodía acompañé a Kamov hasta el coche en el que partía para su última excursión. Estaba de excelente humor. — ¡No vayan a extrañarme! — me dijo bromeando al sentarse en el vehículo. El coche se fue… Volví a bordo. Belopolski estaba sentado al lado de Paichadze, acostado. La radio estaba a su lado. Me fui a mi laboratorio, para poner orden en mis cosas y preparar lo necesario para el despegue. Además, Kamov me había pedido que revelara la foto del aparato de Bayson. Kamov le pidió su autorización para ello y tuvo que consentir, aunque a desgano. Dijo que la película no tenía más que dos fotos. A Kamov le interesaba precisamente la segunda foto, la que según Bayson, mostraba al animal que había atacado a Hapgood. ¿Era el mismo lagarto que matamos nosotros o algún otro animal que no habíamos visto aún? Si era otro habitante marciano, ¿a qué se parecía? Al revelar la película, comprobé que el ataque al comandante norteamericano lo había hecho uno de esos «lagartos». Esta foto siniestra salió muy bien, pues tanto el animal como su víctima estaban en primer plano. Terminadas mis tareas en el laboratorio volví a reunirme con los dos astrónomos. Charlaban de algo que no tenía relación con Marte ni con nuestra estadía. De Kamov no tenían noticias. Me acerqué a la ventana y empecé a mirar el desierto marciano. El día era claro y completamente sin viento. A las catorce Kamov nos dijo que iba a regresar. Pedía que se prendiera el faro dentro de una hora, pues iba a tomar otro camino. Pasó la hora y Belopolski conectó el micrófono. Hubo una corta conversación de la que no olvidé palabra. ¡Serguei Alexandrovich nos comunicó una noticia extraordinaria! Había encontrado unas rocas. Paichadze se sentó en la cama, impulsado por su emoción. ¡Cómo! ¡Rocas en Marte…! — ¡Por fin! — musitó. Kamov dijo que iba a salir del coche para inspeccionar su hallazgo y reunir unas muestras. Paichadze le pidió que tuviese cuidado y Kamov pareció apresurarse a terminar la conversación, quizá para evitar que comenzaran a pedirle que desistiese de su plan. Cuando desconectó el micrófono, Paichadze saltó bruscamente y se puso de pie. Belopolski meneó la cabeza con reproche. — No hay motivo de preocupación — dijo. — Puede ser — contestó Paichadze. — Entonces, ¿por qué está tan emocionado? — No lo sé, pero lo estoy. En ese momento me acordé de la foto que acababa de revelar con la cabeza de Hapgood en las fauces del «lagarto», y dije involuntariamente: — ¿Y el lagarto…? No hubo comentarios. Cayó un pesado silencio en el observatorio. Paichadze, olvidado de las recomendaciones de Kamov de quedarse acostado hasta el despegue, iba y venía lentamente entre el tablero de dirección y la puerta. A veces se detenía y miraba la radio, por largo rato, como si le pidiera que hablase. Belopolski observaba su reloj con frecuencia poco habitual y ello delataba su emoción oculta. «Espérenme para dentro de dos horas» había dicho Kamov. Pasaba hora tras hora sin noticias. Belopolski conectó el micrófono varias veces, pero sin resultado. La lamparita de control decía que la estación del coche estaba conectada y funcionaba bien. — Si tuviésemos un segundo coche — dijo Paichadze —, me iría a buscarlo siguiendo sus huellas. — Aunque tuviésemos un segundo coche anfibio, usted no iría a ninguna parte — le contestó Belopolski. — ¿Por qué? — Porque yo no lo habría autorizado. Durante la ausencia de Kamov yo respondo por usted y por nuestra nave. Paichadze no contestó. Echó una mirada al comandante interino y reanudó sus idas y venidas. — Sería mejor que se acostara — le sugirió Belopolski. Paichadze siguió el consejo sin protestar; se acostó y no abrió la boca hasta las ocho. Era un suplicio ver como pasaba el tiempo. No podía apartarme de la ventana y miraba, miraba hasta que me dolían los ojos escudriñando el horizonte del lado donde debía aparecer el vehículo. Por momentos me parecía divisar el coche blanco, el corazón latía furiosamente, pero al instante la imaginaria visión desaparecía. La hora que Kamov indicara para su regreso ya había pasado. El coche no llegaba. La lamparita de Control indicaba que la radio del coche funcionaba aún y esto era, quizá, lo más doloroso. ¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba Kamov? ¿Qué era lo que lo retenía tanto tiempo alejado del coche…? ¿Estaría vivo? El tiempo, inexorable, se iba… Temía mirar al reloj. Quedaba poco tiempo. «La astronave debe salir a la hora justa, pase lo que pase». En mis oídos resonaba la voz de Kamov, y luego la contestación de Belopolski: «se lo prometo». ¿Cómo podrá Belopolski resolverse a cumplir su promesa? Yo sabía que estaba obligado a decidirse. La insuficiente velocidad de la nave nos sometía al horario preestablecido. La astronave no podía demorarse en Marte, pues eso causaría la perdición de toda la expedición. Si Kamov no aparecía a tiempo, Belopolski no tenía otra alternativa que regresar a la Tierra sin él. Por más terrible que fuera su pérdida, no se podía sacrificar a los demás miembros de la expedición y asestar un golpe tan rudo a la ciencia astronáutica. En el observatorio reinaba el más completo silencio. Todos estaban ensimismados, temiendo mirar a los ojos de los demás para no leer en ellos sus propios pensamientos. El primero en romper el silencio fue Belopolski. Se levantó de golpe, casi corrió a la ventana y se quedó mirando fijamente la lejanía, con ojos extrañamente petrificados. Gruesas gotas de sudor brillaban en su frente. ¿Qué sentía ese hombre, llamado por el destino a pronunciar la terrible decisión? Reemplazaba al comandante de la nave, y ahora era su único comandante. Tenía la voz de mando y lo que debía decir equivaldría a una sentencia de muerte para el compañero ausente: «¡En marcha!» Se dio vuelta y dijo muy despacio: — ¡Quedan veinte minutos! Me estremecí. Paichadze no se movió. No contestamos nada. — Traiga aquí a Bayson — me dijo Belopolski. Traer a Bayson… él iba a reemplazar a Kamov… Regresaríamos a la Tierra cuatro, así como cuatro habíamos llegado a Marte… Abrí la puerta del camarote de Bayson y le dije: «Sígame». — ¿La nave sale de Marte? — me preguntó. No le contesté. Todo el tiempo había tratado de no mirar el reloj, pero ahora no podía apartar la vista de él. Paichadze también lo miraba. El minutero se acercaba inexorablemente y con demasiada premura a la hora ocho. — Pónganse las máscaras — dijo Belopolski en inglés, pues evidentemente no quería pronunciar la frase dos veces. Alcanzó la máscara a Bayson y observé que le daba la suya propia; la de Kamov, la dejó para sí. Así es que todo se acabó. ¡Nos vamos! — ¡Constantin Evguenievich! — musitó Paichadze. Belopolski lo miró interrogativamente, pero Paichadze no dijo nada más. Transcurrió otro segundo infinitamente largo… — Bueno — dijo Belopolski— esperaré otros veinte minutos. Paichadze se levantó de golpe y dijo en voz alta y calma: — El coche puede haberse roto. ¡Serguei Alexandrovich nos espera! Belopolski señaló la lamparita roja de la radio y dijo en voz baja: — ¡El aire! El rostro tostado de Paichadze se puso lívido. Ambos entendimos enseguida lo que quería decir Belopolski. La lamparita roja indicaba que la radio del coche marchaba bien. Si el micrófono no respondía, eso significaba que Kamov estaba fuera del coche. No se puede respirar en la atmósfera de Marte y la reserva de oxígeno que él debía llevar consigo al salir del coche podía alcanzar para unas seis horas. Desde la última conversación con Kamov ya habían pasado más de cinco: o sea, que tenía aire para menos de una hora… — ¡Hay que buscarlo! — dije yo. Belopolski respondió con voz extraña: — ¡Bueno! La astronave buscará a su comandante durante diez minutos más. — Luego casi gritó— ¡Basta! Bayson escuchaba atentamente la conversación incomprensible. Se daba cuenta de que había tensión nerviosa a bordo, pero ignoraba la causa. — ¿Dónde está mister Kamov? — preguntó. Paichadze se volvió: — ¿No oyó la orden del comandante de la nave? — preguntó iracundo, olvidando que Bayson no entendía el ruso —. ¡Póngase la máscara! ¡No hable! Bayson, perplejo, me miró, y le repetí la frase en inglés. Se puso la máscara enseguida. El segundero corría, corría… Se hizo noche tras las ventanas. — ¡Ponerse las máscaras! — vino la segunda orden. Ya no había duda de que Kamov no volvería. Quedaba la esperanza de localizarlo desde arriba. El poderoso reflector lo encontraría… — ¡Ocupar las redes! En el observatorio estaban preparadas unas hamacas. En Marte no había plataforma de despegue y la nave iría cambiando de dirección de vuelo. Belopolski ocupó su lugar frente al tablero de dirección. Su hamaca quedó vacía. En la Tierra, en el primer despegue de mi vida para un vuelo sideral, no estaba tan emocionado ni sentía tanta angustia. Miraba sin cesar el rostro de nuestro nuevo comandante. Estaba muy pálido, pero reconcentrado y sereno. ¡Con qué esfuerzo sobrehumano habría conseguido esta aparente tranquilidad! Toda la nave se estremeció. Los motores producían un rumor creciente que aumentaba por segundos y parecía ahogar el universo entero… ¡La astronave se puso en marcha! Pero aún se encontraba sobre la superficie marciana. Belopolski apretó el botón ya conocido. Entraron las ruedas. Ya estábamos en el aire. Un rápido movimiento de las manos… Se callaron los poderosos motores propulsores y entró en acción el «atmosférico». El vuelo fue interrumpido en su ascensión fuera de la atmósfera marciana y la nave, dócil al mando de su comandante, sobrevolaba el planeta como lo hiciera cinco días atrás. Paichadze y yo nos precipitamos fuera de las hamacas y a las ventanas… La nave realizaba una amplia maniobra, sobrevolando el lugar recién abandonado, y el reflector permitía divisar la superficie. Se vio el lago, la pista con el obelisco de acero con su estrella de rubíes en la cúspide. La velocidad era muy grande y no se podía reducirla. Volábamos hacia el Sur, allá donde se había ido el coche de Kamov. A los cuatro minutos la máquina giró, pues Kamov no podía haber ido más allá de ochenta kilómetros. Cien kilómetros al sur, cien de vuelta, otros cien al sur… pero no vimos nada. ¡El desierto marciano estaba oscuro y despoblado! Me sentía desfallecer… ¡Todo se acabó! ¡Serguei Alexandrovich Kamov ha perecido! La astronave cambió bruscamente de dirección: volábamos por otros rumbos. Eché una mirada al rostro de Belopolski. Se había inclinado sobre el periscopio. En sus labios firmemente apretados leí una determinación inflexible. No nos hacía el menor caso. Diríase que se había olvidado de nuestra existencia. Paichadze se apartó de la ventana y se dirigió a su lugar. Automáticamente lo seguí. Su rostro estaba inundado de lágrimas. No tuve tiempo de acostarme. Un brusco golpe me echó en la hamaca y la desagradable sensación de supergravitación invadió mi cuerpo, petrificándolo como si pesara diez veces su peso natural. En los oídos repercutía en precipitación creciente, el poderoso rumor ensordecedor. |
||
|