"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)EL MONUMENTONo fue tan fácil salir del coche. El huracán los derribaba y la tromba no les permitía dar un paso. El coche detenido fue instantáneamente cubierto por la arena, hasta las ventanas. La astronave que tenían ya a su lado apenas se veía y únicamente el reflector les permitía orientarse en ese torbellino. La máquina se acercó a la nave y se refugió bajo su ala que fue abierta un poco más para cubrir al coche. La puerta de la nave estaba frente mismo a la portezuela del coche y en esas condiciones pudieron abandonarlo para introducirse, por turno, en la nave que se encontraba a ras de tierra, ya que sus ruedas habían sido recogidas. Las alas también fueron replegadas luego, para ofrecer menor resistencia al viento. Una vez dentro y apenas sacada la máscara, Kamov se dirigió inmediatamente hacia Paichadze. Durante todo el transcurso de aquel día no lo había mencionado ni una vez, pero Melnicov se daba cuenta de que los pensamientos del médico estaban cerca de su paciente. Este se sentía bien. Kamov le cambió la curación, le tomó la temperatura y sólo entonces se tranquilizó. — Creo que todo está bien y que para pasado mañana, cuando despeguemos, se encontrará ya sano. — Con semejante herida yo no habría salido de las filas, en tiempo de guerra — le contestó el astrónomo. — Eso es otra cosa. Pero la guerra con la naturaleza no debe tener víctimas. La tormenta duró un par de horas más y terminó tan bruscamente como había empezado. La muralla de arena galopó frente a la nave y desapareció en el horizonte. El viento siguió soplando y gimiendo unos minutos más y también se calmó. El paisaje en derredor de la nave recuperó su aspecto matinal. — Es extraordinario — musitó Belopolski —, si hubiésemos dormido durante el temporal, no hubiésemos creído que había pasado por acá. Realmente, no había dejado huellas. La capa de arena parecía la misma. Los espesos matorrales no habían sufrido cambio alguno y sólo del lado derecho de la nave había un montículo de arena que tapaba las ventanas de estribor. — ¡Levantemos la nave! — dijo Kamov. Melnicov apretó el botón del tablero de mando. El motor se puso en marcha y las ruedas salieron de sus nichos. La nave se levantó lentamente. La arena que ceñía los bordes se derramó y las ventanas se despejaron. Se vio el agua del lago, inmóvil y brillosa como si fuera mercurio. — Nuestros sabios meteorólogos han de romperse la cabeza con la naturaleza marciana — exclamó Kamov al ver este brusco cambio. — ¡Ea! Los botánicos también van a tener su tarea. Las plantas han de haberse plegado y encogido, durante la tormenta. Pero ¿cómo habrán podido doblarse los gruesos troncos? Su estructura ha de diferir de la de las terrestres. — Todo es diferente acá — interpuso Kamov —. Sólo por su aspecto exterior se asemeja algo a la Tierra, pero en realidad la evolución marciana se ha producido por otras rutas. Para un estudioso de cualquier especialidad hay aquí un vasto terreno de investigación. — ¿Y nuestra planta? — exclamó repentinamente Melnicov, precipitándose a la ventana. — No es posible que tengamos que hacer un tercer viaje por esa malhadada planta — dijo Kamov. Pero fue una vana alarma. La planta que habían olvidado durante el temporal había quedado en su lugar, en el techo del coche y pronto, limpiada de la arena que la recubría, fue instalada en el frigorífico. Había tiempo hasta la puesta del sol. El resto del día se consagró al monumento que, según el plan de la expedición, tenía que erigirse en el sitio donde aterrizara la nave. Fue una tarea de varias horas, en la que participaron todos excepto Paichadze, a quien Kamov prohibió bajar de la nave. Bayson estaba encerrado en su camarote y no se le dejaría salir hasta el despegue. El sitio del monumento fue elegido cerca de la nave, en un campito rodeado de vegetación. Desde el centro de la «plaza» elegida, hasta las plantas, había unos veinte metros o más, de manera que la aparición de un «lagarto saltador» no podía pasar inadvertida. Además, estaban todos bien armados. Paichadze insistió en que se le permitiese quedarse en el umbral de la puerta. Desde aquella altura se divisaba todo el paraje y un animal de tamañas dimensiones se vería enseguida. Además su persona estaría protegida por el coche anfibio estacionado frente a la puerta de entrada. Con todas esas precauciones pudieron trabajar tranquilamente. Hubo dificultades al descargar los pilotes de acero que debían de hincarse en el suelo arenoso, para asegurar los cimientos del monumento. Cada uno de esos pilotes tenía doce metros de largo y no se podía hacerlo pasar por la puerta de entrada, debido al estrecho corredor. Hubo que valerse de la escotilla del observatorio, por la cual habían penetrado en la nave cuando la cámara de entrada estaba obstruida por la plataforma de despegue erigida en la Tierra. Los cuatro pilotes fueron transportados primero al observatorio, cerrándose luego herméticamente la puerta redonda que daba acceso al interior de la nave. Las ruedas fueron entradas y la escotilla bajó de nivel, acercándose al suelo. Kamov se quedó en el observatorio y pasó los pilotes por la escotilla a sus compañeros, que los recibían afuera. Luego cerró la escotilla, renovó el aire y levantando nuevamente la nave sobre sus ruedas, salió. — En esto no habíamos pensado — dijo —. Había que prever esta operación al construir la nave. ¡Fue un descuido, una inadvertencia! La tarea de hincar los pilotes fue pesada, aun estando en Marte, porque en la Tierra no hubieran podido efectuarla entre tres, pero en este caso la desgravitación les facilitó los esfuerzos. Mediante la grúa eléctrica levantaron el primer pilote y lo colocaron a plomo. Parados en una liviana escalera de tijera de aluminio, Melnicov y Belopolski colocaron un pesado martillo encima, en uno de sus extremos. Así como la grúa, el martinete funcionaba a corriente eléctrica suministrada por los acumuladores del coche. En la Tierra el mazo pesaba unos trescientos kilogramos, pero en Marte su peso se redujo a ciento veinte. Pero aun así, era bastante para ellos y fue con el máximo esfuerzo que lograron instalarlo a la altura debida. La estaca debía hincarse con muchas precauciones. Se hundía en el suelo arenoso a razón de medio metro bajo cada golpe. Kamov conectaba la corriente para dos o tres golpes de mazo y luego la desconectaba, para que Melnicov y Belopolski pudieran bajar unos peldaños en su escalera. Así se hizo hasta que el extremo superior de la estaca estuvo a ras de tierra. Se dieron un corto descanso y continuaron hasta terminar con las cuatro estacas. Una gruesa plancha de acero fue colocada encima, asegurándola con fuertes pernos y así estuvo lista la base del monumento. El resto ya era más fácil y para las ocho de la tarde se terminó la obra. En la plataforma de arena, entre fantásticas plantas azuladas y grisáceas, quedaba para muchos años por venir un obelisco de tres metros, de acero inoxidable. En su cúspide brillaba a la luz del sol poniente una estrella de rubíes montada en oro. Los esforzados constructores miraban su obra con emoción y orgullo. El aliento de la Patria socialista había llegado con ellos cruzando los espacios inconmensurables para dejar aquí este símbolo de una gran victoria científica. |
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