"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)LA MAÑANAEntre todos los planetas del sistema solar, el más conocido por el vulgo es indudablemente el planeta Marte, llamado así desde la antigüedad en honor al dios de la guerra. Su color rojo anaranjado, color «ensangrentado» le hace diferente de los demás planetas o «estrellas errantes». En la mitología griega, el dios de la guerra, Marte, tenía otro nombre, Ares, y por ello la ciencia que estudia la superficie marciana se llama areografía, ciencia que surgió cuando en 1659 el notable astrónomo holandés Cristian Huyghens observó unas manchas obscuras en la superficie del planeta. Ninguno de los astros estudiados por el hombre ha suscitado tantas discusiones, tantas suposiciones y tantas conjeturas como Marte. Ningún planeta ha desempeñado un papel tan importante en el desarrollo de la astronomía. El genial Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario precisamente durante sus observaciones de Marte. La popularidad del «Planeta Rojo» aumentó desde 1895, cuando el astrónomo italiano Schiaparelli expresó su teoría de que las líneas rectas que descubriera él mismo en el disco del planeta, eran canales artificiales creados para un grandioso sistema de irrigación elaborado por seres racionales, los habitantes marcianos. Esta idea tuvo gran éxito entre el público en general, pero encontró objeciones de peso de parte de los astrónomos. Se dudaba no sólo del origen artificial de los canales, sino de su misma existencia. Se emitieron opiniones según las cuales las manchas obscuras diseminadas en la superficie podían tener el aspecto de líneas rectas vistas a esa inmensa distancia. Las grandes oposiciones de Marte, que suelen producirse cada quince a diecisiete años, cuando el planeta se acerca más a la Tierra, no ayudaron a solucionar el problema ni pusieron término a la gran discusión. La incógnita quedó en pie. Marte no es un gran planeta. Su diámetro es dos veces menor que el de la Tierra. (Diámetro de la Tierra, 12.757 kilómetros; diámetro de Marte, 6.770 km.). Debido a la poca gravitación, la atmósfera es muy enrarecida y por su densidad se aproxima a la terrestre en el límite estratosférico. Marte se encuentra una vez y media más alejado del Sol que la Tierra y por lo tanto recibe mucho menos calor y energía. El planeta tiene dos satélites de muy reducidas dimensiones y que sólo desde Marte pueden verse como estrellas grandes. Los antiguos astrónomos de la Tierra los llamaron Fobos y Deimos, que quiere decir «Temor» y «Horror» respectivamente. (Diámetro de Fobos, 16 km.; diámetro de Deimos, 8 km.). El temible dios de la guerra, Marte, no podía tener otros satélites. Debido a su gran distancia del Sol, la órbita de Marte es mucho más larga que la de la Tierra y el planeta se mueve más lentamente, pues para dar una vuelta entera necesita 687 días terrestres; pero como el eje de Marte tiene un ángulo de inclinación igual que el terrestre, en ambos planetas se producen las mismas estaciones del año, con una duración doble en Marte. Las alternativas de noche y día también se producen de igual modo, con una duración casi igual, produciéndose la vuelta entera de Marte con un atraso de treinta y siete minutos y medio. Antes de que la astronave de Kamov visitara Venus, Marte era el único cuerpo sideral donde los astrónomos suponían encontrar la presencia de la vida. Los distintos matices en las estaciones del año, en diferentes partes del planeta, correspondían a las alteraciones en el colorido de las plantas en primavera y otoño. Quedaba en pie el interrogante de la existencia animal, y precisamente en vista del interés suscitado en la Tierra, se efectuaba el primer vuelo interplanetario, con el fin de dilucidar el enigma. Para la tripulación de la astronave de Kamov, la cuestión de los canales no se planteaba a favor de los que les atribuían origen artificial. Más aún: la existencia de largas líneas rectas que estuviesen regidas por algún ordenamiento, no era, según Paichadze, más que una ilusión creada por la distancia. El 29 de diciembre de 19… los astronautas del grupo Kamov vieron la primera mañana en el meridiano aerográfico marciano, cuando un Sol dos veces más pequeño que el que se veía desde Tierra se levantó lentamente en el cielo azul oscuro matizado de violeta, donde permanecían brillando las estrellas de primera magnitud. En los lagos, bastante numerosos en aquel paraje, se produjo un leve movimiento: era que se deshacía la capa de hielo formada durante la noche. El agua de los lagos volvió a tornarse inmóvil. Las plantas abrieron sus hojas, volviéndose hacia el Sol. El aspecto fantástico de esas plantas sorprendía a los ojos terrestres por las tonalidades de sus colores azulado-grisáceos y celestes. Su altura no excedía de los cien a ciento treinta centímetros. Los gruesos tallos crecían derechos como pinos. Largas hojas, rectas y con bordes dentados, crecían directamente del tronco, ralas en la parte baja y más tupidas arriba. Eran duras y flexibles, alcanzaban hasta un metro de largo y su color era gris-azulado en el centro con los bordes más obscuros, doblándose a la noche como las alas de una mariposa; entonces se veía el revés de la hoja, recubierto por un vello más oscuro. Durante el día, las hojas se abrían, volviéndose hacia el Sol, ensanchándose el borde oscuro hasta llegar casi al centro, hacia mediodía. Mirada desde arriba, toda la planta parecía azul marino. Desde el mediodía hasta la puesta del sol el proceso se invertía y a la noche toda la vegetación era nuevamente gris-azulado. El sol subió y sus rayos iluminaron la deslumbrante blancura de la astronave posada en la ribera del lago. Las ruedas bimetrales de la nave se hundieron en el suelo arenoso. Las amplias alas desplegadas proyectaban una sombra obscura. A su lado veíase un coche a oruga, aerodinámico y también pintado de blanco, en cuyas ventanillas, largas y estrechas, se reflejaba el paisaje marciano. Un animalito velludo saltó de las espesas matas. Por sus dimensiones, sus movimientos bruscos y las largas orejas, se asemejaba a una de nuestras liebres. Todo su cuerpecito estaba recubierto de un largo pelaje gris azulado en plena armonía con los colores circundantes. Sus grandes ojos redondos y negros, estaban muy cerca uno del otro, lo que indudablemente acortaba su vista. A largos saltos llegó hasta el lago y se sentó sobre sus patitas traseras; sus orejas bajaron y se apretaron contra su lomo, el cuerpecito se achicó aprestándose a huir. Pero el objeto que lo asustara estaba inmóvil y el animalito volvió a tranquilizarse. Sus orejas volvieron a levantarse, su cabecita se inclinó a un costado y diríase que estaba escuchando. Pero todo estaba en calma y del matorral saltaron otros dos bichitos para reunirse con él. De repente se sintió un ruido. Resonó un resorte invisible y la gran puerta pesada del cohete se movió a un costado. En el umbral apareció un hombre con un buzo de cuero y pieles y un casco en la cabeza. Una escalera metálica bajó hasta el suelo. Los animalitos saltaron y desaparecieron en un santiamén, volviendo al matorral. El hombre que los asustara no hizo uso de la escalera: saltó con presteza desde los dos metros de altura, seguido por otro vestido de la misma manera. — Estos animalitos — dijo —, no se asustaron de nosotros, sino del ruido. Jamás vieron a un hombre y por eso no aprendieron a temerle. Pero el color de su pelaje, que se asimila a la vegetación, demuestra que en Marte hay algo que temen, que los caza y de lo que tienen que ocultarse. De otra manera no se habría formado el color protector. — Usted tiene razón. Estas «liebres» no pueden ser los únicos habitantes del planeta y tenemos que buscar a sus enemigos. — Hay que proceder con prudencia. Quién sabe qué clase de seres moran por aquí. — Ayer no vimos a nadie. — Cuando estuvimos armando el coche, ayer, el ruido asustaba a los animalitos — contestó Kamov —. Pero allí donde existen semejantes «liebres» han de existir también los «lobos» y aún no sabemos lo que son. — Claro, hay que ser prudente — confirmó Paichadze. Las máscaras de oxígeno tapaban la parte inferior del rostro, pero los micrófonos insertados por dentro permitían hablar sin elevar la voz. Melnicov bajó de la astronave por la escalera, con la cámara fotográfica. A su espalda colgaban dos fusiles automáticos que entregó a Paichadze. Los astronautas tenían también revólveres y cada uno llevaba binoculares y un aparato fotográfico en estuche de cuero colgado al cuello. — Apenas saque una foto de nuestra partida — dijo Kamov— vuelva usted a la nave y recuerde mis indicaciones a Belopolski. Repito: no salir de la nave excepto en caso absolutamente imprescindible. Si hubiera tal necesidad puede salir usted solo, pero Belopolski no tiene que abandonarla ni por un instante. Si no regresáramos a la noche, no emprendan nada. En caso de interrumpirse la comunicación, conecte el radiofaro y téngalo conectado todo el tiempo hasta nuestro regreso. Si no regresáramos, vuelvan a la Tierra en el momento acordado. — ¡Será cumplido, Serguei Alexandrovich! ¡Feliz viaje! — Al anochecer, tenga el proyector encendido — añadió Kamov —. Podemos demorar y será más fácil encontrar la nave gracias al proyector. ¡Adiós! Dio un apretón de manos a Melnicov y se dirigió al coche. Paichadze ya estaba ante el volante. — Otra cosa — dijo Kamov, volviéndose hacia Melnicov —. Revele la película hoy mismo. Me interesa ver si los animalitos salieron bien. — Será cumplido, Serguei Alexandrovich. Melnicov sonrió en su máscara. Estaba seguro de que los animalitos habían salido bien. Esta pequeña escena tendrá mucho éxito cuando se la exhiba en los cines de la Tierra. ¡Animalitos marcianos en su ambiente natal…! Kamov se sentó en el coche, cerrando la puerta hermética, y abrió la canilla del bidón de oxígeno. Cuando el aire y su presión alcanzaron condiciones normales, se sacó la máscara y lo mismo hizo Paichadze. Melnicov se encontraba a unos cinco pasos y daba vuelta a la manivela del aparato. En la ventana de la nave veíase el rostro de Belopolski. Paichadze movió una palanca y un temblor apenas perceptible del coche demostró que su potente motor empezaba su trabajo silencioso. — Bueno, ¡en marcha! — dijo Kamov. El coche se dirigió lentamente a la muralla de plantas que rodeaba la nave. — Es una lástima aplastarlas — dijo Paichadze. — Pase más a la izquierda, parece que hay un claro por allá, si le da lástima aplastar esas plantas y afear los alrededores de nuestra nave. No tendríamos un lindo paisaje desde la ventana, ¿no le parece? — contestó Kamov, riéndose. Paichadze tomó la dirección indicada: efectivamente, el terreno se nivelaba y parecía más acogedor para las ruedas del coche que se lanzó rápidamente en dirección occidental. Melnicov se quedó mirando el alejamiento del coche, con las palabras de Kamov vibrando en sus oídos: «¡Si no volviera el coche, vuelvan a la Tierra!» ¡¿Si no volviera?! ¡No, eso era imposible! ¡Volverá! Tiene que volver… Suspiró y lentamente volvió a la nave. Entró en la primera cámara, alzó la escalera, apretó un botón. La puerta de entrada se cerró y a los diez segundos, automáticamente, se abrió la puerta interior la que, dejando pasar a Melnicov, volvió a cerrarse. Se sacó la máscara y pasó al observatorio. La nave parecía vacía, al faltar los compañeros preferidos que se enfrentaban en estos momentos con la incógnita misteriosa de las lejanías de un mundo extraño y desconocido. Belopolski se encontraba aún ante la ventana. — Pueden verse todavía — dijo. A lo lejos divisábase el techo blanco del coche. Por un instante se vio todo el vehículo y luego desapareció. — Ahora vamos a esperar — dijo Belopolski —. Mañana es nuestro turno. ¿Mañana? ¡Ojalá viniese pronto, este mañana! pensaba Melnicov, acercándose al radiorreceptor. El leve crujido del receptor y la lamparita roja de control lo tranquilizaban, demostrando que el aparato del coche funcionaba. Kamov había prometido su primera comunicación a la media hora. Durante ese lapso el coche habría recorrido una buena distancia. Se sentó al aparato. Belopolski caminó un rato por el observatorio y terminó sentándose también a su lado. Ambos esperaban con paciencia. En cualquier momento podían llamar a Kamov, pero no quisieron infringir las indicaciones del jefe de la expedición. Cuando transcurrieron, por fin, los treinta minutos, se oyó una llamada en el aparato: era la conexión de Kamov con el micrófono. — Habla Kamov — oyeron la voz amiga —. ¿Cómo me oyen? — Le oímos bien — contestó Belopolski. — Yo también. No hay nada nuevo. El coche pasó por parajes que se asemejan al que rodea nuestra nave. Vimos unas «liebres» y casi atropellamos a una que vino a meterse bajo la oruga, pero Paichadze supo esquivarla. Se ve que hay muchas, por acá, pero no veo ningún otro animal. Seguiremos adelante. ¿Qué novedades tienen ustedes? — Ninguna. — Sigan observando los alrededores. La próxima conversación dentro de una hora. — Desconecto. La voz se apagó. Se desconectó el micrófono. — ¿Usted se quedará aquí, Constantin Evguenievich? — Sí. — Entonces voy al laboratorio para revelar las fotos de hoy. Pronto estaré de vuelta. — Bueno, vaya. Belopolski miró atentamente a su joven compañero. — Vaya — repitió —, no se inquiete. Van a regresar a tiempo. No hay motivo de preocupación. Aunque hubiera animales en Marte, no se atreverán a atacar al coche. — Yo no temo al ataque — contestó Melnicov— pero imagínese que el balón de oxígeno pierda y que se queden sin aire. O que se rompa el motor o le ocurra un percance al coche. Puede sufrir una rotura una oruga y si algo ocurriera lejos de aquí, están perdidos. — Boris Nicolaevich — contestó Belopolski— usted ha podido cerciorarse de que todo lo que se encuentra en nuestra nave es de primerísima calidad. En cuanto al balón de oxígeno, no es el único que hay en el coche y no es de cartón, no puede sufrir pérdida alguna. Recuerde cómo Serguei Alexandrovich hizo tirar uno de esos balones desde una altura de diez metros, y quedó intacto. — Sí, me acuerdo, pero con todo… — Yo, en su lugar, me preocuparía por otra cosa — prosiguió Belopolski. — Hay un peligro teórico, insisto, solamente teórico. Es que en Marte suelen producirse violentas tempestades de arena. Son tan fuertes y abarcan tan amplias zonas que podemos observarlas desde la Tierra, con nuestros telescopios. En la superficie lisa y llana de Marte ha de haber fuertes vientos provocados por el recalentamiento irregular del aire en diferentes partes del planeta. Me sorprende la quietud de la atmósfera que hemos observado durante estos días. Los vientos levantan enormes cantidades de arena y la llevan a gran velocidad. Ahí está el peligro. Pero, repito, no es más que teoría y nuestro coche ha sido calculado para enfrentar ese peligro. Su motor aguantará la sobrecarga y podrían guiarse por el radiofaro. Además las tempestades son más peligrosas en los desiertos que vimos y no en parajes como estos. No olvide que nos encontramos en un valle profundo y es dudoso que el coche salga de esta zona. Así es que no debe preocuparse: nuestros amigos regresarán sanos y salvos. Belopolski hablaba con voz tranquila. Sus argumentos eran lógicos y bien fundamentados, pero esta calma aparente no engañó a Melnicov. Notó el prolongado discurso, tan en desacuerdo con el Belopolski habitual. Tomó su cámara y se fue a su laboratorio. Belopolski lo acompañó con una mirada de simpatía y comprensión, ya que compartía su estado de ánimo. “Hemos enumerado todos los peligros potenciales que están al alcance de nuestra imaginación — pensó —, ¡pero cuántos más puede haber, de los que no tenemos ni la menor idea!” Suspiró y miró la estación de radio. La luz roja seguía prendida y su débil fulgor anunciaba que todo iba bien en el coche. «Nosotros tememos por ellos y ellos han de preocuparse por nosotros. Así tiene que ser y así será durante los cuatro días que faltan», pensaba para sus adentros. Pasó la hora y hubo otra breve conversación entre el coche y la nave. Nada de nuevo. Idéntico paisaje. Todo andaba bien. Para Melnicov y Belopolski la mañana duró una eternidad. El Sol cumplió su itinerario en el cenit. El termómetro marcaba una temperatura de 15 grados. — ¡Y esto en el ecuador! — Sí, ¡qué planeta frío! Juzgando por la altura del sol debían de ser las once cuando Kamov informó que habían viajado cien kilómetros. El motor trabajaba perfectamente; andarían unos cincuenta kilómetros más y luego se dirigirían al sur. Pasaron dos horas después de esta conversación, llegó el momento de la conexión, pero el receptor se mantuvo silencioso. La lamparita indicadora seguía con su mensaje tranquilizador, los transmisores continuaban funcionando, pero no había conexión entre el coche y la nave. Belopolski se decidió a conectar el micrófono. — ¿Por qué se callan? — dijo en voz alta —. ¡Contesten! ¡Contesten…! Esperó y volvió a repetir las mismas palabras. Melnicov, reteniendo el aliento, escuchaba intensamente. — No pasó nada con el coche — dijo Belopolski, tratando de conservar la calma —. La estación funciona. ¿Quizás han salido del coche? — ¿Ambos? Esta pregunta lo hizo estremecer. Kamov había dicho que en ningún caso saldrían ambos del vehículo. Alguien tenía que quedar adentro. Pero, ¿por qué no contestaban? — ¡Kamov! ¡Paichadze! ¿Por qué no contestan? ¡Contesten…! ¡Contesten…! Nada. En el observatorio se hizo un pesado silencio. Melnicov y Belopolski, tratando de ocultar su angustiada emoción, no bajaban la vista del indicador rojo. Ambos temían que se apagara la lamparita y el zumbido de la radio, apenas audible, les parecía demasiado fuerte. A cada momento creían que se oiría el micrófono del coche. Pero los minutos se sucedían y la radio seguía en silencio. |
||
|