"La guerra del fin del mundo" - читать интересную книгу автора (, Llosa Mario Vargas)

VI

La victoria de Uauá fue celebrada en Canudos con dos días de festejos. Hubo cohetes y fuegos artificiales preparados por Antonio el Fogueteiro y el Beatito organizó procesiones que recorrieron los meandros de casuchas que habían brotado en la hacienda. El Consejero predicaba cada atardecer desde un andamio del Templo. A Canudos le aguardaban pruebas más duras, no había que dejarse derrotar por el miedo, el Buen Jesús ayudaría a los que tuvieran fe. Un tema frecuente seguía siendo el fin del mundo. La tierra, cansada después de tantos siglos de producir plantas, animales y de dar abrigo al hombre, pediría al Padre poder descansar. Dios consentiría y comenzarían las destrucciones. Era eso lo que indicaban las palabras de la Biblia: «¡No vine a establecer la armonía! ¡Vine para atizar un incendio!».

Así, mientras, en Bahía, las autoridades, criticadas sin piedad por el Jornal de Noticias y el Partido Republicano Progresista por los sucesos de Uauá, organizaban una segunda expedición seis veces más numerosa que la primera y la pertrechaban de dos cañones Krupp, calibre 7,5 y de dos ametralladoras Nordenfelt y, al mando del Mayor Febronio de Brito, la despachaban por tren hacia Queimadas, para que luego siguiera a pie, a castigar a los yagunzos, éstos, en Canudos, se preparaban para el Juicio Final. Algunos impacientes, con el pretexto de apurarlo o de ganarle a la tierra el descanso, salieron a sembrar la desolación. Enfurecidos de amor prendían fuego a las construcciones de los tablazos y caatingas que separaban a Canudos del mundo. Para salvar sus tierras, muchos hacendados y campesinos les hacían regalos, pero sin embargo, ardieron buen número de ranchos, corrales, casas abandonadas, refugios de pastores y guaridas de forajidos. Fue preciso que José Venancio, Pajeú, Joáo Abade, Joáo Grande, los Macambira salieran a contener a esos exaltados que querían dar reposo a la naturaleza carbonizándola y que el Beatito, la Madre de los Hombres, el León de Natuba, les explicaran que habían interpretado mal los consejos del santo.

Tampoco en estos días, pese a los nuevos peregrinos que llegaban, Canudos pasó hambre. María Quadrado se llevó a vivir con ella al Santuario a un grupo de mujeres — que el Beatito llamó: el Coro Sagrado — para que la ayudaran a sostener al Consejero cuando los ayunos le doblaban las piernas, y a darle de comer los escasos mendrugos que comía, y a servirle de coraza para que no lo aplastaran los romeros que querían tocarlo y lo acosaban pidiéndole que intercediera ante el Buen Jesús por la hija ciega, el hijo inválido o el marido desaparecido. Entretanto, otros yagunzos se ocupaban de procurar sustento a la ciudad y de su defensa. Habían sido esclavos cimarrones, como Joáo Grande, o cangaceiros con muchas muertes en su historial, como Pajeú o Joáo Abade, y eran ahora hombres de Dios. Pero seguían siendo hombres prácticos, alertas a lo terrenal, sensibles al hambre y a la guerra, y fueron ellos quienes, como habían hecho en Uauá, tomaron la iniciativa. A la vez que contenían a las turbas de incendiarios, arreaban hacia Canudos cabezas de ganado, caballos, mulas, asnos, chivos que las haciendas se resignaban a donar al Buen Jesús, y despachaban a los almacenes de Antonio y Honorio Vilanova las harinas, los granos, las ropas y, sobre todo, las armas que reunían en sus incursiones. En pocos días, Canudos se llenó de recursos. Al mismo tiempo, solitarios enviados recorrían los sertones, como profetas bíblicos, y bajaban hasta el litoral incitando a las gentes a partir a Canudos para combatir junto a los elegidos contra esa invención del Perro: la República. Eran unos curiosos emisarios del cielo, que, en vez de vestir túnicas, llevaban pantalones y camisas de cuero y cuyas bocas escupían las palabrotas de la gente ruin y a quienes todos conocían porque habían compartido con ellos techo y miseria hasta que un día, rozados por el ángel, se fueron a Canudos. Eran los mismos, llevaban las mismas facas, carabinas, machetes y, sin embargo, eran otros, pues ahora sólo hablaban del Consejero, de Dios o del lugar de donde venían con una convicción y un orgullo contagiosos. La gente les daba hospitalidad, los escuchaba y muchos, sintiendo esperanza por primera vez, hacían un atado con sus cosas y partían.

Las fuerzas del Mayor Febronio de Brito estaban ya en Queimadas. Eran quinientos cuarenta y tres soldados, catorce oficiales y tres médicos seleccionados en los tres batallones de Infantería de Bahía —el 9, el 26 y el 33—, a los que la pequeña localidad recibió con discurso de Alcalde, misa en la Iglesia de San Antonio, sesión en el Consejo Municipal y día feriado para que los lugareños gozaran del desfile con redoble de tambor y cometería alrededor de la Plaza Matriz. Antes de que empezara el desfile, ya habían partido hacia el Norte mensajeros espontáneos que llevaban a Canudos el número de soldados y armas de la Expedición y su plan de viaje. Las noticias no causaron sorpresa. ¿Cómo podía sorprenderlos que la realidad confirmara lo que Dios les había anunciado por boca del Consejero? La única novedad era que los soldados vendría esta vez por el rumbo del Cariacá, la Sierra de Acarí y el Valle de Ipueiras. Joáo Abade sugirió a los demás cavar trincheras, acarrear pólvora y proyectiles y apostar gente en las laderas del Cambaio, pues por allí tendrían que pasar forzosamente los protestantes. El Consejero parecía por el momento más preocupado por apurar la construcción del Templo del Buen Jesús que por la guerra. Seguía dirigiendo los trabajos desde el amanecer, pero éstos se demoraban por culpa de las piedras: había que acarrearlas de canteras cada vez más apartadas y subirlas a las torres era tarea difícil en la que, a veces, se rompían las cuerdas y los pedrones se llevaban de encuentro andamios y operarios. Y, a veces, el santo ordenaba echar abajo un muro ya levantado y erigirlo más allá o rectificar unas ventanas porque una inspiración le decía que no estaban orientados en la dirección del amor. Se lo veía circular entre la gente, rodeado del León de Natuba, del Beatito, de María Quadrado y de las beatas del Coro que estaban batiendo constantemente las manos para espantar a las moscas que venían a perturbarlo. A diario llegaban a Canudos tres, cinco, diez familias o grupos de peregrinos, con sus minúsculos hatos de cabras y sus carretas, y Antonio Vilanova les designaba un hueco en el dédalo de viviendas para que levantaran la suya. Cada tarde, antes de los consejos, el santo recibía, dentro del Templo todavía sin techo, a los recién llegados. Eran encaminados hacia él por el Beatito, a través de la masa de fieles, y aunque el Consejero trataba de impedírselo diciéndoles «Dios es otro», se tumbaban a sus pies para besárselos o tocar su túnica mientras él los bendecía, mirándolos con esa mirada que daba la impresión de estar mirando siempre el más allá. En un momento dado, interrumpía la ceremonia de bienvenida, poniéndose de pie, y entonces le abrían camino hasta la escalerilla que subía a los andamios. Predicaba con rauca voz, sin moverse, sobre los temas de siempre: la superioridad del espíritu, las ventajas de ser pobre y frugal, el odio a los impíos y la necesidad de salvar a Canudos para que fuera refugio de justos.

Las gentes lo escuchaban anhelantes, convencidas. La religión colmaba ahora sus días. A medida que surgían, las tortuosas callecitas eran bautizadas con el nombre de un santo, en una procesión. Había, en todos los rincones, hornacinas e imágenes de la Virgen, del Niño, del Buen Jesús y del Espíritu Santo, y cada barrio y oficio levantaba altares a su santo protector. Muchos de los recién venidos se cambiaban de nombre, para simbolizar así la nueva vida que empezaban. Pero a las prácticas católicas se injertaban a veces, como plantas parásitas, costumbres dudosas. Así, algunos mulatos se ponían a danzar cuando rezaban y se decía que, zapateando con frenesí sobre la tierra, creían que expulsarían los pecados con el sudor. Los negros se fueron agrupando en el sector norte de Canudos, una manzana de chozas de barro y paja que sería conocida más tarde como el Mocambo. Los indios de Mirandela, que sorpresivamente vinieron a instalarse a Canudos, preparaban a la vista de todos cocimientos de yerbas que despedían un fuerte olor y que los ponían en éxtasis. Además de romeros vinieron, por supuesto, milagreros, mercachifles, buscavidas, curiosos. Por las cabañas que se enquistaban unas en otras, se veían mujeres que leían las manos, pícaros que se ufanaban de hablar con los muertos y troveros que, como los del Circo del Gitano, se ganaban el sustento cantando romances o clavándose alfileres. Ciertos curanderos pretendían curar todos los males con bebedizos de jurema y manacá y algunos beatos, presas de delirio de contrición, declamaban a voz en cuello sus pecados y rogaban a quienes los oían que les impusieran penitencias. Un grupo de gentes de Joazeiro comenzó a practicar en Canudos los ritos de la Hermandad de Penitentes de esa ciudad: ayuno, abstinencia sexual, flagelaciones públicas. Aunque el Consejero alentaba la mortificación y el ascetismo —el sufrimiento, decía, robustece la fe — terminó por alarmarse y pidió al Beatito que pasara revista a los romeros a fin de evitar que con ellos entraran la superstición, el fetichismo o cualquier impiedad disfrazada de devoción.

La diversidad humana coexistía en Canudos sin violencia, en medio de una solidaridad fraterna y un clima de exaltación que los elegidos no habían conocido. Se sentían verdaderamente ricos de ser pobres, hijos de Dios, privilegiados, como se los decía cada tarde el hombre del manto lleno de agujeros. En el amor hacia él, por lo demás, cesaban las diferencias que podían separarlos: cuando se trataba del Consejero esas mujeres y hombres que habían sido cientos y comenzaban a ser miles se volvían un solo ser sumiso y reverente, dispuesto a darlo todo por quien había sido capaz de llegar hasta su postración, su hambre y sus piojos para infundirles esperanzas y enorgullecerlos de su destino. Pese a la multiplicación de habitantes la vida no era caótica. Los emisarios y romeros traían ganados y provisiones, los corrales estaban repletos igual que los depósitos y el Vassa Barris afortunadamente tenía agua para las chacras. En tanto que Joáo Abade, Pajeú, José Venancio, Joáo Grande, Pedráo y otros preparaban la guerra, Honorio y Antonio Vilanova administraban la ciudad: recibían las ofrendas de los romeros, distribuían lotes, alimentos y ropas y vigilaban las Casas de Salud para enfermos, ancianos y huérfanos. A ellos llegaban las denuncias cuando había reyertas en el vecindario por cosas de propiedad.

A diario llegaban noticias del Anticristo. La Expedición del Mayor Febronio de Brito había seguido de Queimadas a Monte Santo, lugar que profanó al atardecer del 29 de diciembre, mermada de un cabo de línea muerto a consecuencia de la picadura de un crótalo. El Consejero explicó, sin animadversión, lo que ocurría. ¿No era acaso una blasfemia, una execración, que hombres con armas de fuego y propósitos destructores acamparan en un santuario que atraía peregrinos de todo el mundo? Pero Canudos, a la que esa noche llamó Belo Monte, no debía ser hollada por los impíos. Exaltándose, los urgió a no rendirse a los enemigos de la religión, que querían mandar de nuevo a los esclavos a los cepos, esquilmar a los moradores con impuestos, impedirles que se casaran y se enterraran por la Iglesia, y confundirlos con trampas como el sistema métrico, el mapa estadístico y el censo, cuyo verdadero designio era engañarlos y hacerlos pecar. Todos velaron esa noche, con las armas que tenían al alcance de la mano. Los masones no llegaron. Estaban en Monte Santo, reparando los dos cañones Krupp, descentrados por lo abrupto de la tierra y aguardando un refuerzo. Cuando, dos semanas más tarde, partieron en columnas en dirección a Canudos, por el Valle del Cariacá, toda la ruta que seguirían estaba sembrada de espías, apostados en cuevas de chivos, en la urdimbre de la caatinga o en socavones disimulados con el cadáver de una res cuya calavera se había convertido en atalaya. Velocísimos mensajeros llevaban a

Canudos noticia de los avances y tropiezos del enemigo.

Cuando supo que la tropa, después de enormes dificultades para arrastrar los cañones y ametralladoras, había llegado por fin a Mulungú y que, impelidos por la hambruna, se habían visto obligados a sacrificar la última res y dos mulas de arrastre, el Consejero comentó que el Padre no debía estar descontento con Canudos cuando comenzaba a derrotar a los soldados de la República antes de que se hubiera iniciado la pelea.

—¿Sabes cómo se llama lo que ha hecho tu marido? —silabea Galileo Gall, con la voz rota por la contrariedad—. Una traición. No, dos traiciones. A mí, con quien tenía un compromiso. Y a sus hermanos de Canudos. Una traición de clase. Jurema le sonríe, como si no entendiera o no lo escuchara. Está haciendo hervir algo, inclinada sobre el fogón. Es joven, de rostro terso y bruñido, lleva los cabellos sueltos, viste una túnica sin mangas, va descalza y sus ojos aún están cuajados del sueño del que la ha arrancado la llegada de Gall, hace un momento. Una débil luz de amanecer se insinúa en la cabaña por entre las estacas. Hay un mechero y, en un rincón, una hilera de gallinas durmiendo entre vasijas, trastos, altos de leña, cajones y una imagen de Nuestra Señora de Lapa. Un perrito lanudo merodea a los pies de Jurema y aunque ella lo aparta pateándolo él vuelve a la carga. Sentado en una hamaca, acezando por el esfuerzo que ha sido viajar toda la noche al ritmo del encuerado que lo trajo de vuelta a Queimadas con las armas, Galileo la observa, iracundo. Jurema va hacia él con una escudilla humeante. Se la alcanza.

—Dijo que no iba a ir con los del Ferrocarril de Jacobina —murmura Gall, con la escudilla entre las manos, buscando los ojos de la mujer—. ¿Por qué cambió de opinión? —No iba a ir, porque no querían darle lo que les pidió —replica Jurema, con suavidad, soplando la escudilla que humea en sus manos—. Cambió porque vinieron a decirle que sí se lo darían. Él fue ayer a la Pensión Nuestra Señora de las Gracias a buscarlo y usted se había ido, sin dejar dicho adonde ni si iba a volver. Rufino no podía perder ese trabajo.

Galileo suspira, abrumado. Opta por beber un trago de su escudilla, se quema el paladar, su cara se tuerce en una mueca. Bebe otro sorbo, soplando. El cansancio y el disgusto han arrugado su frente y hay ojeras alrededor de sus ojos. De tanto en tanto, se muerde el labio inferior. Aceza, suda.

—¿Cuánto va a durar ese maldito viaje? —gruñe por fin, sorbiendo la escudilla. —Tres o cuatro días —Jurema se ha sentado frente a él, al filo de un viejo baúl con correas—. Dijo que usted lo podía esperar y que, a su regreso, lo llevaría a Canudos. —Tres o cuatro días —Gall revuelve los ojos, con exasperación—. Tres o cuatro siglos, querrás decir.

Se oye el tintineo de los cencerros, afuera, y el perrito lanudo ladra con fuerza y se lanza contra la puerta, queriendo salir. Galileo se incorpora, va hacia las estacas y ojea el exterior: el carromato está donde lo ha dejado, junto al corral contiguo a la cabaña, en el que hay unos cuantos carneros. Los animales tienen los ojos abiertos pero están ahora quietos y ha cesado el ruido de los cencerros. La vivienda corona un promontorio y cuando hay sol se ve Queimadas; pero en este amanecer gris, de cielo encapotado, no, sólo el desierto ondulante y pedregoso. Galileo vuelve a su asiento. Jurema le llena otra vez la escudilla. El perrito lanudo ladra y escarba la tierra, junto a la puerta. «Tres o cuatro días», piensa Gall. Tres o cuatro siglos en los que pueden ocurrir mil percances. ¿Buscará otro guía? ¿Partirá solo a Monte Santo y contratará allí un pistero hacia Canudos? Cualquier cosa, salvo quedarse aquí con las armas: la impaciencia volvería la espera insoportable y, además, podía ocurrir, como temía Epaminondas Goncalves, que llegara antes a Queimadas la Expedición del Mayor Brito. —¿No has sido tú la culpable de que Rufino se fuera con los del Ferrocarril de Jacobina? —murmura Gall. Jurema está apagando el fuego, con un bastón—. Nunca te gustó la idea de que Rufino me llevara a Canudos.

—Nunca me gustó —reconoce ella, con tanta seguridad que Galileo siente, por un momento, que se eclipsa su cólera y ganas de reír. Pero ella está muy seria y lo mira sin pestañear. Su cara es alargada, bajo su piel tirante resaltan los huesos de los pómulos y del mentón. ¿Serán así, salientes, nítidos, locuaces, delatores, los que ocultan sus cabellos?—. Mataron a esos soldados en Uauá —añade Jurema—. Todos dicen que irán más soldados a Canudos. No quiero que lo maten, o que se lo lleven preso. Él no podría estar preso. Necesita moverse todo el tiempo. Su madre le dice: «Tienes el mal de San Vito».

—El mal de San Vito —dice Gall.

—Esos que no pueden estarse quietos —explica Jurema—. Esos que andan bailando. El perro ladra otra vez con furia. Jurema va hasta la puerta de la cabaña, la abre y lo hace salir, empujándolo con el pie. Se escuchan los ladridos, afuera, y, de nuevo, el tintineo de los cencerros. Galileo, con expresión fúnebre, sigue el desplazamiento de Jurema, que vuelve junto al fogón y remueve las brasas con una rama. Un hilillo de humo se disuelve en espirales.

—Pero, además, Canudos es del Barón y el Barón siempre nos ha ayudado —dice Jurema—. Esta casa, esta tierra, estos carneros los tenemos gracias al Barón. Usted defiende a los yagunzos, quiere ayudarlos. Llevarlo a Canudos es como ayudarlos a ellos. ¿Cree usted que al Barón le gustaría que Rufino ayude a los ladrones de su hacienda? —Claro que no le gustaría —gruñe Gall, con sorna. El campanilleo de los carneros irrumpe de nuevo, más fuerte, y, sobresaltado, Gall se levanta y va de dos trancos hasta las estacas. Mira afuera: comienzan a perfilarse los árboles en la extensión blancuzca, las matas de cactos, los manchones de rocas. Allí está el carromato, con sus bultos envueltos en una lona de color del desierto, y a su lado, atada a una estaca, la mula. —¿Usted cree que al Consejero lo ha mandado el Buen Jesús? —dice Jurema—. ¿Cree las cosas que él anuncia? ¿Que el mar será sertón y el sertón mar? ¿Que las aguas del río Vassa Barris se volverán leche y las barrancas cuzcuz de maíz para que coman los pobres?

No hay ni pizca de burla en sus palabras y tampoco en sus ojos cuando Galileo Gall la mira, tratando de adivinar por su expresión cómo toma ella esas habladurías. No lo averigua: la cara bruñida, alargada, apacible, es, piensa, tan inescrutable como la de un indostano o un chino. O como la del emisario de Canudos con el que se entrevistó en la curtiembre del Itapicurú. También era imposible saber, observando su cara, lo que sentía o pensaba aquel hombre lacónico.

—En los muertos de hambre el instinto suele ser más fuerte que las creencias — murmura, después de apurar hasta el final el líquido de la escudilla, escudriñando las reacciones de Jurema—. Pueden creer disparates, ingenuidades, tonterías. No importa. Importa lo que hacen. Han abolido la propiedad, el matrimonio, las jerarquías sociales, rechazado la autoridad de la Iglesia y del Estado, aniquilado a una tropa. Se han enfrentado a la autoridad, al dinero, al uniforme, a la sotana.

La cara de Jurema no dice nada, no se mueve en ella un músculo; sus ojos oscuros, levemente rasgados, lo miran sin curiosidad, sin simpatía, sin sorpresa. Tiene unos labios que se fruncen en las comisuras, húmedos.

—Han retomado la lucha donde la dejamos, aunque ellos no lo sepan. Están resucitando la Idea —dice todavía Gall, preguntándose qué puede estar pensando Jurema de lo que oye—. Es por eso que estoy aquí. Es por eso que quiero ayudarlo.

Jadea, como si hubiera hablado a gritos. Ahora, la fatiga de los dos últimos días, agravada por la decepción que ha sentido al descubrir que Rufino no está en Queimadas, vuelve a apoderarse de su cuerpo y el deseo de dormir, de estirarse, de cerrar los ojos, es tan grande que decide tumbarse unas horas bajo el carromato. ¿O podría hacerlo aquí, tal vez, en esta hamaca? ¿Parecerá escandaloso a Jurema que se lo pida? —Ese hombre que vino de allá, el que mandó el santo, al que usted vio, ¿sabe quién era? —la oye decir—. Era Pajeú. —Y, como Gall no se impresiona, añade, desconcertada —: ¿No oyó hablar de Pajeú? El más malvado de todo el sertón. Vivía robando y matando. Cortaba las narices y las orejas de los que tenían la mala suerte de encontrárselo en los caminos.

. El tintineo de los cencerros brota otra vez, simultáneamente con los ansiosos ladridos en la puerta de la cabaña y el relincho de la mula. Gall está recordando al emisario de Canudos, la cicatriz que le comía la cara, su extraño sosiego, su indiferencia. ¿Cometió un error, tal vez, no confiándole lo de las armas? No, pues no podía mostrárselas entonces: no le hubiera creído, habría aumentado su desconfianza, habría puesto en peligro todo el proyecto. El perro ladra afuera, frenético, y Gall ve que Jurema coge el bastón con que ha apagado el fuego y va de prisa hacia la puerta. Distraído, pensando siempre en el emisario de Canudos, diciéndose que si hubiera sabido que se trataba de un ex–bandido tal vez habría sido más fácil dialogar con él, mira a Jurema forcejear con la tranquera, levantarla, y en ese instante algo sutil, un ruido, una intuición, un sexto sentido, el azar, le dicen lo que va a ocurrir. Porque, cuando Jurema es súbitamente arrojada hacia atrás por la violencia con que se abre la puerta —empujada o pateada desde afuera — y la silueta del hombre armado de una carabina se dibuja en el umbral, Galileo ya ha sacado su revólver y está apuntando al intruso. El estruendo de la carabina despierta a las gallinas del rincón, que revolotean despavoridas mientras Jurema, que ha caído al suelo sin que la bala la tocara, chilla. El atacante, al ver a sus pies a una mujer, vacila, demora unos segundos en encontrar a Gall entre el revoloteo espantado de las gallinas y cuando dirige la carabina hacia él, Galileo ya le ha disparado, mirándolo con expresión estúpida. El intruso suelta la carabina y retrocede, bufando. Jurema grita de nuevo. Galileo reacciona por fin y corre hacia la carabina. Se inclina a cogerla y entonces divisa, por el hueco de la puerta, al herido que se retuerce en el suelo, quejándose, a otro hombre que se acerca corriendo con la carabina levantada y gritando algo al herido, y más atrás a un tercer hombre amarrando el carromato de las armas a un caballo. Casi sin apuntar, dispara. El que venía corriendo da un traspié, rueda por tierra rugiendo y Galileo le vuelve a disparar. Piensa: «Quedan dos balas». Ve a Jurema a su lado, empujando la puerta, la ve cerrarla, bajar la tranquera y escabullirse al fondo de la vivienda. Se pone de pie preguntándose en qué momento ha caído al suelo. Está lleno de tierra, suda, le chocan los dientes y aprieta el revólver con tanta fuerza que le duelen los dedos. Espía por entre las estacas: la carreta de las armas se pierde a lo lejos, en una polvareda, y, frente a la cabaña, el perro ladra frenético a los dos hombres heridos que están reptando hacia el corral de los carneros. Apuntándoles, dispara las dos últimas balas de su revólver y le parece oír un rugido humano en medio de los ladridos y los cencerros. Sí, los ha alcanzado: están inmóviles, a medio camino entre la cabaña y el corral. Jurema sigue chillando y las gallinas cacarean enloquecidas, vuelan en todas direcciones, vuelcan objetos, se estrellan contra las estacas, contra su cuerpo. Las aparta a manotazos y vuelve a espiar, a derecha y a izquierda. A no ser por esos cuerpos semimontados uno encima del otro se diría que no ha ocurrido nada. Resollando, trastabillea entre las gallinas hasta la puerta. Divisa, por las ranuras, el paisaje solitario, los cuerpos que forman un garabato. Piensa: «Se llevaron los fusiles». Piensa: «Peor sería estar muerto». Jadea, con los ojos muy abiertos. Por fin, abre la tranquera y empuja la puerta. Nada, nadie.

Medio encogido, corre hacia donde estaba el carromato, oyendo el tintineo de los carneros que dan vueltas y se cruzan y descruzan entre los palos del corral. Siente la angustia en el estómago, en la nuca: un reguero de polvo se pierde en el horizonte, en la dirección de Riacho da Onca. Respira hondo, se pasa la mano por la barbita rojiza; sus dientes siguen entrechocando. La mula, atada en el tronco, remolonea beatíficamente. Retorna hacia la vivienda, despacio. Se detiene ante los cuerpos caídos: ya son cadáveres. Examina las caras desconocidas, tostadas, las muecas que las crispan. De pronto, su expresión se avinagra en un acceso de rabia y comienza a patear las formas inertes, con ferocidad, mascullando injurias. Su ira contagia al perro, que ladra, brinca y mordisquea las sandalias de los dos hombres. Por fin, Galileo se calma. Regresa a la cabaña arrastrando los pies. Lo recibe un revuelo de gallinas que lo hace alzar las manos y protegerse la cara. Jurema está en el centro de la habitación: una silueta trémula, la túnica rota, la boca entreabierta, los ojos llenos de lágrimas, los cabellos revueltos. Mira anonadada el desorden que reina en torno, como si no comprendiera lo que ocurre en su casa, y, al ver a Gall, corre hacia él y se abraza contra su pecho, balbuceando palabras que él no entiende. Queda rígido, con la mente en blanco. Siente a la mujer contra su pecho, mira con desconcierto, con miedo, ese cuerpo que se junta al suyo, ese cuello que palpita bajo sus ojos. Siente su olor y oscuramente atina a pensar: «Es el olor de una mujer». Sus sienes hierven. Haciendo un esfuerzo alza un brazo, rodea a Jurema por los hombros. Suelta el revólver que aún conservaba y sus dedos alisan con torpeza los cabellos alborotados: «Querían matarme a mí», susurra al oído de Jurema. «Ya no hay peligro, ya se llevaron lo que querían.» La mujer se va serenando. Cesan sus sollozos, el temblor de su cuerpo, sus manos sueltan a Gall. Pero él la tiene siempre sujeta, le acaricia siempre los cabellos y, cuando Jurema intenta apartarse, la retiene, «Don't be afraid», silabea, pestañeando de prisa, «They are gone. They…» Algo nuevo, equívoco, urgente, intenso, ha aparecido en su rostro, algo que crece por instantes y de lo que apenas parece consciente. Tiene los labios muy cerca del cuello de Jurema. Ella da un paso atrás, con fuerza, a la vez que se cubre el pecho. Ahora, hace esfuerzos por desprenderse de Gall, pero éste no la suelta, y mientras la sujeta, susurra varias veces la misma frase que ella no puede entender: «Don't be afraid, don't be afraid». Jurema lo golpea con ambas manos, lo rasguña, consigue zafarse y escapa. Pero Galileo corre tras ella por la habitación, la alcanza, la apresa y, después de tropezar con el viejo baúl, cae con ella al suelo. Jurema patalea, lucha con todas sus fuerzas, pero sin gritar. Sólo se escucha el jadeo entrecortado de ambos, el rumor del forcejeo, el cacarear de las gallinas, el ladrido del perro, el tintineo de los cencerros. Entre nubes plomizas, está saliendo el sol.

Nació con las piernas muy cortas y la cabeza enorme, de modo que los vecinos de Natuba pensaron que sería mejor para él y para sus padres que el Buen Jesús se lo llevara pronto ya que, de sobrevivir, sería tullido y tarado. Sólo lo primero resultó cierto. Porque, aunque el hijo menor del amansador de potros Celestino Pardinas nunca pudo andar a la manera de los otros hombres, tuvo una inteligencia penetrante, una mente ávida de saberlo todo y capaz, cuando un conocimiento había entrado a esa cabezota que hacía reír a las gentes, de conservarlo para siempre. Todo fue en él rareza: que naciera deforme en una familia tan normal como la de los Pardinas, que pese a ser un adefesio enclenque no muriera ni padeciera enfermedades, que en vez de andar en dos pies como los humanos lo hiciera a cuatro patas y que su cabeza creciera de tal manera que parecía milagro que su cuerpecillo menudo pudiera sostenerla. Pero lo que dio pie para que los vecinos de Natuba comenzaran a murmurar que no había sido engendrado por el amansador de potros sino por el Diablo, fue que aprendiera a leer y a escribir sin que nadie se lo enseñara.

Ni Celestino ni Doña Gaudencia se habían dado el trabajo —pensando, probablemente, que sería inútil — de llevarlo donde Don Asenio, que, además de fabricar ladrillos, enseñaba portugués, latines y algo de religión. Y el hecho es que un día llegó el Correo y clavó en las tablas de la Plaza Matriz un edicto que no se molestó en leer en voz alta alegando que tenía que clavarlo en otras diez localidades antes de ponerse el sol. Los vecinos trataban de descifrar los jeroglíficos cuando, desde el suelo, oyeron la vocecilla del León: «Dice que hay peligro de epidemia para los animales, que hay que desinfectar los establos con creso, quemar las basuras y hervir el agua y la leche antes de tomarlas». Don Asenio confirmó que eso decían. Acosado por los vecinos para que contara quién le había enseñado a leer, el León dio una explicación que muchos encontraron sospechosa: que había aprendido viendo a los que sabían, como Don Asenio, el capataz Felisbelo, el curandero Don Abelardo o el hojalatero Zósimo. Ninguno de ellos le había dado lecciones, pero los cuatro recordaron haber visto asomar muchas veces la gran cabeza hirsuta y los ojos inquisitivos del León junto al taburete donde leían o escribían las cartas que les dictaba un vecino. El hecho es que el León había aprendido y que desde esa época se le vio leyendo y releyendo, a todas horas, encogido a la sombra de los árboles de jazmín caiano de Natuba, los periódicos, devocionarios, misales, edictos y todo lo impreso a que podía echar mano. Se convirtió en la persona que, con una pluma de ave tajada por él mismo y una tintura de cochinilla y vegetales, redactaba, en letras grandes y armoniosas, las felicitaciones de cumpleaños, anuncios de decesos, bodas, nacimientos, enfermedades o simples chismes que los vecinos de Natuba comunicaban a los de otros pueblos y que una vez por semana venía a llevarse el jinete del Correo. El León les leía también a los lugareños las cartas que les mandaban. Hacía de escriba y de lector de los demás por entretenimiento, sin cobrarles un céntimo, pero a veces recibía regalos por esos servicios.

No se llamaba León, sino Felicio, pero el sobrenombre, como ocurría a menudo en la región, una vez que prendió desplazó al nombre. Le pusieron León tal vez por burla, seguramente por la inmensa cabeza que, más tarde, como para dar razón a los bromistas, se cubriría en efecto de unas tupidas crenchas que le tapaban las orejas y zangoloteaban con sus movimientos. O, tal vez, por su manera de andar, animal sin duda alguna, apoyándose a la vez en los pies y en las manos (que protegía con unas suelas de cuero como pezuñas o cascos) aunque su figura, al andar, con sus piernas cortitas y sus brazos largos que se posaban en tierra de manera intermitente, era más la de un simio que la de un predador. No siempre estaba así, doblado; podía tenerse de pie por ratos y dar algunos pasos humanos sobre sus ridículas piernas, pero ambas cosas lo fatigaban muchísimo. Por su peculiar manera de moverse nunca vistió pantalones, sólo túnicas, como las mujeres, los misioneros o los penitentes del Buen Jesús.

Pese a que les redactaba la correspondencia, los vecinos no acabaron nunca de aceptar al León. Si sus propios padres podían apenas disimular la vergüenza que les daba ser sus progenitores y trataron una vez de regalarlo ¿cómo hubieran podido las mujeres y los hombres de Natuba considerar de la misma especie que ellos a esa hechura? La docena de hermanos y hermanas Pardinas lo evitaban y era sabido que no comía con ellos sino en un cajoncito aparte. Así, no conoció el amor paterno, ni el fraterno (aunque, al parecer, adivinó algo del otro amor) ni la amistad, pues los chicos de su edad le tuvieron al principio miedo y, luego, repugnancia. Lo acribillaban a pedradas, escupitajos e insultos si se atrevía a acercarse a verlos jugar. Él, por lo demás, rara vez lo intentaba. Desde muy pequeño, su intuición o su inteligencia sin fallas le enseñaron que, para él, los demás siempre serían seres reticentes o desagradados, y a menudo verdugos, de modo que debía mantenerse alejado de todos. Así lo hizo, por lo menos hasta el episodio de la acequia, y la gente lo vio siempre a prudente distancia, aun en las ferias y mercados. Cuando había en Natuba una Santa Misión, el León escuchaba los sermones desde el tejado de la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, como un gato. Pero ni siquiera esta estrategia del retraimiento lo libró de sustos. Uno de los peores se lo dio el Circo del Gitano. Pasaba por Natuba dos veces al año, con su caravana de monstruos: acróbatas, adivinadores, troveros, payasos. El Gitano, en una de esas veces, pidió al amansador de potros y a Doña Gaudencia que le permitieran llevarse al León para hacer de él un cirquero. «Mi circo es el único sitio donde no llamará la atención», les dijo, «y se hará útil». Ellos consintieron. Se lo llevó, pero una semana después el León se había escapado y estaba de nuevo en Natuba. Desde entonces, cada vez que aparecía el Circo del Gitano, él se volatilizaba.

Lo que temía, por encima de todo, eran los borrachos, esas pandillas de vaqueros que luego de una jornada arreando, marcando, castrando o trasquilando, retornaban al pueblo, desmontaban y corrían a la bodega de Doña Epifanía a quitarse la sed. Salían abrazados, canturreando, tambaleándose, a veces alegres, a veces furiosos, y lo buscaban por las callejuelas para divertirse o desfogarse. Él había desarrollado un oído extraordinariamente agudo y los detectaba a distancia, por sus risotadas o palabrotas, y entonces, brincando pegado a los muros y fachadas para pasar desapercibido, corría a su casa, o, si estaba lejos, a ocultarse en unos matorrales o un techo, hasta que pasaba el peligro. No siempre conseguía escapárseles. Alguna vez, valiéndose de un ardid —por ejemplo, enviándole un mensajero a decirle que fulano lo llamaba para redactar una solicitud al Juez del municipio — lo atrapaban. Entonces, jugueteaban horas con él, desnudándolo para comprobar si debajo de la túnica ocultaba otras monstruosidades además de las que tenía a la vista, subiéndolo sobre un caballo o pretendiendo cruzarlo con una cabra para averiguar qué producía la mezcla.

Por una cuestión de honor más que por cariño, Celestino Pardinas y los suyos intervenían si se enteraban y amenazaban a los graciosos, y una vez los hermanos mayores se lanzaron a cuchillazos y palazos a rescatar al escriba de una partida de vecinos que, excitados por la cachaca, lo habían bañado en melaza, revolcado en un basural y lo paseaban por las calles al cabo de una cuerda como un animal de especie desconocida. Pero a los parientes estos incidentes en que se veían envueltos por este miembro de la familia los tenían hartos. El León lo sabía mejor que nadie y, por eso, nunca se supo que denunciara a los abusivos.

El destino del hijo menor de Celestino Pardinas sufrió un vuelco decisivo el día que la hijita del hojalatero Zósimo, Almudia, la única que había sobrevivido entre seis hermanos que nacieron muertos o murieron a los pocos días de nacer, cayó con fiebre y vómitos. Los remedios y conjuros de Don Abelardo fueron ineficaces, como lo habían sido las oraciones de sus padres. El curandero sentenció que la niña tenía «mal de ojo» y que cualquier antídoto sería vano mientras no se identificara a la persona que la había «ojeado». Desesperados por la suerte de esa hija que era el lucero de sus vidas, Zósimo y su mujer Eufrasia recorrieron los ranchos de Natuba, averiguando. Y así llegó a ellos, por tres bocas, la murmuración de que la niña había sido vista en extraño conciliábulo con el León, a la orilla de la acequia que corre hacia la hacienda Mirándola. Interrogada, la enferma confesó, medio delirando, que esa mañana, cuando iba donde su padrino Don Nautilo, al pasar junto a la acequia, el León le preguntó si podía decirle una canción que había compuesto para ella. Y se la había cantado, antes de que Almudia escapara corriendo. Era la única vez que le habló, pero ella había advertido ya, antes, que, como de casualidad, se encontraba muy a menudo con el León en sus recorridos por el pueblo y algo, en su manera de encogerse a su paso, le hizo adivinar que quería hablarle. Zósimo cogió su escopeta y rodeado de sobrinos, cuñados y compadres, también armados, y seguido de una muchedumbre, fue a la casa de los Pardinas, atrapó al León, le puso el cañón del arma sobre los ojos y le exigió que repitiera la canción a fin de que Don Abelardo pudiera exorcizarla. El León permaneció mudo, con los ojos muy abiertos, azogado. Después de repetir varias veces que si no revelaba el hechizo le haría saltar la inmunda cabezota, el hojalatero rastrilló el arma. Un brillo de pánico enloqueció, un segundo, los grandes ojos inteligentes. «Si me matas, no sabrás el hechizo y Almudia se morirá», murmuró su vocecita, irreconocible por el terror. Había un silencio absoluto. Zósimo transpiraba. Sus parientes mantenían a raya, con sus escopetas, a Celestino Pardinas y a sus hijos. «¿Me dejas ir si te lo digo?», volvió a oírse la vocecita del monstruo. Zósimo asintió. Entonces, atorándose y con gallos de adolescente, el León comenzó a cantar. Cantó —comentarían, recordarían, chismearían los vecinos de Natuba presentes y los que, sin estarlo, jurarían que lo habían estado — una canción de amor, en la que aparecía el nombre de Almudia. Cuando terminó de cantar, el León estaba con los ojos llenos de vergüenza. «Suéltame ahora», rugió. «Te soltaré después que mi hija se cure», repuso el hojalatero, sordamente. «Y si no se cura, te quemaré junto a su tumba. Lo juro por su alma.» Miró a los Pardinas —padre, madre, hermanos inmovilizados por las escopetas — y añadió en un tono que no admitía dudas: «Te quemaré vivo, aunque los míos y los tuyos tengan que entrematarse por siglos». Almudia murió esa misma noche, después de un vómito en el que arrojó sangre. Los vecinos pensaban que Zósimo lloraría, se arrancaría los pelos, maldeciría a Dios o bebería cachaca hasta caer inerte. Pero no hizo nada de eso. El atolondramiento de los días anteriores fue reemplazado por una fría determinación con la que fue disponiendo, a la vez, el entierro de su hija y la muerte de su embrujador. Nunca había sido malvado, ni abusivo, ni violento, sino un vecino servicial y amiguero. Por eso todos lo compadecían, le perdonaban de antemano lo que iba a hacer y algunos, incluso, se lo aprobaban. Zósimo hizo plantar un poste junto a la tumba y acarrear paja y ramas secas. Los Pardinas permanecían prisioneros en su casa. El León estaba en el corral del hojalatero, amarrado de pies y manos. Allí pasó la noche, oyendo los rezos del velorio, los pésames, las letanías, los llantos. A la mañana siguiente, lo subieron a una carreta tirada por burros y a distancia, como siempre, fue siguiendo el cortejo. Al llegar al cementerio, mientras bajaban el cajón y había nuevos rezos, a él, siguiendo las instrucciones del hojalatero, dos sobrinos lo amarraron al poste y lo rodearon de la paja y las ramas con las que iba a arder. Casi todo el pueblo estaba reunido allí para ver la inmolación. En ese momento llegó el santo. Debía haber puesto los pies en Natuba la noche anterior, o esa madrugada, y alguien le informaría lo que estaba por suceder. Pero esa explicación era demasiado ordinaria para los vecinos, a quienes lo sobrenatural era más creíble que lo natural. Ellos dirían que su facultad de adivinación, o el Buen Jesús, lo llevaron a ese paraje del sertón bahiano en ese instante para corregir un error, evitar un crimen o, simplemente, dar una prueba de su poder. No venía solo, como la primera vez que predicó en Natuba, años atrás, ni acompañado sólo por dos o tres romeros, como la segunda, en la que, además de dar consejos, reconstruyó la capilla del abandonado convento de jesuítas de la Plaza Matriz. Esta vez lo acompañaban por lo menos una treintena de seres, flacos y pobres como él, pero con los ojos dichosos. Seguido de ellos, se abrió paso entre la muchedumbre hasta la tumba sobre la que echaban las últimas paladas.

El hombre de morado se dirigió a Zósimo, quien estaba cabizbajo, mirando la tierra. «¿La has enterrado con su mejor vestido, en un cajón bien hecho?», le preguntó con voz amable, aunque no precisamente afectuosa. Zósimo asintió, moviendo apenas la cabeza. «Vamos a rezarle al Padre, para que la reciba alborozado en el cielo», dijo el Consejero. Y él y los penitentes salmodiaron y cantaron alrededor de la tumba. Sólo después señaló el santo el poste donde estaba amarrado el León. «¿Qué vas a hacer con este muchacho, hermano?», preguntó. «Quemarlo», repuso Zósimo. Y le explicó por qué, en medio del silencio que parecía sonar. El santo asintió, sin inmutarse. Luego se dirigió al León e hizo un ademán para que la gente se apartara un poco. Retrocedieron unos pasos. El santo se inclinó y habló al oído del amarrado y luego acercó su oído a la boca del León para oír lo que éste le decía. Y así, moviendo el Consejero la cabeza hacia el oído y hacia la boca del otro, estuvieron secreteándose. Nadie se movía, esperando algo extraordinario. Y, en efecto, fue tan asombroso como ver achicharrarse a un hombre en una pira. Porque cuando callaron, el santo, con la tranquilidad que nunca lo abandonaba, sin moverse del sitio, dijo: «¡Ven y desátalo!». El hojalatero se volvió a mirarlo, pasmado. «Tienes que desatarlo tú mismo», rugió el hombre de morado, con un acento que estremeció a la gente. «¿Quieres que tu hija se vaya al infierno? ¿No son las llamas de allá más calientes, no duran más que las que tú quieres prender?», volvió a rugir, como espantado de tanta estulticia. «Supersticioso, impío, pecador —repitió—. Arrepiéntete de lo que querías hacer, ven y desátalo y pídele perdón y ruega al Padre que no mande a tu hija adonde el Perro por tu cobardía y tu maldad, por tu poca fe en Dios.» Y así estuvo, insultándolo, urgiéndolo, aterrorizándolo con la idea de que, por su culpa, Almudia se iría al infierno. Hasta que los lugareños vieron que Zósimo, en vez de dispararle, o hundirle la faca o quemarlo con el monstruo, le obedecía y, sollozando, imploraba de rodillas al Padre, al Buen Jesús, al Divino, a la Virgen, que el almita de Almudia no bajara al infierno.

Cuando el Consejero, después de permanecer dos semanas en el lugar, orando, predicando, consolando a los sufrientes y aconsejando a los sanos, partió en la dirección de Mocambo, Natuba tenía un cementerio cercado de ladrillos y cruces nuevas en todas las tumbas. Su séquito había aumentado con una figurilla entre animal y humana, que, vista mientras la mancha de romeros se alejaba por la tierra cubierta de mandacarús, parecía ir trotando entre los haraposos como trotan los caballos, las cabras, las acémilas…

¿Pensaba, soñaba? Estoy en las afueras de Queimadas, es de día, ésta es la hamaca de Rufino. Lo demás era confuso. Sobre todo, la conjunción de circunstancias que, ese amanecer, habían trastornado una vez más su vida. En la duermevela, persistía el asombro que se apoderó de él desde que, acabando de hacer el amor, cayó dormido. Sí, para alguien que creía que el destino era en buena parte innato e iba escrito sobre la masa encefálica, donde unas manos diestras y unos ojos zahones podían auscultarlo, era duro comprobar la existencia de ese margen imprevisible, que otros seres podían manejar con horrible prescindencia de la voluntad propia, de la aptitud personal. ¿Cuánto tiempo llevaba descansando? La fatiga había desaparecido, en todo caso. ¿Habría desaparecido también la muchacha? ¿Habría ido a pedir auxilio, a buscar gente que viniera a prenderlo? Pensó o soñó: «Los planes se hicieron humo cuando debían materializarse». Pensó o soñó: «La adversidad es plural». Advirtió que se mentía; no era verdad que este desasosiego y este pasmo se debieran a no haber encontrado a Rufino, a haber estado a punto de morir, a haber matado a esos dos hombres, al robo de las armas que iba a llevar a Canudos. Era ese arrebato brusco, incomprensible, incontenible, que lo hizo violar a Jurema después de diez años de no tocar a una mujer, lo que roía la duermevela de Galileo Gall.

Había amado a algunas mujeres en su juventud, tenido compañeras —luchadoras por los mismos ideales — con las que compartió trechos cortos de camino; en su época de Barcelona había vivido con una obrera que estaba embarazada cuando el asalto al cuartel y de la que supo, luego de su fuga de España, que terminó casándose con un panadero. Pero la mujer nunca ocupó un lugar preponderante en la vida de Galileo Gall, como la ciencia o la revolución. El sexo había sido para él, igual que el alimento, algo que aplacaba una necesidad primaria y luego producía hastío. La más secreta decisión de su vida tuvo lugar diez años atrás. ¿O eran once? ¿O doce? Bailoteaban las fechas en su cabeza, no el lugar: Roma. Allí se refugió al huir de Barcelona, en la vivienda de un farmacéutico, colaborador de la prensa anarquista y que había conocido el ergástulo. Ahí estaban las imágenes, vividas, en la memoria de Gall. Primero lo sospechó, después lo comprobó: este compañero recogía prostitutas en los alrededores del Coliseo, las traía a su casa cuando él estaba ausente y les pagaba para que se dejaran azotar. Ahí, las lágrimas del pobre diablo la noche que lo increpó y, ahí, su confesión de que sólo obtenía placer infligiendo castigo, de que sólo podía amar cuando veía un cuerpo magullado y miedoso. Pensó o soñó que lo escuchaba, otra vez, pedirle ayuda y en la duermevela, como aquella noche, lo palpó, sintió la rotundidad de la zona de los afectos inferiores, la temperatura de esa cima donde Spurzheim había localizado el órgano de la sexualidad, y la deformación, en la curva occipital inferior, ya casi en el nacimiento de su cuello, de las cavidades que representan los instintos destructivos. (Y en ese instante revivió la cálida atmósfera del gabinete de Mariano Cubí, y oyó el ejemplo que éste solía dar, el de Jobard le Joly, el incendiario de Ginebra, cuya cabeza había examinado después de la decapitación: «Tenía esta región de la crueldad tan magnificada que parecía un gran tumor, un cráneo encinta» ) Entonces, volvió a darle el remedio: «No es el vicio lo que debes suprimir de tu vida, compañero, es el sexo», y a explicarle que, cuando lo hiciera, la potencia destructora de su naturaleza, cegada la vía sexual, se encaminaría hacia fines éticos y sociales, multiplicando su energía para el combate por la libertad y el aniquilamiento de la opresión. Y, sin que le temblara la voz, escudriñándolo a los ojos, volvió fraternalmente a proponérselo: «Hagámoslo juntos. Te acompañaré en la decisión, para probarte que es posible. Juremos no volver a tocar a una mujer, hermano». ¿Habría cumplido el farmacéutico? Recordó su mirada consternada, su voz de aquella noche, y pensó o soñó: «Era un débil». El sol atravesaba sus párpados cerrados, hería sus pupilas. Él no era un débil, él sí pudo, hasta esa madrugada, cumplir el juramento. Porque el raciocinio y el saber dieron fundamento y vigor a lo que fue, al principio, mero impulso, un gesto de compañerismo. ¿Acaso la búsqueda de placer, la servidumbre al instinto no eran un peligro para alguien empeñado en una guerra sin cuartel? ¿No podían las urgencias sexuales distraerlo del ideal? No fue abolir a la mujer de su vida lo que atormentó a Gall, en esos años, sino pensar que lo que él hacía lo hacían también los enemigos, los curas católicos, pese a decirse que, en su caso, las razones no eran oscurantistas, prejuiciosas, como en el de ellos, sino querer hallarse más ligero, más disponible, más fuerte para esa lucha por acercar y confundir lo que ellos habían contribuido más que nadie a mantener enemistados: el cielo y la tierra, la materia y el espíritu. Su decisión nunca se vio amenazada y Galileo Gall soñó o pensó: «Hasta hoy». Al contrario, creía con firmeza que esa ausencia se había traducido en mayor apetito intelectual, en una capacidad de acción creciente. No: se mentía otra vez. La razón había podido someter al sexo en la vigilia, no en los sueños. Muchas noches de estos años, cuando dormía, tentadoras formas femeninas se deslizaban en su cama, se pegaban contra su cuerpo y le arrancaban caricias. Soñó o pensó que le había costado más trabajo resistir a esos fantasmas que a las mujeres de carne y hueso y recordó que, como los adolescentes o los compañeros encerrados en las cárceles del mundo entero, muchas veces había hecho el amor con esas siluetas impalpables que fabricaba su deseo. Angustiado, pensó o soñó: «¿Cómo he podido? ¿Por qué he podido?». ¿Por qué se había precipitado sobre la muchacha? Ella se resistía y él la había golpeado y, lleno de zozobra, se preguntó si le había pegado también cuando ya no se resistía y se dejaba desnudar.

¿Qué había ocurrido, compañero? Soñó o pensó: «No te conoces, Gall». No, su cabeza a él no le hablaba. Pero otros lo habían examinado y encontrado, en él, desarrolladas, las tendencias impulsivas y la curiosidad, ineptitud para lo contemplativo, para lo estético y en general para todo lo desligado de acción práctica y quehacer corporal, y nadie percibió nunca, en el receptáculo de su alma, la menor anomalía sexual. Soñó o pensó que ya había pensado: «La ciencia es todavía un candil que parpadea en una gran caverna en tinieblas».

¿En qué forma afectaría su vida este suceso? ¿Tenía aún razón de ser la decisión de Roma? ¿Debía renovarla después de este accidente o revisarla? ¿Era un accidente? ¿Cómo explicar científicamente lo de esta madrugada? En su alma —no, en su espíritu, la palabra alma estaba infectada de mugre religiosa—, a ocultas de su conciencia, se fueron almacenando en estos años los apetitos que creía desarraigados, las energías que suponía desviadas hacia fines mejores que el placer. Y esa acumulación secreta estalló esa mañana, inflamada por las circunstancias, es decir el nerviosismo, la tensión, el susto, la sorpresa del asalto, del robo, del tiroteo, de las muertes. ¿Era la explicación justa? Ah, si hubiera podido examinar todo esto como un problema ajeno, objetivamente, con alguien como el viejo Cubí. Y recordó esas conversaciones que el frenólogo llamaba socráticas, andando en el puerto de Barcelona y por el dédalo del barrio gótico y su corazón tuvo nostalgia. No, sería imprudente, torpe, estúpido, perseverar en la decisión romana, sería preparar en el futuro un suceso idéntico o más grave que el de este amanecer. Pensó o soñó, con amargo sarcasmo: «Tienes que resignarte a fornicar, Galileo».

Pensó en Jurema. ¿Era un ser pensante? Un animalito doméstico, más bien. Diligente, sumiso, capaz de creer que las imágenes de San Antonio escapan de las iglesias a las grutas donde fueron talladas, adiestrado como las otras siervas del Barón para cuidar gallinas y carneros, dar de comer al marido, lavarle la ropa y abrirle las piernas sólo a él. Pensó: «Ahora, tal vez, despertará de su letargo y descubrirá la injusticia». Pensó: «Yo soy tu injusticia». Pensó: «Tal vez le has hecho un bien».

Pensó en los hombres que lo asaltaron y se llevaron el carromato y en los dos que mató. ¿Eran gentes del Consejero? ¿Los capitaneaba el de la curtiembre de Queimadas, ese Pajeú? No dormía, no soñaba, pero seguía con los ojos cerrados e inmóvil. ¿No era natural que fuera él, Pajeú, quien, tomándolo por un espía del Ejército o un mercader ávido de trampear a su gente, lo hubiera hecho vigilar y, al descubrir armas en su poder, echara mano de ellas para abastecer a Canudos? Ojalá fuera así, ojalá en este momento esos fusiles cabalgaran a reforzar a los yagunzos para lo que se les avecinaba. ¿Por qué hubiera confiado en él, Pajeú? ¿Qué confianza podía inspirarle un forastero que pronunciaba mal su idioma y tenía ideas oscuras? «Has matado a dos compañeros, Gall», pensó. Estaba despierto: ese calor es el sol de la mañana, esos ruidos los cencerros de los carneros. ¿Y si estaban en manos de simples forajidos? Pudieron seguirlos a él y al encuerado la noche anterior, cuando las traían desde la hacienda donde Epaminondas se las entregó. ¿No decían que la región hervía de cangaceiros? ¿Había procedido con precipitación, sido imprudente? Pensó: «Debí descargar las armas, meterlas aquí». Pensó: «Entonces estarías muerto y se las hubieran llevado también». Se sintió comido por las dudas: ¿Regresaría a Bahía? ¿Iría siempre a Canudos? ¿Abriría los ojos? ¿Se levantaría de esta hamaca? ¿Enfrentaría por fin la realidad? Oía los cencerros, oía ladridos y ahora oyó, también, pisadas y una voz.