"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

LA TEMPESTAD DE ARENA

Al cuarto día de su estada en Marte, Belopolski y Melnicov se levantaron antes del amanecer. Se había observado que los animalitos tipo liebre aparecían cada mañana cerca de la nave y Kamov quería que se matara uno sin falta. En cuanto despuntó el sol se instalaron en una de las alas de la nave, con sus fusiles munidos de miras ópticas. No tuvieron que esperar largo rato, pues igual que en los días anteriores, las «liebres» aparecieron con los primeros rayos del sol, y cinco animalitos se aproximaron a largos saltos a la orilla del lago. Se oyeron dos tiros simultáneos y dos «liebres» fueron presa de los cazadores, que muy contentos se los llevaron a otro frigorífico preparado para la fauna marciana.

Kamov apuraba con el almuerzo. Había que ir hasta la nave norteamericana y de paso conseguir otra planta de la ciénaga en reemplazo de la que rompiera el lagarto.

— Podemos dedicar cinco horas a todo esto.

— Hasta ahora no ha pasado ni un día sin sorpresas marcianas — observó Belopolski.

Estaba malhumorado y fastidiado. Ya eran cuatro días consecutivos de reclusión en la nave, sin poder mirar la naturaleza marciana con sus propios ojos, porque Kamov tenía que ausentarse diariamente en el coche.

— Es lo mismo en todas partes. La naturaleza marciana es idéntica en todas partes — lo consolaba Kamov.

— Esto no suele ocurrir, ¡la naturaleza es siempre variada, infinitamente multiforme…!

— Mañana irá usted con Melnicov a inspeccionar la zona norte y este y a la noche abandonaremos el planeta.

Estas palabras tranquilizaron a Belopolski que los acompañó para despedirlos.

— No demoren demasiado — les dijo. El coche recorrió rápidamente los cincuenta kilómetros hasta la ciénaga y los viajeros hablaban otra vez del «lagarto» de la víspera.

— ¿Qué animal extraño, verdad, Serguei Alexandrovich? Su cuerpo es de lagarto; sus patas traseras, de grillo; sus fauces, de cocodrilo; sus ojos de gato y su piel como la de un oso blanco. Una de las próximas expediciones cazará a uno de esos monstruos vivo y lo llevará a la Tierra.

— Quizá no pueda respirar nuestro aire más denso que el de Marte.

— Se hará un cajón especial con aire enrarecido y se lo alimentará de conejos.

— ¡Cómo quisiera tomar parte en semejante cacería! — exclamó Melnicov.

— ¿Usted volaría otra vez a Marte?

— No sólo a Marte, sino adonde usted quiera.

— Esto está muy bien, pues habrá muchas oportunidades. Los vuelos cósmicos están en sus comienzos. Pero para participar en ellos, hay que estudiar mucho.

— Es lo que me propongo hacer.

— Está bien. Llegará a ser un verdadero «Capitán sideral». — Kamov sonrió pensando en el título que la prensa norteamericana otorgara a Hapgood.

En la ciénaga demoraron menos de una hora, porque la tarea les pareció menos dificultosa o la planta tenía raíces menos entreveradas o quizá la práctica adquirida el día anterior les resultaba útil. Con la preciosa carga en el techo, se lanzaron hacia la nave norteamericana. Eran las diez de la mañana cuando divisaron la meta en el horizonte y las diez y dos minutos cuando la alcanzaron. Kamov miraba en torno suyo atentamente. A primera vista nada había cambiado desde su primera visita, dos días atrás.

Los restos de la lámpara «flash» y el reloj destrozado yacían en el mismo lugar. La puerta estaba cerrada. Pero fijándose detenidamente observó numerosas huellas en el suelo y más aún en el ala de la nave, que estaba muy llena de arañazos.

— Aquí hubo animales. Seguramente más de uno. Hay que tener mucho cuidado. Esos lagartos saltadores y velludos son peligrosísimos. Vamos a buscar los restos de Hapgood sin bajar del coche. Abriremos las ventanas. Fusil listo. ¿Con qué balas está cargado?

— Explosivas.

— Bien. Entonces, adelante.

El coche iba lentamente y giró en los alrededores casi una hora. Todo estaba tranquilo y no se veía ni una bestia, aunque sus huellas eran visibles en la arena. La búsqueda no dio ningún resultado. Había que apresurarse. Volvieron a la nave y saliendo por turno del coche, cavaron con las palas un hoyo profundo. Kamov reunió los restos de la lámpara y del reloj, y luego entró en la nave. Depositó en el tablero de mando un gran sobre sellado y lacrado, conteniendo el acta de la llegada de los norteamericanos, así como la descripción del desastroso fin del comandante Hapgood. El acta estaba escrita en ruso y en inglés llevando las firmas de Kamov y de Bayson. Kamov encontró una bandera norteamericana, así como una caja de metal en la que depositó los restos de Hapgood, y salió de la nave, cerrando la puerta.

La caja con la pierna, envuelta en la bandera estrellada, fue depositada en el hoyo y recubierta, hasta formarse un montículo. No había nada más que hacer. Eran casi las trece. Dentro de una hora y media estarían en «casa». Emprendieron la marcha. Al darse vuelta para echar una última mirada a la astronave americana, Melnicov notó que la superficie del lago se había puesto muy obscura y rizada. Se levantaba viento. Kamov miró al cielo pero no vio ni una nube.

— En estos tres días no hubo nada de viento. Tiene que haber vientos en Marte. No podía prolongarse la bonanza.

Se oyó la conexión del micrófono, y la voz de Belopolski preguntó si se le oía bien.

— Sí, oímos bien.

— ¿Dónde se encuentran?

— Cerca del cohete norteamericano. Acabamos de dejarlo.

— ¿Qué tiempo hace?

— Hay un poco de viento.

Se oía que Belopolski consultaba a Paichadze.

— Les pedimos que vuelvan ustedes cuanto antes. Hay síntomas de que se aproxima una tormenta de arena.

— Bien.

— Pregunta Paichadze si no les convendría quedarse en la nave norteamericana hasta que amaine.

— No, no se sabe cuánto tiempo puede durar el temporal. Si dejamos el coche, puede sufrir algún percance o quedar cubierto de arena, lo que nos complicaría las cosas más aún. Tengo fe en esta máquina. Ya llegaremos.

El coche se lanzó a toda velocidad. El viento soplaba de frente pero a esa máquina tan potente no le producía ninguna dificultad.

— ¿Son peligrosas estas tempestades? — preguntó Melnicov mirando intensamente por el parabrisas —. Belopolski me dijo que a esta máquina no la podía perjudicar la tormenta marciana. ¿Y si no hay tal tormenta?

— Belopolski se equivoca pocas veces — murmuró Kamov.

El viento iba en aumento y se levantaba un polvo arenoso ocultando el horizonte con una cortina brumosa.

— Está muy cerca la tormenta — murmuró Kamov entre dientes.

Otra vez la radio:

— Habla Belopolski.

— Escuchamos.

— Se acerca a la nave por el lado Este una gran muralla de arena, que se mueve con gran rapidez. Nos tememos que no lleguen hasta acá. ¿Ya pasaron la ciénaga?

— Todavía no.

— ¿Cuánto falta?

— Unos 20 kilómetros.

— Sería bueno que la pasaran antes de la tormenta. Dice Paichadze que es el lugar más peligroso.

— Creo que podremos. Dentro de doce minutos llegaremos al pantano.

— Espero que la tempestad termine pronto.

— En todo caso no antes de dos o tres horas. Acuérdese de lo que usted mismo escribiera en su libro sobre los temporales de Marte — dijo Kamov riéndose —. Ahora vamos a poder verificar sus cálculos.

— ¡Me sentiría feliz de haberme equivocado!

— Temo que no.

— ¿Cuánto falta hasta la ciénaga?

— Unos diez kilómetros.

— La nube se encuentra ya a un kilómetro de nuestra nave. ¡Se mueve con una velocidad monstruosa! — exclamó Belopolski. Y luego de un instante añadió—: Ya no se ve nada por las ventanas. Oscuridad completa.

Ni Kamov ni Melnicov contestaron nada. Luego Melnicov dijo al micrófono:

— Ya vemos la muralla. Faltan tres kilómetros hasta el pantano.

En el horizonte, de borde a borde, se alzaba vertiginosamente una muralla gigantesca. Era una masa compacta de arena que el viento levantaba llevándola consigo directamente contra el coche. Quedaban contados segundos hasta el encuentro. Kamov comprendía que si lograba pasar la ciénaga el peligro disminuiría. En la oscuridad que había de producirse de inmediato el pantano era una amenaza terrible. La nube se acercaba, implacable. Se podían distinguir los torbellinos de arena que giraban furiosamente.

Kamov ya podía divisar la vuelta que habría que dar para costear el pantano. Un poco… ¡Un poquito más…!

Melnicov habíase inclinado hacia adelante, con todo el cuerpo, como si pudiese ayudar a la potente máquina.

El coche se encontraba ahora a la misma distancia de la vuelta que la nube fatal. ¿Quién alcanzaría la ciénaga primero? Esta era la cuestión, quizás de vida o muerte.

— ¡Gracias, muchachos! — exclamó Kamov en voz alta cuando el coche, dando una impetuosa virada, se lanzó por la recta que él mismo trazara hacia la nave.

— ¿A quién lo dice? — inquirió Melnicov, sorprendido por ese entusiasmo.

— A los obreros del Ural, les digo gracias por este magnífico motor que nos hicieron…

El horrible sitio ya estaba atrás. Ahora se trataba de no perder la huella en la oscuridad.

Pero, como si fuera una venganza por el éxito logrado, se desencadenó un furioso torbellino encima del cochecito que ya no podía hacer más de cuarenta kilómetros por hora. Todo quedó sumido en las tinieblas. Pesadas masas de arena golpeaban las ventanas, arañándolas como si fuera esmeril.

— Pida el faro, Melnicov.

Como si hubiese escuchado su pedido, apareció en el parabrisas un arco verde con una rayita negra en el centro.

— ¡Bravo! Se dio cuenta — se alegró Kamov.

Ahora se trataba de no perder la orientación, para que la rayita no se ensanchara, lo que significaría que el coche se desviaba de su ruta. Lo demás dependía del motor, y de la fuerte carrocería, del chasis…

— ¿Qué tal, Melnicov?

— Todo va bien, Serguei Alexandrovich. Lástima que no se pueda sacar una película de este temporal.

— ¡Cada cual con lo suyo! ¡En realidad, con semejante iluminación ha de descomponerse la película!

Alrededor de ellos bullía la tempestad. Diríase que los iracundos elementos marcianos se enardecían contra la resistencia de la impertinente maquinita venida desde la lejana Tierra, que seguía avanzando tenazmente a pesar de todo. Les rodeaba una noche impenetrable y parecía extraño pensar que estaban en pleno día, que fuera del temporal brillaba el sol. Melnicov trató de conectar el reflector del techo, pero viendo que su luz no lograba penetrar las tinieblas arenosas volvió a desconectarlo.

La luz azulada de los aparatos en el tablero de mando era el único punto donde podía descansar la vista enervada por la lóbrega oscuridad circundante.

— ¿Usted no teme que la arena vaya llenando los cojinetes? — preguntó Melnicov.

— No, no lo temo. Por indicación de Belopolski y bajo su control directo, se hicieron pruebas especiales en la planta con fuertes chorros de arena finísima. Las detalladas inspecciones y análisis posteriores demostraron que no penetró ni un grano de arena en las partes conductoras del motor.

Pasó casi media hora. Ante ellos brilló repentinamente un puntito luminoso.

— ¡El reflector! Quiere decir que estamos muy cerca de casa.

— Es sorprendente que se lo pueda ver en semejante tormenta.

— Son cuatrocientos kilowatios, imagínese… Casi un faro de aviación.

Melnicov conectó el micrófono.

— ¡Veo el relector!

— ¡Extraordinario! ¡Hace quince minutos que lo prendimos! Quiere decir que ya se encuentran cerca. ¿Lo ven bien?

— Nítidamente.

— ¿Cómo se porta el coche?

— Perfectamente. Serguei Alexandrovich pide que apaguen el faro.

— Apago.

La máquina disminuyó la marcha. La nave estaba muy cerca. El reflector ardía como una estrella y en su luz podían divisarse los torbellinos de arena. El temporal no amainaba, sino que se tornaba a cada momento más fuerte. Pero ya no era peligroso puesto que los viajeros se aproximaban a su hogar.

El rayo de luz los unía a su nave como un hilo intangible, los acercaba a los amigos en angustiosa espera tras las inexpugnables paredes de su astronave.