"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

EN LAS TINIEBLAS DE LA NOCHE

El 10 de julio de 19…

La astronave de Charles Hapgood, lista para el despegue, encontrábase en una plataforma especialmente erigida para ella en el centro de un vasto campo elegido por Hapgood para su cohetódromo.

Durante los últimos días previos a la partida, la prensa norteamericana anunció profusamente el próximo vuelo a Marte y Hapgood tenía que ingeniárselas para salvarse de los innumerables corresponsales que lo asediaban.

En sus numerosos artículos, Bayson cantaba loas a Hapgood y el ambicioso constructor le otorgaba su simpatía, sin poder reprimir algunas bromas a expensas del aplomo con que el periodista aludía a la ciencia astronáutica, pese a que la desconocía por completo.

— Nuestro vuelo está de moda — solía decir Bayson en contestación a las mofas de Hapgood —. ¿Por qué no escribe usted mismo, entonces? El público quiere saber algo de astronáutica.

— No tengo tiempo — replicaba el ingeniero.

En efecto, estaba enteramente absorbido por los preparativos de su vuelo y cuanto más se acercaba la fecha de la partida, tanto más era presa de esa fiebre «anticipadora».

El 10 de julio, una inmensa muchedumbre se había reunido en el campo de despegue, desde la mañana. La zona del cohetódromo era comparativamente poco poblada y la mayoría de la gente había acudido desde otras ciudades del país, así como de Nueva York y Washington, para presenciar la partida de la astronave. Había muchas banderas norteamericanas, izadas por espectadores de inspiración patriótica. La policía montada velaba por el orden y para que los curiosos no se acercaran a la nave.

El despegue estaba programado para las ocho de la mañana.

Las comisiones del deporte, especialmente invitadas por Bayson, inspeccionaron los sellos aplicados al tablero de mando y, habiéndose despedido de ambos navegantes, abandonaron la nave.

Hapgood y Bayson quedaron solos a bordo. Ambos vestían trajes de goma, como buzos, puesto que debían sumergirse en agua para combatir los efectos de la supergravedad quintuplicada en el momento del despegue, cuya aceleración tenía que alcanzar cincuenta metros por segundo, lo que representaba un grave peligro para el organismo humano.

Hapgood cerró herméticamente la puerta de acceso. Los dos hombres se encontraban en el camarote único de la nave, obstruido por cajones de provisiones, balones y recipientes de oxígeno líquido y otros efectos del equipo de la expedición. Casi no quedaba lugar libre.

El ingeniero miró su reloj.

— ¡Acuéstese! — dijo.

Bayson, indeciso, iba a ponerse la máscara de goma, cuando dijo, mirando con temor el largo cajón de aluminio que tanto se parecía a un ataúd:

— Y si a usted la pasara algo, ¿cómo voy a salir de allí?

— ¡Si a mí me pasara algo, usted no tendrá necesidad de salir de allí! Si hay que morir, la manera en que eso ocurra no importa mucho. Sin mí, usted ha de perecer, puesto que no sabe manejar la nave.

Bayson lanzó un gran suspiro y con toda resignación se puso la máscara. Con todas sus fuerzas deseaba sobreponerse a sus temores, y con ayuda de Hapgood se metió en el cajón. Oyó que el ingeniero conectaba las mangueras de aire y cerraba la tapa, y sintió cómo el agua iba llenando su «ataúd».

Ya está encerrado y no puede salir de allí. El aire ha de bastar para cuarenta minutos y si no le sacan a tiempo se ahogará. ¡Ay! y cuántas cosas le pueden pasar a Hapgood: puede desmayarse, o puede olvidarse de Bayson… Se estaba reprochando su ligereza por emprender el vuelo, se estaba injuriando con las mayores palabrotas de su vocabulario… Es verdad, este vuelo cósmico le aportará una fortuna, pero en este momento renunciaría a todo, con tal de no encontrarse así, tan desamparado, tan a merced de Hapgood… ¿Y si se le ocurriera a ese hombre aniquilarlo? Sería tan fácil inventar algo al regresar a tierra para explicar la causa de su muerte… ¿Quién podría investigar? ¡Y toda la gloria del vuelo, todos los beneficios los cosecharía Hapgood solo! ¿Por qué es que Hapgood no le da la señal convenida, no golpea la tapa del cajón? Basta que cierre la canilla conductora de aire para que todo se acabe para Bayson. Ya no puede respirar… ya…

Bayson oyó los tres golpecitos convenidos. No, el aire pasa bien… Puede respirar con facilidad. Los golpecitos fueron repetidos. Bayson levantó el brazo y contestó con tres golpecitos.

Habiéndose cerciorado del estado de su compañero, Hapgood se apartó del cajón, miró su reloj, observó por la ventana y vio que los corresponsales corrían por la pista con sus aparatos fotográficos, tratando de colocarse lo más cerca posible de la astronave. La policía montada los perseguía tratando de empujarlos hacia la verja. Faltaban menos de diez minutos para el despegue. ¿Acaso esa gente no entiende a qué peligro se está exponiendo tan cerca del cohete? Bueno, tendrán la culpa de lo que pueda ocurrir. ¡La nave no puede demorarse por ellos! Apresuradamente, empezó a prepararse para el despegue. Verificó nuevamente el curso del aire para Bayson, vio que funcionaba bien el suministro de aire para ambos cajones (el de Bayson, y el propio) verificó los alambres de conexión para poner en marcha el propulsor a reacción atómica y, convencido de que todo estaba en orden, se puso su máscara y la ajustó a su buzo, que cerró herméticamente. Entró en su cajón, conectando las mangueras de aire y de agua. Cerró la tapa de su cajón por dentro y abrió la canilla del agua. Todo estaba listo. Por las viseras de su máscara miró su reloj pulsera luminoso. Faltaban dos minutos. Estaba completamente tranquilo. Aunque se daba cuenta de que su astronave estaba lejos de la perfección deseada, no temía los peligros que amenazaban el despegue, ni siquiera quería pensar en ellos. Había alcanzado la meta que se había propuesto en la vida: ¡el vuelo interplanetario! Todo lo demás estaba borrado de su mente. Si ocurriera una catástrofe, no quería vivir. ¡Vencer o morir! no había otra solución. Quedaba un minuto…

Se acordó de Kamov. Su rival volaba ahora lejos de la Tierra, ¡sin sospechar que la astronave de Hapgood estaría en Marte antes! El segundero interrumpió sus pensamientos. Ya era tiempo…

Pensó en los corresponsales que se encontraban demasiado cerca de su nave, en pos de fotografías sensacionales, y con mano firme apretó el botón…

El tiempo se arrastraba con una lentitud atormentadora… Ciento setenta días de ruta — monótonos, iguales, llenos de pesado ocio— que se sucedían con alelante uniformidad.

Pronto había cesado el hechizo de la novedad, de la situación extraordinaria, de la carencia de peso, del grandioso cuadro del universo que se divisaba por la ventana de la astronave. No había absolutamente nada que hacer. El cohete volaba según las leyes eternas de la mecánica sideral y debía llevarlos hasta la meta, a menos que ocurriera un encuentro con algún cuerpo celeste que Hapgood no hubiera observado a tiempo; pero pensaba que tal encuentro no se produciría.

Las relaciones con Ralph Bayson habían empeorado de manera irreparable, porque el periodista tomaba whisky y nunca estaba del todo sobrio.

Al discutir la cuestión del abastecimiento alimenticio, antes de la partida, había quedado convenido que no se tomarían bebidas alcohólicas. Pero al segundo día de travesía, dijo de repente:

— ¡Qué aburrimiento! ¿Vamos a tomar un trago, Charles?

— ¿Qué quiere decir? — preguntó Hapgood, poniéndose en guardia.

No podía entender de donde sacaría Bayson su bebida alcohólica, puesto que él mismo había revisado cuidadosamente toda la carga de la nave.

«Si ha logrado traer un par de botellas en secreto, no es tan grave» — pensó.

Pero el asunto resultó mucho peor, pues llegó a enterarse, con la mayor indignación, de que Bayson habíase puesto de acuerdo con el proveedor para llenar uno de los recipientes de oxígeno líquido con whisky en vez de oxígeno.

— ¡Idiota! — gritaba Hapgood enfurecido —. ¿Con qué va a respirar al final de la jornada? ¿Con su maldito whisky?

La fechoría de Bayson podía traer fatales consecuencias. Había doce depósitos de oxígeno y la falta de uno colocaba a la expedición bajo una terrible amenaza.

— Usted mismo dijo — contestó Bayson imperturbablemente —, que tendremos suficiente aire para todo el viaje. ¿Para qué tantas reservas? Podremos llenar nuestros depósitos en Marte.

— ¡¿Con qué?!

— ¡Cómo con qué! Con el aire de Marte, por supuesto. ¿Acaso no tenemos una bomba?

Durante unos segundos, Hapgood lo miró sin poder articular una palabra.

— ¿De dónde sabe usted que el aire de Marte es apto para nuestra respiración? ¿Acaso no sabe que nuestros bidones están llenos no de aire, sino de oxígeno líquido? No tenemos ninguna posibilidad de licuar oxígeno de la atmósfera Marciana.

— ¿Y qué hemos de hacer ahora? — exclamó Bayson, estupefacto —. Yo no sabía nada de todo eso… Volvamos a la Tierra, entonces.

— Yo no puedo regresar. Aquí tiene mi decisión, como comandante de la nave: su falta la pagará con su vida. Si llegara a faltar oxígeno, lo tiraré por la borda.

— ¡Hay que respirar ahorrando el oxígeno! — musitó el periodista, alarmado —. Por favor, pongámonos a ahorrar el oxígeno.

— Puede dejar de respirar del todo, no es asunto mío — replicó Hapgood, ya calmado, volviéndose hacia la angosta ventana.

Desde aquel día, el periodista empezó a tomar continuamente. El cuerpo del navegante borracho se agitaba en la estrecha cabina, envenenando el aire con sus pesadas emanaciones alcohólicas. Al principio, Hapgood pensó en tirar todo el whisky, pero luego decidió dejar a Bayson en plena libertad de beber cuanto quisiera. Decidió que si la amenaza de la falta de oxígeno llegaba a ser real, dejaría a su compañero en Marte, dándose perfecta cuenta de que no podría tirarlo por la borda, por ser Bayson más joven y más robusto: perecerían ambos. Estas consideraciones le hicieron soportar pacientemente la borrachera de Bayson. En el bidón había unos doscientos litros de whisky bien fuerte. Esta cantidad le alcanzaría a Bayson para los cinco meses, y si perdía la vida tanto peor. Al regresar a la Tierra, Hapgood entablaría un juicio contra el proveedor que consintió en reemplazar el oxígeno por whisky. ¡Qué estupidez criminal! Mejor hubiera sido reemplazar una caja de alimentos envasados. Habrían pasado hambre, mientras que ahora casi tenía la certeza de la muerte de su compañero. Trató de ahorrar oxígeno renovando el aire con menor frecuencia. Había cargado cierta reserva de oxigeno, y trataba de consolarse pensando en eso y en que si llegaba a alcanzar, no se vería obligado a deshacerse de Ralph, pero en su fuero interno bien sabía que no había esperanza alguna.

Cuando faltaban unos diez días para llegar a Marte, Hapgood ordenó categóricamente a Bayson que dejara de tomar.

— El aterrizaje es peligroso — dijo —. Puede ser que necesite su ayuda y para eso su cabeza tiene que funcionar normalmente.

Para gran sorpresa suya, el periodista no protestó en absoluto. Había adelgazado, estaba ojeroso y con la tez terrosa, tenía la barba crecida y parecía viejo. La bebida, la falta de aire puro y de trabajo físico, habían hecho estragos en su persona.

Hapgood tampoco se sentía muy bien y aunque diariamente hacía gimnasia a determinadas horas, se afeitaba y se alimentaba siguiendo el régimen trazado, se sentía muy debilitado. La causa era el sueño intranquilo y nervioso. La presencia de Bayson quien, en los momentos de lucidez, guardaba un silencio taciturno y seguía cada uno de sus movimientos con una mirada llena de rencor, y cuando había bebido le increpaba con duras palabras, era un suplicio para Charles. Receloso de que su compañero lo matara en un ataque de furia alcohólica, Hapgood escondió todo lo que pudiese servir de arma y no se separaba de su revólver. Muchas veces sentía la tentación de pegarle un tiro y terminar con esa tortura, pero se sabía incapaz de levantar la mano contra un hombre desarmado. «Lo haré antes de abandonar Marte», pensaba.

— No crea que podrá matarme y volver solo a la Tierra — le dijo una vez Bayson —. ¡Si he de perecer, pereceremos juntos!

— ¡No diga tonterías! — le contestó Hapgood, tratando de disimular —. He tratado de ahorrar el oxígeno y confío en que nos ha de alcanzar.

Le pareció que Bayson había creído sus palabras, pero no era así pues el joven se daba cuenta de la situación y del engaño de Hapgood.

«Si hubiera querido matarme antes de llegar a Marte podría haberlo hecho decenas de veces. Está claro que piensa librarse de mí cuando lleguemos allá. Tengo que dejar de tomar para poder defenderme en caso de ataque. O regresaremos a Tierra juntos o no regresará ninguno. Yo no le permitiré que me sacrifique, no me dejaré sacrificar.»

Sabía que Hapgood estaba armado, pero eso le tenía sin cuidado. El también tenía su Browning escondido en un bolsillo interior y Hapgood no estaba enterado de eso.

«Cree que estoy desarmado. Mejor así. El ataque repentino es mi privilegio. Bajo la amenaza de mi revólver le obligaré a volver a la Tierra, le ataré y lo dejaré atado hasta el momento del aterrizaje. Entonces lo dejaré en libertad. Y si no alcanza el oxígeno, ¡pereceremos juntos!»

Así pensaba Bayson y esa era la razón de su acatamiento a la orden de no beber más. En los días que quedaban hasta la llegada a Marte se esmeró en recuperar su estado normal.

Hapgood lo observaba con sospecha. Veía que el organismo joven y sano se rehabilitaba rápidamente.

«¿Cómo podré librarme de él? Es mucho más fuerte que yo. Si no lo mato con el primer tiro, podrá desarmarme fácilmente.»

Si hubiese sabido que Bayson estaba armado, habría comprendido que sus planes estaban condenados al fracaso, pero lo ignoraba y confiaba en que su revólver le haría dueño de la situación.

Llegó el último día de la travesía. El cohete se aproximaba a su meta. Hapgood explicó a Bayson lo que tenía que hacer en el momento del aterrizaje. Cuando se detenga el freno, usted abrirá el paracaídas apenas yo se lo diga.

— Bueno — dijo Bayson —. Pero… ¿va a frenar el cohete?

Al formular la pregunta estaba muy emocionado. Le molestaba la perspectiva de volver a acostarse en el cajón con agua, porque así se encontraría absolutamente a merced de Hapgood, y estaba seguro que su compañero aprovecharía la oportunidad para dejarlo en su ataúd de aluminio. Pero Hapgood ni pensaba en ello.

— Tenemos un solo motor y no podemos emplearlo como freno. Habrá que frenar al cohete por fricción contra la atmósfera del planeta. Si son correctos mis cálculos — y no dudo de ellos —, toda esa operación ha de durar unas doce horas y requerirá enormes esfuerzos.

Bayson suspiró con alivio. El peligro más terrible había pasado y los próximos pasos le tenían sin cuidado por estar seguro de que en lucha abierta tenían las mismas posibilidades.

El cohete voló hacia Marte, pasándolo por la tangente y tocando su atmósfera justo a las catorce horas del 28 de diciembre, así como lo había calculado Hapgood. Con un vuelo de semicírculo, volvió a pasar el planeta pero del otro lado, y así, pasada tras pasada por una espiral extendida, penetrando cada vez más y más profundamente en su atmósfera, Hapgood iba apagando por fricción la velocidad cósmica de su cohete. Durante las últimas vueltas, el cohete ya no salió de la envoltura gaseosa de Marte. Cuando la velocidad decreció hasta 1.000 kilómetros por minuto, Hapgood decidió detener el vuelo. El armazón de la nave estaba recalentada y la temperatura interior había subido a cincuenta grados, de manera que los astronautas ya no podían soportar semejante calor. Temiendo perder el conocimiento y desmayarse y con ello arrastrar su expedición al fracaso, Hapgood dirigió el cohete hacia la superficie del planeta, distante unos cinco kilómetros. Quería aterrizar antes de la puesta del Sol, que ya se encontraba cerca del horizonte.

— ¡Paracaídas! — gritó a Bayson.

Era el momento decisivo: ¿Aguantaría el paracaídas el peso de la nave?

Se sintió un golpe seco y encima del cohete abrióse una gigantesca sombrilla de seda. La velocidad decayó enseguida. El paracaídas resistió.

Inundado de sudor, con los dientes apretados hasta el dolor, Hapgood se esforzaba por evitar a su nave una caída vertical y para ello esgrimía toda su pericia de piloto. Cuando sólo faltaba medio kilómetro para llegar al suelo, sobrevinieron las tinieblas y por la rapidez con que se hizo de noche, Hapgood se dio cuenta de que estaban en los «trópicos» marcianos.

Había que aterrizar a ciegas. Corrían el peligro de acuatizar en uno de los lagos, de cuya profundidad Hapgood no tenía ni la menor idea. Pero no había alternativa. El cohete bajaba a toda velocidad… Un golpe fuerte… el sonido de algún artefacto roto en el tablero de mando… un grito asustado de Bayson… y la nave se detuvo. Estaban en Marte.

Hapgood miró su reloj. Eran las trece y treinta y cuatro minutos. Se volvió hacia Bayson.

— ¡Anote! — dijo con voz entrecortada por la emoción —. A las trece horas y treinta y cuatro minutos hora de Washington (el lector ha de recordar que hay una diferencia de siete horas entre el meridiano de Moscú y el de Washington. Así, las trece, hora de Washington, corresponden a las veinte, hora de Moscú), ¡la astronave norteamericana construida por Charles Algernon Hapgood y dirigida por él mismo, aterrizó en el planeta Marte!

— Con una tripulación compuesta por el nombrado Charles Hapgood y el periodista Ralph Bayson — continuó Bayson —. Pero esto aún no es todo. Hay que salir de la nave y poner pie en tierra marciana para no ceder la primacía a nadie. Los astronautas rusos pueden llegar en cualquier momento.

— Si no han llegado ya — musitó Hapgood, pero en voz tan baja que Bayson no lo oyó.

— ¡Pronto, Charles!

Con febril premura, el periodista sacaba su aparato fotográfico.

Hapgood sabía cuál era su intención. Con la mayor rapidez sacaron el reloj del tablero de mando. Había sido sellado en la Tierra por una comisión Especial. Su cuadrante indicaba, además de la hora, las fechas mensuales, y había que sacarle una foto fuera de la nave para llevar con ellos una prueba indiscutible del momento de la llegada a Marte. El aparato fotográfico también estaba sellado. Munidos de sus escafandras y máscaras de oxígeno, del reloj, la cámara fotográfica y una potente lámpara de magnesio, salieron de la nave por su estrecha portezuela. Al cerrar tras sí la puerta hermética, Hapgood dijo que estaban cometiendo una gran imprudencia al bajar en un lugar desconocido en plena oscuridad.

— ¡Pues quédese! — exclamó Bayson —. ¡Saldré solo! No quiero perder todo el valor de este vuelo por culpa suya!

En ese momento, impulsado por su entusiasmo deportivo, se olvidó por completo de que tenían muy pocas probabilidades de volver a Tierra.

— ¡Abra la salida! — gritó imperativo, viendo la vacilación de Hapgood. Sonaron las cerraduras. La puerta se abrió y el aire fresco invadió la cámara, refrescando sus cuerpos recalentados. Lo primero que Hapgood vio fue la constelación de la Osa Mayor muy a ras del horizonte. En la atmósfera enrarecida de Marte, las estrellas tenían más brillo.

— Salga usted primero — dijo Bayson —. Usted tiene el derecho de ser el primero que pise tierra marciana.

La nave había aterrizado en la ribera arenosa de un lago. Desde la puerta de salida del cohete hasta el suelo había un metro y medio o más de altura. Sobreponiéndose a un instintivo temor, Hapgood hizo un esfuerzo y saltó. La débil atracción marciana hizo el salto muy liviano, como si hubiera saltado de una silla. Bayson le pasó el reloj, la lámpara, la cámara y luego saltó también. A unos metros de distancia había unos matorrales de plantas desconocidas. En la lóbrega oscuridad, iluminados sólo por las estrellas, parecían amenazas misteriosas, llenas de ocultos hechizos.

— Hay que alejarse del cohete para que se lo vea en la foto — gritó Bayson, cuya voz sonó como débil chillido a través de la máscara y del aire enrarecido. En derredor reinaba el más absoluto silencio, sin el más leve soplo de viento en el aire frío. Frío también era el brillo de las estrellas, destacándose una, en el horizonte, por su fuerte luz azulada.

— La Tierra — dijo Hapgood a media voz.

Se apartaron unos diez pasos de la nave, y se detuvieron; Hapgood tomó el reloj en la mano y Bayson, dando unos pasos más, colocó en alto la lámpara de magnesio (el «flash») abriendo el objetivo del aparato con la otra mano.

La luz enceguecedora del «flash» iluminó por un instante los matorrales, la pista, el lago, el cohete en la ribera y la silueta de Hapgood con el reloj en el brazo extendido.

Con su máscara que le tapaba la cara parecía un ser fantástico, un verdadero habitante marciano…

Así, hasta el fin de su vida, lo recordaría Bayson.

Pronto cambió la llave de su «flash» para una segunda iluminación, pero apenas lo levantó oyó un silbido chirriante…

Sobre el fondo de la línea más clara del horizonte se delineó un cuerpo largo y oscuro que casi lo rozó. Bayson oyó un grito espantoso.

Automáticamente apretó el botón y la iluminación le hizo ver un cuadro escalofriante. A dos pasos del lugar donde acababa de estar Hapgood brillaba la piel plateada de un largo animal parecido a una víbora gigantesca. Paralizado por el horror, Bayson vio solamente los pies de Charles que aparecían bajo el cuerpo del enorme animal desconocido que se le había echado encima. El «flash» se apagó y en la oscuridad aún más lúgubre después de la luz enceguecedora, el corazón de Bayson se llenó de un espanto mortal. Con un grito salvaje, arrojó la lámpara y casi inconscientemente se precipitó hacia la nave. Enloquecido, olvidando que en su bolsillo había un revólver, entró de un salto por la puerta de la astronave, cerrándola tras de sí. Lo sacudía un temblor tremendo y espasmos de náuseas lo trastornaban. Se echó al suelo sin fuerzas, con la cabeza vacía, incapaz de pensar, y se quedó así en las tinieblas. Ante sus ojos estaba el cuadro del compañero destrozado, con la víbora velluda encima y asomándole por debajo las piernas inmóviles.

Inmóviles… «quiere decir que ya había muerto» fue el primer pensamiento consciente. Se disiparon las náuseas y el temblar. Bayson se sentó y se puso a escuchar. El silencio era absoluto y de afuera no llegaba ni el menor sonido. Sólo oía los latidos de su propio corazón atribulado.

«Quizás habría podido salvarlo» cruzó por su mente la sugestión atormentada. «No, ya estaba muerto», se dijo de inmediato reviendo la escena.

Se levantó y prendió la luz. La puerta de entrada estaba bien cerrada, pero él no recordaba haberlo hecho y se estremeció. Luego se quitó la máscara de oxígeno y entró en el cohete. Repentinamente, se apoderó de él una invencible somnolencia. Sin siquiera elegir un lugar, se recostó en el suelo durmiéndose enseguida.


No habría podido decir cuánto tiempo había dormido, pero al abrir los ojos vio la luz del día que se filtraba por las ventanas. Sentóse y tomando su cabeza entre las manos pensó. Hapgood había perecido. Estaba solo en Marte, con este cohete que no le servía para nada. La muerte parecía inevitable. Nada podía salvarlo. Nada excepto… Pero, ¿cómo podía esperarse siquiera que la astronave soviética aterrizara precisamente en estos parajes? El planeta era enorme y Kamov podía aterrizar en cualquier punto de los ciento cincuenta millones de kilómetros cuadrados de la superficie de Marte. No había ni la menor posibilidad de esperanza. ¿Cuánto tiempo duraría su agonía? El aire le alcanzaría para tres meses, para él solo, tres meses… y se acordó cómo se preparaban a matarse mutuamente por este aire. ¿Vale la pena esperar tanto tiempo…? Tocó el revólver que tanto ocultara de Hapgood. La bala que destinaba a su compañero quedaba ahora para él mismo. Se acercó a la ventana para cerciorarse de la presencia del horrible habitante marciano por si aún se encontraba ahí. Cruzó su mente la idea de que sería oportuno sacarle una foto. «Sería una foto sensacional», pensó e involuntariamente sonrió. ¿Quién vería esa foto…?

Ya era de día. Los matorrales gris-azulado iluminados por el sol y la pista arenosa estaban desiertos. Notó su «flash», que había quedado tirado en la arena. El cuerpo de Hapgood no se veía. La mirada de Bayson se detuvo en una mancha obscura en el sitio donde habían estado la noche anterior. Vio una pierna humana con los restos de la escafandra. Al lado estaba el reloj, aplastado. Bayson comprendió que la mancha obscura era sangre y el pedazo de pierna, todo lo que quedaba de su compañero destrozado por el reptil marciano. Otra vez se apoderó de él un temblor convulsivo y la debilidad en las piernas lo hizo recostarse contra la pared. ¡No, fuera de este mundo atroz! Terminar… ¡Acabar con todo, enseguida…! Sintió en su mano el acero frío y, lentamente, levantó el revólver hacia su boca. Pero repentinamente se estremeció y bajó el brazo.

A una distancia de unos trescientos metros movíase un objeto que se acercaba rápidamente. La superficie debía ser metálica porque brillaba. Las plantas ocultaban sus formas y Bayson miraba sin comprender lo que era. Se acercó a la ventana mirando a la enigmática aparición que se dirigía hacia el cohete.

— Se parece al techo de un automóvil — dijo en voz alta.

¿Pero de dónde saldría un automóvil en Marte? ¿Sería posible que el planeta estuviese habitado y que fueran los marcianos que se acercaban a la astronave? Podía ser la salvación llegada en el último momento.

Los latidos de su corazón se aceleraron ante la esperanza renacida. Si los marcianos podían crear un vehículo a motor como un automóvil terrestre entonces su técnica se encuentra en un alto nivel de desarrollo.

«Puede ser que lo que brilla sea la coraza de otro reptil marciano… — pensó —. ¿Quién sabe qué seres pueblan este planeta?»

El objeto brillante se acercaba a gran velocidad y era evidente que se dirigía a la astronave norteamericana. Transcurridos unos segundos, Bayson se convenció de que lo que miraba no era un animal sino algo hecho por manos humanas o por un ser que se parecía al hombre terrestre. Veía que el techo del misterioso automóvil estaba pintado con barniz blanco y lustroso. Se le acercaban criaturas conscientes y racionales. Pasaron otros minutos llenos de angustia y en la pista arenosa, aplastando los tallos de las plantas, apareció un pequeño vehículo a oruga, de una blancura enceguecedora. Por los cristales de sus ventanas veíanse seres humanos. El hombre sentado en el volante se inclinó hacia adelante y Bayson dio un paso atrás con un grito de sorpresa.

Reconoció el rostro, tan frecuentemente fotografiado, de Paichadze.