"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

EL LAGARTO SALTADOR

Al día siguiente, apenas amaneció, el coche se puso nuevamente en marcha.

— Volveremos dentro de unas seis o siete horas. Quedan en pié todas mis instrucciones de la víspera para el caso de que nuestro coche no retorne — dijo Kamov a Belopolski.

— ¡Todo estará en orden! ¡Feliz viaje! — contestó éste.

Kamov se sentó al volante y a su lado Melnicov con su cámara cinematográfica en la falda para que no se golpeara en la ruta. Detrás llevaban las palas, picos, sogas, alambres y hasta una grúa eléctrica.

Kamov cerró la puerta y puso en marcha el motor, mientras Melnicov abría la llave del oxígeno.

Sacándose las máscaras, hicieron señas de despedida al compañero que quedaba a bordo y emprendieron el viaje siguiendo las huellas anteriores, a la velocidad máxima. Los caminos de Marte eran cómodos: nada de baches, un suelo liso como una mesa. La llanura marciana era monótona e inanimada. No se veía ni una de esas «liebres» locales. Los navegantes manteníanse silenciosos y atentos.

— ¡Atención! ¡Mire adelante! — exclamó de golpe Kamov.

Melnicov alzó los prismáticos, pero no vio nada.

— ¡Ahí está la cosa! Fíjese, estamos frente al pantano, pero se lo ve tan poco que es una verdadera trampa. Ayer no lo vimos y por suerte no íbamos a tanta velocidad. Tuvimos que dar marcha atrás. ¿Ve cómo la huella da vuelta?

Se detuvieron. El pantano era apenas perceptible, sólo que la arena tenía un matiz más oscuro y los matorrales se elevaban un poco más.

— Vamos a investigar la profundidad.

Se pusieron las máscaras y salieron del coche.

— Fíjese bien en derredor nuestro, Melnicov. Al menor descuido podemos pasar por alto la aparición del reptil que mencionara Bayson, y entonces pasaremos un mal rato…

El lugar era abierto, pero había bastante vegetación como para obstruir la visibilidad y una fiera marciana podía muy bien arrastrarse hasta ellos sin ser vista.

— Hay que terminar con esto cuanto antes — dijo Kamov en voz queda pero con emoción contenida. En la Tierra siempre se percibía algún ruido, sea el susurro del viento, el murmullo del agua, o un rumor lejano, pero aquí reinaba el más absoluto silencio. El aire, las plantas, todo parecía inmóvil, paralizado bajo un Sol que irradiaba poco calor. Las estrellas que seguían brillando en un cielo oscuro creaban un paisaje inverosímil y fantástico. Pesaba el silencio. Parecía que el suelo pisado por el pie se hundiría bajo el peso del forastero importuno. La naturaleza era inhóspita, y estaba en acecho, lista para destrozar a esos seres extraños que invadían sus dominios, como lo hiciera ya con uno de ellos.

Melnicov apretó su revólver, con la vista fija en un arbusto cercano, bajo la impresión de que algo se movía bajo las largas hojas. Se acercó a Kamov, instintivamente, diciéndole que había algo por allá.

Kamov escudriñó el lugar señalado por su compañero y luego alzó su pistola y disparó un tiro.

— Como ve, no hay nada. Cuide sus nervios. ¡Qué lugar espantoso!

El disparo le hizo bien a Melnicov, y tuvo vergüenza de su pusilanimidad. Se metió el revólver en la cintura y se puso a ayudar a Kamov. Sacaron la grúa, y la instalaron conectando su motor con los acumuladores del coche. Kamov tomó una vara con punta y avanzó lentamente probando la arena. El terreno era fangoso.

— Esto no es un pantano como los que tenemos en la Tierra, es algo diferente.

Había hecho unos cinco o seis pasos cuando la vara se le escapó de entre las manos desapareciendo en la arena. Se quedó petrificado.

— Parece que debajo de la arena hay agua, pero la arena no puede mantenerse sobre ella. Suerte que ayer no tropezamos con este lugar, pues el coche se habría hundido igual que esta vara. — Dio un paso atrás —. Vamos a medir la profundidad. Déme la pesa.

Melnicov sacó del coche una larga pértiga de acero, puntiaguda, con varios orificios transversales y la fijó al cable. Con todo cuidado colocaron la pértiga en el mismo lugar donde se había hundido la vara y la largaron. La pértiga se precipitó al fondo, llevando el cable que se desenrollaba rápidamente del tambor, comprobándose así que la pesa no encontraba obstáculos en su caída. El cable iba desapareciendo en el abismo y para controlarlo se acercaron a la grúa. En un minuto se desenrollaron los mil metros de cable… ¡Era un verdadero abismo!

Kamov conectó el motor y el cable volvió a enrollarse sobre el tambor. Los orificios de la pértiga que contenían material del fondo del pantano estaban llenos de la misma arena que había en la superficie.

— Podía haberse llenado desde los primeros instantes — supuso Kamov —. Esto no comprueba que la arena tiene un kilómetro de profundidad. Pero está completamente seca. Quiere decir que no hay agua debajo. ¿Pero por qué, entonces, caía la pesa con tanta soltura? Vamos a tantear con otro cable.

Se repitió la prueba. La vara se detuvo a una profundidad de mil trescientos veinte metros y sus orificios estaban otra vez llenos de arena seca.

Kamov se puso en comunicación radial con Belopolski y le consultó. Este le aconsejó que siguiera probando en otras partes, lo que hicieron, durante tres horas más, puesto que el pantano tenía cerca de una hectárea. Los resultados fueron los mismos, creándoseles la impresión de que había un pozo inmenso, lleno de arena movediza. La medición por el «ecoloto» dio el mismo resultado: 1.320 metros. Toda la arena extraída fue cuidadosamente guardada en tarros metálicos, para su posterior análisis.

— Con el equipo que tenemos acá no podemos hacer nada más. Este enigma será descifrado por la próxima expedición.

Resolvieron llevarse una de las plantas pantanales, pues eran más altas que las demás, y entonces se dieron cuenta de que era una tarea bastante engorrosa.

Primero probaron el terreno alrededor de la planta, luego se pusieron a excavarla por turno, con pala y azada. Las plantas tenían un sinnúmero de raíces entreveradas y el trabajo era tan cansador que Melnicov sugirió sacar la planta con grúa, pero Kamov se opuso, alegando que la grúa podía romper las raíces y que había que llevar la planta entera.

Después de dos horas de ardua tarea lograron lo que querían y la planta marciana fue cuidadosamente colocada en el techo chato del coche. Para que no se cayera la sujetaron con una correa ancha que no lastimaba el tronco. En la astronave esta carga preciosa se guardaría en una heladera especial y al llegar a la Tierra se la sometería al más prolijo estudio en el laboratorio del Instituto de Botánica. A bordo había varios frigoríficos para los especimenes de la flora y fauna marcianas.

— Bueno, vamos. Hemos demorado demasiado aquí — dijo Kamov mirando su reloj —. Tenemos que apresurarnos.

Y lanzó el coche a gran velocidad.

— En este planeta hay tantos enigmas, que las expediciones futuras tendrán mucho trabajo.

— ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí tan poco tiempo?

— Ya se lo dije. Debemos encontrarnos con la Tierra en un punto dado.

— ¿No se podía calcular el itinerario de otra manera?

— Somos pioneros únicamente. Nuestra tarea está en dar un cuadro general de lo que representan Venus y Marte. Ya se los conocerá en detalle…

No pudieron continuar la conversación, porque a unos cincuenta metros del coche saltó sobre la ruta un enorme animal. Ambos viajeros observaron un pelaje plateado y un hocico largo, como las fauces de un cocodrilo. Al ver el coche que se aproximaba rápidamente, el animal se agachó y de un salto colosal desapareció en el matorral. En plena marcha, Kamov apretó el freno de la oruga derecha y virando rápidamente, aplastando la vegetación, se puso a perseguir a la fiera. Excitado por la caza, le gritó a Melnicov que se pusiera la máscara y que tuviese el aparato listo, para filmar a la bestia a toda costa.

De pronto frenó tan bruscamente que Melnicov se golpeó la cabeza contra el cristal del parabrisas.

— ¡Aquí está!

A veinte pasos del coche apretábase al suelo la bestia perseguida, al borde de un lago que le había obligado a detener su fuga.

Melnicov hacía girar la manivela de su aparato. Kamov colocó las máscaras de oxígeno de ambos. Por unos instantes, el animal quedó inmóvil. Luego se abrieron sus enormes fauces, descubriendo varias hileras de dientes filosos y triangulares. Medía, desde la cabeza a la punta de su cola velluda, unos tres metros y medio. Su cuerpo, del tamaño de un cocodrilo terrestre, se apoyaba en tres pares de patas, siendo las delanteras más cortas y munidas de garras, mientras las traseras eran largas y dobladas como las de un grillo, permitiéndole efectuar sus saltos gigantescos.

Miraba el coche con ojos redondos y verdes, con una pupila como la de los gatos y de golpe, enderezando con fuerza sus patas traseras, dio un salto de doce metros hacia el vehículo.

Melnicov se echó para atrás en el instante del repentino ataque, pero Kamov se mantuvo sereno, y aumentando la velocidad en el momento mismo del salto, se lanzó adelante con un brusco viraje a la derecha, para no dar en el lago. Así que el cuerpo del reptil pasó por encima del coche y cayó en la arena tras él. Enfurecido por el salto fallido, se dio vuelta inmediatamente y saltó otra vez, con éxito. El coche se estremeció por el golpe y Kamov desconectó el motor. El animal estaba en el techo y se sentían sus garras que arañaban el metal. La planta, conseguida a tan duras penas, cayó al suelo, destrozada.

— ¡Prepararse! — dijo Kamov.

Melnicov dejó de lado el aparato y tomó el rifle. Cuando el coche emprendió la marcha, lentamente, el animal se quedó en el techo. Quizá lo asustara el movimiento del vehículo, sensación que jamás había experimentado. La cola pendía y tocaba el suelo, pero no se oía más el rechinar de las garras contra el metal.

— ¡Hay que obligarlo a bajar! — dijo Kamov —. Pero ¿cómo?

Tocó la bocina. El aullido de la sirena desgarró el silencio del desierto. Aparentemente asustado, el animal trató de bajarse, pero sus garras patinaron sobre el metal y cayó pesadamente de espaldas al suelo, al lado mismo de la oruga. En un instante, Melnicov vio la piel más clara del vientre y sus seis patas se movían con desamparo en el aire. El animal se plegó, se dobló, logrando ponerse de pie y escaparse a grandes saltos, pero Kamov aceleró y pronto lo alcanzó, aterrorizándolo con el continuo alarido de la sirena. Abriendo la ventana delantera le dijo a Melnicov que disparara a la cabeza cuidando de no fallar.

Melnicov seguía atentamente cada movimiento del animal, cuyos impetuosos saltos no le permitían afinar la puntería.

— Así no se puede — gimió.

— Se va a cansar, finalmente.

— Quien sabe cuándo llegará a cansarse, y entre tanto nosotros podemos caer en otro pantano.

— Bueno. Vamos a probar otra cosa.

Kamov apagó la sirena. El brusco silencio sobrevenido hizo parar al animal que se volvió para mirar al coche. Este se detuvo a tres pasos y era imposible errar el tiro. Melnicov disparó.

— Parece que ya está.

Ambos observaban atentamente al reptil.

— Yo apunté entre los ojos.

Esperaron algunos minutos y luego se acercaron cautelosamente, arma en mano. Pero la fiera había muerto: efectivamente, la bala había entrado entre los ojos.

— Esto demuestra que los animales marcianos tienen el cerebro en el mismo sitio que los terrestres.

— Si es que tienen cerebro — observó Melnicov.

— Ah, lo sabremos cuando lo presentemos en la Tierra.

— Lástima que perdimos la planta.

— Sí, pero podemos sacar otra.

Hablaban con voces entrecortadas por la emoción. A sus pies yacía una bestia que había nacido y se había desarrollado en el planeta Marte, como resultado de una larga evolución transcurrida en circunstancias desconocidas. ¿Qué había en común entre esta fiera y los animales de la Tierra? ¿Cómo se diferencian sus organismos? Había cierta semejanza entre ellos, pero vivían en condiciones completamente diferentes. ¿Cuáles eran los misterios de la naturaleza que descubrirían los sabios al estudiar este ser muerto por una bala terrestre?

— ¿Le parece que podremos alzarlo entre los dos, sobre el techo del coche?

— ¡Intentémoslo!

Pero ni con la desgravitación de Marte pudieron con ese cuerpo tan pesado. La grúa tampoco pudo servir, porque no tenían elementos para formar una plataforma en pendiente.

— Tendremos que llevarlo a remolque.

— El suelo arenoso le arrancará la piel. ¿Quizás podríamos ir en busca de tablas?

— Es peligroso dejarlo acá. Pueden encontrarlo sus semejantes y no sabemos si se comen entre ellos. No podemos arriesgar un fracaso cuando nos tocó semejante buena suerte.

— Entonces, váyase solo — dijo Melnicov —. Yo me quedaré a cuidarlo.

— No hay nada que hacer — contestó Kamov —. Hay que llevarlo a remolque. Trataremos de tomar medidas para no arruinarle la piel.

Kamov entró en el coche y habló largamente con Belopolski.

— Está de acuerdo conmigo. Si colocamos al bicho sobre los asientos del coche, no le arruinaremos la piel.

Así se hizo. Juntaron los cuatro asientos, formando así una blanda plataforma y con ayuda de la grúa izaron la pesada carga encima, operación que duró una hora.

— Hoy ya no llegaremos al cohete norteamericano.

— Iremos mañana.

El viaje de regreso duró seis horas. El coche iba despacio. Hubo que detenerse varias veces para reajustar la plataforma o volver a izar el cuerpo que se deslizaba.

El sol se inclinaba al ocaso cuando llegaron, cansados, a su nave. La tarea de transportar el enorme animal hasta el frigorífico resultó también muy fatigosa. Kamov no quiso valerse de la ayuda de Bayson y los tres hombres lucharon hasta el obscurecer.

— De los cinco días ya pasaron tres — se lamentó Kamov, cuando terminaron su pesada tarea —. Sin embargo, hicimos muy poco.

— Trataremos de recuperar el tiempo perdido durante los dos días restantes — lo consoló Belopolski —. En realidad, no se hizo tan poco. Es una verdadera hazaña el haber conseguido este lagarto.

— ¿Cómo dijo usted? ¿L-a-g-a-r-t-o?

— Sí, lagarto saltador. Me parece que es el nombre que más le conviene.