"La guerra del fin del mundo" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

VII

Cuando las columnas de la Expedición del Mayor Febronio de Brito y el puñado de soldaderas que aún las seguían convergieron en la localidad de Mulungú, a dos leguas de Canudos, se quedaron sin cargadores ni guías. Los pisteros reclutados en Queimadas y Monte Santo para orientar a las patrullas de reconocimiento y que, desde que empezaron a cruzar caseríos humeantes, se habían mostrado huraños, desaparecieron simultáneamente en el anochecer, mientras los soldados, tumbados hombro contra hombro, reflexionaban sobre las heridas y acaso la muerte que los aguardaban detrás de esas cumbres, retratadas contra un cielo azul añil que se volvía negro. Unas seis horas después, los prófugos llegaban a Canudos, acezantes, a pedir perdón al Consejero por haber servido al Can. Los llevaron al almacén de los Vilanova y allí Joáo Abade los interrogó, con lujo de detalles, sobre los soldados que venían y los dejó luego en manos del Beatito, que recibía siempre a los recién llegados. Los rastreadores debieron jurar ante él que no eran republicanos, que no aceptaban la separación de la Iglesia y el Estado, ni el derrocamiento del Emperador Pedro II, ni el matrimonio civil, ni los cementerios laicos, ni el sistema métrico decimal, que no responderían las preguntas del censo y que nunca más robarían ni se embriagarían ni apostarían dinero. Luego, se hicieron una pequeña incisión con sus facas en prueba de su voluntad de derramar su sangre luchando contra el Anticristo. Sólo entonces fueron encaminados, por hombres con armas, entre seres recién salidos del sueño por la nueva de su venida y que los palmeaban y les estrechaban la mano, hasta el Santuario. En la puerta, apareció el Consejero. Cayeron de rodillas, se persignaban, querían tocar su túnica, besarle los pies. Varios, desbordados por la emoción, sollozaban. El Consejero, en vez de sólo bendecirlos, mirando a través de ellos, como hacía con los nuevos elegidos, se inclinó y los fue levantando y los miró uno a uno con sus ojos negros y ardientes que ninguno de ellos olvidaría más. Después pidió a María Quadrado y a las ocho beatas del Coro Sagrado — vestían túnicas azules ceñidas con cordones de lino —que encendieran los mecheros del Templo del Buen Jesús, como hacían cada tarde, cuando él subía a la torre a dar consejos.

Minutos más tarde estaba en el andamio, rodeado del Beatito, del León de Natuba, de la Madre de los Hombres y de las beatas, y a sus pies, apiñados y anhelantes en el amanecer que despuntaba, estaban los hombres y mujeres de Canudos, conscientes de que ésta sería una ocasión más extraordinaria que otras. El Consejero fue, como siempre, a lo esencial. Habló de la transubstanciación, del Padre y del Hijo que eran dos y uno, y tres y uno con el Divino Espíritu Santo y, para que lo oscuro fuera claro, explicó que Belo Monte podía ser, también, Jerusalén. Con su dedo índice mostró, en la dirección de la Favela, el Huerto de los Olivos, donde el Hijo habían pasado la noche atroz de la traición de Judas y, un poco más allá, en la Sierra de Cañabrava, el Monte Calvario, donde los impíos lo crucificaron entre dos ladrones. Añadió que el Santo Sepulcro se encontraba a un cuarto de legua, en Grajaú, entre roquedales cenicientos, donde fieles anónimos había plantado una cruz. Pormenorizó, luego, ante los elegidos silenciosos y maravillados, por qué callejuelas de Canudos pasaba el camino del Calvario, dónde había caído Cristo la primera vez, dónde había encontrado a su Madre, en qué lugar le había limpiado el rostro la pecadora redimida y de dónde a dónde lo había ayudado el Cireneo a arrastrar la cruz. Cuando explicaba que el Valle de Ipueira era el Valle de Josafat se escucharon disparos, al otro lado de las cumbres que apartaban a Canudos del mundo. Sin apresurarse, el Consejero pidió a la multitud —desgarrada entre el hechizo de su voz y los tiros — que cantara un Himno compuesto por el Beatito: «En loor del Querubín». Sólo después partieron con Joáo Abade y Pajeú grupos de hombres a reforzar a los yagunzos que combatían ya con la vanguardia del Mayor Febronio de Brito en las faldas del monte Cambaio.

Cuando llegaron a la carrera a apostarse en las grietas, trincheras y lajas salientes de la montaña que soldados de uniformes rojiazules y verdiazules trataban de escalar, ya había muertos. Los yagunzos colocados por Joáo Abade en ese paso obligatorio habían visto acercarse todavía a oscuras a las tropas, y, mientras el grueso de ellas descansaba en Rancho das Pedras —unas ocho cabañas desaparecidas por el fuego de los incendiarios — vieron que una compañía de infantes, mandada por un Teniente montado en un caballo pinto, se adelantaba hacia el Cambaio. La dejaron avanzar hasta tenerla muy cerca y, a una señal de José Venancio, la rociaron de tiros de carabina, de espingarda, de fusil, de pedradas, de dardos de ballesta y de insultos: «perros», «masones», «protestantes». Sólo entonces se percataron los soldados de su presencia. Dieron media vuelta y huyeron, menos tres heridos que fueron alcanzados y rematados por yagunzos saltarines y el caballo, que se encabritó y lanzó al suelo a su jinete y rodó entre los pedruscos, quebrándose las patas. El Teniente pudo refugiarse detrás de unas rocas y empezar a disparar en tanto que el animal seguía allí tendido, relinchando lúgubremente, después de varias horas de tiroteo.

Muchos yagunzos habían sido despedazados por los cañonazos de los Krupp, que, al poco rato de la primera escaramuza, comenzaron a bombardear la montaña provocando derrumbes y lluvia de esquirlas. Joáo Grande, que estaba junto a José Venancio, comprendió que era suicida el amontonamiento y, brincando entre las lajas, sacudiendo los brazos como aspas, gritó que se dispersaran, que no ofrecieran ese blanco compacto. Le obedecieron, saltando de roca a roca o aplastándose contra el suelo, mientras, abajo, repartidos en secciones de combate al mando de tenientes, sargentos y cabos, los soldados, en medio de una polvareda y toques de corneta, trepaban al Cambaio. Cuando llegaron Joáo Abade y Pajeú con los refuerzos, habían alcanzado la mitad de la montaña. Los yagunzos que trataban de rechazarlos, pese a estar diezmados, no habían retrocedido. Los que traían armas de fuego se pusieron a disparar en el acto, acompañando los disparos de vociferaciones. Los que sólo llevaban machetes y facas, o esas ballestas para lanzar dardos con las que los sertaneros cazaban patos y venados y que Antonio Vilanova había hecho fabricar por decenas a los carpinteros de Canudos, se conformaban con formar racimos en torno a aquéllos y alcanzarles la pólvora o baquetearles las carabinas, esperando que el Buen Jesús les hiciera heredar un arma o acercarse al enemigo lo bastante para atacarlo con las manos.

Los Krupp seguían lanzando obuses contra las alturas y los desprendimientos de rocas causaban tantas víctimas como las balas. Al comienzo del atardecer, cuando figuras rojiazules y verdiazules comenzaron a perforar las líneas de los elegidos, Joáo Abade convenció a los otros que debían replegarse o se verían cercados. Varías decenas de yagunzos habían muerto y muchos más se encontraban heridos. Los que estuvieron en condiciones de escuchar la orden y retrocedieron y se deslizaron por la llanura conocida como el Tabolerinho hacia Belo Monte, fueron apenas algo más de la mitad de los que la víspera y esa mañana habían recorrido en dirección contraria ese camino. José Venancio, que se retiraba entre los últimos, apoyado en un palo, con la pierna encogida y sangrante, recibió un tiro por la espalda que lo mató sin darle tiempo a persignarse. El Consejero permanecía desde esa madrugada en el Templo sin terminar, orando, rodeado de las beatas, de María Quadrado, del Beatito, del León de Natuba y de una multitud de fieles, que rezaban también a la vez que tenían los oídos pendientes del fragor que traía hasta Canudos, por momentos muy nítido, el viento del Norte. Pedráo, los hermanos Vilanova, Joaquim Macambira y los otros que se habían quedado allí, preparando a la ciudad para el asalto, estaban desplegados a lo largo del Vassa Barris. Habían llevado a sus orillas todas las armas, la pólvora y los proyectiles que encontraron. Cuando el anciano Macambira vio aparecer a los yagunzos que regresaban del Cambaio, murmuró que, por lo visto, el Buen Jesús quería que los perros entraran a Jerusalén. Ninguno de sus hijos advirtió que se había confundido de palabra.

Pero no entraron. El combate se decidió ese mismo día, antes de que fuera noche, en el Tabolerinho, donde en estos momentos se iban tirando al suelo, aturdidos de fatiga y de felicidad, los soldados de las tres columnas del Mayor Febronio de Brito, después de ver huir a los yagunzos de las últimas estribaciones del monte, y que presentían ahí, a menos de una legua, la promiscua geografía de techos y de paja y las dos altísimas torres de piedra de lo que consideraban ya el botín de su victoria. Mientras los yagunzos sobrevivientes entraban a Canudos —su llegada, provocaba desconcierto, conversaciones sobreexcitadas, llantos, gritos, rezos a voz en cuello—, los soldados se dejaban caer al suelo, se abrían las guerreras rojiazules, verdiazules, se sacaban las polainas, tan agotados que ni siquiera podían decirse unos a otros lo dichosos que estaban por la derrota del enemigo. Reunidos en Consejo de Guerra, el Mayor Febronio y sus catorce oficiales decidían acampar en ese tablazo pelado, junto a una inexistente laguna que los mapas llamaban de Cipo y que, a partir de ese día, llamarían de Sangre. A la mañana siguiente, con las primeras luces, darían el asalto al cubil de los fanáticos. Pero, antes de una hora, cuando tenientes, sargentos y cabos todavía pasaban revista a las compañías entumecidas, establecían listas de muertos, heridos y desaparecidos y aún surgían entre las rocas soldados de la retaguardia, los asaltaron a ellos. Sanos o enfermos, hombres o mujeres, niños o viejos, todos los elegidos en condiciones de pelear les cayeron encima, como un alud. Los había convencido Joáo Abade que debían atacar ahora mismo, ahí mismo, todos juntos, pues ya no habría después si no lo hacían. Habían salido tras él en tropel tumultuoso, cruzado como estampida de reses el tablazo. Venían armados de todas las imágenes del Buen Jesús, de la Virgen, del Divino que había en la ciudad, empuñaban todos los garrotes, varas, hoces, horquillas, facas y machetes de Canudos, además de los trabucos, las escopetas, las carabinas, las espingardas y los Mánnlichers conquistados en Uauá, y, a la vez que disparaban balas, trozos de metal, clavos, dardos, piedras, daban alaridos, poseídos de ese coraje temerario que era el aire que respiraban los sertañeros desde que nacían multiplicado ahora en ellos por el amor a Dios y el odio al Príncipe de las Tinieblas que el santo había sabido infundirles. No dieron tiempo a los soldados a salir del estupor de ver de pronto, en ese llano, la masa vociferante de hombres y mujeres que corrían hacia ellos como si no hubieran sido ya derrotados. Cuando el susto los despertó, los sacudió, los puso de pie y cogieron sus armas, era ya tarde. Ya los yagunzos estaban sobre ellos, entre ellos, detrás de ellos, delante de ellos, disparándoles, acuchillándolos, apredreándolos, clavándolos, mordiéndolos, arrancándoles los fusiles, las cartucheras, los pelos, los ojos, y, sobre todo, maldiciéndolos con las palabras más extrañas que habían oído jamás. Primero unos, después otros, atinaron a huir, confundidos, enloquecidos, espantados ante esa arremetida súbita, insensata, que no parecía humana. En las sombras que caían detrás de la bola de fuego que acababa de hundirse tras las cumbres, se dispersaban solos o en grupos por esas faldas del Cambaio que tan esforzadamente habían trepado a lo largo de toda la jornada, corriendo en todas direcciones, tropezando, incorporándose, desprendiéndose a jalones de sus uniformes con la esperanza de pasar desapercibidos y rogando que la noche llegara de una vez y fuera oscura.

Hubieran podido morir todos, no quedar un oficial o soldado de línea para contar al mundo la historia de esta batalla ya ganada y de pronto perdida; hubieran podido ser perseguidos, rastreados, acosados y ultimados, cada uno de ese medio millar de hombres vencidos que corrían sin rumbo, aventados por el miedo y la confusión, si los vencedores hubieran sabido que la lógica de la guerra es la destrucción total del adversario. Pero la lógica de los elegidos del Buen Jesús no era la de esta tierra. La guerra que ellos libraban era sólo en apariencia, la del mundo exterior, la de uniformados contra andrajosos, la del litoral contra el interior, la del nuevo Brasil contra el Brasil tradicional. Todos los yagunzos eran conscientes de ser sólo fantoches de una guerra profunda, intemporal y eterna, la del bien y del mal, que se venía librando desde el principio del tiempo. Por eso los dejaron escapar, mientras ellos, a la luz de los mecheros, rescataban a los hermanos muertos y heridos que yacían en el tablazo o en el Cambaio con muecas de dolor o de amor a Dios fijadas en las caras (cuando la metralla les había preservado las caras). Toda la noche estuvieron transportando heridos a las Casas de Salud de Belo Monte, y cadáveres que, vestidos con los mejores trajes y embutidos en cajones fabricados a toda prisa, eran llevados al velatorio en el Templo del Buen Jesús y la Iglesia de San Antonio. El Consejero decidió que no serían enterrados hasta que el párroco de Cumbe viniera a decir una misa por sus almas, y una de las beatas del Coro Sagrado, Alejandrinha Correa, fue a buscarlo.

Mientras lo esperaban, Antonio el Fogueteiro preparó fuegos artificiales y hubo una procesión. Al día siguiente, muchos yagunzos retornaron al lugar del combate. Desnudaron a los soldados y abandonaron los cadáveres desnudos a la pudrición. En Canudos, quemaron esas guerreras y pantalones con todo lo que contenían, billetes de la República, tabacos, estampas, mechones de amantes o hijas, recuerdos que les parecían objetos de condenación. Pero preservaron los fusiles, las bayonetas, las balas, porque así se los habían pedido Joáo Abade, Pajeú, los Vilanova y porque entendían que serían imprescindibles si eran atacados de nuevo. Como algunos se resistían, el propio Consejero tuvo que pedirles que pusieran esos Mánnlichers, Winchesters, revólveres, cajas de pólvora, sartas de municiones, latas de grasa, al cuidado de Antonio Vilanova. Los dos cañones Krupp habían quedado al pie del Cambaio, en el sitio desde el cual bombardearon el monte. Fue quemado de ellos todo lo que podía quemarse —las ruedas y las cureñas — y los tubos de acero fueron arrastrados, con ayuda de mulas, a la ciudad, para que los herreros los fundieran.

En Ranchos das Pedras, donde había estado el último campamento del Mayor Febronio de Brito, los hombres de Pedráo encontraron, hambrientas y desgreñadas, a seis mujeres que habían seguido a los soldados, cocinándoles, lavándoles la ropa y dándoles amor. Las llevaron a Canudos y el Beatito las expulsó, diciéndoles que no podían permanecer en Belo Monte quienes habían servido deliberadamente al Anticristo. Pero a una de ellas, que estaba embarazada, dos cafusos que habían pertenecido a la banda de José Venancio y que estaban desconsolados con su muerte, la atraparon en las afueras, le abrieron el vientre a tajos de machete, le arrancaron el feto y pusieron en su lugar un gallo vivo, convencidos de que así prestaban un servicio a su jefe en el otro mundo.

Oye dos o tres veces el nombre de Caifás, entre palabras que no entiende, y haciendo un esfuerzo abre los ojos y ahí está la mujer de Rufino, al lado de la hamaca, agitada, moviendo la boca, haciendo ruidos, y es día lleno ya y por la puerta y los resquicios de las estacas el sol entra a raudales en la vivienda. La luz lo hiere tan fuerte que debe pestañear y restregarse los párpados mientras se incorpora. Imágenes confusas, llegan a través de una agua lechosa, y a medida que su cerebro se despercude y el mundo se aclara, la mirada y la mente de Galileo Gall descubren una metamorfosis en la habitación: ha sido cuidadosamente ordenada; suelo, paredes, objetos, ofrecen un aspecto reluciente, como si todo hubiera sido fregado y lustrado. Ahora entiende lo que dice Jurema: viene Caifás, viene Caifás. Advierte que la mujer del rastreador ha cambiado la túnica que él le desgarró por una blusa y una falda oscuras, que está descalza y asustada, y mientras trata de recordar dónde cayó su revólver esa madrugada, se dice que no hay por qué alarmarse, que quien viene es el encuerado que lo llevó hasta Epaminondas Goncalves y lo trajo de vuelta con las armas, justamente la persona que en este momento necesita más. Ahí está el revólver, junto a su maletín, al pie de la imagen de la Virgen de Lapa que cuelga de un clavo. Lo coge y cuando piensa que está sin balas ve, en la puerta de la vivienda, a Caifás.

—They tried to kill me —dice, precipitadamente, y, como advierte su error, habla en portugués —: Quisieron matarme, se llevaron las armas. Debo ver a Epaminondas Goncalves, ahora mismo.

—Buenos días —dice Caifás, llevándose dos dedos hacia el sombrero con tirillas de cuero, sin quitárselo, dirigiéndose a Jurema de una manera que parece a Gall absurdamente solemne. Luego se vuelve hacia él y hace el mismo movimiento y repite — : Buenos días.

—Buenos días —responde Gall, sintiéndose, de pronto, ridículo con el revólver en la mano. Lo guarda en su cintura, entre su pantalón y su cuerpo, y da dos pasos hacia Caifás, advirtiendo la turbación, la vergüenza, el embarazo que se ha adueñado de Jurema con su llegada: no se mueve, mira el suelo, no sabe qué hacer con sus manos. Galileo señala el exterior:

—¿Viste a esos dos hombres muertos, ahí fuera? Había otro más, el que se llevó las armas. Debo hablar con Epaminondas, debo advertirle. Llévame con él. —Los vi —dijo escuetamente Caifás. Y se dirige a Jurema, que sigue cabizbaja, petrificada, moviendo los dedos como si tuviera un calambre—. Han llegado soldados a Queimadas. Más de quinientos. Buscan pisteros para ir a Canudos. Al que no quiere contratarse, lo llevan a la fuerza. Vine a avisarle a Rufino. —No está —balbucea Jurema, sin levantar la cabeza—. Se ha ido a Jacobina. —¿Soldados? —Gall da otro paso, hasta casi rozar al recién venido—. ¿La Expedición del Mayor Brito ya está aquí?

—Va a haber un desfile —asiente Caifás—. Están formados en la Plaza. Llegaron en el tren de esta mañana.

Gall se pregunta por qué el hombre no se sorprende de los muertos que ha visto allá afuera, al llegar a la cabaña, por qué no le hace preguntas sobre lo que ha ocurrido, sobre cómo ha ocurrido, por qué permanece así, tranquilo, inmutable, inexpresivo, esperando, ¿qué cosa?, y se dice una vez más que la gente de aquí es extraña, impenetrable, inescrutable, como le parecía la china o la del Indostán. Es un hombre muy flaco Caifás, huesudo, bruñido, con los pómulos saltados y unos ojos vinosos que causan malestar pues nunca parpadean, al que apenas le conoce la voz, ya que apenas abrió la boca durante el doble viaje que hizo a su lado, y cuyo chaleco de cuero y pantalón reforzado en los fundillos y en las piernas también con tiras de cuero y hasta las alpargatas de cordón parecen parte de su cuerpo, una áspera piel complementaria, una costra. ¿Por qué su llegada ha sumido a Jurema en semejante confusión? ¿Es por lo sucedido hace unas horas entre ellos dos? El perrito lanudo aparece de algún lado y salta, brinca y juguetea entre los pies de Jurema y en ese momento Galileo Gall se da cuenta que han desaparecido las gallinas de la habitación.

—Sólo vi a tres, el que se escapó se llevó las armas —dice, alisándose la alborotada cabellera rojiza—. Hay que avisar cuanto antes a Epaminondas, esto puede ser peligroso para él. ¿Puedes llevarme a la hacienda?

—Ya no está allá —dice Caifás—. Usted lo oyó, ayer. Dijo que se iba a Bahía. —Sí —dice Gall. No hay más remedio, tendrá que regresar a Bahía él también. Piensa: «Ya están aquí los soldados». Piensa: «Van a venir en busca de Rufino, van a encontrar los muertos, me van a encontrar». Tiene que irse, sacudir esa languidez, esa modorra que lo atenazan. Pero no se mueve.

—A lo mejor eran enemigos de Epaminondas, gente del Gobernador Luis Viana, del Barón —murmura, como si se dirigiera a Caifás, pero en realidad se habla a sí mismo—. ¿Por qué, entonces, no vino la Guardia Nacional? Esos tres no eran gendarmes. Tal vez bandoleros, tal vez querían las armas para sus fechorías o para venderlas. Jurema sigue inmóvil, cabizbaja, y, a un metro suyo, siempre quieto, tranquilo, inexpresivo, Caifás. El perrito brinca, jadea.

—Además, hay algo raro —reflexiona Gall en voz alta, pensando «debo esconderme hasta que los soldados partan y regresar a Salvador», pensando, al mismo tiempo, que la Expedición del Mayor Brito ya está aquí, a menos de dos kilómetros, que irá a Canudos y que sin duda arrasará con ese brote de rebeldía ciega en el que él ha creído, o querido, ver la simiente de una revolución—. No sólo buscaban las armas. Querían matarme, eso es seguro. Y no se comprende. ¿Quién puede estar interesado en matarme a mí, aquí en Queimadas?

—Yo, señor —oye decir a Caifás, con la misma voz sin matices, a la vez que siente el filo de la faca en el cuello, pero sus reflejos son, han sido siempre rápidos y ha conseguido apartar la cabeza, retroceder unos milímetros en el instante que el encuerado saltaba sobre él y su faca, en vez de clavarse en su garganta, se desvía y hiere más abajo, a la derecha, en el borde mismo del cuello y el hombro, dejándole en el cuerpo una sensación más de frío y sorpresa que de dolor. Ha caído al suelo, está tocándose la herida, consciente de que entre sus dedos corre sangre, con los ojos muy abiertos, mirando hechizado al encuerado de nombre bíblico, cuya expresión ni siquiera ahora se ha alterado, salvo, quizá, por sus pupilas que eran opacas y ahora brillan. Tiene la faca ensangrentada en la mano izquierda y un revólver pequeño, con empuñadura de concha, en la derecha. Lo apunta a la cabeza, inclinado sobre él, a la vez que le da una especie de explicación —: Es una orden del coronel Epaminondas Goncalves, señor. Yo me llevé las armas esta mañana, yo soy el jefe de esos que usted mató.

—¿Epaminondas Goncalves? —ronca Galileo Gall y, ahora sí, el dolor de su garganta es vivísimo.

—Necesita un cadáver inglés —parece excusarse Caifás, a la vez que aprieta el gatillo y Gall, que ha ladeado automáticamente la cara, siente una quemazón en la mandíbula, en los pelos y como si le arrancaran la oreja.

—Soy escocés y odio a los ingleses —alcanza a murmurar, pensando que el segundo disparo hará blanco en su frente, su boca o su corazón y perderá el sentido y morirá, pues el encuerado está alargando de nuevo la mano, pero lo que ve más bien es un bólido, un revuelo, Jurema que cae sobre Caifás y se aferra a él y lo hace trastabillear, y entonces deja de pensar y descubriendo en sí fuerzas que ya no creía tener se levanta y salta también sobre Caifás, contusamente alerta de estar sangrando y ardiendo y antes de que vuelva a pensar, a tratar de comprender lo que ha sucedido, lo que lo ha salvado, está golpeando con la cacha de su revólver, con toda la energía que le queda, al encuerado del que Jurema sigue prendida. Antes de verlo perder el sentido, alcanza a darse cuenta de que no es a él a quién Caitas mira mientras se defiende y recibe sus golpes, sino a Jurema, y que no hay odio, cólera, sino una inconmensurable estupefacción en sus pupilas vinosas, como si no pudiera entender lo que ella ha hecho, como si el que ella se arrojara contra él, desviara su brazo, permitiera a su víctima levantarse y atacarlo fueran cosas que no podía siquiera imaginar, soñar. Pero cuando Caifás, semiinerte, la cara hinchada por los golpes, sangrante también por su propia sangre o la de Gall, suelta la faca y su diminuto revólver y Gall se lo arrebata y va a dispararle, es la misma Jurema quien se lo impide, prendiéndose de su mano, como antes de la de Caifás, y chillando histéricamente.

—Dont be afraid —dice Gall, sin fuerzas ya para forcejear—. Tengo que irme de aquí, los soldados van a venir. Ayúdame a subir a la mula, mujer.

Abre y cierra la boca, varias veces, seguro de que en este mismo instante se va a desplomar junto a Caifás, que parece moverse. Con la cara torcida por el esfuerzo, notando que ha aumentado el ardor del cuello y que ahora le duelen también los huesos, las uñas, los pelos, va dando barquinazos contra los baúles y los trastos de la cabaña, hacia esa llamarada de luz blanca que es la puerta, pensando «Epaminondas Goncalves», pensando: «Soy un cadáver inglés».

El nuevo párroco de Cumbe, Don Joaquim, llegó al pueblo sin cohetes ni campanas una tarde nublada que presagiaba tormenta. Apareció en un carro de bueyes, con una maleta ruinosa y una sombrilla para la lluvia y el sol. Había hecho un viaje largo, desde Bengalas, en Pernambuco, donde había sido párroco dos años. En los meses siguientes se diría que su obispo lo había alejado de allí por haberse propasado con una menor. Los vecinos que encontró a la entrada de Cumbe lo llevaron hasta la Plaza de la Iglesia y le mostraron la desfondada vivienda donde había vivido el párroco del lugar, en ese tiempo en que Cumbe tenía párroco. La vivienda era ahora un hueco con paredes y sin techo, que servía de basural y de refugio a los animales sin dueño. Don Joaquim se metió a la pequeña Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción y acomodando las bancas usables se preparó un camastro y se echó a dormir, tal como estaba. Era joven, algo encorvado, bajo, levemente barrigón y con un aire festivo que de entrada cayó simpático a las gentes. A no ser por el hábito y la tonsura no se lo hubiera tomado por un hombre en activo comercio con el mundo del espíritu, pues bastaba alternar con él una vez para comprender que tanto, o acaso más, le importaban las cosas de este mundo (sobre todo las mujeres). El mismo día de su llegada demostró a Cumbe que era capaz de codearse con los vecinos como uno de ellos y que su presencia no estorbaría sustancialmente las costumbres de la población. Casi todas las familias estaban congregadas en la Plaza de la Iglesia para darle la bienvenida, cuando abrió los ojos, después de varias horas de sueño. Era noche cerrada, había llovido y cesado de llover y en la humedad cálida canturreaban los grillos y el cielo hervía de estrellas. Comenzaron las presentaciones, largo desfile de mujeres que le besaban la mano y hombres que se quitaban el sombrero al pasar junto a él, musitando su nombre. Al poco rato, el Padre Joaquim interrumpió el besamanos explicando que se moría de hambre y de sed. Comenzó entonces algo semejante al recorrido de las estaciones de Semana Santa, en que el párroco iba visitando casa por casa, para ser agasajado con las mejores viandas que los lugareños tenían. La luz de la mañana lo encontró despierto, en una de las dos tabernas de Cumbe, bebiendo guinda con aguardiente y haciendo un contrapunto de décimas con el caboclo Matías de Tavares.

Comenzó de inmediato sus funciones, decir misa, bautizar a los que nacían, confesar a los adultos, impartir los últimos sacramentos a los que morían y casar a las nuevas parejas o a las que, conviviendo ya, querían adecentarse ante Dios. Como atendía una vasta comarca, viajaba con mucha frecuencia. Era activo y hasta abnegado en el cumplimiento de su tarea parroquial. Cobraba con moderación por cualquier servicio, aceptaba que le debieran o que no le pagaran pues, entre los vicios capitales, del que estaba decididamente exento era la codicia. De los otros no, pero, al menos, los practicaba sin discriminación. Con el mismo regocijo agradecía el suculento chivo al horno de un hacendado que el bocado de rapadura que le convidaba un morador y para su garganta no había diferencias entre el aguardiente añejo o el ron de quemar aplacado con agua que se tomaba en tiempos de escasez. En cuanto a las mujeres, nada parecía repelerlo, ancianas legañosas, niñas impúberes, mujeres castigadas por la naturaleza con verrugas, labios leporinos o idiotez. A todas las estaba siempre piropeando e insistiéndoles para que vinieran a decorar el altar de la Iglesia. En los jolgorios, cuando se le habían subido los colores a la cara, les ponía la mano encima sin el menor embarazo. A los padres, maridos, hermanos, su condición religiosa les parecía desvirilizarlo y soportaban resignados esas audacias que en otro les hubieran hecho sacar la faca. De todos modos, respiraron aliviados cuando el Padre Joaquim estableció una relación permanente con Alejandrinha Correa, la muchacha que por rabdomante se había quedado para vestir santos.

La leyenda era que la milagrosa facultad de Alejandrinha se conoció cuando era una niñita, el año de la gran sequía, mientras los vecinos de Cumbe, desesperados por la falta de agua, abrían pozos por todas partes. Divididos en cuadrillas excavaban desde el amanecer, en todos los lugares donde hubo alguna vez vegetación tupida, pensando que esto era síntoma de agua en el subsuelo. Las mujeres y los niños participaban en el extenuante trabajo. Pero la tierra extraída, en vez de humedad, sólo revelaba nuevas capas de arena negruzca o de rocas irrompibles. Hasta que un día, Alejandrinha, hablando con vehemencia, atolondrada, como si le dictaran palabras que apenas tenía tiempo de repetir, interrumpió a la cuadrilla de su padre, diciéndoles que en vez de cavar allí lo hicieran más arriba, al comienzo de la trocha que sube a Massacará. No le hicieron caso. Pero la niña siguió insistiendo, zapateando y moviendo las manos como inspirada. «Total, sólo abriremos un hueco más», dijo su padre. Fueron a hacer la prueba en esa explanada de guijarros amarillentos, donde se bifurcan las trochas a Carnaiba y a Massacará. Al segundo día de estar sacando terrones y piedras, el subsuelo comenzó a oscurecerse, a humedecerse y, por fin, en medio del entusiasmo de los vecinos, transpiró agua. Tres pozos más se encontraron por los alrededores, que permitieron a Cumbe sortear mejor que otros lugares esos dos años de miseria y mortandad. Alejandrinha Correa se convirtió, a partir de entonces, en objeto de reverencia y de curiosidad. Para sus padres, además, en un ser cuya intuición trataron de aprovechar, cobrando a los caseríos y a los moradores por adivinarles el lugar donde debían buscar agua. Sin embargo, las habilidades de Alejandrinha no se prestaban al negocio. La chiquilla se equivocaba más veces de las que acertaba y, en muchas ocasiones, después de husmear por el lugar con su naricita respingada, decía: «No sé, no se me ocurre». Pero ni esos vacíos ni los errores, que siempre desaparecían bajo el recuerdo de sus hallazgos, empañaron la fama con que creció. Su aptitud de rabdomante la hizo famosa, no feliz. Desde que se supo que tenía ese poder, se levantó a su alrededor un muro que la aisló de la gente. Los otros niños no se sentían cómodos con ella y los mayores no la trataban con naturalidad. La miraban con insistencia, le preguntaban cosas raras sobre el futuro o la vida que hay después de la muerte y hacían que se arrodillara a la cabecera de los enfermos y tratase de curarlos con el pensamiento. De nada valieron sus esfuerzos para ser una mujer igual a las demás. Los hombres siempre se mantuvieron a respetuosa distancia de ella. No la sacaban a bailar en las ferias, ni le dieron serenatas ni a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza tomarla por mujer. Como si enamorarla hubiera sido una profanación.

Hasta que llegó el nuevo párroco. El Padre Joaquim no era hombre que se dejase intimidar por aureolas de santidad o de brujería en lo tocante a mujeres. Alejandrinha había dejado atrás los veinte años. Era espigada, de nariz siempre curiosa y ojos inquietos, y aún vivía con sus padres a diferencia de sus cuatro hermanas menores, que ya tenían marido y casa propia. Llevaba una vida solitaria, por el respeto religioso que inspiraba y que ella no conseguía disipar pese a su sencillez. Como la hija de los Correa sólo iba a la Iglesia a la misa del domingo y como la invitaban a pocas celebraciones privadas (la gente temía que su presencia, contaminada de sobrenatural, impidiera la alegría) el nuevo párroco tardó en trabar relación con ella.

El romance debió empezar muy poco a poco, bajo las coposas cajaranas de la Plaza de la

Iglesia, o en las callejuelas de Cumbe donde el curita y la rabdomante debieron cruzarse, descruzarse, y él mirarla como si estuviera tomándole un examen, con sus ojitos impertinentes, vivarachos, insinuantes, a la vez que su cara atemperaba la crudeza del reconocimiento con una sonrisa bonachona. Y él debió ser el primero en dirigirle la palabra, claro está, preguntándole tal vez sobre la fiesta del pueblo, el ocho de diciembre, o por qué no se la veía en los rosarios o cómo era eso del agua que le atribuían. Y ella debió contestarle con ese modo rápido, directo, desprejuiciado que era el suyo, mirándolo sin rubor. Y así debieron sucederse los encuentros casuales, otros menos casuales, conversaciones donde, además de los chismes de actualidad sobre los bandidos y las volantes y las rencillas y amoríos locales y las confidencias recíprocas, poco a poco irían apareciendo malicias y atrevimientos.

El hecho es que un buen día todo Cumbe comentaba con sorna el cambio de Alejandrinha, desganada parroquiana que se volvió de pronto la más diligente. Se la veía, temprano en las mañanas, sacudiendo las bancas de la Iglesia, arreglando el altar y barriendo la puerta. Y empezó a vérsela, también, en la casa del párroco que, con el concurso de los vecinos, había recobrado techos, puertas y ventanas. Que existía entre ambos algo más que debilidades de ocasión fue evidente el día que Alejandrinha entró con aire decidido a la taberna donde el Padre Joaquim, luego de una fiesta de bautizo, se había refugiado con un grupo de amigos y tocaba guitarra y bebía, lleno de felicidad. La entrada de Alejandrinha lo enmudeció. Ella avanzó hacia él y con firmeza le soltó esta frase: «Se viene usted ahora mismo conmigo, porque ya tomó bastante». Sin replicar, el curita la siguió.

La primera vez que el santo llegó a Cumbe, Alejandrinha Correa llevaba ya varios años viviendo en la casa del párroco. Se instaló allí para cuidarlo de una herida que recibió en el pueblo de Rosario, donde se vio envuelto en una balacera entre el cangaco de Joáo Satán y los policías del Capitán Geraldo Macedo, el Cazabandidos, y allí se quedó. Habían tenido tres hijos que todos nombraban sólo como hijos de Alejandrinha y a ella le decían «guardiana» de Don Joaquim. En presencia tuvo un efecto moderador en la vida del párroco, aunque no corrigió del todo sus costumbres. Los vecinos la llamaban cuando, más bebido de lo recomendable, el curita se volvía una complicación, y ante ella él era siempre dócil, aun en los extremos de la borrachera. Quizá eso contribuyó a que los vecinos toleraran sin demasiados remilgos esa unión. Cuando el santo vino a Cumbe por primera vez, ella era algo tan aceptado que incluso los padres y hermanos de Alejandrinha la visitaban en su casa y trataban de «nietos» y «sobrinos» a sus hijos sin la menor incomodidad.

Por eso cayó como una bomba que, en su primera prédica desde el pulpito de la Iglesia de Cumbe, donde el Padre Joaquim, con sonrisa complaciente, le había permitido subir, el hombre alto, escuálido, de ojos crepitantes y cabellos nazarenos, envuelto en un túnica morada, despotricara contra los malos pastores. Un silencio sepulcral se hizo en la nave repleta de gente. Nadie miraba al párroco, quien, sentado en la primera banca, había abierto los ojos con un pequeño respingo y permanecía inmóvil, la vista fija adelante, en el crucifijo o en su humillación. Y los vecinos tampoco miraban a Alejandrinha Correa, sentada en la tercera fila, que, ella sí, contemplaba al predicador, muy pálida. Parecía que el santo hubiese venido a Cumbe aleccionado por enemigos de la pareja. Grave, inflexible, con voz que rebotaba contra las frágiles paredes y el techo cóncavo, decía cosas terribles contra los elegidos del Señor que, pese a haber sido ordenados y vestir hábitos, se convertían en lacayos de Satán. Se ensañaba en vituperar todos los pecados del Padre Joaquim: la vergüenza de los pastores que en lugar de dar ejemplo de sobriedad bebían cachaca hasta el desvarío; la indecencia de los que en lugar de ayunar y ser frugales se atragantaban sin darse cuenta que vivían rodeados de gente que apenas tenía qué comer; el escándalo de los que olvidaban su voto de castidad y se refocilaban con mujeres a las que, en vez de orientar espiritualmente, perdían regalándoles sus pobres almas al Perro de los infiernos. Cuando los vecinos se animaban a espiarlo con el rabillo del ojo, descubrían al párroco en el mismo sitio, siempre mirando al frente, la cara color bermellón. Eso que ocurrió, y que fue la comidilla de la gente muchos días, no impidió que el Consejero siguiera predicando en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción mientras permaneció en Cumbe o que volviera a hacerlo cuando, meses después, regresó acompañado por un séquito de bienaventurados, o que lo hiciera de nuevo en años sucesivos. La diferencia fue que en los consejos de las otras veces el Padre Joaquim solía estar ausente. Alejandrinha, en cambio, no. Estaba siempre allí, en la tercera fila, con la nariz respingada, escuchando las amonestaciones del santo contra la riqueza y los excesos, su defensa de las costumbres austeras y sus exhortaciones a preparar el alma para la muerte mediante el sacrificio y la oración. La antigua rabdomante empezó a dar muestras de creciente religiosidad. Encendía velas en las hornacinas de las calles, permanecía mucho rato de rodillas ante el altar, en actitud de profunda concentración, organizaba acciones de gracias, rogativas, rosarios, novenas. Un día apareció tocada con un trapo negro y un detente en el pecho con la imagen del Buen Jesús. Se dijo que, aunque seguían bajo el mismo techo, ya no ocurría entre el párroco y ella nada que ofendiese a Dios. Cuando los vecinos se animaban a preguntarle al Padre Joaquim por Alejandrinha, él desviaba la conversación. Se le notaba azorado. Aunque seguía viviendo alegremente, sus relaciones con la mujer que compartía su casa y era madre de sus hijos, cambiaron. Al menos en público se trataban con la cortesía de dos personas que apenas se conocen. El Consejero despertaba en el párroco de Cumbe sentimientos indefinibles. ¿Le tenía miedo, respeto, envidia, conmiseración? El hecho es que cada vez que llegaba le abría la Iglesia, lo confesaba, lo hacía comulgar y mientras estaba en Cumbe era un modelo de templanza y devoción.

Cuando, en la última visita del santo, Alejandrinha Correa se fue tras él, entre sus peregrinos, abandonando todo lo que tenía, el Padre Joaquim fue la única persona del pueblo que no pareció sorprenderse.

Pensó que nunca había temido a la muerte y que tampoco le temía ahora. Pero le temblaban las manos, le corrían escalofríos y a cada momento se juntaba más a la fogata para calentar el hielo de sus entrañas. Y, sin embargo, sudaba. Pensó: «Estás muerto de miedo, Gall». Esos goterones de sudor, esos escalofríos, ese hielo y ese temblor eran el pánico del que presiente la muerte. Te conocías mal, compañero. ¿O había cambiado? Pues estaba seguro de no haber sentido nada semejante de muchacho, en el calabozo de París, cuando esperaba ser fusilado, ni en Barcelona, en la enfermería, mientras los estúpidos burgueses lo curaban para que subiera sano al patíbulo a ser estrangulado con un aro de hierro. Iba a morir: había llegado la hora, Galileo.

¿Se le endurecería el falo en el instante supremo, como decían que ocurría con los ahorcados y los decapitados? Alguna tortuosa verdad escondía esa creencia granguiñolesca, alguna misteriosa afinidad entre el sexo y la conciencia de la muerte. Si no fuera así, no le hubiera ocurrido lo de esta madrugada y lo de hacía un momento. ¿Un momento? Horas, más bien. Era noche cerrado y había miríadas de estrellas en el firmamento. Recordó que, mientras esperaba en la pensión de Queimadas, había planeado escribir una carta a l'Étincelle de la révolte explicando que el paisaje del cielo era infinitamente más variado que el de la tierra en esta región del mundo y que esto sin duda influía en la disposición religiosa de la gente. Sintió la respiración de Jurema, mezclada al crujido de la fogata declinante. Sí, había sido olfatear la muerte cerca lo que lo lanzó sobre esta mujer, con el falo tieso, dos veces en un mismo día. «Extraña relación hecha de susto y semen y de nada más», pensó. ¿Por qué lo había salvado, interponiéndose, cuando Caifás iba a darle el tiro de gracia? ¿Por qué lo había ayudado a subir a la mula, acompañado, curado, traído hasta aquí? ¿Por qué se conducía así con quien debía odiar?

Fascinado, recordó esa urgencia súbita, premiosa, irrefrenable, cuando el animal cayó en pleno trote, arrojándolos a ambos al suelo. «Su corazón debió reventar como una fruta», pensó. ¿A qué distancia estaban de Queimadas? ¿Era el río do Peixe el arroyuelo donde se había lavado y vendado? ¿Había dejado atrás, contorneándolo, Riacho da Onca o aún no habían llegado a ese pueblo? Su cerebro era una turbamulta de preguntas; pero el miedo se había eclipsado. ¿Había sentido mucho miedo cuando la mula se desplomó y vio que caía, que rodaba? Sí. Ésa era la explicación: el miedo. La instantánea sospecha de que el animal había muerto, no de cansancio, sino de un disparo de los capangas que lo perseguían para convertirlo en un cadáver inglés. Y debió ser buscando instintivamente protección que saltó sobre la mujer que había rodado al suelo con él. ¿Pensaría Jurema que era un loco, tal vez el diablo? Tomarla en esas circunstancias, en ese momento, en ese estado. Ahí, el desconcierto de los ojos de la mujer, su turbación, cuando comprendió, por la forma como las manos de Gall escarbaban sus ropas, lo que pretendía de ella. No hizo resistencia esta vez, pero tampoco disimuló su disgusto, o, más bien, su indiferencia. Ahí, esa quieta resignación de su cuerpo que había quedado impresa en la mente de Gall mientras yacía en tierra, confuso, atolondrado, colmado de algo que podía ser deseo, miedo, angustia, incertidumbre o un ciego rechazo de la trampa en que se hallaba. A través de una neblina de sudor, con las heridas del hombro y del cuello doliéndole como si se hubieran reabierto y la vida se le escurriera por ellas, vio a Jurema, en la tarde que oscurecía, examinar a la mula, abriéndole los ojos y la boca. La vio luego, siempre desde el suelo, reunir ramas, hojas y encender una fogata. Y la vio, con el cuchillo que extrajo de su cinturón sin decirle palabra, rebanar unas lonjas rojizas de los jares del animal, ensartarlos y ponerlos a asar. Daba la impresión de cumplir una rutina doméstica, como si nada anormal ocurriera, como si los acontecimientos de este día no hubieran revolucionado su existencia. Pensó: «Son las gentes más enigmáticas del planeta». Pensó: «Fatalistas, educadas para aceptar lo que la vida les traiga, sea bueno, malo o atroz». Pensó: «Para ella tú eres lo atroz».

Luego de un rato, había podido incorporarse, beber unos tragos de agua, y, con gran esfuerzo por el ardor de su garganta, masticar. Los trozos de carne le hicieron el efecto de un manjar. Mientras comían, imaginando que Jurema estaría perpleja con las ocurrencias, había tratado de explicárselas: quién era Epaminondas Goncalves, su propuesta de las armas, cómo había sido él quien planeó el atentado en casa de Rufino para robar sus propios fusiles y matarlo, pues necesitaba un cadáver de piel clara y pelirrojo. Pero se dio cuenta que a ella no le interesaba lo que oía. Lo escuchaba mordisqueando con unos dientecillos pequeños y parejos, espantando las moscas, sin asentir ni preguntar nada, posando de rato en rato en los suyos unos ojos que la oscuridad se iba ^ tragando y que lo hacían sentirse estúpido. Pensó: «Lo soy». Lo era, demostró serlo. Él tenía la obligación moral y política de desconfiar, de sospechar que un burgués ambicioso, capaz de maquinar una conspiración contra sus adversarios como la de las armas, podía maquinar otra contra él. ¡Un cadáver inglés! O sea que lo de los fusiles no había sido una equivocación, un lapsus: le había dicho que eran franceses sabiendo que eran ingleses. Galileo lo descubrió al llegar a la vivienda de Rufino, mientras acomodaba las cajas en el carromato. La marca de fábrica, en la culata, saltaba a la vista: Liverpool, 1891. Le había hecho una broma, mentalmente: «Francia no ha invadido aún Inglaterra, que yo sepa. Los fusiles son ingleses, no franceses». Fusiles ingleses, un cadáver inglés. ¿Qué se proponía? Podía imaginárselo: era una idea fría, cruel, audaz y a lo mejor hasta efectiva. Renació la angustia en su pecho y pensó: «Me matará». No conocía el territorio, estaba herido, era un forastero cuyo rastro podría señalar todo el mundo. ¿Dónde iba a esconderse? «En Canudos.» Sí, sí. Allí se salvaría o, cuando menos, no moriría con la lastimosa sensación de ser estúpido. «Canudos te amnistiará, compañero», se le ocurrió.

Temblaba de frío y le dolían el hombro, el cuello, la cabeza. Para olvidarse de sus heridas trató de pensar en los soldados del Mayor Febronio de Brito: ¿habrían partido ya de Queimadas rumbo a Monte Santo? ¿Aniquilarían ese hipotético refugio antes de que pudiera llegar a él? Pensó: «El proyectil no ingresó, ni tocó la piel, apenas la desgarró con su roce candente. La bala, por lo demás, tenía que ser diminuta, como el revólver, para matar gorriones». No era el balazo sino la cuchillada lo grave: había entrado profundamente, cortado venas, nervios y de allí subían el ardor y las punzadas hasta la oreja, los ojos, la nuca. Los escalofríos lo estremecían de pies a cabeza. ¿Ibas a morir, Gall? Súbitamente recordó la nieve de Europa, su paisaje tan domesticado si lo comparaba con esta naturaleza indómita. Pensó: «¿Habrá hostilidad geográfica parecida en alguna región de Europa?». En el sur de España, en Turquía, sin duda, y en Rusia. Recordó la fuga de Bakunin, después de estar once meses encadenado al muro de una prisión. Se la contaba su padre, sentándolo en sus rodillas: la épica travesía de Siberia, el río Amur, California, de nuevo Europa y, al llegar a Londres, la formidable pregunta: «¿Hay ostras en este país?». Recordó los albergues que salpicaban los caminos europeos, donde siempre había una chimenea ardiendo, una sopa caliente y otros viajeros con quienes fumar una pipa y comentar la jornada. Pensó: «La nostalgia es una cobardía, Gall».

Se estaba dejando ganar por la autocompasión y la melancolía. ¡Qué vergüenza, Gall! ¿No habías aprendido siquiera a morir con dignidad? ¡Qué más daba Europa, el Brasil o cualquier pedazo de tierra! ¿No sería el mismo el resultado? Pensó: «La desagregación, la descomposición, la pudridera, la gusanera, y, si los animales hambrientos no intervienen, una frágil armazón de huesos amarillentos recubierta de un pellejo reseco». Pensó: «Estás ardiendo y muerto de frío y eso se llama fiebre». No era el miedo, ni la bala de matar pajaritos, ni la cuchillada: era una enfermedad. Porque el malestar había empezado antes del ataque del encuerado, cuando estaba en aquella hacienda con Epaminondas Goncalves; había ido minando sigilosamente algún órgano y extendiéndose por el resto de su organismo. Estaba enfermo, no malherido. Otra novedad, compañero. Pensó: «El destino quiere completar tu educación antes de que mueras, infligiéndote experiencias desconocidas». ¡Primero estuprador y luego enfermo! Porque no recordaba haberlo estado ni en su más remota niñez. Herido sí, varias veces, y aquélla, en Barcelona, gravemente. Pero enfermo, jamás. Tenía la sensación de que en cualquier momento perdería el sentido. ¿Por qué este esfuerzo insensato por seguir pensando? ¿Por qué esa intuición de que mientras pensara seguiría vivo? Se le ocurrió que Jurema se había ido. Aterrado, escuchó: ahí estaba siempre su respiración, hacia la derecha. Ya no podía verla porque la fogata se había consumido del todo.

Trató de darse ánimos sabiendo que era inútil, murmurando que las circunstancias adversas estimulaban al verdadero revolucionario, diciéndose que escribiría una carta a l'Étincelle de la révolte asociando con lo que ocurría en Canudos la alocución de Bakunin a los relojeros y artesanos de la Chaux–de–Fonds y del valle del SaintImier en que sostuvo que los grandes alzamientos no se producirían en las sociedades más industrializadas, como profetizaba Marx, sino en los países atrasados, agrarios, cuyas miserables masas campesinas no tenían nada que perder, como España, Rusia, y ¿por qué no? el Brasil, y trató de increpar a Epaminondas Goncalves: «Quedarás defraudado, burgués. Debiste matarme cuando estaba a tu merced, en la terraza de la hacienda. Sanaré, escaparé». Sanaría, escaparía, la muchacha lo guiaría, robaría una cabalgadura y, en Canudos, lucharía contra lo que tú representabas, burgués, el egoísmo, el cinismo, la avidez y…