"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

LA ROCA

Al Norte y al Este de la nave, el paisaje era idéntico al que habían visto al Oeste.

Creaba la impresión de que la naturaleza marciana era igual en todas partes, en todo caso en aquella parte del planeta donde estaba la nave.

Comparando con lo que habían visto al sobrevolar el planeta, los sabios soviéticos llegaron a la conclusión de que era casi un desierto, y que los únicos representantes de su fauna eran las «liebres» y los «lagartos saltadores».

Así les parecía a los primeros hombres llegados a Marte desde la Tierra. Pero si era así en realidad sólo podía decirlo el porvenir.

«Para el desarrollo de la vida — había dicho Belopolski —, tiene importancia primordial la cantidad de energía que recibe el planeta del astro central, el Sol. El proceso de evolución depende enteramente de ese factor. No es necesario considerar que en todos los planetas donde haya surgido la vida, el proceso haya debido llevar a la aparición de seres parecidos al hombre. Marte siempre ha recibido mucho menos energía solar que la Tierra y es muy lógico suponer que su evolución haya progresado a ritmo más lento y no haya evolucionado aún en la aparición de un ser racional como el hombre, mientras que en la Tierra, que recibe más energía, el proceso evolutivo fue más rápido. En Venus, que se encuentra en condiciones mejores aún, ha de producirse a un ritmo más acelerado, y es muy posible que la vida de Venus se adelante a la nuestra. La naturaleza es infinitamente variada, y así como lo comprobamos en el planeta Marte, se adapta a todas las condiciones.»

Kamov se acordó de estas palabras de Belopolski, mientras contemplaba el paisaje por la ventana de su parabrisas. El coche se dirigía al Sur, que no habían visitado aun. Por la mañana, Melnicov y Belopolski habían recorrido el Norte y Este en un paseo de tres horas, sin encontrar nada nuevo. Kamov decidió completar el programa trazado partiendo solo a la última excursión.

— Este paseo no es más que una formalidad para un descargo de conciencia, para que no se pueda decir que no hemos cumplido nuestro plan. El trabajo ha terminado y no hay por qué arriesgar dos vidas.

— Una tampoco — intercaló Paichadze.

— No ha de pasarme nada. Iré despacio, haré unos cien kilómetros y volveré. Hay que enterarse de lo que hay en el lado sur. Pero si pasara algo, Melnicov le puede ayudar, puesto que Paichadze está fuera de combate y le sería difícil manejar todo solo — añadió Kamov dirigiéndose a Belopolski.

Todos los argumentos fueron infructuosos. Kamov insistió en lo suyo. Sus compañeros accedieron muy a regañadientes, a que el comandante partiera solo. Belopolski le hizo que prometiera que no saldría del coche en ningún caso.

El coche iba a unos cuarenta kilómetros por hora y Kamov miraba atentamente la ruta para no pasar por alto el pantano. La llanura parecía hundirse y había lagos por todas partes; la vegetación era más alta y más tupida y sería imprudente internarse en una muralla semejante. Habría que maniobrar el coche para volver atrás. No se veían huellas de los lagartos y Kamov no pensaba que apareciesen. Ya estaba a unos setenta kilómetros de su nave. Era tiempo de volver. Se necesitaban dos horas para desensamblar y cargar el coche. La nave tenía que salir a las veinte horas en punto. No, no encontraría nada nuevo ni en este último viaje. Detuvo el motor, conectó el micrófono y comunicó su intención de regresar.

— Volveré por otro camino — dijo —. Dentro de una hora prendan el faro.

Cambió de dirección e hizo unos veinte kilómetros hacia el Este, pero al convencerse de que todo era igual por allá también, tomó decididamente el rumbo Norte, hacia «casa».

Siempre con atención, pero ya casi sin esperanza alguna de hallar algo nuevo, seguía observando el paisaje monótono que desfilaba ante sus ventanas. Un pequeño lago rodeado de plantas grises y azules, pero hay decenas de lagos semejantes. Una plataforma, como la del obelisco. Combinaciones de colores quizá muy hermosas, pero ya vistas. Paralelamente al coche aparecieron huellas y Kamov redujo la marcha para observarlas: eran huellas de los «lagartos», dueños y señores de Marte, con sus fauces de cocodrilo y su cuerpo velludo. ¿Quizás el animal esté en acecho? ¿Tal vez esté ya mirándolo con sus ojos de gato y con sus largas patas traseras en tensión para dar el salto?

¡Cuántos enigmas en este organismo animal! ¿Cómo estará organizado su aparato respiratorio? ¿Respiraría el aire enrarecido que ningún animal terrestre podría soportar? Sus enormes saltos requieren un gran desgaste de energía, y ¿de dónde saca esa energía?

¿Y el enigma del «pantano»? Una ciénaga en la que crecen plantas y se mantiene arena. Sí, hay muchos misterios que la ciencia tendrá que descifrar en este planeta donde la evolución ha ido por caminos diferentes a los de la Tierra.

Kamov se acordó de Venus. Allí había menos misterios. Por todo lo que vieron al sobrevolarlo, su desarrollo es paralelo al de la Tierra. Por eso será que los astrónomos lo llamaron «hermana de la Tierra».

Los pensamientos de Kamov fueron bruscamente interrumpidos por la aparición de unas colinas a su derecha, a una distancia de un kilómetro. Estaba tan acostumbrado a la llanura de Marte, que de buenas a primeras no pudo concebir que fueran rocas. No podían ser colinas de arena, puesto que los vientos las habrían dispersado y allanado. ¿Pero rocas? ¿Cuándo no habían visto ni siquiera una piedra en Marte? El coche franqueó la distancia y a medida que se aproximaba al lugar, una creciente emoción embargaba a Kamov. ¡Por fin! ¡Por fin había encontrado algo fuera de lo común!

En la distribución de esas protuberancias rocosas, porque ya podía ver que no se trataba de arena, le pareció notar cierto orden. ¿Serían tal vez ruinas de algún edificio construido por habitantes racionales del planeta?

El coche se aproximó a las rocas que tenían una altura de diez a quince metros. Cubrían una superficie de algo así como un hectárea y había varias decenas de picos. La piedra parecía granito de biotita. Quizá eran los restos de una cordillera que había existido. Hay que fotografiar todo esto. Tiene una enorme importancia científica. Quizá eso ayude a los geólogos a hallar lo que eran estas rocas en tiempos remotos. Y, claro, hay que llevarse algunas muestras de este granito.

Llevaba lentamente su coche por la orilla de esa «cordillera», pero las rocas se encontraban muy cerca una de otra y el vehículo no podía pasar entre ellas. Además, era difícil darse cuenta de su distribución, que al principio parecía ordenada pero que quizá era caótica, como suele ocurrir en la naturaleza. Pero esa cuestión revestía una colosal importancia. ¿Era una formación natural, o eran los restos deteriorados de un extraño edificio de los desaparecidos habitantes del planeta?

«¡Tengo que aclarar esta cuestión! Si subiera hasta la cumbre de una de las rocas centrales, me sería posible fotografiar el conjunto desde arriba. Así podré entender esta agrupación casual o edificada».

Miró su reloj. Apenas le alcanzaba el tiempo.

«No es nada. Volveré por el camino antiguo, así podré ir más rápido, siguiendo mis huellas anteriores; entre tanto aprovecharé el tiempo.»

En ese momento se oyó la conexión de la radio y dijo la voz de Belopolski:

— ¡Habla la astronave!

— Escucho.

— A su pedido, prendo el faro.

— No es necesario, decidí volver por el mismo camino.

— ¿Por qué?

— Porque mi coche se encuentra al pie de unas rocas de granito. Tuve que perder mucho tiempo en inspeccionarlas.

Por el micrófono se oyeron exclamaciones de asombro.

— ¿Rocas? ¿Pero ¿dónde las encontró?

— A unos ochenta kilómetros de la nave, al Sur. Las fotografié casi todas, pero hay que averiguar si es una formación de la naturaleza o si son restos de edificación. Para ello tengo que penetrar en ese laberinto, lo que no puedo hacer con el coche.

— Entonces, ¿usted quiere salir del coche?

— Es absolutamente necesario. Además tengo que tomar unas muestras.

Hubo unos instantes de silencio.

— ¡Tenga usted cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze.

— ¡Por supuesto! Pero no hay ningún motivo de preocupación. El lugar es completamente desierto. Espérenme dentro de dos horas.

«¿No me estaré equivocando? — se dijo, pero enseguida apartó el pensamiento —. ¿Qué es lo que me puede amenazar? ¿Las bestias? Pero si no las he visto, y además salen a cazar de noche… ¿Por qué han de aparecer ahora?”

Kamov se acordaba muy bien de la conformación de esos ojos de fieras nocturnas.

¿Qué más había que presentaba peligro? Nada. Preparó su arma, su bidón de oxígeno en la espalda, con las correas bien apretadas para que no lo estorbaran al escalar la roca, y llevó una cuerda larga, por si la necesitaba. La roca estaba a unos cincuenta metros del coche y tenía por lo menos diez metros de altura. Desde su cumbre vería a lo lejos.

«Me falta sólo el bastón de alpinista, pero el alpinismo ha de ser más fácil en Marte que en la Tierra.»

Se colocó la máscara y salió del coche, cerrando bien la portezuela.

Al acercarse vio que la roca era bastante escarpada y llena de hendeduras. Casi en la cúspide había una protuberancia a la que podía enlazarse para facilitar su ascensión. Así lo hizo, con todo éxito. Aquí su cuerpo pesaba unos treinta kilos solamente, de manera que la subida que anticipaba pesada le resultó fácil y pudo escalar la roca en contados minutos. Arriba, no se podía mantener de pie y tuvo que recostarse para mirar. Desde aquella altura divisábase todo el panorama y Kamov se dio cuenta enseguida de que no había ningún orden en la distribución rocosa y que por ende era un producto de la naturaleza. Aunque decepcionado, sacó varias fotos y se dio vuelta para el otro lado, a fin de seguir observando. Al pie de la roca había un espacio vacío de unos veinte o veinticinco metros de diámetro. Al echar una mirada a ese pozo, sintió un escalofrío, ¡pues toda esa superficie estaba recubierta por aquella piel plateada, harto conocida! ¡»Los l-a-g-a-r-t-o-s»!

Había muchos, muchísimos… Recostados uno al lado del otro, parecían dormir. Era extraño que no hubieran sentido su presencia, pues había estado al lado de ellos, antes de escalar la roca. ¿Tal vez era porque las fieras marcianas carecían de olfato, tan altamente desarrollado en sus hermanas terrestres? Había que irse pronto, mientras dormían. Sin sospecharlo, Kamov había caído en su guarida y bastaría que se despertara una, para que el camino quedase cortado. Sacó rápidamente unas fotos. No pudo dejar de hacerlo, aunque el clic del aparato habría despertado a los animales terrestres. Pero aquí, gracias al aire enrarecido, los sonidos tenían poca repercusión. Los lagartos seguían durmiendo.

Guardó la cámara. Bajó hacia su cuerda. Con tal de que no se despertaran en los tres o cuatro minutos siguientes, enseguida estaría a salvo en su coche. Tomó la cuerda y bajó la vista para saltar…

Su corazón comenzó a latir con angustia. Una ola de frío lo invadió.

Abajo, allá donde se proponía bajar, veíase un largo cuerpo plateado… Kamov vio los ojos verdosos y felinos, fijados en su persona, vio al animal en acecho, apretado al suelo, listo para saltar.

¿Podría dar un salto de diez metros hacia arriba? Kamov empuñó su revólver y, sin sacar la vista del lagarto, tornó a la cúspide. Lástima que estaba sin fusil. Con un disparo quedaría libre. El revólver podría herir al animal, pero no matarlo. Además, el ruido del disparo despertaría a los otros. No, nada de disparos.

Se apretó a la roca, tratando de no moverse y mirando a su adversario. El lagarto no trataba de saltar. También observaba a su adversario con mirada fija, sin pestañear. «Si el animal se queda, la situación se tornará trágica — pensó —. No hay posibilidad de bajar a la vista de la fiera. ¿Esperar? Pero ¿cuánto tiempo puede durar esta situación? ¿Cuánta paciencia tendrá la bestia? ¿Qué es lo que es capaz de pensar? ¿Qué es lo que piensa de ese ser desconocido que ha invadido sus dominios?»

Kamov decidió esperar media hora, sin intentar nada. Si el lagarto no se iba, trataría de pegarle un tiro que si no lo mataba, al menos, lo espantaría. Podía ser que el disparo no despertara a los otros lagartos… Los minutos pasaban…

Dejaría el coche en Marte, puesto que no habría tiempo para desmontarlo. Así dispondría de más tiempo. En ese lapso podrían ocurrir muchas cosas… A pesar de lo trágico de su situación, Kamov no perdía su serenidad habitual y revolvía en su mente las escapatorias posibles.

Si izara la cuerda, podría enlazarla a otro pico y pasar así a otra roca. No eran más de cinco metros. Allá había una saliente. Si lograba enlazarla y sujetar la cuerda, podría pasar por un puente aéreo. La cuerda tenía cincuenta metros de largo. Le quedará bastante para repetir la maniobra con otro punto saledizo y alejarse de la bestia, acercándose al coche…

Cuidadosamente empezó a izar la cuerda que estaba abajo, al lado mismo del lagarto; observaba con interés las reacciones posibles de la fiera, que, al sentir un leve movimiento a su lado, volvió la cabeza, para posar enseguida su mirada nuevamente en el hombre, tal vez por encontrarlo más interesante.

Toda la cuerda estaba ya en manos de Kamov. Decidió esperar que transcurriera la media hora que se fijara, antes de llevar a cabo su arriesgado plan.

En un momento dado, tuvo la impresión de que el animal lo había olvidado. Dejó de mirarlo y se paseó varias veces al pie de la roca. ¡Pero no! Volvió a instalarse, vigilándolo con sus ojos gatunos sin pestañear…

«¡Qué tenacidad!» pensaba Kamov.

Transcurrió el tiempo que se había fijado y decidió emprender la arriesgada tentativa. Se alzó cautelosamente y se puso de rodillas. Arrojó el lazo. Jamás se había ejercitado en ese lanzamiento y ante su gran sorpresa el nudo agarró la saliente… «Así es como se descubren talentos que ni se sospechaban» pensó con ironía. Ahora, apoyándose con un pie en una hendedura de la roca, dio un brusco tirón a la cuerda, para cerciorarse de su seguridad, antes de lanzarse por el puente aéreo. Pero la cuerda cedió y la saliente granítica que parecía tan sólida, se vino abajo con estrépito. Kamov casi perdió el equilibrio. Con enorme tensión de todos los músculos de su cuerpo logró resistir el impulso de precipitarse desde esa altura de diez metros, directamente en medio de las fieras.

El saledizo granítico se había caído a un paso del lagarto el que, asustado, dio un salto entre las rocas para reunirse con sus compañeros. El manto plateado se alborotó, las bestias se diseminaron entre las rocas y pronto rodearon por completo el refugio de Kamov. Dondequiera que mirase veía sus espaldas velludas y plateadas. Ahora no podía ni pensar en escaparse. Mientras estuviesen allí, tenía que permanecer en aquella cúspide. Quizás se alejarían al obscurecer. El sol se pone a las ocho y veinte «hora de Moscú». ¡Y a las ocho en punto tenía que despegar la astronave! Ahora eran las cuatro de la tarde. Quedaban cuatro horas hasta la puesta del sol. Los lagartos no hacían ninguna tentativa para llegar hasta él, cosa que habrían intentado sus hermanos terrestres. Todo estaría bien si no hubiese la partida de la nave a las ocho. El oxígeno duraría hasta entonces. A las siete debería librarse de esta jauría, pues si no era la muerte segura: no habría esperanza alguna de alcanzar la nave a tiempo. Belopolski le había prometido que partiría a la hora justa, sucediese lo que sucediese.

— ¿Aunque usted demorara? — había preguntado Belopolski.

— Sí, aun así — le había contestado. Y Belopolski, dándose cuenta de las terribles consecuencias de una demora, cumpliría.

Los minutos pasaban. Las bestias iban y venían al pie de la roca, se detenían a mirarlo con sus verdes ojos y apretándose al suelo, como si fueran a saltar.

A pesar de su situación desesperada, Kamov mantenía la calma. Diríase que en su subconsciente había una firme convicción de que todo saldría bien. No podía explicar por qué se había adueñado de él semejante sentimiento, pero ahí estaba esa inexplicable seguridad.

Corrían los segundos. ¿Vida… Muerte? ¡Vida… Muerte! La situación no cambiaba.

Pensó en la angustia de los amigos que lo esperaban. ¡Qué preocupados estarían!

Los veía a los tres, mentalmente: Belopolski, más ceñudo que nunca, con sus idas y venidas, del tablero de dirección a la puerta y viceversa. Melnicov en la ventana, mirando al horizonte por si aparecía la silueta blanca del coche. Paichadze, aparentemente tranquilo, mira el reloj a cada minuto. No lo abandona ese dominio tan inveterado de sí mismo, pero Kamov sabe que nadie sufre tanto como él, como ese amigo fiel a toda prueba. Las seis… Queda una hora…

Kamov deja caer su cabeza en el brazo y en su mente cansada y en sus oídos resuenan las últimas palabras de Paichadze, como un amargo reproche. «¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich!»