"Agua para elefantes" - читать интересную книгу автора (Gruen Sara)

CATORCE


Han pasado seis días desde el accidente de Marlena y todavía no se ha dejado ver. August ya no viene a comer a la cantina, así que yo como en nuestra mesa llamativamente solo. Cuando coincido con él durante el cuidado de los animales, se muestra educado pero distante.

Rosie, por su parte, es trasladada a cada ciudad en la carreta del hipopótamo y exhibida en la carpa de las fieras. Ha aprendido a seguir a August del vagón a la tienda, y en compensación él ha dejado de propinarle aquellas palizas de muerte. Ella se desplaza pesadamente a su lado y él camina con la pica firmemente clavada en la carne de su pata delantera. Una vez en la carpa de las fieras, se instala detrás del cordón de separación y es feliz seduciendo al público y aceptando sus dulces. Tío Al no lo ha precisado, pero no parece que haya planes inmediatos para montar otro número con elefante.

A medida que pasan los días me pongo más nervioso por Marlena. Cada vez que me acerco a la cantina espero encontrarla allí. Y cada vez que no la veo, se me cae el alma a los pies.


Es el final de otro largo día en una u otra puñetera ciudad -todas parecen iguales desde las vías de servicio-, y el Escuadrón Volador se prepara para partir. Estoy tirado en mi jergón leyendo Otelo y Walter lee a Wordsworth en su camastro. Queenie está acurrucada contra él.

La perra levanta la cabeza y gruñe. Walter y yo nos erguimos.

La gran cabeza calva de Earl se asoma por el quicio de la puerta.

– ¡Doc! -dice mirándome a mí-. ¡Oye! ¡Doc!

– Hola, Earl. ¿Qué pasa?

– Necesito tu ayuda.

– Por supuesto. ¿De qué se trata? -digo bajando el libro. Echo una mirada a Walter, que ha agarrado a la temblorosa Queenie y se la ciñe a un lado. Esta no ha dejado de gruñir.

– Se trata de Camel -dice Earl en voz baja-. Tiene problemas.

– ¿Qué clase de problemas?

– Problemas en los pies. Se le han quedado como muertos. Anda arrastrándolos. Y tampoco tiene muy bien las manos.

– ¿Está borracho?

– En este preciso momento, no. Pero no se nota mucha diferencia.

– Pero, coño, Earl -le digo-. Tiene que verle un médico.

Earl arruga la frente.

– Pues sí. Por eso estoy aquí.

– Earl, yo no soy médico.

– Eres médico de animales.

– No es lo mismo.

Miro a Walter, que hace como que está leyendo.

Earl parpadea expectante.

– Mira -le digo por fin-, si se encuentra mal, déjame que hable con August o con Tío Al a ver si pueden llamar a un médico en Dubuque.

– No van a llamar a un médico.

– ¿Por qué no?

Earl se endereza impulsado por una indignación evidente.

– Maldita sea. No sabes nada de nada, ¿verdad?

– Si le pasa algo serio estoy seguro de que ellos…

– Le echarían del tren, eso es lo que harían -dice Earl tajante-. Si fuera uno de los animales…

Pienso en lo que ha dicho durante unos instantes antes de admitir que tiene razón.

– Vale. Yo me encargo del médico.

– ¿Cómo? ¿Tienes dinero?

– Eh, pues no -digo abochornado-. ¿Y él?

– Si tuviera dinero, ¿crees que bebería las cosas que bebe? Ah, venga ya, ¿ni siquiera vas a echarle un vistazo? El viejo echó el resto por ayudarte.

– Ya lo sé, Earl, ya lo sé -digo rápidamente-. Pero no sé qué esperas que haga.

– Tú eres el médico. Vete a verle por lo menos.

Un silbato suena a lo lejos.

– Vamos -dice Earl-. Es el silbato de los cinco minutos. Tenemos que espabilar.

Le sigo hasta el vagón que lleva la gran carpa. Los caballos están ya encajados en sus sitios y por todas partes los hombres del Escuadrón Volador levantan rampas, suben a bordo y cierran las puertas correderas.

– Eh, Camel -grita Earl hacia el interior de la puerta abierta-. He traído al doc.

– ¿Jacob? -croa una voz desde dentro.

Subo de un salto. Tardo un instante en acostumbrarme a la penumbra. Cuando lo logro veo la figura de Camel en un rincón, desmoronado sobre una pila de sacos de pienso. Me acerco y me arrodillo a su lado.

– ¿Qué pasa, Camel?

– No lo sé exactamente, Jacob. Hace unos días me desperté con los pies completamente flojos. No puedo moverlos bien.

– ¿Puedes andar?

– Un poco. Pero tengo que levantar mucho las rodillas porque los pies me cuelgan -baja la voz hasta convertirla en un susurro-. Y no es sólo eso -me dice-. Hay otra cosa además.

– ¿Qué otra cosa?

Los ojos se le abren llenos de temor.

– Cosas de hombres. No siento nada… ahí abajo.

El tren arranca, despacio, tensando los enganches entre vagones.

– Vamos a salir ya. Tienes que irte -dice Earl dándome un golpecito en el hombro. Se acerca a la puerta y me hace un gesto para que le siga. -Voy a hacer este tramo con vosotros -digo.

– No puedes.

– ¿Por qué no?

– Porque alguien podría enterarse de que has estado confraternizando con los peones y echarte del tren, o, más probablemente, podrían echar a los susodichos -dice.

– Pero coño, Earl, ¿tú no eres de seguridad? Diles que se vayan a hacer puñetas.

– Yo voy en el tren principal. Esto es terreno de Blackie -dice con gestos cada vez más nerviosos-. ¡Venga!

Miro a Camel a los ojos. Reflejan miedo, suplican.

– Tengo que irme -le digo-. Volveré en Dubuque. No te va a pasar nada. Vamos a traer a un médico.

– No tengo dinero.

– Es igual. Ya se nos ocurrirá algo.

– ¡Vamos! -grita Earl.

Pongo una mano en el hombro del anciano.

– Ya pensaremos en algo. ¿De acuerdo?

Los ojos turbios de Camel titilan.

– ¿De acuerdo?

Asiente con la cabeza. Una sola vez.

Me levanto del suelo y voy hacia la puerta.

– Maldita sea -digo al ver el paisaje que pasa a toda velocidad-. El tren ha acelerado más rápido de lo que esperaba.

– Y no va a ir más despacio -dice Earl colocando la mano plana en medio de mi espalda y empujándome por la puerta.

– ¡Qué demonios…! -grito agitando los brazos como aspas de molino. Caigo en la grava y ruedo de lado. Oigo el golpe de otro cuerpo que cae junto a mí.

– ¿Lo ves? -dice Earl levantándose y sacudiéndose la ropa-. Ya te dije que era malo.

Le miro pasmado.

– ¿Qué? -pregunta con expresión de desconcierto.

– Nada -digo yo. Me levanto y sacudo el polvo y la gravilla de mi ropa.

– Vamos. Será mejor que vuelvas antes de que alguien te vea aquí.

– Les puedes decir que estaba echando una mirada a los caballos de tiro.

– Oh. Buena idea. Sí. Supongo que por eso tú eres el doc y yo no, ¿eh?

Me quedo dándole vueltas a lo que ha dicho, pero su expresión es totalmente inocente. Lo olvido y me pongo en marcha en dirección al tren principal.

– ¿Qué te pasa? -grita Earl detrás de mí-. ¿Por qué sacudes la cabeza, Doc?


– ¿De qué iba todo eso? -dice Walter en cuanto cruzo la puerta.

– De nada -digo.

– Sí, claro. He estado aquí todo el rato. Larga de una vez, «Doc».

Titubeo.

– Es uno de los chicos del Escuadrón Volador. Se encuentra mal.

– Bueno, eso era bastante evidente. ¿Tú cómo le has encontrado?

– Asustado. Y, con toda franqueza, no me extraña. Quiero que le vea un médico, pero estoy sin un centavo, y él también.

– No por mucho tiempo. Mañana es día de paga. Pero ¿qué síntomas tiene?

– Pérdida de sensibilidad en las piernas y brazos y… bueno, y otras cosas.

– ¿Qué otras cosas?

Bajo la mirada.

– Ya sabes…

– Ah, mierda -dice Walter. Se sienta en la cama-. Es lo que me imaginaba. No necesitáis un médico. Tiene pata de jengibre.

– ¿Que tiene qué?

– Pata de jengibre. O pie de extracto. O pierna de madera. Da igual…, todo es lo mismo.

– Nunca he oído hablar de eso.

– Alguien hizo una remesa de esencia de jengibre tóxico, le metió plastificantes o algo así. Se distribuyó por todo el país. Una botella mala, y se acabó.

– ¿Qué quieres decir con «se acabó»?

– Parálisis. Puede empezar en cualquier momento a partir de las dos semanas de beber ese mejunje.

Estoy horrorizado.

– ¿Cómo coño sabes tú esto?

Se encoge de hombros.

– Ha salido en los periódicos. Acaban de descubrir lo que lo provoca, pero hay montones de afectados. Puede que decenas de miles. Sobre todo en el sur. Pasamos por allí de camino a Canadá. Tal vez fuera allí donde compró la esencia.

Hago una pausa antes de la siguiente pregunta.

– ¿Se puede curar?

– No.

– ¿No se puede hacer nada de nada?

– Ya te lo he dicho. Se acabó. Pero si quieres gastarte el dinero en que un médico te diga esto mismo, adelante.

Fuegos artificiales en blanco y negro explotan delante de mis ojos, unos dibujos cambiantes y luminosos que tapan todo lo demás. Me derrumbo en el jergón.

– Eh, ¿te encuentras bien? -dice Walter-. Anda, amigo. Te has puesto un poco verde. No irás a vomitar, ¿verdad?

– No -digo. El corazón me late con fuerza. La sangre me palpita en los oídos. Acabo de recordar la botella de líquido salobre que Camel me ofreció el primer día de espectáculo-. Estoy bien, gracias.


Al día siguiente, nada más desayunar, Walter y yo nos ponemos en fila delante del carromato rojo con todos los demás. A las nueve en punto el hombre de la ventanilla hace pasar a la primera persona, un peón. Unos momentos después baja como una tromba, maldiciendo y escupiendo al suelo. El siguiente -otro peón- también sale presa de un ataque de ira.

Los presentes en la cola se miran unos a otros, murmurando a hurtadillas.

– Oh, oh -dice Walter.

– ¿Qué está pasando?

– Parece que Tío Al está haciendo una de las suyas.

– ¿Qué quieres decir?

– La mayoría de los circos retienen parte de la paga hasta el final de la temporada. Pero cuando Tío Al está sin blanca, se queda con todo.

– ¡Maldita sea! -digo al ver que un tercer hombre sale hecho una furia. Otros dos trabajadores, con la cara larga y cigarrillos liados a mano entre los labios, se retiran de la fila-. Y entonces, ¿por qué nos tomamos la molestia?

– Sólo se aplica a los trabajadores -dice Walter-. Los artistas y los jefes cobran siempre.

– Yo no soy ninguna de las dos cosas.

Walter me mira durante un par de segundos.

– No, es verdad. Lo cierto es que no sé qué puñetas eres, pero cualquiera que come en la mesa del director ecuestre no es un peón. Eso sí puedo asegurártelo.

– ¿Y esto pasa a menudo?

– Sí -dice Walter. Está aburrido y rasca el suelo con el pie.

– ¿Alguna vez les paga lo que les debe?

– No creo que nadie haya confirmado esa teoría. La opinión más extendida es que si te debe más de cuatro semanas es mejor que no vuelvas a aparecer el día de pago.

– ¿Por qué? -digo observando a otro desarrapado más que sale envuelto en un torbellino de maldiciones. Otros tres peones abandonan la fila delante de nosotros. Se vuelven al tren con los hombros caídos.

– Básicamente, porque no te conviene que Tío Al empiece a verte como un riesgo financiero, porque si lo hace, desapareces cualquier noche.

– ¿Cómo? ¿Te dan luz roja?

– Como hay Dios.

– Me parece un poco exagerado. Quiero decir que ¿por qué no abandonarlos simplemente?

– Porque les debe dinero. ¿Qué consecuencias crees que tendría eso?

Ahora soy el segundo de la fila, detrás de Lottie. Su pelo rubio, peinado en cuidados caracolillos, brilla al sol. El hombre que atiende la ventanilla del carromato rojo le hace un gesto para que se acerque. Charlan amigablemente mientras él separa unos cuantos billetes de su fajo. Cuando se los entrega a la mujer, ella se chupa el índice y los cuenta. Luego los enrolla y se los guarda en el escote del vestido.

– ¡El siguiente!

Doy un paso adelante.

– ¿Nombre? -dice el hombre sin levantar la mirada. Es un tipo bajito y calvo con un flequillo de pelo ralo y gafas de montura de metal. Su mirada está clavada en el libro de contabilidad que tiene delante.

– Jacob Jankowski -digo mirando por encima de él. El interior del carromato está forrado de paneles de madera tallada y el techo está pintado. Hay una mesa de despacho y una caja fuerte al fondo, y un lavabo pegado a la pared. En la pared de enfrente cuelga un mapa de los Estados Unidos con chinchetas de colores clavadas. Nuestra ruta, presumiblemente.

El hombre desliza el dedo sobre el libro de contabilidad. Se detiene en un punto y lo mueve hacia la columna de la derecha.

– Lo siento -dice.

– ¿Cómo que lo siente?

Levanta la mirada hacia mí, la viva imagen de la sinceridad.

– A Tío Al no le gusta que nadie acabe la temporada sin un chavo. Siempre retiene la paga de cuatro semanas. Te lo darán al final de la temporada. ¡El siguiente!

– Pero lo necesito ahora.

Clava los ojos en mí con una expresión implacable.

– Lo tendrás al final de la temporada. ¡El siguiente!

Mientras Walter se acerca a la ventanilla abierta, yo me retiro, deteniéndome el tiempo justo para escupir en el suelo.


La respuesta se me ocurre mientras troceo fruta para el orangután. Es un destello en mi cabeza, la visión de un cartel.

¿No tiene dinero?

¿Qué tiene?

¡Aceptamos cualquier cosa!

Paso por lo menos cinco minutos paseando de un lado a otro delante del vagón 48 antes de subirme a él y llamar a la puerta del compartimento 3.

– ¿Quién es? -dice August.

– Soy yo. Jacob.

Hay una pequeña pausa.

– Pasa -dice.

Abro la puerta y entro.

August está de pie junto a una ventana. Marlena, sentada en uno de los sillones de terciopelo, con los pies descalzos colocados encima de un escabel.

– Hola -dice ruborizándose. Se estira la falda por encima de las rodillas y luego la alisa sobre sus muslos.

– Hola, Marlena -digo-. ¿Qué tal estás?

– Mejor. Ya empiezo a andar un poco. Tal como van las cosas, no tardaré mucho en volver a subirme a la silla de montar.

– Bueno, ¿qué te trae por aquí? -inquiere August-. Y no es que no nos encante tu visita. Te echábamos de menos. ¿Verdad, cariño?

– Ah… sí -dice Marlena. Levanta sus ojos hasta encontrar los míos y enrojece.

– Oh, pero ¿dónde están mis modales? ¿Te apetece una copa? -dice August. Sus ojos, sobre una boca rígida, parecen inusualmente duros.

– No. Gracias -su hostilidad me ha pillado con la guardia baja-. No puedo quedarme mucho. Sólo quería pedirte una cosa.

– ¿Y de qué se trata?

– Necesito que venga un médico.

– ¿Para qué?

Dudo un instante.

– Preferiría no decírtelo.

– Ah -dice haciendo me un guiño-. Ya entiendo.

– ¿Qué? -digo horrorizado-. No. No es nada de eso -miro a Marlena, que se gira apresuradamente hacia la ventana-. Es para un amigo mío.

– Sí, claro que sí -dice August sonriendo.

– No, lo digo en serio. Y no es… Mira, sólo quería saber si conocías a alguien. Da lo mismo. Me voy a acercar a la ciudad y a ver qué puedo encontrar -me doy la vuelta para salir.

– ¡Jacob! -dice Marlena a mi espalda.

Me detengo en el quicio de la puerta, con la mirada perdida en la ventana del estrecho pasillo. Respiro un par de veces antes de volverme y mirarla.

– Va a venir a verme un médico mañana en Davenport -dice pausadamente-. ¿Quieres que te avise cuando hayamos terminado?

– Te lo agradecería mucho -digo. Me toco el ala del sombrero y salgo.


A la mañana siguiente, la cola de la cantina es un hervidero de rumores.

– Es por culpa de esa maldita elefanta -dice el tipo que tengo delante-. Y total, no sabe hacer nada.

– Pobres diablos -dice su amigo-. Es lamentable que un hombre valga menos que una bestia.

– Perdón -digo-. ¿Qué queréis decir con que es por culpa de la elefanta?

El primero se me queda mirando. Tiene los hombros anchos y lleva una sucia chaqueta marrón. Su cara está llena de arrugas, avejentada y cetrina como una pasa.

– Porque costó demasiado. Y encima compraron el carromato.

– No, pero ¿de qué tiene la culpa?

– Han desaparecido un puñado de tipos de la noche a la mañana. Por lo menos seis, y puede que más.

– ¿Cómo? ¿Del tren?

– Sí.

Dejo mi plato a medio llenar en el mostrador de la comida y me dirijo al Escuadrón Volador. Tras algunas zancadas, echo a correr.

– ¡Eh, colega! -grita el hombre detrás de mí. ¡Si ni siquiera has comido!

– Déjale en paz, Jock -dice su amigo-. Probablemente necesita ver a alguien.


– ¡Camel! ¡Camel! ¿Estás ahí? -me pongo delante del vagón e intento ver algo en su lóbrego interior.

No hay respuesta.

– ¡Camel!

Nada.

Me giro de cara a la explanada.

– ¡Mierda! -le doy una patada a la gravilla y luego le doy otra-. ¡Mierda!

Y entonces oigo un murmullo dentro del vagón.

– Camel, ¿eres tú?

Un sonido amortiguado sale de uno de los rincones oscuros. Subo de un salto. Camel está recostado contra la pared del fondo.

Ha perdido el conocimiento sosteniendo una botella vacía. Me inclino y se la quito de las manos. Extracto de limón.

– ¿Quién coño eres tú y qué coño crees que estás haciendo? -dice una voz a mi espalda. Me vuelvo. Es Grady. Está de pie en el suelo, delante de la puerta abierta, fumando un cigarrillo liado-. Oh… Hola. Perdona, Jacob. No te reconocía por detrás.

– Hola, Grady-digo-. ¿Qué tal está?

– No sabría decirte -responde-. Lleva borracho desde anoche.

Camel gruñe e intenta darse la vuelta. Su brazo derecho yace inerte sobre su pecho. Chasca los labios y empieza a roncar.

– Hoy va a venir un médico -digo-. Mientras, no le quites el ojo de encima, ¿de acuerdo?

– Por supuesto -dice Grady ofendido-. ¿Qué coño crees que soy? ¿Blackie? ¿Quién coño crees que le salvó el pellejo anoche?

– Claro que no creo que seas… Bah, joder, olvídalo. A ver si se le pasa la borrachera. Y trata de que siga sobrio, ¿vale? Más tarde vendré a veros con el médico.


El médico sostiene el reloj de bolsillo de mi padre en su mano rechoncha y le da vueltas, inspeccionándolo con sus antiparras. Lo abre para examinar la esfera.

– Sí. Esto será suficiente. Bueno, y ¿de qué se trata? -dice guardándoselo en el bolsillo del chaleco.

Nos encontramos en el pasillo del vagón, justo delante del compartimento de August y Marlena. La puerta todavía está abierta.

– Tenemos que ir a otro sitio -digo bajando la voz.

El doctor se encoge de hombros.

– Muy bien. Vamos.

Tan pronto como salimos del vagón, el médico se vuelve hacia mí.

– ¿Y dónde quiere que le haga el reconocimiento?

– No es a mí. Es a un amigo mío. Tiene problemas con los pies y las manos. Y otras cosas. El se lo contará cuando lleguemos.

– Ah -dice el médico-. El señor Rosenbluth me dejó caer que tenía usted dificultades de… orden personal.

La expresión del doctor va cambiando mientras me sigue por las vías. Cuando rebasamos los vagones brillantemente pintados de la sección principal del tren, parece algo alarmado. Cuando alcanzamos los vagones cochambrosos del Escuadrón Volador, su expresión es de franca repugnancia.

– Está aquí dentro -digo subiendo al vagón de un salto.

– ¿Y puede saberse cómo me voy a subir ahí? -pregunta él.

Earl emerge de las sombras con una caja de madera. Se baja, la coloca delante de la puerta y le da un sonoro palmetazo. El médico la mira durante unos instantes y se sube a ella, apretando nerviosamente su maletín negro contra el pecho.

– ¿Dónde está el paciente? -pregunta estrechando los ojos y recorriendo el interior.

– Por allí -dice Earl. Camel está acurrucado contra un rincón. Grady y Bill se inclinan sobre él.

El doctor se acerca al grupo.

– Un poco de intimidad, por favor -dice.

Los otros se dispersan, murmurando sorprendidos. Se desplazan hasta el extremo opuesto del vagón y estiran los cuellos para intentar ver algo.

El doctor se acerca a Camel y se agacha a su lado. No puedo dejar de darme cuenta de que evita que las rodillas de su traje entren en contacto con los listones del suelo.

Al cabo de unos minutos, se levanta y dice:

– Parálisis del jengibre jamaicano. No cabe la menor duda.

Tomo aire entre los dientes.

– ¿Qué? ¿Qué es eso? -rezonga Camel.

– Se contrae por beber extracto de jengibre jamaicano -el médico pone gran énfasis en las cuatro últimas palabras-. O jake, como se le conoce popularmente.

– Pero… ¿cómo? ¿Por qué? -dice Camel mientras sus ojos buscan desesperados la cara del médico-. No lo entiendo. Llevo años bebiéndolo.

– Sí. Sí. Eso es fácil de deducir -dice el doctor.

La rabia asciende por mi garganta como bilis. Me sitúo al lado del médico.

– Creo que no ha contestado a la pregunta -digo con toda la calma de que soy capaz.

El médico se vuelve y me examina a través de sus antiparras. Tras una pausa de varios segundos, dice:

– Lo causan los cresoles que ha añadido el fabricante.

– Dios mío -digo.

– Efectivamente.

– ¿Por qué se lo añaden?

– Para cumplir la normativa que exige que el extracto de jengibre jamaicano no sea apto para el consumo -se vuelve hacia Camel y levanta la voz-: Y que no se utilice como bebida alcohólica.

– ¿Se me pasará? -la voz de Camel es aguda y está quebrada por el miedo.

– No. Me temo que no -dice el médico.

A mis espaldas, los demás contienen la respiración. Grady se adelanta hasta que nuestros hombros entran en contacto.

– Espere un momento. ¿Quiere decir que no puede hacer nada?

El doctor se estira y encaja los pulgares en el chaleco.

– ¿Yo? No. Nada en absoluto -dice. Tiene la cara contraída como la de un perro pachón, como si estuviera intentando cerrar las fosas nasales sólo con la fuerza de los músculos faciales. Recoge el maletín y se dirige a la puerta.

– Espérese un momentito -dice Grady-. Si usted no puede hacer nada, ¿hay alguien que pueda?

El médico se gira para dirigirse a mí específicamente, supongo que porque soy yo el que le paga.

– Oh, hay muchos dispuestos a quedarse con su dinero y prometerle una cura: baños en piscinas de aceite, terapia de descargas eléctricas; pero ninguna de ellas sirve para nada. Puede que recupere parte de sus funciones con el tiempo, pero, en el mejor de los casos, será una recuperación mínima. Lo cierto es que, para empezar, no debería haberlo bebido. Usted sabe que va contra las leyes federales.

Estoy pasmado. Creo que hasta es posible que tenga la boca abierta.

– ¿Eso es todo? -pregunta.

– ¿Cómo dice?

– ¿Necesita… usted… alguna… otra… cosa? dice como si estuviera hablando con un idiota.

– No -digo.

– Entonces, le deseo muy buenos días -se toca el ala del sombrero, baja con cuidado a la caja de madera y sale del vagón. Se aleja una docena de metros, deja el maletín en el suelo y saca un pañuelo del bolsillo. Se limpia las manos meticulosamente, pasándoselo entre todos los dedos. Luego recoge el maletín, saca el pecho y se marcha, llevándose con él la última brizna de esperanza de Camel y el reloj de bolsillo de mi padre.

Cuando me vuelvo veo a Earl, Grady y Bill arrodillados alrededor de Camel. Las lágrimas surcan las mejillas del viejo.


– Walter, necesito hablar contigo -digo irrumpiendo en el cuarto de las cabras. Queenie levanta la cabeza, comprueba que soy yo y vuelve a apoyarla en las patas.

Walter baja el libro.

– ¿De qué? ¿Qué pasa?

– Tengo que pedirte un favor.

– Pues adelante, ¿de qué se trata?

– Un amigo mío se encuentra mal.

– ¿El fulano de la pata de jengibre?

Hago una pausa.

– Sí.

Me acerco a mi jergón, pero estoy demasiado nervioso para sentarme.

– Venga, suelta lo que sea -dice Walter impaciente.

– Quiero traerle aquí.

– ¿Qué?

– Si no, le van a dar luz roja. Anoche sus amigos tuvieron que esconderle detrás de un rollo de lona.

Walter me mira aterrorizado.

– Tienes que estar de broma

– Mira, ya sé que no se puede decir que mi presencia aquí te emocionara, y ya sé que él es un peón y todo eso, pero es un anciano, se encuentra mal y necesita ayuda.

– ¿Y qué es exactamente lo que quieres que hagamos?

– Ponerle fuera del alcance de Blackie.

– ¿Durante cuánto tiempo? ¿Para siempre?

Me dejo caer en el borde del jergón. Tiene razón, por supuesto. No podemos ocultar a Camel para siempre.

– Mierda -digo. Me pego en la frente con la mano. Una vez. Y otra vez. Y otra.

– Eh, deja de hacer eso -dice Walter. Se incorpora en el camastro y cierra el libro-. Esas preguntas iban en serio. ¿Qué haríamos con él?

– No lo sé.

– ¿No tiene familia?

Levanto la mirada de golpe.

– Una vez mencionó a un hijo.

– Muy bien, ya vamos llegando a algún sitio. ¿Sabes dónde vive ese hijo suyo?

– No. Deduzco que no se mantienen en contacto.

Walter me observa golpeándose la pierna con los dedos. Tras medio minuto de silencio, dice:

– De acuerdo. Tráele aquí. No dejes que te vea nadie o todos saldremos mal parados.

Le miro sorprendido.

– ¿Qué? -dice espantando una mosca de la frente.

– Nada. No. En realidad quiero decir que gracias. Muchas gracias.

– Oye, que yo tengo corazón -dice tumbándose y retomando la lectura-. No como otras personas que todos conocemos y adoramos.


Walter y yo estamos descansando entre la función de la tarde y la de la noche cuando oímos unos golpes suaves en la puerta.

Él se levanta tropezando con la caja de madera y maldiciendo al tiempo que evita que la lámpara de petróleo se estrelle contra el suelo. Yo me acerco a la puerta y echo un vistazo nervioso a los baúles dispuestos en fila contra la pared del fondo.

Walter coloca la lámpara y me hace un gesto de cabeza casi imperceptible.

Abro la puerta.

– ¡Marlena! -digo abriéndola más de lo que pretendía-. ¿Qué haces levantada? Quiero decir… ¿Te encuentras bien? ¿Quieres sentarte?

– No -dice. Su cara está a unos centímetros de la mía-. Estoy bien. Pero me gustaría hablar contigo un momento. ¿Estás solo?

– Eh, no. No exactamente -digo mirando a Walter, que sacude la cabeza y agita las manos frenéticamente.

– ¿Puedes venir al compartimento? -dice Marlena-. No será más que un momento.

– Sí, claro.

Se da la vuelta y va andando cautelosamente hacia la puerta. No lleva zapatos, sino zapatillas. Se sienta en el quicio y baja con cuidado. La observo un instante, aliviado de ver que, aunque se mueve con precaución, no cojea de un modo alarmante.

Cierro la puerta.

– Joder, tú -dice Walter sacudiendo la cabeza-. Casi me da un ataque al corazón. Mierda, tío. ¿Qué coño estamos haciendo?

– Eh, Camel -digo-. ¿Estás bien ahí detrás?

– Sí -se oye una voz débil al otro lado de los baúles-. ¿Crees que ha visto algo?

– No. Estás seguro. Por ahora. Pero vamos a tener que ser muy prudentes.


Marlena está en el sillón de terciopelo con las piernas cruzadas. Cuando entro la veo inclinada hacia delante, masajeándose el arco de un pie. Al verme lo deja y se echa para atrás.

– Jacob. Gracias por venir.

– Faltaría más -digo. Me quito el sombrero y lo sujeto azorado contra el pecho.

– Siéntate, por favor.

– Gracias -digo sentándome en el borde de la silla más próxima. Miro alrededor-. ¿Dónde está August?

– Tío Al y él tienen una reunión con los responsables de los ferrocarriles.

– Ah -digo-. ¿Algo serio?

– Sólo rumores. Alguien ha ido contando que damos luz roja a la gente. Estoy segura de que lo aclararán.

– Rumores. Sí -digo. Me pongo el sombrero sobre las piernas y juego con el ala mientras espero.

– Bueno… mmm… Estaba preocupada por ti -dice.

– ¿Ah, sí?

– ¿Estás bien? -me pregunta en voz baja.

– Sí. Claro que sí -contesto. Entonces me doy cuenta de lo que está preguntando-. Oh, Dios… No, no es lo que crees. El médico no era para mí. Quería que echara un vistazo a una amistad y no era… no era para eso.

– Ah -dice ella soltando una risita nerviosa-. Me alegro mucho. Lo siento, Jacob. No era mi intención avergonzarte. Es que estaba preocupada.

– Estoy bien. En serio.

– ¿Y tu amistad?

Contengo la respiración un momento.

– No tan bien.

– ¿Se pondrá buena?

– ¿Buena? -la miro, pillado con la guardia baja.

Marlena retira la mirada y se retuerce los dedos en el regazo.

– Había supuesto que era Barbara.

Toso y luego me atraganto.

– Oh, Jacob… Madre mía. Estoy liándolo todo. No es asunto mío. De verdad. Perdóname, por favor.

– No. Apenas conozco a Barbara -me sonrojo de tal manera que el cuero cabelludo me pica.

– No pasa nada. Ya sé que es… -Marlena se retuerce los dedos abochornada y deja la frase sin terminar-. Bueno, a pesar de eso, no es mala persona. Es muy noble, de verdad, aunque quisieras…

– Marlena -digo con fuerza suficiente para que deje de hablar. Me aclaro la garganta para seguir-: No hay nada entre Barbara y yo. Apenas la conozco. No creo que hayamos hablado más de una docena de palabras en toda nuestra vida.

– Oh -dice-. Es que Auggie dijo que…

Permanecemos sentados en un incómodo silencio casi medio minuto.

– ¿O sea que ya tienes mejor los pies? -pregunto.

– Sí, gracias -se agarra las manos con tal fuerza que tiene los nudillos blancos. Traga saliva y se mira el regazo-. Hay otra cosa de la que quería hablar contigo. De lo que pasó en el callejón. En Chicago.

– Aquello fue todo por mi culpa -me apresuro a decir-. No logro entender lo que me pasó. Enajenación temporal o algo así. Lo siento mucho. Puedo asegurarte que no volverá a pasar nunca.

– Oh -dice en voz baja.

La miro, confundido. A no ser que me equivoque de medio a medio, creo que he conseguido ofenderla.

– No estoy diciendo que… No es que no seas… Es que…

– ¿Estás diciendo que no querías besarme?

Levanto las manos y el sombrero se me cae.

– Marlena, ayúdame, por favor. No sé qué quieres que diga.

– Porque sería más fácil si no hubieras querido.

– Si no hubiera querido ¿qué?

– Si no hubieras querido besarme -dice suavemente.

Muevo la mandíbula, pero pasan varios segundos antes de articular palabra.

– Marlena, ¿qué insinúas?

– No… no estoy segura del todo -dice-. Ya no sé ni qué pensar. No he podido dejar de pensar en ti. Sé que lo que siento está mal, pero no sé… Bueno, supongo que me preguntaba…

Cuando levanto los ojos, su cara está roja como una cereza. Se agarra y suelta las manos alternativamente, sin retirar la mirada del regazo.

– Marlena -digo levantándome y dando un paso adelante.

– Creo que deberías irte -dice ella.

Me quedo mirándola unos segundos.

– Por favor -dice sin levantar los ojos.

Y yo me voy, a pesar de que todos los huesos de mi cuerpo gritan que no lo haga.