"220 dias en una nave sideral" - читать интересную книгу автора (Martinov Gueorgui)

EN MARTE

27 de diciembre de 19…

¡Marte! ¡En la Tierra parecía tan lejano e inalcanzable!

¡Y aquí estamos, en Marte! ¡Uno quisiera repetir esta palabra un sinnúmero de veces!

Es de noche tras las ventanas de nuestra nave. ¡Para nosotros, es la primera noche en seis meses! El sol no se ve. Ha bajado detrás de la línea del horizonte, exactamente como lo hacía en la Tierra. ¡La Puesta del Sol…!

Este fenómeno tan simple, tan conocido, nos pareció extraordinario y lleno de misterioso sentido. Más pequeño y más frío que mirado desde la Tierra, echó sus últimos fulgores sobre nuestra nave y se ocultó. Un sembrado de diamantes se esparció por un cielo más oscuro que el nuestro, en constelaciones conocidas desde la infancia… Un desierto arenoso, plantas azulado-grises y aguas mansas de un lago donde acuatizó la nave, todo se sumergió en las tinieblas. Mañana, al amanecer, saldremos de la nave.

¡Mañana…! Entre tanto, Kamov nos mandó descansar. Paichadze duerme en su hamaca, suspendida entre la puerta y la ventana. Yo estoy sentado en la, mía, ¡pero el sueño me huye! Los nervios en tensión tienen que apaciguarse. ¡El diario! sí, ése es un remedio seguro. Hablaré de la llegada a Marte.

Nuestra estupenda astronave llegó al tiempo previsto al punto del espacio donde tenía que encontrarse con el planeta.

Al acercarnos, lo vimos casi frente a nosotros, todo iluminado por los rayos solares, y podíamos observar diariamente su paulatino aumento. No tenía el color rojo-anaranjado que veíamos desde Tierra, sino anaranjado-amarillento. Al principio creí que era debido a la velocidad de nuestro vuelo, pero Paichadze me explicó que esta velocidad no era suficiente para producir un acortamiento de las ondas luminosas, aunque viniesen a nuestro encuentro.

— Para que la luz roja pueda parecer amarilla — dijo— la velocidad de la nave debería ser quinientas veces mayor que la nuestra. Entonces la onda de luz roja se acortaría convirtiéndose en amarilla; es decir produciría en el ojo una receptividad correspondiente. Ello podría producirse con una sola línea espectral, pero Marte da un espectro constante.

— ¿Pero por qué cambió tanto su color? — inquirí.

— Esto me lo estoy preguntando yo también — respondió —. Ha de ser porque no hay atmósfera detrás de nuestras ventanas. Cuando encuentre una explicación, se la comunicaré.

Estábamos solos en el observatorio. Kamov y Belopolski descansaban. Yo miraba fijamente el pequeño disco del planeta. La pequeña esfera parecía acercarse. ¿Qué nos esperaba allá, al término de nuestra meta?

— ¿Qué cree usted, habrá seres racionales en Marte?

— A semejante pregunta, se puede contestar sólo una cosa: la ciencia no se dedica a adivinanzas. No se ha observado ningún indicio de seres racionales.

— ¿Y los canales?

Se encogió de hombros.

— Schiaparelli, cuando descubrió en Marte unas líneas delgadas y rectas, los llamó «canales», lo que, en italiano quiere decir «estrechos» que no son necesariamente de origen artificial. De allí el malentendido. Las líneas rectas se ven desde la Tierra. Las fotografiamos. No hay motivo para suponer que sean el resultado de una actividad consciente. Ahora, acercándonos a Marte, no veo ninguno de esos canales.

— ¿Cómo puede ser eso?

— Muy simple. Al principio se los veía en nuestro telescopio más y más nítidamente. Luego, al acercarnos, las líneas se tornaban más borrosas y llegaron a desaparecer por completo.

— Entonces, ¿resulta que no son mas que una ilusión, no óptica, sino de distancia. Pero ha de haber alguna causa de ese espejismo. Los adversarios de Schiaparelli y Lowell consideraban que los canales eran una ilusión óptica causada por la distancia y es posible que tengan razón.

Me pareció que el tema no era de su agrado y pase a otra cosa. Quizás se aclare el asunto cuando estemos ya en Marte. El descenso no fue diferente del de Venus, sólo que no tropezamos con las nubes que nos ocultaban la superficie de aquel planeta: la atmósfera de Marte era límpida y transparente.

Así como se hiciera ciento cuatro días antes, se pusieron en funcionamiento los motores de freno. La tripulación se encontraba en sus puestos: Kamov al mando, Paichadze y Belopolski ante sus aparatos y yo ante mi ventana con los míos.

Marte crecía a ojos vistas y parecía como si se precipitara hacia la nave. La superficie esférica del planeta se convertía paulatinamente en cóncava, como una copa gigantesca. A medida que nos acercábamos bajaban los bordes de la copa ensanchándose siempre más; y cuando estuvimos a una altura de unos mil kilómetros, esos bordes desaparecieron tras la línea del lejano horizonte.

Nos encontrábamos en una llanura infinita. No se divisaba ninguna altura; sólo una superficie amarillenta y lisa con algunas manchas obscuras.

— ¡Un desierto! — dijo Kamov.

Se apoderó de mí una desagradable sensación de decepción. ¿Por qué? ¿Qué es lo que esperaba? Las deducciones de la ciencia moderna no dejaban lugar a las ilusiones. Lo sabía. Pero estaba profundamente desilusionado.

El hombre es un ser extraño: en todas partes del universo quiere encontrar seres racionales que se le parezcan. Después del fracaso de mis esperanzas en Venus, trasladé todas mis ilusiones a Marte. Me parecía indudable encontrar sitios habitados. Volvían a surgir en mi mente todos los seres fantásticos, desde los monstruosos arácnidos de H.G. Wells hasta los habitantes altamente civilizados de Alexis Tolstoy, todos los espectros creados por la imaginación de los novelistas.

Y he aquí nuestra nave que vuela con alas desplegadas encima de este desierto muerto y tétrico… ¡Qué contraste con Venus! Allá, en la «Hermana de la Tierra», brama el océano y se levantan sus olas gigantescas. Las nubes tempestuosas estallan en truenos y revientan en lluvias torrenciales, relampaguean los rayos enceguecedores. Árboles colosales, altas montañas y la vida… la vida aún inconsciente, ciega, pero cuyas fuerzas nacientes brotan y se abren camino hacia el porvenir, mientras aquí, ¿qué…?

La nave descendió a la altura de un kilómetro y con los prismáticos podían verse todos los detalles del paisaje: arena… arena y algunas manchas de plantas azuladas. Volábamos del lado opuesto a la rotación del planeta, es decir, al occidente, con una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. El paisaje iba cambiando de aspecto y eran más frecuentes las manchas de vegetación. Luego desapareció el desierto arenoso y el suelo mostróse cubierto por un manto de plantas desconocidas; pero siempre ni un árbol, ¡ni un arbusto siquiera!

De repente vimos un pequeño lago. Luego, otros más. ¿Quizás llegaremos a un mar…? Pero no… Después de dos horas de vuelo volvimos a divisar el desierto arenoso.

— Serguei Alexandrovich — dijo Belopolski— habría que volver atrás, donde vimos los lagos, y acuatizar en uno de ellos.

— Vamos a investigar un poco más. Aún hemos visto muy poco, han de encontrarse otros valles.

Las palabras de nuestro capitán se confirmaron sólo a las cuatro horas más de vuelo, puesto que durante todo ese lapso vimos siempre el mismo cuadro desolador: el desierto infinito y triste. No había ni montañas ni colinas y el valle que habíamos avistado tenía una profundidad insignificante en un ancho de más de mil kilómetros, lo que no contribuía a modificar la impresión de que la superficie de Marte era lisa como una bola de billar. Es posible que en tiempos muy remotos haya habido montañas, pero los vientos y las lluvias produjeron sus efectos de erosión de manera que no quedaron ni vestigios de esas remotas alturas.

El sol descendía lentamente al horizonte. Pronto vendría la noche. La primera noche, para nosotros, desde hacía seis meses. Una noche en un planeta foráneo. ¿Foráneo? Pero, ¿a quién pertenecía…?

No vimos nada que permitiera suponer la presencia de seres vivientes. ¿Pero no es acaso posible que allá, a ras de tierra, donde crecen aquellas plantas nunca vistas, se oculten los habitantes de Marte? Eso lo sabremos cuando la nave haya aterrizado.

— Tenemos que descender antes de que llegue la noche — dijo Kamov.

Al final de siete horas de vuelo de inspección llegamos a otro valle, donde aparecían más oasis sobre el fondo amarillento del desierto. Luego aparecieron otra vez los lagos.

El sol había bajado ya sensiblemente sobre el horizonte, cuando Kamov decidió interrumpir el vuelo. Empezó a reducirse la velocidad. La nave ejecutaba amplias vueltas alrededor del lugar elegido para acuatizar. El bramido de los motores iba suavizándose y se sintió el estremecimiento del cuerpo enorme de la nave.

Llegó el momento decisivo y más peligroso. El vehículo, con sus decenas de toneladas de peso, se mantenía dificultosamente en el aire rarificado. A cada segundo podía desplomarse.

Kamov no apartaba la vista del periscopio. Sus manos expertas manejaban con firmeza las palancas y los botones del tablero de mando.

Ya estábamos a cincuenta metros de la superficie.

De repente se sintió una aceleración imprevista: era la atracción del planeta que superaba la inercia del vuelo. Planeando sobre sus alas, la nave empezó a descender suavemente. Los motores dejaron de funcionar. Se oyó un crujido y un rechinamiento. Se levantaron nubes de polvo arenoso y la nave cósmica, que había atravesado más de cuatrocientos cuarenta millones de kilómetros en su vuelo interplanetario, se detuvo.

Llegamos a la meta. ¡Estamos en Marte!

En un ímpetu espontáneo de emoción, nos abrazamos todos.

— Serguei Alexandrovich ¿cuándo piensa usted desembarcar? — preguntó Paichadze.

— Solamente mañana por la mañana — contestó Kamov.

— ¿En qué latitud nos encontramos?

— Más o menos en el ecuador.

¡Quiere decir que la noche durará doce horas enteras! (El día de Marte tiene 37 minutos más que el de la Tierra).

Parecía muy larga la espera, pero ni siquiera se nos ocurrió discutir con nuestro comandante. Todos comprendíamos que el sentimiento de responsabilidad por nuestras vidas y por el éxito de la expedición lo guiaba al tomar una determinación de esa índole. ¿Quién podía saber lo que nos esperaba fuera de nuestra nave, en suelo extraño? Quizá las plantas rastreras oculten lagartos y otros reptiles desconocidos en nuestro planeta. No sería prudente aventurarse de noche, bajando de la nave segura.

La noche cerrada sobrevino muy pronto, como suele ocurrir en los trópicos, lo que demostraba qué acertada era la suposición de que nos encontrábamos cerca de la zona ecuatorial.

— Lo mejor es irnos a nuestros camarotes y descansar hasta la mañana — dijo Kamov —. Nos espera una tarea nada fácil. Es verdad que en Marte la fuerza de gravedad es inferior a la de la Tierra, y que el trabajo físico resultará menos pesado, pero todos nos hemos desacostumbrado a trabajar de ese modo.

Seguí a Paichadze hasta nuestro camarote. Los movimientos eran ágiles y en todas las articulaciones del cuerpo se sentía una fuerza extraordinaria. Lo que creaba esta ilusión era la débil fuerza de atracción de Marte.

Era muy incómodo trasladarse de un lugar de la nave a otro, pues sus estrechos pasillos y puertas redondas no estaban adaptados a las condiciones de gravedad.

En nuestro camarote, solamente el armario conservaba una ubicación correcta, según nuestros conceptos terrestres. En cuanto a la mesa, se encontraba montada por sus patas a la pared lateral. Era difícil imaginarse que hasta hacía poco yo me quedaba «sentado» ante ella, sintiéndome muy cómodo. Nuestras redes-camas, donde tan bien habíamos dormido, colgaban a ambos lados de la ventana, fuera de nuestro alcance. Fueron reemplazados por dos hamacas en las que nos instalamos no sin grandes esfuerzos y muchas bromas.

Paichadze no quiso conversar, se acostó y cerró los ojos. Ahora duerme y yo termino mis notas de hoy, que resultan un poco cortas, pero contienen lo principal.

Mañana nos pondremos a la tarea. El programa se trazó en la Tierra, pero tiene tres variantes, según lo que encontremos en este planeta. Mucho me temo que habrá que atenerse a la variante más corta, trazada para el caso de que Marte resultara completamente deshabitado. Según lo que vimos por las ventanas de la nave, el planeta no es más que un desierto. No nos tomará mucho tiempo coleccionar un muestrario de plantas. El día de mañana lo dedicaremos a los preparativos y luego haremos cuatro excursiones de investigación en un radio de cien kilómetros a la redonda de nuestra astronave. La primera excursión estará a cargo de Kamov y Paichadze y la segunda la haremos Belopolski y yo. Así se estableció, puesto que en la nave siempre tiene que quedarse uno de los dos, Kamov o Belopolski, para el caso de que desaparezcan los miembros de una excursión, pues la nave tiene que regresar a Tierra en cualquier circunstancia.

¡Es nuestro deber ante la Ciencia!

Las dos terceras partes de nuestra travesía se efectuaron satisfactoriamente. Esperemos, pues, que el último tercio llegue a realizarse de la misma manera.