"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)EL TIROEl coche anfibio corría velozmente sobre la arena bien apisonada por el tiempo. Las anchas orugas dejaban una huella nítida en el camino y la carrocería blanca reflejaba los rayos del sol, de manera que el interior del coche no se recalentaba. Kamov y Paichadze se sentían muy cómodos en los mullidos asientos y sólo podía cansarlos la monotonía del paisaje circundante, aunque no perdían la esperanza de encontrar por fin algo más interesante; por eso observaban atentamente en torno. A veces había que dar vueltas alrededor de algún lago y una vez casi se empantanaron, pero gracias a una rápida maniobra de Paichadze, pudieron evitar la trampa del tembladeral. Habíanse alejado unos cien kilómetros de la nave, pero la distancia los tenía sin cuidado y seguían adelante, siempre adelante. Kamov estaba convencido de que el motor, especialmente construido para ellos en una fábrica de los Urales, no les iba a hacer una mala jugada. Durante las dos horas de viaje ni se había calentado y parecía que su potente máquina llevaba al coche sin esfuerzo, entre el suave acompañamiento del continuo susurro de las orugas. — ¡Qué ensambladura! ¿eh? ¡Y qué rápidamente hemos montado este coche…! — exclamó Paichadze. — No en balde lo montamos tres veces en la Tierra — aprobó Kamov —. ¿Recuerda cómo refunfuñaba Belopolski cuando exigí una tercera ensambladura? Paichadze se puso a reír. — ¿Y recuerda cómo el capataz le retó cuando usted rompió una llave? Kamov, sonriendo, se acordó del capataz de los Urales que les enseñara a ensamblar el coche: «Al instrumental hay que tratarlo con cuidado, con orden, con amor, mi joven amigo.» Así decía, ¿verdad? — Sí, así decía. Kamov miró su reloj. — ¡Pero, ya son las once y media! Hicimos ciento cuarenta kilómetros. Es tiempo de volver. Investiguemos la región al sur y luego volvamos a la nave. — Bueno. Entonces, ¿doy la vuelta? En ese momento Kamov se alzó en su asiento y empezó a escudriñar el lugar con su binóculo. En todas partes lo mismo: matorrales y arena. Ya quería bajar el brazo y aprobar la vuelta a noventa grados cuando bruscamente se inclinó hacia adelante. — ¿Qué es eso? — dijo —. ¡Mire usted, Paichadze! — Y le pasó los prismáticos. A unos dos kilómetros a la derecha y por encima del azulado manto de los matorrales, divisábase algo de forma alargada, con brillo opaco. Se alzaba ese cuerpo, destacándose en la llanura, entre las formas ya habituales del paisaje marciano. — Como si fuera de metal — dijo Kamov. Sin esperar órdenes, Paichadze se orientó en la dirección del objeto, aumentando la velocidad, y al acercarse a unos quinientos metros, Kamov dijo, sin apartarse de los gemelos: — Ya sé lo que es. Es una astronave, pero más chica que la nuestra. — ¿Una astronave? ¿Así que no estamos solos en Marte? — Claro. Lo más probable es que sea el cohete de Charles Hapgood. — ¡Qué encuentro original! ¿Vamos a comunicarlo a Belopolski? — Ya tendremos tiempo de hacerlo. Aún no es la hora, puesto que tenemos que hablarle a las trece. No hay que alterar el plan y además estaremos allá en medio minuto. El coche atravesó los espesos matorrales y se encontró en la pista arenosa de un valle idéntico a aquel donde había descendido su propia nave. La semejanza del lugar era tal que en un momento dado les pareció haber vuelto «a casa», aunque esta impresión se disipó enseguida. Se detuvieron a unos diez pasos de la nave recostada en la arena como una ballena alada de un cuento de hadas. Era de color plateado y no tenía más de doce metros de eslora por dos y medio de ancho. Sus largas alas puntiagudas se encontraban en la parte inferior del fuselaje y no estaba munido de ruedas. Tenía el aspecto de un avión de transporte. Kamov pensó para sus adentros que las alas no se replegaban. Toda la parte trasera estaba recubierta por un montón de género de seda. — ¡Qué extraño! — dijo Kamov —. ¡Una astronave que baja al planeta mediante un paracaídas! Nunca se me ocurrió nada semejante. Las alas son suficientes para el descenso. ¡Qué embrollo…! — ¿Dónde estarán los norteamericanos? — interpuso Paichadze. Efectivamente, no se veía a nadie cerca de la nave. — O duermen, o salieron — contestó Kamov, mirando con atención; repentinamente tomó a su compañero por el hombro—: ¡Mire! — dijo con voz trémula. A pocos pasos de ellos había una gran mancha obscura en la arena. Un gran reloj destrozado yacía al lado de una pierna humana con un pie calzado con zapato de suela gruesa. Cerca había un «flash», también roto. — ¡Malo, malo! — dijo Kamov —. ¡Aquí debe haber ocurrido una tragedia! Pero ¿será posible que toda la tripulación haya perecido? Quédese acá, yo voy a investigar el asunto. — Se puso la máscara de oxígeno. — ¡Tenga cuidado, Serguei Alexandrovich! — dijo Paichadze, poniéndose también la máscara —. Son los «lobos» que no hemos visto todavía. Es su obra. Kamov desenfundó su revólver y se lo metió en la cintura. Paichadze tomó el rifle y apretando un botón, bajó todas las ventanillas del coche. — ¡No salga del coche en ningún caso! — le dijo Kamov, abriendo la portezuela y bajando del vehículo. Acercándose a la mancha obscura se agachó e inspeccionó atentamente la pierna humana arrancada cerca de la rodilla. No se veían otros restos humanos. «¿Por qué este reloj? — pensó —. ¿Cómo llegaron a encontrarse aquí? ¿Cómo averiguarlo?» Se enderezó rápidamente al oír el ruido de una cerradura. Se abrió una puerta en el cohete. Apareció un hombre vistiendo un buzo y con una máscara de oxígeno que le ocultaba la cara. Se detuvo en el umbral, luego saltó y se dirigió hacia Kamov, con paso vacilante. — ¡Buenos días! ¿Ustedes son los astronautas rusos? — preguntó con voz apagada por la máscara. — Sí, ¿y ustedes? Bayson se estremeció al oír la voz clara de Kamov, que le contestó en inglés. — Yo soy un miembro de la tripulación de la astronave norteamericana. — Así pensamos cuando vimos su nave. Por la estatura, juzgo que usted no es Charles Hapgood y supongo que es él el comandante de esta nave. ¿Dónde está? — Allí está todo lo que quedó de él — contestó Bayson señalando la pierna arrancada —. Anoche nos atacó un animal desconocido que destrozó a Hapgood. Yo mismo me salvé a duras penas, disparando todas mis balas, pero sin poder salvar a mi compañero. — ¿Y a qué se parecía ese animal? — preguntó Kamov. — Era un reptil velludo y grueso. Lo vi solamente en el momento de disparar el «flash» y no pude distinguirlo bien. — Entonces no hay que extrañarse de que no haya acertado con sus tiros, en la más completa oscuridad. Bayson se sonrojó, pero Kamov no lo pudo ver, a causa de la máscara. — ¿Hay alguien más con ustedes? — preguntó Kamov. — Nadie más. Éramos dos. — ¿Cómo se llama usted? — Ralph Bayson, corresponsal del New York Times. — ¿Entonces, vuestra expedición no tenía ningún fin científico? — Hapgood hacía observaciones. — Es verdad, era un gran sabio. ¡Qué lástima que haya muerto! — y de repente, dándose cuenta de lo que había pasado, miró directamente a los ojos del norteamericano—: Usted dijo que el animal los atacó anoche. ¿Cuándo llegaron? — Anoche, ya tarde. ¿Y ustedes? — Pero ¿por qué salieron de la nave en plena noche? ¿En las tinieblas desconocidas y llenas de peligros? ¿Por qué no esperaron al amanecer, como lo hicimos nosotros…? Aunque este reloj y este «flash» hablan por sí solos y cuentan vuestras intenciones mejor que las palabras. Pero, señor Bayson, permítame que le diga, ¡se portaron ustedes con una puerilidad inconcebible…! Kamov estaba profundamente indignado y lamentaba sinceramente que Hapgood hubiera perecido por una niñería. — Nosotros llegamos a Marte veinticuatro horas antes que ustedes — siguió diciendo al ver que Bayson no le contestaba— pero salimos de nuestra nave sólo por la mañana, sin fotografiar ningún reloj. ¡No necesitamos batir récords! — Queríamos ser los primeros — dijo Bayson —. Temíamos que usted, señor Kamov, nos ganara la delantera. — ¿Usted me conoce? — ¡Quién no conoce al «Colón de la Luna»! ¡Usted y mister Paichadze son tan célebres como para que se los conozca en cualquier parte, y especialmente en Marte! — ¿Y qué es lo que se proponía usted hacer después de la muerte de Hapgood? ¿Sabe usted manejar la astronave? — No — contestó sencillamente Bayson —. Quería suicidarme y lo habría hecho si no los hubiese visto en el último momento. Kamov sintió pena. — Perdone que le haya hablado con brusquedad. Lamento que Charles Hapgood haya perecido inútilmente y eso me ha sacado de mis casillas. Usted no necesita suicidarse, pues retornará a la Tierra con nosotros. Kamov se acercó al coche y relató la conversación a Paichadze. — Pagaron cara su ligereza. Este corresponsal es joven aún, pero ya está canoso. Seguramente se volvió canoso durante la noche. Mientras Kamov hablaba con Paichadze, Bayson pensaba intensamente en su situación. Los laureles de la primacía se habían escapado: los rusos habían ganado la partida. Era una verdadera derrota. No sólo habían llegado primero a Marte, sino que también llevarían de vuelta a Bayson, como a un perrito sacado de un charco. Nada le esperaba en el porvenir, excepto burlas y mofas por su fracasada intentona. Bayson conocía muy bien la inclemencia de su propia prensa. «¡Ah! si ocurriera lo contrario, si fuera la astronave norteamericana y no la rusa la que regresara, entonces sí que llegaría a ser millonario!» Se estremeció ante el pensamiento que había cruzado su mente. Kamov está acá. Kamov sabe manejar la nave. Bayson lo secuestrará. Lo obligará a regresar a Tierra. ¿Quién dudaría de la veracidad de las palabras de Bayson, el salvador de Kamov? Y si en la U.R.S.S. creerían a Kamov, en EE.UU. la gloria será de Bayson y su fortuna estará asegurada. ¡Su fortuna estará firmemente asegurada! Debilitado por la prolongada borrachera y por los acontecimientos de la noche anterior, el cerebro de Bayson funcionaba mal. No se daba cuenta de su plan. Lo único claro para él era que si aceptaba que lo salvara Kamov, eso significaría una deshonra infamante que le haría perder todo. Por eso tenía que intentar otra cosa. Kamov se le acercó nuevamente. — Tenemos que regresar a nuestra nave. Hasta allá hay unos ciento cincuenta kilómetros. Lleve usted sus efectos personales. ¿No tiene muchas cosas, supongo? — No, muy pocas — respondió Bayson —. Enseguida estaré listo. Entre conmigo en nuestra nave y véala. Es una lástima abandonarla aquí, pero qué vamos a hacer, si su comandante ha perecido… ¿Tendrán ustedes suficiente lugar para mí en su nave? — ¡Sí que hay suficiente, aún para otros diez! — Espere, le bajaré la escalera. Pero Kamov no esperó la escalera, sino que agarrándose del borde, dio un salto hacia arriba y entró en la antecámara. Bayson lo siguió y cerró la puerta. La cámara era tan angosta que dos personas apenas cabían. Kamov se sorprendía de la estrechez del lugar. No había espacio libre, adentro. No había más que una sola cabina para la tripulación y para los efectos y equipos. Sacándose la máscara de oxígeno, notó en seguida que el aire estaba viciado, que hacía tiempo que no se lo renovaba; que hacía calor adentro. Llamándole la atención las emanaciones alcohólicas, quiso hacerle una pregunta a Bayson, pero al verle la cara sin máscara lo comprendió todo. Era una cara hinchada, con párpados enrojecidos, con una mirada turbia que denotaba la bebida… Kamov tuvo asco. Se dio vuelta y acercándose al tablero de mando, lo miró atentamente. — Apresúrese, lleve lo que necesite pero sepa que no se permiten bebidas alcohólicas a bordo. Quiso darse vuelta, pero en ese mismo instante sintió que una correa le rodeaba el cuerpo, que estaba enlazado, con las manos apretadas al cuerpo. Otra vez lo envolvió el lazo y se encontró fuertemente maniatado. Sin perder el control, dijo tranquilamente: — ¿Qué significa esto, mister Bayson? Bayson no contestó y poniéndose la máscara salió a toda prisa, cerrando la puerta tras sí. Kamov puso sus músculos en tensión, pero la correa no cedió. «Bayson se fue hacia Paichadze. ¿Qué quiere este hombre? ¿Cuál es el objeto de este ataque?» La angustia por el compañero desprevenido lo embargaba. Quería acercarse a la ventana, pero se lo impedía un recipiente de acero y sin ayuda de sus manos no podía alcanzar la ventana. Entretanto Bayson se dirigía al coche. Ya tenía su plan de acción: mataría a Paichadze y se llevaría todo el oxígeno que había en el coche. Kamov no tendría otra salida que retornar a la Tierra en la astronave norteamericana. Así lograría lo anhelado. Bayson no pensaba en ninguna otra cosa. Además, ya era tarde para retroceder. Los rusos no le perdonarían su ataque a Kamov. Paichadze estaba en el coche, esperando con paciencia. Se acercaba el momento de la comunicación con la nave y estaba seguro de que su compañero y jefe no perdería la hora. Enseguida saldría y se comunicaría con los amigos y luego regresarían a bordo. Vio cómo se abría la puerta, cómo salía Bayson pero no Kamov. Bayson se acercó y se detuvo. Hubo algo en su ademán que puso a Paichadze en guardia. Se sintió angustiado y preguntó: — ¿Qué pasa? Bayson alzó el brazo y en el aire enrarecido se oyó un tiro. Bajo el peso del cuerpo que caía, se abrió la portezuela y Paichadze cayó pesadamente a tierra. «Ya está», pensó Bayson. Temblaba de emoción y nuevamente le sofocaron las náuseas. Tratando de no mirar al asesinado, se acercó un poco más. Había que terminar con el asunto. Había que cortarle a Kamov toda posibilidad de escape y por ello había que descomponerle el coche. Aún tenía su revólver en la mano. Lo metió en el bolsillo. El motor se encontraba bajo el «capot» metálico, fijado con tuercas. Había que buscar la llave. El periodista empezó a buscar la llave que debía encontrarse en el cajón de instrumentos. Pero ¿dónde estaba el cajón? Seguramente debajo del asiento… Bayson se inclinó. — ¡No se mueva! — gritó una voz detrás suyo. Girando al instante, Bayson se enfrentó con Paichadze que tenía un revólver en su mano izquierda, apuntándolo. — ¿Dónde está Kamov? ¡Si le ha pasado una desgracia, lo mato a usted como a un perro! ¡Responda! — Lo encerré solamente. Está atado. — ¡Si es así, tiene suerte! Dése vuelta, tire su revólver al suelo. Bayson obedeció. Su reciente excitación se había esfumado. Su voluntad estaba quebrada. Paichadze puso el pie sobre el arma. Luego de un instante de vacilación se metió el revólver en la cintura y con la mano izquierda palpó los bolsillos del periodista. — Ahora, camine adelante, hacia la nave. Le sigo. Al menor movimiento sospechoso le pego un tiro, sin fallar como usted. — Déjeme aquí — dijo Bayson cansado y abatido —. No quiero volver a la Tierra. — Hable con Kamov. En cuanto a mí, lo dejaría gustoso. Cabizbajo, Bayson se encaminó hacia la nave. No vio cómo Paichadze, sintiéndose mareado, se agarraba de la portezuela para no caer. Sin embargo, supo sobreponerse a una debilidad momentánea y siguió al norteamericano. La mano derecha del astrónomo pendía, inerte. — Tíreme la escalera — dijo Paichadze y Bayson obedeció otra vez. Kamov estaba de pie ante el tablero de mando y sonrió al ver a Paichadze, como si quisiera decir: «Ya lo sabía». Bayson lo desató. — Gracias, amigo — dijo Kamov tendiéndole la mano a Paichadze. Y notando en ese mismo instante la palidez de su rostro —. ¿Pero qué tiene? ¿Está herido? Paichadze contó en breves palabras lo que había ocurrido. — La bala penetró en el hombro derecho — dijo —, no es nada del otro mundo. No duele mucho. Sólo me siento algo débil. — ¡Eso lo veremos enseguida! — Conteniendo su ira con dificultad, le preguntó a Bayson dónde estaba la caja de primeros auxilios. — Ayúdeme a desvestir al herido — dijo Kamov abriendo el botiquín, y viendo que contenía todo lo necesario. El orificio de entrada de la bala se encontraba debajo de la clavícula derecha, pero no había orificio de salida. La bala había quedado en el cuerpo. — Habrá que hacer una operación. Pero la haremos «en casa»; y ahora tenemos que regresar a toda prisa. Hizo una curación, con manos hábiles y diestras. — Bueno, ahora quédese tranquilo por unos quince minutos. ¡Pero fue bastante imprudente tirarse al suelo con semejante herida! — Es que el ataque fue tan imprevisto, que no podía hacer otra cosa. Claro, es una treta primitiva, pero podía pegarme otro tiro, sin fallar. Estoy seguro de que no tiene experiencia en estas cosas. ¿Qué quería hacer? No entiendo cuál era su intención y con qué fines hizo eso. — Creo que adivino su intención — contestó Kamov y dirigiéndose a Bayson en inglés, continuó—: ¿Es posible que se le haya ocurrido que yo consentiría en volar con usted abandonando a mis amigos? No juzgue a los hombres de acuerdo a su propia medida, mister Bayson. Todo lo que ha sucedido, lo atribuyo al estado de sus nervios. Cuando usted recupere su estado normal se avergonzará de haberse portado como lo hizo. — Temo que es usted el que juzga a la gente por sí mismo — le observó Paichadze en ruso. — Apresúrese. Lleve sus cosas y vamos — insistió Kamov. — Pide que se le deje aquí. Dijo que no quiere volver a la Tierra. Yo lo entiendo. — Tonterías. Bayson sacó dócilmente una valijita. Sentía una suprema indiferencia hacia lo que pudiera sucederle. Ahora todo estaba definitivamente terminado. Le esperaba un porvenir lleno de indecible vergüenza e infamia. «Había que pegarle otro tiro, cuando yacía en el suelo — pensaba —. ¿Cómo pude dejarme engañar en esta forma por el ruso? ¡Erré el tiro, a tres pasos! ¡Imperdonable! Kamov dice que no habría volado conmigo, pero no son más que palabras. Habría cantado otra cosa bajo una amenaza de muerte…» Bayson casi no tenía efectos personales y pronto llenó la valija. — Bueno, vamos. — Kamov inclinóse hacia Paichadze—: ¿Cómo se siente usted? — No tan mal. — Paichadze se levantó, pero se tambaleó y habría caído al suelo si Kamov no lo hubiese agarrado a tiempo —. Estoy mareado. — Tómeme del cuello, apóyese en mí — le dijo Kamov —. Lo más difícil será llegar hasta el coche, pero luego llegaremos pronto «a casa». ¡Vaya adelante! — le ordenó a Bayson. Este cumplió y saltando a tierra, ayudó a Kamov a bajar al herido. — Lamento mucho, señor Kamov, haber intentado ese tonto atropello. No sé cómo ha podido suceder… Seguramente no estoy en mis cabales… La muerte de Hapgood me ha perturbado la cabeza. — No es nada extraño. Usted ha bebido mucho, últimamente. Supongo que el tribunal lo tendrá en cuenta. Ponga los restos de Hapgood dentro de la nave. Alzó a Paichadze en sus brazos. — ¿Le peso mucho, Serguei Alexandrovich? — De ninguna manera. ¿Se olvidó de que estamos en Marte? Lo llevó al coche, instalándolo cómodamente en el asiento trasero. Bayson se quedó en la puerta de la nave. Las últimas palabras de Kamov lo habían dejado anonadado. Hasta ese momento, le parecía que el comandante no atribuía mucha importancia a lo sucedido, pero súbitamente comprendió cuánto se había equivocado, pues lo que tomaba por tolerancia no era más que una prueba del estupendo dominio que tenía de sí mismo, y de su serenidad. Kamov se volvió hacia Bayson: — No nos haga demorar. ¿Qué es lo que pasa? — preguntó con fastidio. Bayson no contestó. En silencio, alzó la pierna de su compañero y la colocó en el suelo de la cámara interna del cohete, cerrando luego la puerta. Siempre callado se sentó en el coche, en el lugar que le habían indicado, al lado de Kamov. Antes de ponerse en marcha, Kamov conectó el micrófono. — ¡Por fin! — exclamó Belopolski —. ¿Qué les ha ocurrido? — Se lo contaremos a la llegada, Ahora escuche con atención. Paichadze está herido. Prepárenle una cama cómoda. Cuando divisen nuestro coche, que salga Melnicov para ayudarme a transportar al herido. Además, traemos a un hombre más. Hay que prepararle la cabina de reserva. — ¿Qué hombre? ¿De dónde…? — Es un miembro de la tripulación de una astronave norteamericana. No hay tiempo para explicaciones. Ya vamos a toda velocidad y no quiero hablar en marcha. En una hora y media estaremos en casa. ¿Todo está claro? — No, nada está claro. Pero sus órdenes serán cumplidas. — Hasta luego. Desconecto. Desconectado el micrófono, Kamov preguntó a Paichadze si estaba cómodo. — Estoy bien, no se preocupe. — Iré a la velocidad máxima, el camino es conocido y no es peligroso, pero si le molesta, Paichadze, dígalo. — No me pasará nada, me siento bien. El viaje de vuelta duró menos de una hora. El coche iba a ciento diez kilómetros, siguiendo su propia huella que se destacaba nítidamente en el suelo. Los potentes resortes y los mullidos asientos creaban favorables condiciones para el herido y Kamov esperaba que no se produjeran complicaciones. Por suerte, la herida no era de gravedad y aunque habría que efectuar una operación para retirar la bala incrustada en la espalda, eso no preocupaba al médico, que tenía todo el instrumental necesario a bordo. Si la herida hubiese sido grave, hubieran tenido que quedarse un día más en la nave norteamericana, donde había poca comodidad para recostar al enfermo. Además, se hubiese producido otra complicación desagradable, debido a la necesidad de partir dentro de tres días. La aceleración o más bien la super aceleración del despegue debía producir una supergravitación difícilmente soportable por el organismo humano y por ende peligrosa para un herido, y Kamov sabía que, aunque peligrara la vida de Paichadze, estaba obligado a emprender vuelo para que no pereciera toda la tripulación. Hasta ese día, la expedición había transcurrido con excepcional éxito. El despegue de la Tierra, la ruta interplanetaria hasta Venus, la observación del planeta, el encuentro con el asteroide, todo había salido bien. Luego el dificilísimo descenso a Marte, que en su fuero interno temía ocultando sus aprehensiones a sus compañeros, también fue feliz, pues la nave descendió con la suavidad de un aterrizaje perfecto en pleno cohetódromo… Parecía que el viaje cósmico transcurriría sin complicaciones… ¡Y hete aquí el encuentro con los norteamericanos que casi termina con una catástrofe…! Kamov lamentaba amargamente haber caído en la trampa de Bayson. Pero ¿quién podía suponer siquiera que este individuo intentaría semejante atropello? Se sentía salir de sus casillas al recordar la ingratitud del sujeto. Pero ¿qué era lo que quería? Aun suponiendo que su plan se realizara, ¿qué ocurriría luego? La nave soviética hubiera regresado igual. Pero la de Hapgood podría moverse sólo en el caso de que el periodista hubiese sabido indicar cómo se manejaba, cómo eran sus motores, su potencia, la velocidad que era capaz de dar y muchos otros detalles sin los cuales era imposible el vuelo cósmico. ¿Acaso sabía algo de todo eso el periodista? Nada. Pero, suponiendo que sí, el sabio soviético habría descendido de todos modos sobre tierra soviética. ¿Era posible que Bayson imaginara que hubiera podido obligarlo a bajar en los EE.UU.? Evidentemente éste era justamente el cálculo de Bayson, que juzgaba a los demás por sí mismo… La proximidad del hombre que ocupaba a su lado el asiento, donde antes se sentara su amigo Paichadze, lo molestaba, y estaba impaciente por llegar a destino. «Varias veces se volvió para mirar a Paichadze, que aparentemente sufría mucho. Su mirada era turbia y sus dientes estaban fuertemente apretados; gotas de sudor corrían por su frente y las secaba con su pañuelo, con gesto exhausto. Era evidente que para él la ruta no era tan llana como lo era para un hombre sano. Al encontrarse con la mirada de Kamov, esbozaba una sonrisa y repetía siempre la misma frase, casi sin mover los labios: «¡No es nada, todo va bien!» ¡Con tal que no pierda el conocimiento! Falta poco, ya. Las plantas relampagueaban por las ventanas del coche lanzado a toda velocidad. Kamov puso al máximo la palanca, aprovechando toda la potencia del motor. No temía esa vertiginosa velocidad. Las huellas de las orugas se veían claramente y en la ruta ya recorrida no había peligros en acecho. ¿El pantano? Ya había quedado atrás. Se acercaban a la nave y a cada momento se imaginaba que iba a verla. Sin embargo, apareció inesperadamente. La nave blanca, con sus anchas alas desplegadas, se erguía esbelta por encima de los matorrales marcianos. El coche se acercó a la nave, de la que salió Melnicov que saltó a tierra con un objeto largo en las manos: — Una camilla — adivinó Kamov. Miró a Bayson de reojo, cerciorándose de la impresión que le produjera la astronave rusa, y lo vio ceñudo. — ¡Ajá…! — pensó. Cuando paró el coche y Kamov miró a Paichadze, vio que éste se había desvanecido y su cara estaba lívida. Le tomó el pulso. No, por suerte era sólo un desmayo. No tenía tiempo que perder, pues ahora todo dependía de la rapidez con que se efectuara la operación… Con prontitud le puso la máscara de oxígeno y conectó el suministro de aire. Con un gesto le indicó a Bayson que hiciera lo mismo, abrió la portezuela y salió del coche. — ¿Qué le pasó a Paichadze? ¿Por qué está herido? Bajo la máscara se podía ver la emoción que embargaba a Melnicov. Miraba al cuerpo inmóvil del amigo sin notar siquiera a Bayson. Abrieron la camilla y colocaron a Paichadze encima, sin que volviera en sí. — Mejor así; no sentirá el transporte. — Pero ¿cómo ha sucedido? — repitió Melnicov. Instintivamente miró al norteamericano que estaba al lado, de pie. — ¡Buen día! — dijo Melnicov extendiéndole la mano. — ¡Deje! — cortó Kamov severamente —. ¡No se da la mano a un asesino! Melnicov, asombrado, retiró su mano con precipitación. — ¿Asesino? — Paichadze está herido por una bala de este malvado — le explicó Kamov en inglés, sabiendo que Melnicov conocía el idioma —. Es pura casualidad que no lo haya matado. ¿Preparó la cabina para él? — Sí, ya está. — Enciérrelo allí. Melnicov echó una mirada de asco al inesperado huésped. Quiso preguntar por qué Kamov no le había pegado un tiro a ese hombre que quiso matar a Paichadze, pero se abstuvo. Dentro de unos minutos lo sabría todo. En silencio llevaron al herido al interior de la nave, donde los esperaba el muy emocionado Belopolski. Bayson, cabizbajo, iba detrás. Notando que Belopolski iba también a darle la mano, Melnicov le transmitió las palabras de Kamov. — Sígame — dijo a Bayson. Una vez encerrado el periodista en la cabina de reserva, volvió al observatorio donde Kamov se aprestaba para la operación. Paichadze no había vuelto en sí y Kamov resolvió no emplear el narcótico, ya que la extracción de la bala no tomaría más de cinco minutos. Efectivamente, a los cinco minutos había terminado. — Ahora, solo necesita reposo y cuidados — declaró Kamov al terminar. — ¿Usted cree que está fuera de peligro? — Absolutamente. No es una herida grave y el desmayo fue causado por el trajín. Creo que dentro de tres días, cuando tengamos que decolar, se sentirá ya mucho mejor. Conversando, terminó la curación y empezó a reanimar al enfermo, que a los tres minutos abrió los ojos. — ¿Cómo se siente? — Bien. — Trate de moverse lo menos posible. — Permítame cuidarlo — pidió Melnicov. — Lo cuidaremos todos, por turno, constantemente. Paichadze los miró con suplicantes ojos, diciendo que ello interrumpiría el plan trazado, que no necesitaba atención constante, que no había nada de serio… Pero Kamov, sonriendo afectuosamente, le objetó que no tenía ningún derecho a opinar, no tenía ni voz ni voto en el asunto. Que para ellos su salud era lo más importante, y que tenía que permanecer quieto y callado. — Aún no nos ha dicho cómo ocurrió el percance. Belopolski, luego de escuchar la historia detallada del día, opinó pesaroso: — Resulta que también en el planeta Marte los bandidos siguen fieles a sus costumbres… — Claro, no podía ser de otra manera — intercaló Paichadze. — Usted, ¿por qué no obedece a su médico? ¿Acaso no le prohibió hablar? Paichadze sonrió, tapándose la boca con la mano izquierda. — Efectivamente, esta desgracia viene a perturbar nuestros planes trazados pero no hay por qué afligirse, puesto que este planeta es un desierto. Si Venus ha sido para nosotros una deslumbrante sorpresa, Marte, en el que depositamos tantas esperanzas, nos ha defraudado. Entre tres podemos investigar el pantano, coleccionar un herbario y organizar una caza. Yo quería subir en la nave y revisar el planeta, pero ahora no podemos hacerlo porque nuestro herido necesita reposo y tendremos que esperar la fecha del retorno a la Tierra. Mañana iremos con Melnicov a la nave norteamericana y de paso nos ocuparemos del pantano. Habría que buscar los restos de Hapgood para enterrarlos. Belopolski tendrá que quedarse otra vez en la nave. — Me ocuparé del herbario. — Después de nuestro regreso. Mientras estemos ausentes, usted no tiene que dejar la nave. No se olvide que no sabemos aún qué animales moran por acá. La muerte de Hapgood nos ha demostrado que hay que ser muy prudente. |
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