"La guerra del fin del mundo" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)IVCuando Lelis Piedades, el abogado del Barón de Cañabrava, ofició al Juzgado de Salvador que la hacienda de Canudos había sido invadida por maleantes, el Consejero llevaba allá tres meses. Por los sertones había corrido la noticia de que en ese sitio cercado de montes pedregosos, llamado Canudos por las cachimbas de canutos que fumaban antaño los lugareños, había echado raíces el santo que peregrinó a lo largo y a lo ancho del mundo por un cuarto de siglo. El lugar era conocido por los vaqueros, pues los ganados solían pernoctar a las orillas del Vassa Barris. En las semanas y meses siguientes se vio a grupos de curiosos, de pecadores, de enfermos, de vagos, de huidos que, por el Norte, el Sur, el Este y el Oeste se dirigían a Canudos con el presentimiento o la esperanza de que allí encontrarían perdón, refugio, salud, felicidad. A la mañana siguiente de llegar, el Consejero empezó a construir un Templo que, dijo, sería todo de piedra, con dos torres muy altas, y consagrado al Buen Jesús. Decidió que se elevara frente a la vieja Iglesia de San Antonio, capilla de la hacienda. «Que levanten las manos los ricos», decía, predicando a la luz de una fogata, en la incipiente aldea. «Yo las levanto. Porque soy hijo de Dios, que me ha dado un alma inmortal, que puede merecer el cielo, la verdadera riqueza. Yo las levanto porque el Padre me ha hecho pobre en esta vida para ser rico en la otra. ¡Que levanten las manos los ricos!» En las sombras chisporroteantes emergía entonces, de entre los harapos y los cueros y las raídas blusas de algodón, un bosque de brazos. Rezaban antes y después de los consejos y hacían procesiones entre las viviendas a medio hacer y los refugios de trapos y tablas donde dormían, y en la noche sertanera se los oía vitorear a la Virgen y al Buen Jesús y dar mueras al Can y al Anticristo. Un hombre de Mirandela, que preparaba fuegos artificiales en las ferias —Antonio el Fogueteiro — fue uno de los primeros romeros y, desde entonces, en las procesiones de Canudos se quemaron castillos y reventaron cohetes. El Consejero dirigía los trabajos del Templo, asesorado por un maestro albañil que lo había ayudado a restaurar muchas capillas y a construir desde sus cimientos la Iglesia del Buen Jesús, en Crisópolis, y designaba a los penitentes que irían a picar piedras, cernir arena o recoger maderas. Al atardecer, después de una cena frugal —si no estaba ayunando — que consistía en un mendrugo de pan, alguna fruta, un bocado de farinha y unos sorbos de agua, el Consejero daba la bienvenida a los recién llegados, exhortaba a los otros a ser hospitalarios, y luego del Credo, el Padrenuestro y los Avemarías, su voz elocuente les predicaba la austeridad, la mortificación, la abstinencia, y los hacía partícipes de visiones que se parecían a los cuentos de los troveros. El fin estaba cerca, se podía divisar como Canudos desde el Alto de Favela. La República seguiría mandando hordas con uniformes y fusiles para tratar de prenderlo, a fin de impedir que hablara a los necesitados, pero, por más sangre que hiciera correr, el Perro no mordería a Jesús. Habría un diluvio, luego un terremoto. Un eclipse sumiría al mundo en tinieblas tan absolutas que todo debería hacerse al tacto, como entre ciegos, mientras a lo lejos retumbaba la batalla. Millares morirían de pánico. Pero, al despejarse las brumas, un amanecer diáfano, las mujeres y los hombres verían a su alrededor, en las lomas y montes de Canudos, al Ejército de Don Sebastián. El gran Rey habría derrotado a las carnadas del Can, limpiado el mundo para el Señor. Ellos verían a Don Sebastián, con su relampagueante armadura y su espada; verían su rostro bondadoso, adolescente, les sonreía desde lo alto de su cabalgadura enjaezada de oro y diamantes, y lo verían alejarse, cumplida su misión redentora, para regresar con su Ejército al fondo del mar. Los curtidores, los aparceros, los curanderos, los mercachifles, las lavanderas, las comadronas y las mendigas que habían llegado hasta Canudos después de muchos días y noches de viaje, con sus bienes en un carromato o en el lomo de un asno, y que estaban ahora allí, agazapados en la sombra, escuchando y queriendo creer, sentían humedecérseles los ojos. Rezaban y cantaban con la misma convicción que los antiguos peregrinos; los que no sabían aprendían de prisa los rezos, los cantos, las verdades. Antonio Vilanova, el comerciante de Canudos, era uno de los más ansiosos por saber; en las noches, daba largos paseos por las orillas del río o de los recientes sembríos con Antonio el Beatito, quien, pacientemente, le explicaba los mandamientos y las prohibiciones de la religión que él, luego, enseñaba a su hermano Honorio, su mujer Antonia, su cuñada Asunción y los hijos de las dos parejas. No faltaba que comer. Había granos, legumbres, carnes, y, como el Vassa Barris tenía agua, se podía sembrar. Los que llegaban traían provisiones y de otros pueblos solían mandarles aves, conejos, cerdos, cereales, chivos. El Consejero pidió a Antonio Vilanova que almacenara los alimentos y vigilara su reparto entre los desvalidos. Sin directivas específicas, pero en función de las enseñanzas del Consejero, la vida se fue organizando, aunque no sin tropiezos. El Beatito se encargaba de instruir a los romeros que llegaban y de recibir sus donativos, siempre que no fueran en dinero. Los reis de la República que donaban tenían que ir a gastarlos a Cumbe o Joazeiro, escoltados por Joáo Abade o Pajeú, que sabían pelear, en cosas para el Templo: palas, picas, plomadas, maderas de calidad, imágenes de santos y crucifijos. La Madre María Quadrado ponía en una urna los anillos, aretes, prendedores, collares, peinetas, monedas antiguas o simples adornos de arcilla y de hueso que ofrecían los romeros y ese tesoro se exhibía en la Iglesia de San Antonio cada vez que el Padre Joaquim, de Cumbe, u otro párroco de la región, venía a decir misa, confesar, bautizar y casar a los vecinos. Esos días eran siempre de fiesta. Dos prófugos de la justicia, Joáo Grande y Pedráo, los hombres más fuertes del lugar, dirigían las cuadrillas que arrastraban, de las canteras de los alrededores, piedras para el Templo. Catarina, la esposa de Joáo Abade, y Alejandrinha Correa, una mujer de Cumbe que, se decía, había hecho milagros, preparaban la comida para los trabajadores de la construcción. La vida estaba lejos de ser perfecta y sin complicaciones. Pese a que el Consejero predicaba contra el juego, el tabaco y el alcohol, había quienes jugaban, fumaban y bebían cachaca y, cuando Canudos comenzó a crecer, hubo líos de faldas, robos, borracheras y hasta cuchilladas. Pero esas cosas ocurrían allí en menor escala que en otras partes y en la periferia de ese centro activo, fraterno, ferviente, ascético, que eran el Consejero y sus discípulos. El Consejero no había prohibido que las mujeres se ataviaran, pero dijo incontables veces que quien cuidaba mucho de su cuerpo podía descuidar su alma y que, como Luzbel, una hermosa apariencia solía ocultar un espíritu sucio y nauseoso: los colores fueron desapareciendo de los vestidos de jóvenes y viejas, y éstos se fueron alargando hasta los tobillos, estirando hasta los cuellos y anchando hasta parecer túnicas de monjas. Con los escotes, se esfumaron los adornos y hasta las cintas que sujetaban los cabellos, los que iban ahora libres u ocultos bajo pañolones. Había a veces incidentes con «las magdalenas», esas perdidas que, pese a haber venido hasta aquí a costa de sacrificios y de haber besado los pies del Consejero implorando perdón, eran hostilizadas por mujeres intolerantes que las querían hacer llevar peines de espinos en prueba de arrepentimiento. Pero, en general, la vida era pacífica y reinaba un espíritu de colaboración entre los vecinos. Una fuente de problemas era el inaceptable dinero de la República: al que se sorprendía utilizándolo en cualquier transacción los hombres del Consejero le quitaban lo que tenía y lo obligaban a marcharse de Canudos. Se comerciaba con las monedas que llevaban la efigie del Emperador Don Pedro o la de su hija, la Princesa Isabel, pero como eran escasas se generalizó el trueque de productos y de servicios. Se cambiaba rapadura por alpargatas, gallinas por curación de yerbas, farinha por herraduras, tejas por telas, hamacas por machetes y los trabajos, en sembríos, viviendas, corrales, se retribuían con trabajos. Nadie cobraba el tiempo y esfuerzo dados al Buen Jesús. Además del Templo, se construían las viviendas que se llamarían después Casas de Salud, donde se empezó a dar alojamiento, comida y cuidados a los enfermos, ancianos y niños huérfanos. María Quadrado dirigió al principio esta tarea, pero, luego que se erigió el Santuario —una casita de barro, dos cuartos, techo de paja — para que el Consejero pudiera descansar siquiera algunas horas de los romeros que lo acosaban sin descanso, y la Madre de los Hombres se dedicó sólo a él, las Casas de Salud quedaron a cargo de las Sardelinhas — Antonia y Asunción—, las mujeres de los Vilanova. Hubo pendencias por las tierras cultivables, vecinas al Vassa Barris, que fueron ocupando los romeros que arraigaron en Canudos y que otros les disputaban. Antonio Vilanova, el comerciante, dirimía estas rivalidades. Él, por encomienda del Consejero, distribuyó lotes para las viviendas de los recién venidos y separó las tierras para corral de los animales que los creyentes mandaban o traían de regalo, y hacía de juez cuando surgían pleitos de bienes y propiedades. No había muchos, en verdad, pues las gentes no venían a Canudos atraídas por la codicia o la idea de prosperidad material. La comunidad vivía entregada a ocupaciones espirituales: oraciones, entierros, ayunos, procesiones, la construcción del Templo del Buen Jesús y, sobre todo, los consejos del atardecer que podían prolongarse hasta tarde en la noche y durante los cuales todo se interrumpía en Canudos. En el candente mediodía, la feria organizada por el Partido Republicano Progresista ha llenado las paredes de Queimadas con carteles de un BRASIL unido, una nación fuerte y con el nombre de Epaminondas Goncalves. Pero en su cuarto de la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, Galileo Gall no piensa en la fiesta política que repica allá fuera sino en las contradictorias aptitudes que ha descubierto en Rufino. «Es una conjunción poco común», piensa. Orientación y Concentración son afines, desde luego, y nada más normal que encontrarlas en alguien que se pasa la vida recorriendo esta inmensa región, guiando viajeros, cazadores, convoyes, sirviendo de correo o rastreando el ganado extraviado. Pero ¿y la Maravillosidad? ¿Cómo congeniar la propensión a la fantasía, al delirio, a la irrealidad, típica de artistas y gentes imprácticas, con un hombre en el que todo indica al materialista, al terráqueo, al pragmático? Sin embargo, eso es lo que dicen sus huesos: Orientatividad, Concentratividad, Maravillosidad. Galileo Gall lo descubrió apenas pudo palpar al guía. Piensa: «Es una conjunción absurda, incompatible. Como ser púdico y exhibicionista, avaro y pródigo». Está mojándose la cara, inclinado sobre un balde, entre tabiques constelados de garabatos, recortes con imágenes de una función de ópera y un espejo roto. Cucarachas color café asoman y desaparecen por las hendiduras del suelo y hay una pequeña lagartija petrificada en el techo. El mobiliario es un camastro sin sábanas. La atmósfera festiva entra en la habitación por una ventana enrejada: voces que magnifica un altavoz, golpes de platillo, redobles de tambor y la algarabía de los chiquillos que vuelan cometas. Alguien mezcla ataques al Partido Autonomista de Bahía, al Gobernador Luis Viana, al Barón de Cañabrava, con alabanzas a Epaminondas Goncalves y al Partido Republicano Progresista. Galileo Gall sigue lavándose, indiferente al bullicio exterior. Una vez que ha terminado, se seca la cara con su propia camisa y se deja caer sobre el camastro, boca arriba, con un brazo bajo la cabeza como almohada. Mira las cucarachas, la lagartija. Piensa: «La ciencia contra la impaciencia». Lleva ocho días en Queimadas y, aunque es un hombre que sabe esperar, ha comenzado a sentir cierta angustia: eso lo ha inducido a pedirle a Rufino que se dejara palpar. No ha sido fácil convencerlo, pues el guía es desconfiado y Gall recuerda cómo, mientras lo palpaba, lo sentía tenso, listo a saltarle encima. Se han visto a diario, se entienden sin dificultad y, para matar el tiempo de espera, Galileo ha estudiado su comportamiento, tomado notas sobre él: «Lee en el cielo, en los árboles y en la tierra como en un libro; es hombre de ideas simples, inflexibles, con un código del honor estricto y una moral que ha brotado de su comercio con la naturaleza y con los hombres, no del estudio pues no sabe leer, ni de la religión, ya que no parece muy creyente». Todo esto coincide con lo que han sentido sus dedos, salvo la Maravillosidad. ¿En qué se manifiesta, cómo no ha advertido en Rufino ninguno de sus síntomas, en estos ocho días, mientras negociaba con él el viaje a Canudos, en su cabaña de las afueras, tomando un refresco en la estación del ferrocarril o caminando entre las curtiembres, a orillas del Itapicurú? En Jurema, en cambio, la mujer del guía, esa vocación perniciosa, anticientífica —salir del campo de la experiencia, sumirse en la fantasmagoría y la ensoñación —es evidente. Pues, pese a lo reservada que es en su presencia, Galileo ha oído a Jurema contar la historia del San Antonio de madera que está en el altar mayor de la Iglesia de Queimadas. «La encontraron en una gruta, hace años, y la llevaron a la Iglesia y al día siguiente desapareció y apareció de nuevo en la gruta. La amarraron en el altar para que no se escapara y, a pesar de ello, volvió a irse a la gruta. Y así estuvo, yendo y viniendo, hasta que llegó a Queimadas una Santa Misión, con cuatro padres capuchinos y el Obispo, que consagraron la Iglesia a San Antonio y rebautizaron al pueblo San Antonio das Queimadas en honor del santo. Sólo así se quedó quieta la imagen en el altar donde ahora se le prenden velas.» Galileo Gall recuerda que, cuando preguntó a Rufino si él creía en la historia que contaba su mujer, el rastreador encogió los hombros y sonrió con escepticismo. Jurema, en cambio, creía. A Galileo le hubiera gustado palparla a ella también, pero no lo ha intentado; está seguro que la sola idea de que un extranjero toque la cabeza de su mujer debe ser inconcebible para Rufino. Sí, se trata de un hombre suspicaz. Le ha costado trabajo que acepte llevarlo a Canudos. Ha regateado el precio, puesto objeciones, dudado, y aunque ha accedido, Galileo lo nota incómodo cuando le habla del Consejero y los yagunzos. Sin darse cuenta, su atención se ha ido desviando de Rufino a la voz que viene de fuera: «La autonomía regional y la descentralización son pretextos que utilizan el Gobernador Viana, el Barón de Cañabrava y sus esbirros para conservar sus privilegios e impedir que Bahía se modernice igual que los otros Estados del Brasil. ¿Quiénes son los Autonomistas? ¡Monárquicos emboscados que, si no fuera por nosotros, resucitarían el Imperio corrupto y asesinarían a la República! Pero el Partido Republicano Progresista de Epaminondas Goncalves se lo impedirá…». Es alguien distinto del que hablaba antes, más claro, Galileo comprende todo lo que dice, y hasta parece tener alguna idea, en tanto que su predecesor sólo tenía aullidos. ¿Irá a la ventana a espiar? No, no se mueve del camastro, está seguro que el espectáculo sigue siendo el mismo: grupos de curiosos que recorren los puestos de bebidas y comidas, escuchan a los troveros o rodean al hombre con zancos que dice la suerte, y, a veces, se dignan detenerse un momento a mirar, no a escuchar, ante el tabladillo desde el que hace su propaganda el Partido Republicano Progresista, y al que protegen capangas con escopetas. «Su indiferencia es sabia», piensa Galileo Gall. ¿De qué les sirve a las gentes de Queimadas saber que el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava está en contra del sistema centralista del Partido Republicano y que éste combate el descentralismo y el federalismo que propone su adversario? ¿Tienen algo que ver con los intereses de los humildes las querellas retóricas de los partidos burgueses? Hacen bien en aprovechar la feria y desinteresarse de lo que dicen los del tabladillo. La víspera, Galileo ha detectado cierta excitación en Queimadas, pero no por la fiesta del Partido Republicano Progresista sino porque las gentes se preguntaban si el Partido Autonomista del Barón de Cañabrava mandaría capangas a desbaratarles el espectáculo a sus enemigos y habría tiros, como otras veces. Es media mañana, no ha ocurrido y, sin duda, no ocurrirá. ¿Para qué se molestarían en atacar un mitin tan huérfano de apoyo? Gall piensa que las ferias de los Autonomistas deben ser idénticas a la que tiene lugar allá afuera. No, aquí no está la política de Bahía, del Brasil. Piensa: «Está allá, entre esos que ni siquiera saben que son los genuinos políticos de ese país». ¿Tardará mucho la espera? Galileo Gall se sienta en la cama. Murmura: «La ciencia contra la impaciencia». Abre el maletín que está en el suelo y aparta ropas, un revólver, coge la libreta donde ha tomado apuntes sobre las curtiembres de Queimadas, en las que ha matado algunas horas estos días, y hojea lo que ha escrito: «Construcciones de ladrillos, techo de tejas, columnas rústicas. Por doquier, atados de corteza de angico, cortada y picada con martillo y cuchillo. Echan el angico a unas pozas llenas con agua del río. Sumergen los cueros luego de sacarles el pelo y los dejan remojando unos ocho días, tiempo que demoran en curtirse. De la corteza del árbol llamado angico sale el tanino, la sustancia que los curte. Cuelgan los cueros a la sombra hasta que se secan y los raspan con cuchillos para quitarles los residuos. Someten a este proceso a reses, carneros, cabras, conejos, venados, zorros y onzas. El angico es color sangre, de fuerte olor. Las curtiembres son empresas familiares, primitivas, en las que trabajan el padre, la madre, los hijos y parientes cercanos. El cuero crudo es la principal riqueza de Queimadas». Vuelve a colocar la libreta en la bolsa. Los curtidores se han mostrado amables, le han explicado su trabajo. ¿Por qué son tan reticentes a hablar de Canudos? ¿Desconfían de alguien cuyo portugués les cuesta entender? Él sabe que Canudos y el Consejero son el centro de conversación en Queimadas. Pero él, pese a sus intentos, no ha podido charlar con nadie, ni siquiera Rufino y Jurema, sobre ese tema. En las curtiembres, en la estación, en la Pensión Nuestra Señora de las Gracias, en la plaza de Queimadas, vez que lo ha mencionado ha visto la misma suspicacia en todos los ojos, se ha hecho el mismo silencio o ha escuchado las mismas evasivas. «Son prudentes. Desconfían», piensa. Piensa: «Saben lo que hacen. Son sabios». Vuelve a escarbar entre las ropas y el revólver y saca el único libro que hay en la bolsa. Es un ejemplar viejo, manoseado, de pergamino oscuro, en el que se lee ya apenas el nombre de Pierre Joseph Proudhon, pero en el que está todavía claro el título, Sus primeros recuerdos, que serían también los mejores y los que volverían con más puntualidad, no eran ni su madre, que lo abandonó para correr detrás de un sargento de la Guardia Nacional que pasó por Custodia a la cabeza de una volante que perseguía cangaceiros, ni el padre que nunca conoció, ni los tíos que lo recogieron y criaron —Zé Faustino y Doña Ángela—, ni la treintena de ranchos y las recocidas calles de Custodia, sino los cantores ambulantes. Venían cada cierto tiempo, para alegrar las bodas, o rumbo al rodeo de una hacienda o la feria con que un pueblo celebraba a su santo patrono, y por un trago de cachaca y un plato de charqui y farola contaban las historias de Oliveros, de la Princesa Magalona, de Carlomagno y los Doce Pares de Francia. Joáo las escuchaba con los ojos muy abiertos, sus labios moviéndose al compás de los del trovero. Luego tenía sueños suntuosos en los que resonaban las lanzas de los caballeros que salvaban a la Cristiandad de las hordas paganas. Pero la historia que llegó a ser carne de su carne fue la de Roberto el Diablo, ese hijo del Duque de Normandía que, después de cometer todas las maldades, se arrepintió y anduvo a cuatro patas, ladrando en vez de hablar y durmiendo entre las bestias, hasta que, habiendo alcanzado la misericordia del Buen Jesús, salvó al Emperador del ataque de los moros y se casó con la Reina del Brasil. El niño se obstinaba en que los troveros la contaran sin omitir detalle: cómo, en su época malvada, Roberto el Diablo había hundido la faca en incontables gargantas de doncellas y ermitaños, por el placer de ver sufrir, y cómo, en su época de siervo de Dios, recorrió el mundo en busca de los parientes de sus víctimas, a quienes besaba los pies y pedía tormento. Los vecinos de Custodia pensaban que Joáo sería cantor del sertón e iría de pueblo en pueblo, la guitarra al hombro, llevando mensajes y alegrando a las gentes con historias y música. Joáo ayudaba a Zé Faustino en su almacén, que proveía de telas, granos, bebidas, instrumentos de labranza, dulces y baratijas a todo el contorno. Zé Faustino viajaba mucho, llevando mercancías a las haciendas o yendo a comprarlas a la ciudad y, en su ausencia, Doña Ángela atendía el negocio, un rancho de barro amasado, que tenía un corral con gallinas. La señora había puesto en el sobrino el cariño que no pudo dar a los hijos que no tuvo. Había hecho prometer a Joáo que alguna vez la llevaría a Salvador, para echarse a los pies de la milagrosa imagen del Senhor de Bonfim, de quien tenía una colección de estampas en su cabecera. Los vecinos de Custodia temían, como a la sequía y a las pestes, a dos calamidades que cada cierto tiempo empobrecían al poblado: los cangaceiros y las volantes de la Guardia Nacional. Los primeros habían sido, al principio, bandas organizadas entre sus peones y allegados por los coroneles de las haciendas, para las peleas que estallaban entre ellos por asunto de linderos, aguas y pastos o por ambiciones políticas, pero luego, muchos de esos grupos armados de trabucos y machetes se habían emancipado y andaban sueltos, viviendo de la rapiña y el asalto. Para combatirlos habían nacido las volantes. Unos y otros se comían las provisiones de los vecinos de Custodia, se emborrachaban con su cachaca y querían abusar de sus mujeres. Antes de tener uso de razón, Joáo aprendió, apenas se daba la voz de alarma, a meter botellas, alimentos y mercancías en los escondites que tenía preparados Zé Faustino. Corría el rumor de que éste era coitero, es decir que hacía negocios con los bandidos y les proporcionaba información y escondites. Él se enfurecía. ¿Acaso no habían visto cómo su almacén era desvalijado? ¿No se llevaban ropas y tabaco sin pagar un centavo? Joáo oyó muchas veces a su tío quejarse de esas historias estúpidas que, por envidia, inventaban contra él las gentes de Custodia. «Acabarán por meterme en un lío», murmuraba. Y así ocurrió. Una mañana llegó a Custodia una volante de treinta guardias, mandada por el Alférez Geraldo Macedo, ^ un caboclo jovencito con fama de feroz, que perseguía a la banda de Antonio Silvino. Ésta no había pasado por Custodia pero el Alférez terqueaba que sí. Era alto y bien plantado, ligeramente bizco y estaba siempre lamiéndose un diente de oro. Se decía que perseguía bandidos con encarnizamiento porque le habían violado una novia. El Alférez, mientras sus hombres registraban los ranchos, interrogó personalmente al vecindario. Al anochecer, entró al almacén con cara exultante y ordenó a Zé Faustino que lo condujera al refugio de Silvino. Antes que el comerciante pudiera replicar, lo tumbó al suelo de un bofetón: «Lo sé todo, cristiano. Te han denunciado». De nada le valieron a Zé Faustino sus protestas de inocencia ni las súplicas de Doña Ángela. Macedo dijo que para escarmiento de coiteros fusilaría a Zé Faustino al amanecer si no delataba el paradero de Silvino. El comerciante, al fin, pareció consentir. Esa madrugada partieron de Custodia, con Zé Faustino al frente, los treinta cabras de Macedo, seguros de que caerían de sorpresa sobre los bandidos. Pero aquél ^ los extravió a las pocas horas de marcha y volvió a Custodia para llevarse a Doña Ángela y a Joáo temiendo que las represalias cayeran sobre ellos. El Alférez lo alcanzó cuando todavía estaba empaquetando algunas cosas. Lo hubiera matado sólo a él, pero también mató a Doña Ángela, que se le interpuso. A Joáo, que se le había prendido de las piernas, lo desmayó de un golpe con el caño de su pistola. Cuando éste volvió en sí, vio que los vecinos de Custodia, con caras compungidas, velaban dos ataúdes. No aceptó sus cariños y con una voz que se había vuelto adulta —sólo tenía entonces doce años — les dijo, pasándose la mano por la cara sanguinolenta, que algún día volvería a vengar a sus tíos, pues eran ellos los verdaderos asesinos. La idea de venganza lo ayudó a sobrevivir las semanas que pasó merodeando sin rumbo, por un desierto erizado de mandacarús. En el cielo veía los círculos que trazaban los urubús, esperando que se derrumbara para bajar a picotearlo. Era enero y no había caído gota de lluvia. Joáo recogía frutas secas, chupaba el jugo de las palmeras y hasta se comió un armadillo muerto. Por fin, lo auxilió un cabrero que lo encontró junto al lecho seco de un río, delirando sobre lanzas, caballos y el Senhor de Bonfim. Lo reanimó con un tazón de leche y unos bocados de rapadura que el niño paladeó. Anduvieron juntos varios días, rumbo a la chapada de Angostura, donde el cabrero llevaba su rebaño. Pero antes de llegar, un atardecer, los sorprendió una partida de hombres inconfundibles, con sombreros de cuero, cartucheras de onza pintada, morrales bordados con abalorios, trabucos en bandolera y machetes hasta las rodillas. Eran seis y el jefe, un cafuso de pelos crespos y pañuelo rojo en el pescuezo, le preguntó riéndose a Joáo, que arrodillado le rogaba que lo llevara consigo, por qué quería ser cangaceiro. «Para matar guardias», repuso el niño. Comenzó entonces, para Joáo, una vida que lo hizo hombre en poco tiempo. «Un hombre malvado», precisaría la gente de las provincias que recorrió en los siguientes veinte años, primero como apéndice de partidas de hombres a quienes lavaba la ropa, preparaba la comida, cosía los botones o escarbaba los piojos, luego como compañero de fechorías, luego como el mejor tirador, pistero, cuchillero, andador y estratega del grupo y, finalmente, como lugarteniente y jefe de banda. No había cumplido veinticinco años y era la cabeza por la que más alto precio se ofrecía en los cuarteles de Bahía, Pernambuco, Piauí y Ceará. Su suerte prodigiosa, que lo salvó de emboscadas en las que sucumbían o eran capturados sus compañeros y que, pese a su temeridad en el combate, parecía inmunizarlo contra las balas, hizo que se dijera que tenía negocios con el Diablo. Lo cierto es que, a diferencia de otros hombres del cangaco, que iban cargados de medallas, se persignaban ante todas las cruces y calvarios y, por lo menos una vez al año, se deslizaban en una aldea para que el cura los pusiese en paz con Dios, Joáo (que se había llamado al comienzo Joáo Chico, después Joáo Rápido, después Joáo Cabra Tranquilo y se llamaba ahora Joáo Satán) parecía desdeñoso de la religión y resignado a irse al infierno a pagar sus culpas inconmensurables. ^ La vida de bandido, hubiera podido decir el sobrino de Zé Faustino y Doña Ángela, consistía en andar, pelear, robar. Pero, sobre todo, en andar. ¿Cuántos cientos de leguas hicieron en esos años las piernas robustas, fibrosas, indóciles de ese hombre que podía hacer jornadas de veinte horas sin descansar? Habían recorrido los sertones en todas direcciones y nadie conocía mejor que ellas las arrugas de los cerros, los enredos de la caatinga, los meandros de los ríos y las cuevas de las sierras. Esas andanzas sin destino fijo, en fila india, a campo traviesa, tratando de interponer una distancia o una confusión con reales o imaginarios perseguidores de la Guardia Nacional eran, en la memoria de Joáo, un único, interminable deambular por paisajes idénticos, esporádicamente aturdidos con el ruido de las balas y los gritos de los heridos, rumbo hacia algún lugar o hecho oscuro que parecía estarlo esperando. Mucho tiempo creyó que eso que lo aguardaba era volver a Custodia, a ejecutar la venganza. Años después de la muerte de sus tíos, entró una noche de luna, sigilosamente, al frente de una docena de hombres, al caserío de su niñez. ¿Era éste el punto de llegada del cruento recorrido? La sequía había expulsado de Custodia a muchas familias, pero aún quedaban ranchos habitados y aunque, entre las caras legañosas de sueño de los vecinos que sus hombres arreaban a la calle, Joáo vio algunas que no recordaba, no exoneró a nadie del castigo. Las mujeres, niñas o viejas, fueron obligadas a bailar con los cangaceiros que se habían bebido ya todo el alcohol de Custodia, mientras los vecinos cantaban y tocaban guitarras. De rato en rato, eran arrastradas al rancho más próximo para ser violadas. Por fin, uno de los lugareños se echó a llorar, de impotencia o terror. En el acto, Joáo Satán le hundió la faca y lo abrió en canal, como matarife que beneficia una res. Este brote de sangre hizo las veces de una orden y, poco después, los cangaceiros, excitados, enloquecidos, empezaron a descargar sus trabucos hasta convertir la única calle de Custodia en cementerio. Más todavía que la matanza, contribuyó a forjar la leyenda de Joáo Satán que a todos los varones los afrentara personalmente después de muertos, cortándoles los testículos y acuñándoselos en las bocas (era lo que hacía siempre con los informantes de la policía). Al retirarse de Custodia, pidió a un cabra de la banda que garabateara sobre una pared esta inscripción: «Los tíos míos han cobrado lo que se les debía». ¿Cuánto había de cierto en las iniquidades que se atribuían a Joáo Satán? Tantos incendios, secuestros, saqueos, torturas hubieran necesitado, para ser cometidos, más vidas y secuaces que los treinta años de Joáo y las partidas a su mando, que nunca llegaron a veinte personas. Lo que contribuyó a su fama fue que, a diferencia de otros, como Pajeú, que compensaban la sangre que vertían con arrebatos de prodigalidad — repartiendo un botín entre los miserables, obligando a un hacendado a abrir sus despensas a los aparceros, entregando a un párroco el íntegro de un rescate para la construcción de una capilla o costeando la fiesta del patrono del pueblo—, nunca se supo que Joáo hubiera hecho estos gestos encaminados a ganar las simpatías de la gente o la benevolencia del cielo. Ninguna de las dos cosas le importaba. Era un hombre fuerte, más alto que el promedio sertanero, de piel bruñida, pómulos salientes, ojos rasgados, frente ancha, lacónico, fatalista, que tenía compinches y subordinados, no amigos. Tuvo, eso sí. una mujer, una muchacha de Quixeramobin a la que conoció porque lavaba ropa en casa de un hacendado que servía de coitero a la partida. Se llamaba Leopoldina y era de cara redonda, ojos expresivos y formas apretadas. Convivió con Joáo mientras permaneció en el refugio y luego partió con él. Pero lo acompañó poco porque Joáo no toleraba mujeres en la banda. La instaló en Aracati, donde venía a verla cada cierto tiempo. No se casó con ella, de modo que cuando supo que Leopoldina había huido de Aracati con un juez, a Geremoabo, la gente pensó que la ofensa no era tan grave como si hubiera sido su esposa. Joáo se vengó igual que si lo hubiera sido. Fue a Quixeramobin, le cortó las orejas y marcó a los dos hermanos varones de Leopoldina y se llevó consigo a su otra hermana, Mariquinha, de trece años. La muchacha apareció una madrugada, en las calles de Geremoabo, con la cara marcada a fierro con las iniciales J y S. Estaba encinta y llevaba un cartel explicando que todos los hombres de la banda eran, juntos, el padre de la criatura. Otros bandidos soñaban con reunir suficientes reis para comprarse unas tierras, en algún municipio remoto, donde pasar el resto de la vida con nombre cambiado. A Joáo no se le vio guardar dinero ni hacer proyectos para el porvenir. Cuando la partida saqueaba un almacén o un caserío u obtenía un buen rescate por alguien que secuestraba, Joáo, después de separar la parte que dedicaría a los coiteros encargados de comprarle armas, municiones y remedios, dividía el resto en partes iguales entre él y sus compañeros. Esta largueza, su sabiduría en el arte de preparar emboscadas a las volantes o de escapar de las que le tendían, su coraje y su capacidad para imponer la disciplina, hicieron que sus hombres le tuvieran lealtad perruna. Con él se sentían seguros y tratados con equidad. Ahora bien, aunque no les exigía ningún riesgo que él no corriera, no tenía con ellos la menor contemplación. Por quedarse dormidos cuando hacían guardia, retrasarse en una marcha o robarle a un compañero, los hacía azotar. Al que retrocedía cuando él había dado orden de resistir, lo marcaba con sus iniciales o le cercenaba una oreja. Ejecutaba él mismo los castigos, con frialdad. Y él también castraba a los traidores. Además de temerle, sus hombres parecían incluso quererlo. Quizá porque Joáo jamás había dejado en el escenario del combate a un compañero. Los heridos eran llevados en una hamaca colgada de un tronco hasta algún escondrijo, aun cuando la operación pusiera en peligro a la partida. El propio Joáo los curaba y, si era preciso, hacía traer de fuerza a un enfermero para atender a la víctima. Los muertos eran también arrastrados a fin de darles sepultura donde no pudieran ser profanados por la guardia ni por las aves de rapiña. Esto y la certera intuición con que dirigía a la gente en la lucha, dispersándola en grupos que corrían, mareando al adversario, mientras otros daban un rodeo y les caían por la retaguardia o los ardides que encontraba para romper los cercos, afirmaron su autoridad; nunca le fue difícil reclutar nuevos miembros para el cangaco. A sus subordinados les intrigaba ese jefe silencioso, reconcentrado, distinto. Se vestía con el mismo sombrero y las mismas sandalias que ellos, pero no tenía su afición a la brillantina y los perfumes —lo primero sobre lo que caían en las tiendas — ni llevaba las manos llenas de anillos ni el pecho cubierto de medallas. Sus morrales tenían menos adornos que los del más novato cangaceiro. Su única debilidad eran los cantores ambulantes, a los que nunca permitió que sus hombres maltrataran. Los atendía con deferencia, les pedía contar algo y los escuchaba muy serio, sin interrumpirlos mientras duraba la historia. Cuando se topaba con el Circo del Gitano se hacía dar una función y lo despedía con regalos. Alguien, alguna vez, le oyó decir a Joao Satán que había visto morir a más gente por el alcohol, que malograba la puntería y hacía acuchillarse a los hombres por adefesios, que por la enfermedad o la sequía. Como para darle la razón, el día que lo sorprendió el Capitán Geraldo Macedo con su volante, toda la partida estaba borracha. El Capitán, a quien apodaban Cazabandidos, venía persiguiendo a Joáo desde que éste asaltó a una comitiva del Partido Autonomista Bahiano que venía de entrevistarse con el Barón de Cañabrava en su hacienda de Calumbí. Joáo emboscó a la comitiva, dispersó a sus capangas y a los políticos los despojó de valijas, caballos, ropas y dinero. El propio Barón envió un mensaje al Capitán Macedo ofreciéndole una recompensa especial por la cabeza del cangaceiro. Ocurrió en Rosario, medio centenar de viviendas entre las que los hombres de Joáo Satán aparecieron un amanecer de febrero. Hacía poco habían tenido un choque sangriento con una banda rival, la de Pajeú, y sólo querían descansar. Los vecinos accedieron a darles de comer y Joáo pagó lo que consumieron, así como los trabucos, escopetas, pólvora y balas de que se apoderó. La gente de Rosario invitó a los cangaceiros a quedarse a la boda que se celebraría, dos días después, entre un vaquero y la hija de un morador. La capilla había sido adornada con flores y los hombres y mujeres del lugar vestían sus mejores galas ese mediodía, cuando llegó de Cumbe el Padre Joaquim para oficiar la boda. El curita estaba tan asustado que los cangaceiros se reían viéndolo tartamudear y atorarse. Antes de decir misa, confesó a medio pueblo, incluidos varios bandidos. Luego asistió a la reventazón de cohetes y al almuerzo al aire libre, bajo una ramada y brindó con los vecinos. Pero se empeñó después en regresar a Cumbe con tanta obstinación que Joáo, bruscamente, tuvo sospechas. Prohibió que nadie se moviera de Rosario y él mismo exploró el contorno, desde el lado de la serranía hasta el opuesto, un tablazo pelado. No encontró indicio de peligro. Volvió a la fiesta, cejijunto. Sus hombres, borrachos, bailaban, cantaban, mezclados con la gente. Media hora más tarde, incapaz de soportar la tensión nerviosa, el Padre Joaquim, temblando y lloriqueando le confesó que el Capitán Macedo y su volante estaban en lo alto de la sierra esperando refuerzos para atacar. Él había recibido la orden del Cazabandidos de entretenerlo valiéndose de cualquier treta. En eso, sonaron los primeros tiros, del lado del tablazo. Estaban rodeados. Joáo gritó a los cangaceiros, en el desorden, que resistieran hasta el anochecer como fuera. Pero los bandidos habían bebido tanto que ni siquiera atinaban a darse cuenta de dónde venían los disparos. Se ofrecían como blancos fáciles a los Comblain de los guardias y caían rugiendo, en medio de un tiroteo punteado por los alaridos de las mujeres que corrían tratando de escapar al fuego entrecruzado. Cuando llegó la noche sólo cuatro cangaceiros estaban de pie y Joáo, que peleaba con el hombro perforado, se desvaneció. Sus hombres lo envolvieron en una hamaca y comenzaron a escalar la sierra. Cruzaron el cerco, ayudados por una súbita lluvia torrentosa. Se refugiaron en una cueva y cuatro días después entraron a Tepidó, donde un curandero le bajó la fiebre a Joáo y le restañó la herida. Allí estuvieron dos semanas, lo que demoró Joáo Satán en poder andar. La noche que salieron de Tepidó supieron que el Capitán Macedo había decapitado los cadáveres de sus compañeros caídos en Rosario y que se había llevado las cabezas en un barril, espolvoreadas con sal, como carne de charqui. Se lanzaron otra vez a la vida violenta, sin pensar demasiado en su buena estrella ni en la mala estrella de los otros. De nuevo anduvieron, robaron, pelearon, se escondieron y vivieron con la vida en un hilo. Joáo Satán tenía siempre en el pecho una sensación indefinible, la certeza de que, ahora sí, en cualquier momento, iba a ocurrir algo que había estado esperando desde que podía recordar. La ermita, semiderruida, apareció en un desvío de la trocha que lleva a Cansancao. Ante medio centenar de haraposos, un hombre oscuro y larguísimo, envuelto en una túnica morada, estaba hablando. No interrumpió su perorata ni echó una ojeada a los recién venidos. Joáo sintió que algo vertiginoso bullía en su cerebro mientras escuchaba lo que el santo decía. Estaba contando la historia de un pecador que, después de haber hecho todo el daño del mundo, se arrepintió, vivió haciendo de perro, conquistó el perdón de Dios y subió al cielo. Cuando terminó su historia, miró a los forasteros. Sin vacilar, se dirigió a Joáo, que tenía los ojos bajos. «¿Cómo te llamas?», le preguntó. «Joáo Satán», murmuró el cangaceiro. «Es mejor que te llames Joáo Abade, es decir, apóstol del Buen Jesús», dijo la ronca voz. Tres días después de haber despachado a Tanto Jan van Rijsted como el Doctor Oliveira lo habían oído hablar con entusiasmo de su visita al Monasterio de Nuestra Señora de la Piedad, pero ambos se quedaron pasmados cuando les anunció que, en vista de que lo echaban de Brasil, haría, antes de irse, «un gesto por los hermanos de Canudos», convocando a un acto público de solidaridad con ellos. Citaría a los amantes de la libertad que hubiera en Bahía, para explicárselo: «En Canudos está germinando, de manera espontánea, una revolución y los hombres de progreso deben apoyarla». Jan van Rijsted y el Doctor Oliveira trataron de disuadirlo, le repitieron que era una insensatez, pero Gall intentó, de todos modos, publicar su convocatoria en el único diario de oposición. Su fracaso con el Ocurrió la antevíspera de su viaje, al anochecer. Jan van Rijsted entró al desván, con su pipa crepuscular en la mano, a decirle que dos sujetos preguntaban por él. «Son capangas», le advirtió. Galileo sabía que llamaban así a los hombres que los poderosos y las autoridades empleaban para servicios turbios y, en efecto, los tipos tenían cataduras siniestras. Pero no estaban armados y se mostraron respetuosos: alguien quería verlo. ¿Se podía saber quién? No se podía. Los acompañó, intrigado. Lo llevaron desde la Plaza de la Basílica Catedral, a lo largo de la ciudad alta, y luego de la baja, y luego por las afueras. Cuando dejaron atrás, en la oscuridad, las calles adoquinadas —la rua Conselheiro Dantas, la rua de Portugal, la rua das Princesas—, los Mercados de Santa Bárbara y San Juan, y lo internaron por la trocha de carruajes que, bordeando el mar, iba a Barra, Galileo Gall se preguntó si la autoridad no habría decidido matarlo en vez de expulsarlo. Pero no se trataba de una trampa. En un albergue iluminado por una lamparilla de kerosene, lo esperaba el Director del —¿Quiere permanecer en Brasil, pese a la orden de expulsión? Galileo Gall se quedó mirándolo, sin responder. —¿Es cierto su entusiasmo por lo que pasa allá en Canudos? —preguntó Epaminondas Goncalves. Estaban solos en la habitación y afuera se oía conversar a los capangas y el ruido sincrónico del mar. El dirigente del Partido Republicano Progresista lo observaba, muy serio, taconeando. Tenía el traje gris que Galileo le había visto en el despacho del —No me gustan los misterios —dijo Gall—. Mejor me explica de qué se trata. —De saber si quiere ir a Canudos a llevarles armas a los revoltosos. Galileo esperó un momento, sin decir nada, resistiendo la mirada de su interlocutor. —Hace dos días, los revoltosos no le inspiraban simpatía —comentó, despacio—. Eso de ocupar tierras ajenas y vivir en promiscuidad le parecía cosa de animales. —Ésa es la opinión del Partido Republicano Progresista —asintió Epaminondas Goncalves—. Y la mía, por supuesto. —Pero… —lo ayudó Gall, adelantando un poco la cabeza. —Pero los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos —afirmó Epaminondas Goncalves, dejando de taconear—. Bahía es un baluarte de terratenientes retrógrados, de corazón monárquico, pese a que somos República hace ocho años. Si para acabar con la dictadura del Barón de Cañabrava sobre Bahía es preciso ayudar a los bandidos y a los Sebastianistas del interior, lo haré. Nos estamos quedando cada vez más rezagados y más pobres. Hay que sacar a esta gente del poder, cueste lo que cueste, antes de que sea tarde. Si lo de Canudos dura, el gobierno de Luis Viana entrará en crisis y, tarde o temprano, habrá una intervención federal. En el momento que Río de Janeiro intervenga. Bahía dejará de ser el feudo de los Autonomistas. —Y comenzará el reinado de los Republicanos Progresistas —murmuró Gall. —No creemos en reyes, somos republicanos hasta el tuétano de los huesos —lo rectificó Epaminondas Goncalves—. Vaya, veo que me entiende. —Eso sí lo entiendo —dijo Galileo—. Pero no lo otro. Si el Partido Republicano Progresista quiere armar a los yagunzos, ¿por qué a través mío? —El Partido Republicano Progresista no quiere ayudar ni tener el menor contacto con gentes que se rebelan contra la ley —silabeó Epaminondas Goncalves. —El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves, entonces —dijo Galileo Gall—. ¿Por qué a través mío? —El Honorable Diputado Epaminondas Goncalves no puede ayudar a revoltosos — silabeó el Director del —Para mí, se trata de un servicio —dijo Epaminondas Goncalves—. Le pagaré bien y le aseguraré, luego, la salida del país. Pero si prefiere hacerlo —Voy a dar una vuelta, afuera —dijo Galileo Gall, poniéndose de pie—. Pienso mejor cuando estoy solo. No tardaré. Al salir del albergue le pareció que llovía, pero era el agua que salpicaban las olas. Los capangas le abrieron paso y él sintió el olor fuerte y picante de sus cachimbas. Había luna y el mar, que parecía burbujeando, despedía un aroma grato, salado, que penetraba hasta las entrañas. Galileo Gall caminó, entre la arenisca y las piedras desiertas, hasta un pequeño fuerte, en el que un cañón apuntaba al horizonte. Pensó: «La República tiene tan poca fuerza en Bahía como el Rey de Inglaterra más allá del Paso de Aberboyle, en los días de Rob Roy McGregor». Fiel a su costumbre, pese a que le bullía la sangre, trató de considerar el asunto de manera objetiva. ¿Era ético para un revolucionario conjurarse con un politicastro burgués? Sí, si la conjura ayudaba a los yagunzos. Y llevarles armas sería, siempre, la mejor manera de ayudarlos. ¿Podía él ser útil a los hombres de Canudos? Sin falsa modestia, alguien fogueado en las luchas políticas y que ha dedicado su vida a la revolución podría ayudarlos, en la toma de ciertas decisiones y a la hora de combatir. Finalmente, la experiencia sería valiosa, si la comunicaba a los revolucionarios del mundo. Tal vez dejaría sus huesos allí, pero ¿no era ese fin preferible a morir de enfermedad o de vejez? Regresó al albergue y, desde el umbral, dijo a Epaminondas Goncalves: «Soy tan loco para hacerlo». |
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